No hay revolución sin canciones: crónica musical del estallido social en Chile

Por Jorge López Orozco

Como si Bombita, el personaje de Ricardo Darín en Relatos salvajes, se hubiera multiplicado y llenado las calles. Eso es Chile hoy. En los últimos días de 2019, los rostros de miles de chilenos, que desde el 18 de octubre tomaron las principales avenidas y parques del país, se dividen entre la felicidad de caminar en medio de marchas multitudinarias, exigiendo mejoras sociales largamente anheladas, y el arrojo suicida de salir a las calles sin nada más que perder.

La revolución o «estallido social», como lo denominan los medios, está llena de Bombitas. Personas de todas las clases sociales y edades, que perdieron el miedo y dejaron sus casas dispuestas a entonar un categórico mensaje coral: «Ooooh, Chile despertó /despertó /despertó /Chile despertó». El nuevo himno ha sido cantado durante casi dos meses, tiempo en que los chilenos se han manifestado en masa, de manera inédita, en todo el país, situando en un impensado jaque al gobierno del reelecto empresario centroderechista Sebastián Piñera. No solo a él, sino a toda la clase política, la Iglesia Católica, las Fuerzas Armadas y Carabineros.¶ Las manifestaciones son mayormente pacíficas, pero cada día ha finalizado con consecuencias negativas mostradas en detalle por la prensa: destrozos, saqueos de tiendas, incendios de estaciones de metro y grandes supermercados, una treintena de muertos, centenares de torturados, mutilados oculares y un largo etcétera que daría guion suficiente para la secuela del Guasón.¶ Precisamente, dos semanas antes de iniciado el estallido, el film del personaje encarnado por Joaquin Phoenix llenaba las salas de cine. Pero el caos que muestra la película no fue la chispa que hizo caer la máscara del país considerado como el más próspero y ordenado de Latinoamérica. Un alza de 30 pesos en el boleto de metro provocó que las estudiantes de Maipú, un municipio de Santiago, entonaran el primer coro de insurrección: «Evadir /no pagar /otra forma de luchar».

Así, cantando, cientos de escolares se organizaron rápidamente y comenzaron a saltar los molinetes de uno de los ferrocarriles urbanos con el pasaje más caro del continente (US$ 1). Este fenómeno soltó la rienda a un descontento popular transversal que tiene al gobierno de Piñera con una desaprobación cercana al 90%.

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Desde esos días hasta ahora ha pasado mucho y también, muy poco. Movilizaciones sociales inmensas, saqueos, incendios y represión junto a discursos políticos carentes de sentido, posibilidades de generar un plebiscito que derrumbe la Constitución heredada desde la dictadura y un cambio de gabinete de los ministros de confianza del presidente. Un bizarro abanico en que las principales demandas, de una población que se niega a dejar la calle, no se han tocado.

Acceso y mejoras a la educación; cambio del sistema previsional para la jubilación; viviendas y sueldo mínimo dignos; desprivatización del agua; mejoras salariales y rebajas de los peajes en carreteras, son las consignas en los muros y en los carteles con que marchan los manifestantes en la Plaza Italia, rebautizada como Plaza de la Dignidad, epicentro y zona cero del movimiento.

La mayor parte de la ex Plaza Italia está destruida. Dos meses de protestas han dejado bancos, cadenas de farmacias y tiendas de zapatos completamente perdidos frente a pequeños kioscos e históricos restaurantes que siguen funcionando a pesar de todo. Las vitrinas ahora son latones metálicos y las veredas se han transformado en pequeñas minas que alimentan de piedras a los más radicales. Un fotógrafo colombiano sonríe tristemente: «Es como estar en Kosovo», dice.

La Plaza de la Dignidad es el equivalente a la zona del Obelisco porteño. Está rodeada de altas construcciones de los años 50 y unida al bello Parque Forestal. En uno de los edificios colindantes de la calle Merced, un parlante negro engarzado a una ventana resuena: «Únanse al baile de los que sobran/ nadie nos va a echar de más/ nadie nos quiso ayudar de verdad».

Los versos del «Baile de los que sobran», canción insignia del emblemático álbum Pateando piedras (1986), de Los Prisioneros, están más patentes que nunca. Son coreados a grito pelado en la muchedumbre que se agolpa bajo el parlante que a fines de octubre comenzó a sonar en esa plaza. «Pensamos en hacer una contribución al movimiento social. Se nos ocurrió instalar unos parlantes y ponernos a transmitir», cuenta Marcelo Osses (54), uno de los creadores de Radio Plaza de la Dignidad.

El parlante negro se prende de 2 a 7 p.m. y ha tomado una identidad propia con la emisión de un repertorio de canciones, algunas proclamas pregrabadas, un logo propio y una página de Facebook. «No somos neutros, tenemos una posición. La mayor parte de los vecinos del edificio nos apoyan porque sienten que es importante empatizar con el movimiento, incluso por una cuestión de seguridad», revela Osses.

La playlist está compuesta por todos los compañeros de oficina: «Esto es bien surreal. Nuestros máximos hits son ‘El baile de los que sobran’ de Los Prisioneros, ‘El vals del obrero’ de Ska-P, ‘El estallido’ de La Bersuit y ‘El derecho de vivir en paz’, de Víctor Jara. Cuando suenan, la gente las corea».

La Radio es también un mirador, y a través de sus ventanales, desde un sexto piso, Osses observa a los combatientes de primera línea que -provistos de escudos artesanales, piedras y algunas molotov- mantienen a la policía lejos del centro de la concentración, donde la mayor parte de las personas protestan, elevan pancartas, flamean banderas mapuches. Se unen las barras bravas olvidando sus equipos, se bebe cerveza y se habla de política, mientras músicos y orquestas callejeras aleonan a los protestantes con melodías de carnaval.

La represión se ha tornado habitual. En el informe de la visita efectuada al país durante noviembre pasado, Human Rights Watch contabilizó 26 muertos. Por su parte, el Instituto Nacional de Derechos Humanos indicó que, al 6 de diciembre, había un total de 3.500 civiles heridos. De ellos, 1.983 heridos por disparos de balas, balines o perdigones, además de 352 con compromiso ocular, quedando tuertos o completamente ciegos.

Los manifestantes se protegen de los gases lacrimógenos y los balines que disparan los carabineros
Los manifestantes se protegen de los gases lacrimógenos y los balines que disparan los carabineros Crédito: Jorge López Orozco

Hasta el momento han sido detenidas más de 20.000 personas, con decenas de denuncias acerca de violencia sexual y centenares de torturados, pateados o apaleados. El toque de queda, iniciado el 19 de octubre, finalizó el 26 de ese mes enviando a las Fuerzas Armadas nuevamente a los cuarteles, pero dejando en la calle a las Fuerzas Especiales de Carabineros.

Cada día en la Plaza de la Dignidad, los pacos se enfrentan a los encapuchados. Dos bandos irreconciliables. Los civiles se protegen con antenas parabólicas, señales de tránsito o pedazos de madera, refrenando la entrada de la policía a la marcha. Conocida como primera línea, mezcla de juventud veinteañera y rabia cuarentona, les hace el aguante a lacrimógenas y balines.

El soundtrack de esta guerra es casi siempre el de manos empedradas golpeando los latones que protegen a los locales comerciales o el de algún músico que le pone aún más ritmo a la adrenalina de ir al choque: «Con el redoble se arma una energía tremenda. Para mí, el tambor siempre ha sido el sonido del alma, del corazón, lo más primitivo. Es esencial para aleonar, para combatir. Entre más energía pones, más energía tiene la gente. Algunos me agradecen por tocar, me dicen que se sintieron un poco William Wallace», cuenta Christian Ponce Huenul (46), el baterista solitario que cada día a las 5 p.m. se ubica en la primera línea con su redoblante Tama Superstar.

Músico desde los 14 años e hijo del guitarrista de Arena Movediza -grupo fundador del metal chileno-, Ponce vive a fondo el movimiento social. Se decidió a salir el 25 de octubre, día en que más de 1,5 millones de personas coparon la calle. Fue a ver a la primera línea y dos niños de unos 12 años tirando piedras se quedaron en su memoria como daga amarga: «¿Cómo van a venir dos cabros chicos a defender lo que nosotros debimos haber hecho?», se pregunta mientras se le quiebra la voz. Como todos los chilenos, Ponce tiene algo roto dentro. Algo que duele y puede hacer llorar en cualquier momento.

Junto con los disparos de lacrimógenas y balines, camiones hidrantes (guanacos) y vehículos lanza gases (zorrillos) completan un pequeño ejército verde -el color de la policía- que se arroja en diferentes barridos contra los manifestantes. El músico asume el riesgo que conlleva estar en el frente, pero para Ponce el descubrimiento fue otro: «Si no te haces partícipe, eres un simple espectador. En la primera línea está la hermandad, es encontrar a tu familia en la calle. A veces me da miedo, pero se pasa con la ira. Cuando te hacen mierda con los gases o te moja el guanaco, en ese instante siento que todos estamos en una locura momentánea. En realidad, estoy loco ahora. Loco por esta efervescencia, por la incertidumbre de no saber para dónde va el carro».

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Promediando diciembre, las noticias nocturnas son funestas. Ocho personas fueron internadas en la urgencia de la Posta Central, principal centro asistencial de Santiago, tras el día de protestas. Una chica de 15 años lucha por su vida luego de recibir en la cabeza una bomba lacrimógena de Carabineros.

Desde el 18 de octubre, los sucesos se han intercalado como una pesadilla sin pausa. Ese día se salió en masa a protestar a la calle junto al sonido metálico y acompasado de los cacerolazos por diversas comunas de la capital. Fueron incendiadas varias estaciones de metro. Algo nunca visto ahora era televisado en cadena.

El fuego y el humo en una veintena de estaciones paralizaron la ciudad. Debido a estos hechos, Piñera decretó el toque de queda en la Región Metropolitana. Chile, que aún no se termina de sacudir los 17 años de la dictadura de Augusto Pinochet, volvía a sentir ese oscuro miedo tras ser autorizada por el Ejecutivo la salida de los militares a las calles. El último toque de queda había sido en 1985.

A las 22 horas se iniciaba la primera jornada de prohibición de desplazamiento: «Disfruten el sábado», declaró el general Javier Iturriaga, a cargo de la Defensa Nacional. Pero Chile había cambiado y del temor que tenían los más viejos por los uniformes camuflados, los más jóvenes no habían heredado nada. La gente salía nuevamente con sus cacerolas y las batía a centímetros de las cabezas de jóvenes soldados armados para matar. Las manifestaciones se concentraron mayoritariamente en las cercanías de la Plaza de la Dignidad.

Ese día los saqueos se multiplicaron en la periferia de la ciudad. Grandes almacenes y cadenas de supermercados eran descerrajados y robados por turbas, sin presencia de Carabineros ni militares. La mayoría de estos lugares terminaron en llamas. El domingo 20 de octubre, aparecían los primeros calcinados en circunstancias extrañas: tres en San Bernardo, cinco en Renca y otros dos en La Pintana. El luto invadió a Chile. Esa misma noche Piñera, a través de una cadena nacional, le declaraba la guerra a un «enemigo poderoso, dispuesto a usar la violencia sin ningún límite».

El inicio del tercer día del toque de queda en Santiago, comenzó a sonar «El derecho de vivir en paz», una de las canciones más queridas del cantautor Víctor Jara, asesinado en septiembre de 1973, cinco días después del golpe militar pinochetista. Las redes sociales del siglo XXI la rescataron y propusieron como himno-cadena musical. En cosa de minutos barrios enteros entonaban la poesía de Jara: «Es el canto universal/ cadena que hará triunfar/ el derecho de vivir en paz».

La revolución, para ese día, ya se había extendido a las ciudades más grandes del país: Concepción, Antofagasta, Valparaíso e Iquique se sumaban a una crisis que, según los políticos, «no se había visto venir». Próceres de la música nacional como Jara, Violeta Parra y el grupo Los Prisioneros, resurgieron con fuerza.

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EL 25 de octubre será una fecha inolvidable. Así como los chilenos son capaces de reconocerse unos a otros cuando se preguntan dónde estuvieron para el terremoto de 2010, lo mismo será cuando se consulten: ¿y estuviste en la Marcha Más Grande de Chile?

Ese día más de un millón y medio de personas invadieron la Plaza de la Dignidad, la Alameda, avenida Providencia, el Parque Forestal, avenida Vicuña Mackenna y el Parque Bustamante. En las fotos hechas por drones, parece que un pulpo gigante hubiera tomado la ciudad. La revolución completaba su primera semana y a las 4 p.m. estaba fijada, vía Internet, una reunión de guitarristas en las escalinatas de la Biblioteca Nacional. Una hora antes ya había un centenar de músicos, y miles de espectadores esperaban afuera como si fuera un concierto.

Roberto Guerra (46), gestor cultural y organizador del evento anual Mil guitarras para Víctor Jara, fue uno de los que propiciaron la iniciativa: «Las canciones acompañan a las luchas. No hay revolución sin canciones, decía Allende, y tenía razón. Esta revolución tiene color, olor, gráficas. Santiago es una gran ebullición creativa por estos días. Ver los esténciles, los grafitis, es fascinante. Esta es una revolución en la que todos se sienten llamados a ser protagonistas», reflexiona Roberto en el café del Museo Histórico Nacional. Aunque pareciera estar bajo una catástrofe, muchas partes de la ciudad funcionan como si nada.

 

Mil Guitarras se creó como una especie de homenaje al cantautor setentero y se repite cada septiembre desde 2013 en avenida La Paz, a las afueras del Cementerio General. Para Roberto, el revival de «El derecho de vivir en paz» fue el detonante de volver a la calle con las guitarras: «Hubo una comunión, se generó un hecho colectivo. Una canción, que todo el mundo conoce, se cantó con el corazón. Se gritó. Llegó gente con violines, charangos, percusiones, quenas… y nos dimos cuenta que esta canción está tristemente vigente».

El guitarreo colectivo duró solo 40 minutos, pero Roberto quedó con ampollas en los dedos. «Debieron ser los nervios. Vi gente llorar. A mí mismo me costaba cantar», reconoce. Varios videos de YouTube muestran a decenas de guitarras y un coro callejero gigante entonando «El pueblo unido», llenos de esa emoción espiritual que otorga cantar junto a centenas de voces.

«Hay cosas pendientes: la justicia social, la equidad, que nadie tenga que pasar frío en invierno, que no pasen hambre, que nadie muera por falta de medicamentos o se endeude toda la vida para estudiar. Son cosas que vivimos todos los chilenos. Mi mamá usa la mitad de su miserable pensión en medicamentos. El sueño del oasis chileno se ha caído a pedazos», sentencia Roberto.

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Para Marisol García, periodista y experta en música popular chilena, la trascendencia de Violeta, Víctor o Los Prisioneros en la fibra social se ha instalado por la capacidad que han tenido para adelantarse a su tiempo. «Los buenos autores captan conflictos atávicos que perduran. Todos ellos y otros cantaban sobre crisis chilenas que no han tenido solución en décadas, como el clasismo o el desprecio al mundo indígena. Son cantos que trascienden su tiempo. Ha habido canción política en Chile desde antes que pudiera grabarse. Hay antecedentes de esto en la historia minera, con cantos de trabajo que se transmitían oralmente» sostiene Marisol, autora del libro Canción valiente.

Músicos como Anita Tijoux, La Floripondio, Portavoz y Evelyn Cornejo han pasado una década avisando sobre el descontento social que los políticos no vieron venir. ¿Lo que cantan es infravalorado? «Es que lo popular todavía debe validarse ante quienes deciden cuestiones relevantes en política e incluso en cultura. La música popular es vista generalmente como un arte menor», indica.

Marisol, en una crónica que escribió para el diario nacional La Tercera, hizo un recuento de lo prolífico que ha sido el trabajo de los músicos después del 18 de octubre. Prácticamente sale una canción nueva al día motivada por la crisis del sistema.

David Ulloa es MC Yein (26), uno de los artistas que se inspiraron en este caótico momento.En medio de la Plaza de la Dignidad y mientras el sol de 30 grados aplastaba, filmó el video de «Ellos son», rap que acusa la violencia social y policial, además de pedir la renuncia de Piñera: «Alzarás tu voz / sentirás el impacto de un cañón/ lo que ellos no entienden/ en su abuso /es que hemos perdido el temor».

El video, filmado por Fernanda González y Tania Morelo, muestra la protesta por dentro, mientras MC Yein canta en medio de los manifestantes. La letra fluyó en dos días luego de que el cantante viera una foto de una chica frente a los militares con un cartel que decía: «Ahí están, ellos son los que matan sin razón». Fue el clic.

MC Yein vive en Melipilla, a unos 50 kilómetros de Santiago, tiene una pequeña distribuidora de alimentos, es ingeniero en sonido y desde los 15 años escribe canciones. En su primera gira internacional fue a Comodoro Rivadavia, Argentina. «Por TV te muestran una imagen terrorífica, de miedo. Prácticamente que estamos en una guerra civil y en cualquier momento habrá un golpe de Estado. Pero cuando estás en la Plaza de la Dignidad ves unión, gente manifestándose por lo mismo que tú. Te produce tranquilidad saber que no todo está perdido».

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Es alrededor de las 5 p.m. y la gente se empieza a juntar en torno al monumento del general Baquedano, en el centro de la Plaza de la Dignidad. Los más atléticos se suben a la escultura para alzar banderas al viento. La música del parlante que ruge desde la radio de la Plaza de la Dignidad se apaga cuando aparecen las bandas de bronces que han acompañado las protestas desde el día uno.

Tubas, trombones, trompetas, saxofones, cajas y bombos hacen un desfile diario en que sueltos, en grupos, mixtos, carnavalescos, andinos o cumbiancheros desafían la represión y tocan himnos callejeros que se contagian rápido dentro de las marchas. La primera línea resiste como carne de cañón en otros flancos para dejar que esta fiesta de sombras se prenda y saque afuera la rabia y la pena.

Un círculo de personas se arremolina delante de tres chinchineros. Es la familia Aravena, representantes de una tradición centenaria y patrimonio cultural. Su instrumento consta de un tambor amarrado a la espalda y que posee un par de platillos de bronce en el tope. El músico acciona el sonido a través de varillas con que golpea los flancos del bombo, mientras con una cuerda unida a uno de los pies hace sonar los platillos.

Carlos Aravena, el patriarca, lleva 45 años tocando en la calle. Están junto a él Luis, su hijo de 18 años, y su sobrino Daniel, de 6. Carlos aprendió de su padre y sus tíos, dice mientras zapatea y baila con estilo. Ser chinchinero es, de por sí, tener estilo. Música y baile se conjugan con giros en velocidad y movimientos entrecruzados de piernas. Los tres están uniformados en camisa lila brillante, pantalones plomo y zapatos lustrados. La gente los aplaude emocionada.

«Cuando empiezo a tocar ‘El que no salta es paco’, todos enloquecen. Están con rabia, pero cuando aparecemos se olvidan de ese sentimiento por un momento y empiezan a bailar. Es bonito. Esto que sucede no es de ahora, lleva veintitantos años. Como que explotamos porque es mucha injusticia, mucho robo. Nos dábamos cuenta, pero tratábamos de hacernos los tontos nomás. Pero ahora la gente dijo: hasta aquí», explica Carlos.

Daniel, el niño músico, deja el bombo en el suelo y mientras sus familiares mayores siguen tocando, mueve con gracia el pecho. Los gritos de admiración resuenan junto a los aplausos. Les llenan la gorra de dinero, se sacan fotos, los felicitan. Para Carlos su público es todo: «Cuando llega harta gente a la marcha, me alegro. Cuando hay poca me da rabia; ahí es cuando Carabineros siente que puede desafiarnos».

Christian Ponce Huenul (46) se ubica todos los días con su redoblante en la primera línea de las protestas
Christian Ponce Huenul (46) se ubica todos los días con su redoblante en la primera línea de las protestas Crédito: Jorge López Orozco

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La calle ha juntado a gente que no se conocía, que nunca se había hablado y, también, reencontrado con otra a la que se le había perdido la huella. Y ha dado a luz a nuevos proyectos musicales. Una banda resuena con bronces y chinchineos a un costado del Parque Forestal, ensayan «El derecho de vivir en paz», delante de un público que mira admirado: el grupo está integrado solo por mujeres.

El Bloque Feminista nació con la revolución. Así lo explica Belén Robledo (24), directora musical y miembro de un colectivo que se juntó inicialmente para la gran marcha del 25 de octubre, poniéndose de acuerdo por un grupo de WhatsApp actualmente con 140 mujeres. Belén, egresada en composición musical de la Universidad Católica, recuerda esa jornada: «Éramos como 40. En la noche, cuando terminó, estábamos todas ‘arriba de la pelota’, no lo podíamos creer. Sabíamos que éramos hartas, pero nunca nos imaginamos tocando todas juntas. Fue un éxtasis brutal».

La mayoría de las integrantes toca en bandas carnavalescas, una cultura más under que se vive con mayor potencia en poblaciones periféricas y pueblos rurales: «Las personas que organizamos estos carnavales tenemos la conciencia de salir a la calle, porque la calle es nuestra, no puede ser privada. El espacio público es de todos y hay que ocuparlo, si no vamos a seguir en el mismo Estado pacato en el que vivimos desde hace 500 años», enfatiza.

El Bloque Feminista es la primera banda de género autoconvocada, sin jerarquías y horizontal. Se ha presentado en cuatro marchas y busca generar la misma instancia participativa en Valparaíso: «Ya no tenemos miedo. Estamos dando la pelea. Dando la cara y poniendo el pecho a las balas igual que todas las personas. Y logramos el espacio que queríamos. Tenemos mucho que decir desde el feminismo y la gente se da cuenta que lo que proponemos no es nada descabellado. Es transversal a todas las demandas», reflexiona Belén mientras cuenta que el Bloque irá a tocar a la población Cinco Álamos de San Bernardo. Allá vive Fabiola Campillai, la segunda persona que ha quedado ciega por el disparo de una lacrimógena a la cara.

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La calle, llena de disfrazados de Pikachu, el Guasón, Dinosaurios o el Chapulín Colorado, con cervezas heladas y baratas, comida callejera y risas, parece un carnaval. Pero no lo es, y si lo fuera sería un carnaval de oscuridades. Es una fiesta en que se pueden mirar directamente los dolores compartidos y volver a hermanarse en ellos. Los muros de la ciudad están llenos con los nombres de los muertos: Romario, José Miguel, Kevin, Manuel, Joshua, Valeska, Daniela…

«La verdad es que no me gusta venir aquí a respirar lacrimógenas mientras uno toca, pero hay que dar la batalla. A nadie le agrada que le tiren agua desde el guanaco o que los pacos le disparen. Yo vengo porque no estoy ni ahí con nada de esto y porque quiero un buen futuro para los que vienen», cuenta Felipe (28), uno de los integrantes de la Banda de la Plaza de la Dignidad.

Esta banda se ha convertido en el alma diaria de la resistencia. Al igual que con el Bloque, se reconocieron en las calles, hicieron un grupo en WhatsApp y comenzaron a convocarse a diario para tocar.

«Nadie nos organizó. Todos somos músicos de varias comparsas diferentes. Coinciden muchos repertorios, muchas caras y se ha formado una familia sin pensarlo. El círculo de la música es chico, por lo que sentimos que todos nos conocemos de antes», explica Felipe mientras llegan otros compañeros músicos en un parque cercano al barrio Bellavista, frontera norte de la zona cero.

La música de la banda concita la atención de los manifestantes. Si pueden abrirse camino se instalan en el monumento de Baquedano, pero siempre avanzan con una serie de bailarines espontáneos: «Ya van a ver/ las balas que nos tiraron/ van a volver». Los Carabineros, al ver el tumulto, comienzan a gasear. La atmósfera se vuelve tóxica, algunos corren, otros resisten cubiertos con máscaras para gas y lentes antibalines que se venden en las calles por pocos pesos.

Y la banda sigue tocando: «Aunque estemos ahogados, siempre hay una trompeta o un trombón que nos alientan. Eso genera un efecto dominó. Aunque exista toda esa represión, la gente escucha un instrumento y seguimos todos. Les damos cara a todos estos weones. No respondemos con violencia, respondemos con sonido. Es el alma del pueblo».

7 de enero, 2020

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/no-hay-revolucion-sin-canciones-cronica-musical-nid

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