Bolivia: Asonada de la clase media decadente.

por Álvaro García Linera (*) /La Razón/ La Paz.

Las clases sociales. Una clase social es un conjunto grande de personas que estadísticamente tiene acceso a condiciones de vida más o menos parecidas, por ejemplo, ingresos económicos, propiedades, titulaciones, prestigios o vínculos sociales. Si bien cada persona es un universo diferente a otra en su trayectoria de vida; sin embargo, cuando las estrategias económicas que despliegan, las oportunidades laborales que se les presentan, las maneras generales de enfrentar el porvenir y la forma de apreciar y valorar las cosas del mundo son relativamente convergentes a un espacio común, significa que pertenecen a una misma clase social. Normalmente, todos los seres humanos forman parte de una clase social, sin necesidad de saberlo ni de interesarse por ello. Pero cuando esta similitud de condiciones económicas, culturales y simbólicas son asumidas como una identidad con capacidad de representación, de organización o de convocatoria, estamos ante una clase social movilizada. Es el caso de lo que denominamos la “clase obrera” o “clase campesina” en torno a sus federaciones y sindicatos. O los empresarios en torno a sus cámaras, asociaciones o partidos que logran articular un interés clasistamente diferenciado.

La  llamada “clase media” es un producto de la modernidad y se constituye como tal a partir de su diferenciación tanto de la clase de los grandes propietarios y poseedores de recursos, empresarios, banqueros, terratenientes; como de los trabajadores manuales, pequeños campesinos, artesanos, obreros, etc. Sin embargo, esta conformación por distancia de los de “arriba” y de los de “abajo”, de ahí lo de “clase media”, es muy ambigua porque abarca desde personas que siendo asalariados también pueden tener propiedades inmuebles, un automóvil, una propiedad agraria u otro tipo de bienes que lo jerarquizan socialmente, como una profesión, una profusa red social de apoyos materiales, y en el caso de Bolivia, de apellidos y color de piel que le otorgan un plus social sobre el resto de las clases subalternas (el capital étnico). Incluso el concepto de clase media es tan elástico que obreros con elevadas remuneraciones son catalogados como “clase media” ya no por sus propiedades sino por su capacidad de consumo, etc. De hecho, esta es la manera más común de clasificar a la “clase media”: por sus ingresos monetarios y capacidad de consumo y su fuerza clasificatoria es inversamente proporcional a las autoclasificaciones que las propias clases subalternas hacen de sí mismas. Por ello es que, dependiendo de estas diferencias al interior de la “clase media”, es posible distinguir fracciones y segmentos de clase según su capacidad de consumo, la posesión de títulos académicos, propiedades inmuebles, capacidad de ahorro, titularidad de pequeños negocios o empresas, acceso a tierra, etc. Así, propietarios de bienes inmuebles en alquiler, profesionales en carreras prestigiosas y en carreras de reciente creación; propietarios de pequeños negocios de comercio, cooperativistas, comerciantes globalizados, técnicos especialistas, propietarios de medios de transporte público, oficinistas, estudiantes dependientes, etc., forman distintos segmentos de clase media tradicional y de la nueva clase media ascendente.

Esta “clase media” también, históricamente, se articula mediante partidos, asociaciones de profesionales u otras instancias, aunque por su complejidad fragmentada es común que lo haga adhiriéndose de manera pendular a uno de los grandes bloques sociales que polarizan la sociedad.

La rebelión clasemediera. En los últimos meses, un fenómeno sociológico ha comenzado a ocurrir en Bolivia y es la notable proliferación de procesos de  autorrepresentación de segmentos y fracciones de clases medias urbanas tradicionales. A través de “colectivos ciudadanos” y, recientemente, por medio de gremios médicos, han visibilizado un tipo de malestar social claramente antigubernamental expresado en marchas, movilizaciones, huelgas, estribillos y consignas.

Pero, lo primero que llama la atención de estas expresiones es la ideología conservadora y, en casos, racista de estos colectivos. Expresiones como “vamos a botar a los collas”, “indios abusivos” o “pueblo ignorante” con el que muchos de sus portavoces se han referido hacia los movimientos sociales, indígenas, campesinos y obreros, e incluso, hacia el presidente del país, muestran un renacimiento del viejo rencor colonial y clasista hacia las clases populares que estalló durante la Asamblea Constituyente. Si bien la simbología ha cambiado respecto a las movilizaciones cívico-separatistas de los años 2005-2009, ahora usan la tricolor en vez de las banderas regionales, lucen pañoletas rojas en la garganta en vez de los pañuelitos blancos y han sustituido el bate de béisbol con el que rompían cráneos de campesinos por ruidosos petardos; la composición clasista es similar a la de hace 11 años atrás, pero, además, el discurso, los cánticos, los adjetivos y las mentiras movilizadoras son idénticas a las empleadas durante el golpe cívico liderados por Branko Marinkovic, Manfred Reyes Villa y otros políticos fascistas.

Hay, en todos ellos, una racialización del discurso que asocia lo popular a lo “colla” (aymara, quechua), la culpa de la reducción de oportunidades políticas de las clases medias a la presencia de “indios alzados”; que, a la vez, se entrecruza con el añejo discurso clasista y anticomunista de los años 60 que vincula sindicalismo con el autoritarismo y el fantasma del riesgo a la propiedad con el socialismo.

Así, la novedad del “colectivo ciudadano” como modo de asociación “independiente” se ahoga en el reciclamiento de desgastados discursos racistas y clasistas enarbolados por los antiguos grupos de choque de la Unión Juvenil Cruceñista o por las bandas paramilitares de la época de la dictadura banzerista.

Una segunda característica de estos colectivos y movimientos es la distancia pública respecto a los partidos políticos conservadores. Claramente es una táctica de camuflaje para captar adherentes con el discurso de la “civilidad” y la “ciudadanía” para posteriormente llevar a los captados hacia una militancia política. No en vano, los principales promotores de estos colectivos son exsocialistas que trabajaron para Gonzalo Sánchez de Lozada, exfuncionarios de Usaid desempleados, exfuncionarios del presidente Hugo Banzer y que la mayor parte de los gastos los propicien fundaciones de los viejos partidos neoliberales. Sin embargo, existe en esta maniobra una confesión vergonzosa. El desgaste de los viejos partidos políticos y de sus líderes que ya no pueden convocar adherentes por sí mismos y que, ante la devaluación social que sufren, están obligados al uso de este tipo de satélites “apolíticos”.

En el caso médico, lo relevante es la capacidad de agregación corporativa que ha alcanzado. Ciertamente se trata de un estamento oligarquizado en el cual los jerarcas cohesionan a las nuevas generaciones mediante la transmisión generacional del conocimiento médico, el ejercicio de la cátedra, la selección de los médicos internistas y la contratación en sus hospitales privados. Pero, que se hayan movilizado tanto tiempo por el artículo 205 del Código del Sistema Penal, que lejos de criminalizarlos, los protegía con tres blindajes técnicos frente a la desprotección del “homicidio culposo” del viejo código, muestra a un sector social que actúa más por emociones jerárquicamente inducidas que por razones; y que, por tanto, está predispuesto a apegarse a mentiras que precautelen el beneficio corporativo por encima de cualquier interés general. De hecho, esto define el límite de la rebelión de esta clase media: la defensa egoísta del interés particular aun a riesgo de pisotear y agredir brutalmente los intereses universales de la sociedad.

Clases medias ascendentes y descendentes. Pero más allá de estos discursos viejos en envolturas nuevas, lo relevante del momento es esta asonada de específicos segmentos de clase media urbana que son observados con indiferencia por los sectores populares tradicionalmente movilizados, como es el movimiento indígena-campesino, la clase obrera o los vecinos.

Y es que en realidad se trata de una movilización reactiva a un movimiento tectónico de la sociedad que ha comenzado a desplazar a la clase media tradicional del espacio de sus antiguos privilegios y oportunidades por una nueva clase media de origen popular. Veamos.

En la última década se ha producido una conmoción social que ha modificado la estructura económica, estatal y social de Bolivia. La economía ha crecido cuatro veces, pasando de 9.000 a 36.000 millones de dólares. La diferencia entre los más ricos y pobres se ha acortado de 128 veces a 37. Y, lo más importante que resume todo eso es que el 20% de los bolivianos han pasado a formar parte de la clase media. [ PNUD. Progreso multidimensional: bienestar más allá del ingreso, 2016]. Esto significa que el espacio social de recursos, reconocimientos y oportunidades que anteriormente lo disfrutaban 1,1 millones de personas de clase media tradicional, ahora lo tienen que compartir con otros nuevos 2,2 millones de personas que acaban de ascender desde los sectores populares. Donde antes había uno ahora hay tres y entonces la lucha por el reconocimiento y el control de los recursos de esta clase media se ha vuelto más difícil.

La clase media tradicional, de profesiones reconocidas, que habitaba barrios claramente separados de los sectores populares, de apellidos específicos, se ha visto “invadida” por una nueva clase media de origen popular que es más joven, que también ha accedido a profesiones, oficios y emprendimientos, pero que además tienen vínculos más fluidos con el Estado dirigido por los sectores populares lo que le permite acaparar recursos, medios de decisión hasta hace poco monopolizados por las clases medias tradicionales.

Personas que anteriormente hacían prevalecer su título, su larga trayectoria laboral o el linaje para acceder a algún puesto de mando y a la ejecución de alguna obra de envergadura; o los hijos de ellos que esperaban que el apellido notable y las influencias familiares les entreguen una beca, un puesto laboral o un contrato, ahora ven devaluarse su posición que la tienen que compartir con otros “advenedizos” de apellidos y colores populares. Y lo peor, estos “recién llegados” que entran a los antiguos colegios de élite, que alquilan casas en la zonas residenciales y que hacen negocios globalizados, tienen muchísimas mayores influencias en el Estado, que administra el 40% de la riqueza de Bolivia, que las clases media tradicionales; lo que no solo está obligando a estas últimas a compartir el espacio de clase media, sino, incluso, a perder el mando y la predominancia dentro de esa clase media.

Se trata de una auténtica tragedia de clase: verse invadido por nuevas clases medias y encima perder la hegemonía interna convirtiéndose en clase media decadente frente al ascenso de otras fracciones de la nueva clase media. Toda ampliación del número de personas que ejercen una posición de relativa jerarquía social lleva inevitablemente a una devaluación de esa jerarquía. Para los que ascienden, en este caso los integrantes de la nueva clase media de origen popular, es un proceso de reenclazamiento hacia arriba; en tanto que las que ven desvalorizarse su posición por su masificación, están en un claro proceso de desclasamiento hacia abajo.

Las estrategias que tienden a usar las clases en proceso de desclasamiento son varias. Si son portadoras de un ímpetu histórico, buscarán reenclasarse hacia arriba, volviendo a valuar sus pertenencias y distinguiéndose de los segmentos arribistas. Esto significaría aumentar sus capitales económicos, reconvertir sus titulaciones e insuflar sus prestigios. Pero las clases medias tradicionales bolivianas han preferido optar por una actitud reaccionaria que los arroja aún más a la decadencia. Oponerse a la nueva configuración social del país, es una actitud retrógrada; e intentar devaluar el ascenso social de las clases populares reeditando los viejos prejuicios racistas de los hacendados, les quita cualquier rasgo de virtuosismo colectivo. Al final, los únicos aliados que tienen son algunos exizquierdistas igualmente desplazados de la historia que en un exceso de la degradación moral que nos recuerda a los piristas del siglo pasado, marchan bajo el lúgubre comando de los que privatizaron las empresas públicas y querían pedir pasaportes a los indios para dejarlos pasar a sus plazas.

17 de enero de 2017.

(*) Álvaro García Linera es vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia.

Fuente: http://www.la-razon.com/suplementos/animal_politico/Asonada-clase-media-decadente_0_2858114190.html

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