Chile, resistiendo la represión y trizando la cultura neoliberal. Opiniones.

Transición hacia un estado policial

por Patricio López (*)/DiarioUChile.

Aunque para algunos mayores la acción descomedida de las fuerzas policiales no es nueva, para un sector importante de la sociedad impera el asombro ante la brutalidad generalizada con que los uniformados han embestido contra jóvenes que, casi en su totalidad, se han manifestado festiva y pacíficamente contra el Gobierno y contra el modelo sostenido sobre la Constitución de 1980.

Anoche vimos el video donde un auto policial arrolló -pareciera que intencionalmente- a toda velocidad a un joven que cruzaba frente a la Torre 15 de la Universidad de Chile. Además del eventual cuasidelito de homicidio, acto seguido no se detuvo, lo cual es constitutivo de otra sanción penal según la ley Emilia. Más temprano, vimos otro video donde una decena de policías detuvo y apaleó a un ciclista que pasaba por el Parque Bustamante y que no tenía nada que ver con las protestas. Un rato antes, otro video donde un carabinero dispara en el centro de Viña del Mar a menos de un metro a la pierna de un joven que no estaba cometiendo ningún delito, salvo el de manifestarse democráticamente en la vereda. Ayer, otro video donde un policía deja caer una bomba lacrimógena en la calle Lastarria, sin mediar justificación alguna, ahogando a quienes a esa hora estaban en la calle, en el cine El Biógrafo y en los cafés, bares y restaurantes del local. Podríamos seguir y hablar todo el día, no solo de registros audiovisuales sino de situaciones que hemos visto con nuestros propios ojos, sobre la manga ancha con que se ha desatado la represión en las calles de Chile.

Además de la determinación movilizadora del pueblo, ésta es la constante que más se ha mantenido en estas tres semanas de rebelión. Ha habido militares en las calles, discursos del miedo, toque de queda, declaraciones de guerra, cambios comunicacionales para tratar de transmitir normalidad, agenda social, cambio de gabinete, caras más amables, pero entremedio de todas estas etapas de la reacción del poder ante el descontento ciudadano hay una variable que se mantiene incólume: la represión generalizada que en muchos casos se ha traducido en graves violaciones a los derechos humanos. Caso ejemplar es el “oftalmicidio”: según el presidente de la Sociedad de Oftalmología de Chile, en 27 años de conflictos en todo el mundo, 300 personas tuvieron lesiones oculares por armamento no letal. En Chile, en dos semanas hay más de 160. Muchas canciones y poemas nos transmiten de cómo es posible enamorarse de unos ojos, pero no habíamos asistido al sentimiento del odio asesino contra los ojos de las personas.

Lamentablemente, no solo de represión directa está hecho el actual estado de cosas. Además hay denuncias consistentes sobre seguimiento a dirigentes sociales en actividades públicas y privadas, práctica que también habría ocurrido con autoridades universitarias. Incluso los medios de comunicación que han tratado de tener un punto de vista fundamentado sobre lo que está ocurriendo en Chile empezamos a vivenciar escaramuzas amenazadoras o acciones burdas de desprestigio, tal como una cadena de whatsapp que circuló profusamente ayer con una falsa entrevista en nuestro medio a Vasili Carrillo, tan desafortunada que hubiera sido inverosímil para cualquiera que conoce nuestro trabajo periodístico.

Los tiempos son desalentadores porque quienes son perseguidos no son santos, no tienen necesariamente la razón, pero son gente pacífica cuya única falta ha sido luchar para que nuestro país sea más justo.

Ante el nulo interés por dar respuestas políticas al descontento ciudadano, asistimos en subsidio a la transición hacia un estado policial. Una situación que jamás será aceptada por las grandes mayorías que abrazan la causa de la paz.

(*) Patricio López, periodista, director de la Radio de la Universidad de Chile.

Fuente: https://radio.uchile.cl/2019/11/05/transicion-hacia-un-estado-policial/


Vandalismo antisocial o políticas de la calle.

por Valeska Orellana M. /DiarioUchile.

La protesta social en Chile, largamente acallada, ha salido de las catacumbas instalándose en el mundo de los vivos -ojalá- para quedarse. Una población sale sin miedo a las calles y la evaluación del Gobierno es absoluta: “una destrucción increíble, violentistas, delincuentes, lumpen, quemando edificios, asaltando supermercados. Eso no es lo que quiere Chile, no es lo que merece Chile” .

La ex-ministra secretaria general de Gobierno Cecilia Pérez, encuentra eco en varios sectores de la sociedad cuando se expresa respecto a aquellas conductas que no responden a la “buena” forma de hacer las cosas. De este modo, el pensamiento colectivo se presta una vez más para evaluar moralmente el desempeño político del llamado “lumpen”.

La idea de lumpen ha sido históricamente problemática para diversos sectores político partidistas. Un grupo ingobernable, sin nombre y sin ley, que no obedece a lealtades ni pactos, se deja llevar por sus propios intereses y no vela por el colectivo… O eso nos han contado. No obstante, esa masa amorfa y sin dirección política es usada en el debate público desde un sentido que obtura un modo específico de relación a lo político, es decir, de cómo un sujeto se vincula a sus semejantes en la historia un territorio.

Si observamos nuestros últimos 30 años de vida, notamos que la ampliación de los márgenes urbanos se enlazan a las transformaciones sociopolíticas llevadas a cabo en nuestro país. En consonancia con el proyecto neoliberal, la construcción de espacios habitables en Chile se ha regido por la reproducción de la lógica centro-periferia, emergiendo paralelamente una convicción en la población: vivir más cerca del centro implica ser mejores que antes. Si bien esa creencia no es errada per se, pues justamente todos anhelamos vivir mejor, sí se equivoca cuando ubica geográficamente un juicio moral sostenido sobre el esfuerzo individual como un bastión de lucha por la sobrevivencia, en primer término; junto con el logro del éxito socioeconómico, en segundo.

Pensar el problema de nuestra disposición urbana desde la lógica del esfuerzo y el sacrificio nos obliga gozosamente a defendernos, aislarnos y luchar contra los otros que, de acuerdo a los principios del libre mercado, buscan incansablemente las oportunidades de oferta y demanda y encontrar, así, un lugar alto en la pirámide del poder socio-económico.

Con estos discursos en circulación, diversas comunidades se ven tensionadas por discusiones álgidas entre vecinos y familiares durante el desarrollo de las recientes manifestaciones sociales. La contradicción instalada fuertemente, no sólo por la rápida y radical respuesta represiva del Estado al estallido social, sino por el cerco comunicacional que infunde angustia y miedo mediante la transmisión de imágenes de violencia por parte de “los mismos de siempre”; hace que en Chile las confianzas y alianzas vecinales y territoriales para gestionar lo colectivo -(re)construidas lenta y silenciosamente durante la post dictadura- estén en riesgo.

Que nuestros compañeros de hábitat rápidamente califiquen de mala gente al “lumpen/ maleantes/ desclasados/gente que siempre lo echa a perder todo”, nos evidencia que creen ciegamente en sus “privilegios” de vivir en el pericentro de una capital regional o comunal, olvidando de ese modo el pasado común que une a los de allá con los de acá: juntos resintieron el aumento de la desigualdad social que produjeron las continuas acomodaciones del modelo neoliberal durante la transición a la democracia, a lo que se añadió el abandono del Estado en los territorios y un aumento sostenido de diversas formas de violencia al interior de las poblaciones.

Sin duda alguna, esta situación de violencia ejercida por quienes quedaron en el “mal lugar” de la población es algo que nos daña, pero nos daña más la indiferencia que refleja la insistencia con que se plantea ese juicio, pues desconoce de manera demasiado fácil cómo hemos llegado a esto. La dolorosa constatación del ingreso del narcotráfico a las poblaciones cuenta con al menos tres trayectorias generacionales distintas que testimonian, cada una a su manera, formas diversas de economía local que intentan paliar las injustas y abismantes desigualdades sociales en Chile .

En su discurso aspiracionista, la “gente decente” pacta con el neoliberalismo en la mantención de una ideología que se sostiene en el desencuentro con el otro y en la estigmatización social. De este modo, lo que vemos que se ejerce cotidianamente es la vieja fórmula del Estado: producir violencias entre semejantes es una forma que adopta el discurso del poder para seguir gobernando.

Más irrisorias son las voces de académicos de diversas universidades, los que contrariados pierden su norte discursivo ante este movimiento social. En efecto, es como si nadie se salvara de tener una postura prioritaria sobre “los saqueos” y “desmanes”. Cualquiera, independientemente de su acceso a la educación, prefiere posicionarse moralmente respecto de estos hechos, afirmando el muro simbólico entre los del centro y la periferia. Así, la idea de los buenos (conscientes) y los malos (domésticos) es solidaria al “eso no es lo que quiere Chile, no es lo que merece Chile” pronunciado por la ex-personera de Gobierno.

Frente a este escenario, nos es imperativo reclamar que los “’desclasados” son de la población de más allá, de más abajo, de más arriba o de algún lugar que quedó en la periferia del buen vivir privilegiado porque alguien pudo ganar “un par de lucas más” que el resto.

Así que, por favor, observemos nuestros pensamientos: ante la violencia desconocemos al otro, aceptamos la propuesta del gobierno de identificar en nuestros territorios al enemigo interno, cancelamos el habla de unos con otros y perdemos el foco de nuestra lucha. Una lucha de larga data que se orienta hacia la conquista de una vida justa, una vida digna, una que valga la pena vivir para todos los del hoy y del mañana en este país. Si nos vinculamos con los de allá y los de acá ganamos en gobierno territorial, a lo cual se agrega una estrategia de autocuidado si consideramos que conocerse entre vecinos nos ayuda a protegernos, aprender y pensar con otros.

De esta manera, quizás, comencemos a enmendar poco a poco las heridas que nos hemos hecho por décadas arrojándonos a una soledad abrumadora derivada de una lucha hostil por subsanar individualmente la precariedad que nos afecta a todos. Ver así este problema nos permite permutar la pregunta de la violencia, el vandalismo o los saqueos, por una interrogación más humana o, como insiste Mariano Puga, “¿Qué he hecho yo por afectar para mejor sus vidas?”

(*) Valeska Orellana Moraga es psicóloga, Investigadora asociada de la Unidad “Trauma, memoria y procesos de simbolización” del Programa Clínica y Cultura de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.

Fuente: https://radio.uchile.cl/2019/11/04/vandalismo-antisocial-o-politicas-de-la-calle/

1 Comment

  1. Muy acertados los comentarios de Patricio López y Valeska Orellana. Pienso que los dos se refieren a la violencia, represiva físicamente una, y socioeconómicamente la segunda. Y sin embargo las dos situaciones emergen de la rígida estratificación social, método de dominación de nuestra oligarquía nacional: en el peldaño superior los caballeros, y luego en la escalera, variados pelajes de la servidumbre. La violencia en que se educa a las fuerzas represivas es permisiva porque tiene, antes que nada, un fuerte carácter clasista y racista.

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