EE.UU., el paradigma de la «sociedad abierta» se fundó sobre la base del racismo.

4 de julio de 1776: El momento de la declaración. En este cuadro de John Trumbull se observa el momento de la presentación del texto de Independencia de los Estados Unidos. De izquierda a derecha en primer plano se observa a John Adams, Roger Sherman, Robert Livingston, Thomas Jefferson y Benjamin Franklin. Frente a ellos el presidente del congreso el día de la declaración, John Hancock. El cuadro, valorado en unos dos millones de dólares, se encuentra actualmente en el capitolio de Estados Unidos, en Washington D. C.

Estados Unidos: las ‘cosas’ se rebelan.

por Mario Campaña (*)/Revista Ctxt.

En el Congreso Constituyente de Estados Unidos, nadie discrepó de la opinión de que los negros esclavos eran cosas, no personas

El problema racial en Estados Unidos no es solo estructural, como se dice, sino además originario: procede del principio y la raíz de su vida política y social, de los actos fundacionales de la república estadounidense, y de más atrás. La teoría que reclama una mirada genealógica para la comprensión de los problemas sociales está suficientemente acreditada para obviarla ahora.

Durante el proceso de secesión y fundación de la república, los líderes estaban lejos de aspirar a una democracia; y lejos incluso de una definición republicana. En un momento u otro todos se declararon fieles al rey de Inglaterra o manifestaron su deseo de continuar formando parte de la potencia británica. Pero la razón económica se impuso. Los Founding Fathers eran de ideología aristocrática. Inspirados en los ideales nobiliarios y en las iglesias cristianas, al lado de la libertad de negocios y de la búsqueda y explotación de mercados enarbolaron los principios de rango y jerarquía. Nadie reivindicaba la equidad más allá del ámbito de los propietarios y los comerciantes; mucho menos la igualdad de la dignidad humana. Al contrario: seguidores del pensamiento aristocrático europeo, de la Grecia antigua y sobre todo de Roma, estaban imbuidos de la noción de diferencia moral: la superioridad moral de la élite de propietarios, su mayor dignidad, debía quedar consagrada en el nuevo país. Como demostró Michael Arnheim, la palabra democracia no consta ni en la primera Constitución de Estados Unidos ni en ningún otro documento significativo de la época.

<p>Esclavos en venta: una escena en Nueva Orleans, 1861. Autor desconocido.</p>
Esclavos en venta: una escena en Nueva Orleans, 1861. Autor desconocido. New York Public Library Digital Collection

La independencia de las colonias británicas americanas se limitó al ámbito del gobierno, los impuestos y el comercio; las relaciones sociales se mantuvieron como antes, como en el período colonial. Los esclavos negros y los nativos americanos permanecieron fuera del cuerpo social. Ni la Declaración de Independencia ni la primera Constitución les reconocieron derecho alguno. En el contexto de estos documentos, men no equivalía a hombres o seres humanos en sentido biológico: designaba a propietarios y ciudadanos, como ocurriera en la antigua democracia griega; y pueblo, people, quiere decir free inhabitants o free citizen. Y en el Congreso Constituyente nadie discrepó de la opinión de que los negros esclavos eran cosas, no personas: things, no people.

Así, la Declaración de Independencia, la primera Constitución y la Declaración de Derechos equipararon las nociones de hombre, persona, ciudadano y pueblo con la de propietario. Solo una minoría fue considerada miembro de la sociedad civil y de la vida política. Si los negros eran things, para conservar la esclavitud el régimen blanco solo tuvo que practicar la coherencia y prohibir toda forma de perjuicio a la propiedad privada. Pese a que en 1776 la población afroamericana equivalía al 25 por ciento de la población total, en estados como Virginia alcanzaba el 50 por ciento, y en Carolina del Sur doblaba la de los amos blancos, tuvo que transcurrir casi un siglo y detonar una guerra civil para que Estados Unidos aprobara las enmiendas 13, 14 y 15 que otorgan ciudadanía a todos los nacidos en su territorio.

James Madison, Thomas Jefferson y George Washington, entre otros, estuvieron a favor de la deportación de los exesclavos, los negros liberados. En el famoso programa educativo que ideara Jefferson, base del despegue de la educación pública en el país, estaban excluidos los afroamericanos. Cuando Jefferson se convenció de que la esclavitud era inconveniente para los hacendados del norte y la manumisión inevitable, aceptó la idea de deportar a los negros, pensando en Panamá como posible destino. En las labores, el lugar de los emancipados debía ser ocupado por trabajadores blancos. Blancos y negros, libres, “no pueden vivir bajo un mismo gobierno”, a causa de diferencia de “naturaleza, hábitos, opinión”, escribió. La posición de George Washington respecto a los aborígenes de país es asimismo elocuente acerca del pensamiento fundacional estadounidense. En una de sus cartas, llegó a decir que los indígenas “no tienen de humano más que la forma”. Fue cuando ordenó “la total destrucción y devastación de sus asentamientos”.

Los afrodescendientes fueron perseguidos, asesinados, sus casas quemadas, y su dignidad negada sistemática e impunemente. Durante los años cincuenta y sesenta las luchas contra la segregación racial se cobraron muchas vidas. Recién en 1965, cuando fue aprobada la Voting Rigth Act, los afroamericanos pudieron ejercer el derecho al voto. Desde aquel año la revolución que incubaron los activistas por los derechos civiles Rosa Parks, Martin Luther King, Malcolm X y tantos otros, quedó frustrada.

En Estados Unidos el pensamiento de la élite dominante sigue anclado en el paradigma de la diferencia y la superioridad moral

“No han hecho una revolución cultural”, opinó Tocqueville cuando visitó Estados Unidos en la segunda década del siglo XIX. No la habían hecho, en efecto. Ni la hicieron luego. Ni parece estar en los planes de nadie hacerla. Tampoco Europa la hizo: nunca hubo un movimiento triunfante para la instauración de una cultura democrática. Al parecer, en Estados Unidos el pensamiento de la élite dominante sigue anclado, como el de buena parte de la élite occidental, en el paradigma de la diferencia y la superioridad moral, de la desigualdad de la dignidad, de la existencia de una humanidad verdadera la de los blancos y ricos, y otra que “no tiene de humano más que la forma”. Se percibe esa falta de transformación en la cultura, por ejemplo, recordando que el mismo Tocqueville concluía: “El americano llama noble y estimable ambición lo que nuestros padres de la Edad Media llamaban codicia servil”. Platón advirtió cuan perniciosa es para el Estado la presencia en el poder de esos “seres inferiores que piensan en el éxito y el honor”. De todos aquellos polvos vienen estos lodos. Las democracias actuales lo son principalmente de instituciones, no de cultura. La revolución cultural pendiente ha de trascender los límites de ese pensamiento de la diferencia y apuntar a la implantación de la cultura democrática, cuya base no puede ser otra que la igualdad moral, el reconocimiento de la misma dignidad humana para todos, sin distinción alguna. Para esa tarea el papel de los intelectuales se hace esperar demasiado. Sócrates, en esto un pensador estalinista, pidió que a los filósofos se los obligara a tener presentes las necesidades del Estado en su pensamiento y obrar por encima de todo.

En Estados Unidos el régimen blanco se equivoca en sus cálculos cotidianos.  La soberbia del poder y la riqueza le ha impedido sospechar la rabia que la muerte de un ‘negro’ podía desatar entre los mismos anglosajones, los afroamericanos, los latinos y los inmigrantes de todas las procedencias. Hoy los thing, las cosas, aquella gente que solo parece humana sin serlo, se toma las calles y se bate cuerpo a cuerpo y muchos los apoyan en el mundo entero. Perseveran. Saben que en los anversos y reversos de la historia puede estar escondida una carta ganadora.

(*) Mario Campaña: Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992..

Fuente: https://ctxt.es/es/20200701/Politica/32512/estados-unidos-padres-fundadores-esclavitud-mario-campana.htm

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