La canción protesta I: Versos recorren el mundo del siglo XXI.

¿Dónde se escucha la canción protesta del siglo XXI? (parte 1 de 2).

por Jose Durán Rodríguez /El Salto Diario.

Ya no se escriben con chaqueta de pana y guitarra al hombro, pero en 2020 sigue habiendo canciones que protestan contra el orden establecido desde una voz personal. Y menos mal. En el presente siglo, los cambios tecnológicos y en el modo de consumir música han transformado el canon establecido sobre lo que debía ser una canción protesta, pero el concepto sigue vigente.

El 8 de octubre de 2007 fue una fecha para el recuerdo en el género de la canción protesta. Quizá la última. Ese día el músico británico Robert Wyatt publicó su disco Comicopera, hasta el momento el colofón a una trayectoria única en el pop occidental, extendida durante más de cinco décadas. Wyatt, postrado desde 1973 en silla de ruedas tras un accidente, es un extraordinario forjador de personalísima canción de autor, música que abraza y conmueve, firmante de letras que viajan de Timor Oriental a Palestina, con paradas en el recuerdo a García Lorca o la crítica al colonialismo estadounidense.

En Comicopera, Wyatt —que se afilió al Partido Comunista de Gran Bretaña en 1979, coincidiendo con la llegada de Margaret Thatcher al número 10 de Downing Street, luego se desengañaría— cierra el disco con una versión de “Hasta siempre, Comandante” de Carlos Puebla, el cantor de la revolución cubana. A lo largo de su discografía, Wyatt se ha caracterizado por picotear frecuentemente en cancioneros ajenos y es de los pocos músicos anglosajones que han valorado y se han acercado con admiración a la canción latinoamericana.

Cuarenta años antes del homenaje que le brindó el británico, Carlos Puebla fue uno de los participantes en el I Encuentro de la Canción Protesta, celebrado en 1967 en Varadero (Cuba). Organizada por la Casa de las Américas, con enviados de 16 países, la convocatoria se desarrolló a lo largo de tres días y legó una resolución en la que se lee que “la canción es un arma al servicio de los pueblos, no un producto de consumo utilizado por el capitalismo para enajenarlos”. En las sesiones se discutió sobre el papel de los músicos en los procesos revolucionarios y el de la canción popular como herramienta contra el imperialismo y a favor del socialismo. Saber si la música es parte del problema o puede serlo de la solución, casi nada. El texto final, firmado por cantautores como Daniel Viglietti, el propio Puebla, Ángel e Isabel Parra o Raimon, describe la tarea de los trabajadores de la canción protesta y dice que “debe desarrollarse a partir de una toma de posición definida junto a su pueblo, frente a los problemas de la sociedad en que viven”.

Para algunos de los reunidos en Varadero, según recuerda Valentín Ladrero en Músicas contra el poder (La Oveja Roja, 2016), la cuestión principal del debate estribó en la definición de “popular” vinculada a una idea estática de pueblo, de sus singularidades nacionales y de los grupos sociales que la contenían.

Con esas bases y muchas especificidades propias de cada país y cada artista, la canción protesta se expandió durante las décadas de los años 60 y 70 del siglo pasado, especialmente en los territorios de habla hispana, combinando la lírica contestataria, la recuperación de ciertos folclores locales y la conciencia de pertenecer —y cantarle— a la clase trabajadora. Así, en la nómina de la canción protesta cabe citar a Barba Mayo y Mercedes Sosa en Argentina, Víctor Jara y Violeta Parra en Chile, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez en Cuba, o Pete Seeger y Malvina Reynolds en Estados Unidos, tomando el relevo de Joe Hill y Woody Guthrie, aquel músico cuya guitarra mataba fascistas. En España, la dictadura jugó un doble papel, al dificultar enormemente a la par que servía de estímulo para las obras de Paco Ibáñez, Lluis Llach, Raimon, Elisa Serna, Luis Pastor, Mikel Laboa, José Antonio Labordeta, Pablo Guerrero, Ovidi Montllor o Chicho Sánchez Ferlosio. Desde el flamenco, es de justicia nombrar a El Cabrero y José Menese.

“La expresión ‘canción protesta’ resulta problemática”, considera el periodista musical Dorian Lynskey en el prólogo de su libro 33 revoluciones por minuto, historia de la canción protesta (Malpaso, 2015). Lynskey recuerda que, para algunos músicos, ha sido una etiqueta que les ha encasillado y pone como ejemplos a Joan Baez, quien dijo una vez que odiaba las canciones protesta aunque “algunas se expresan de modo diáfano”, y a Bob Dylan cuando, antes de tocar por primera vez “Blowin’ in the wind” en directo, advirtió al público de que aquella no era una canción protesta. Dylan, por cierto, es noticia estos días al haber publicado dos canciones nuevas en el último mes, tras ocho años de silencio.

Una de las citas que abre el libro es del cantautor estadounidense Phil Ochs —creador en 1966 del tema satírico “Love me, I’m a liberal” que Nacho Vegas convirtió medio siglo después en “Ámenme, soy un liberal”—, de quien el periodista rescata una declaración en la que aseguraba que “por mal que pueda sonar, casi prefiero una buena canción favorable a la segregación que una mala favorable a la integración”. Que no cunda la confusión: Ochs era de izquierdas y había firmado himnos contra la guerra de Vietnam. Impactado por el golpe de estado militar perpetrado por Pinochet —e impelido por la admiración que sentía hacia Víctor Jara, al que había conocido en un viaje a Chile y de quien afirmaba que lo suyo era de verdad, no como lo que hacían ellos, los cantantes estadounidenses aparentemente comprometidos—, Ochs organizó el 9 de mayo de 1974 un festival benéfico en Nueva York llamado An evening with Salvador Allende (Una velada con Salvador Allende) en el que actuó junto a Dylan, algunos miembros de los Beach Boys y Arlo Guthrie, hijo de Woody. Pero en la frase destacada por Lynskey, Ochs nombraba uno de los problemas fundamentales que han atravesado a la canción protesta.

Las tensiones entre forma musical y mensaje vehiculado mediante la letra, entre la intención de la canción y el resultado obtenido, entre el por qué y el para qué han acompañado perennemente una manera de hacer música en la que se ha privilegiado el significado sobre el significante, lo que ocasiona al menos dos conflictos: uno relativo al hecho de que el sentido de una canción no es completo hasta que es escuchada, necesita una recepción, una interpretación por parte del oyente, que siempre hace su lectura por muy clara que parezca la letra. Y, he aquí el segundo problema, las canciones en el marco de lo popular constan de dos partes, música y letra. De su interacción depende que un tema funcione o no.

Lynskey define la canción protesta como aquella que trata cuestiones políticas para apoyar a las víctimas, y no oculta que es un género musical perjudicado tanto por sus valedores como por sus críticos. Los primeros, los entusiastas, tienden a comportarse “como si las buenas intenciones no precisaran un mínimo de calidad musical”; mientras que los segundos, opina, suelen ciscarse en lo aburrido que es ver a un tipo con chaqueta de pana y una guitarra recitando un discurso político puño en alto. Algo ejemplificado perfectamente en las tres palabras —“vale, Fermín, vale”— que un hastiado Albert Pla, a quien el traje de la canción protesta se le queda cortísimo, dedica a un exaltado Muguruza que se ha venido arriba citando a Eduardo Galeano en la estupenda canción coral “Veintegenarios en Alburquerque”, incluida en el disco del catalán del mismo título fechado en 1997 que simula ser un directo.

La función de la canción protesta, ese carácter meramente teleológico que se le ha atribuido como herramienta a favor de unas causas políticas determinadas, choca con factores ambientales que no pueden ser obviados. Como apunta Dave Randall, guitarrista en el proyecto electrónico Faithless y músico de sesión para Sinead O’Connor, en Sound system, el poder político de la música (Katakrak, 2018), una misma pieza puede tener varios sentidos a la vez. “Ningún género actúa exclusivamente como arma de distracción masiva y ningún género está por defecto y siempre del lado del progreso. Todos los tipos de música pueden estar al servicio de un sistema de opresión, pero todos pueden también formar parte del relato de nuestra liberación. Su significado social no está fijado”, expone el músico británico.

Otra cuestión que afronta quien escribe canción protesta es la exigencia de coherencia entre obra y vida, la fiscalización que recibe para que desvele si, cantando lo que canta, está afiliado a algún sindicato, y a cuál en caso de que sí, o las críticas que lloverán por atreverse a firmar contrato con una multinacional para que le publique un disco en el que la actuación de las megacorporaciones con respecto al medio ambiente no sale nada bien parada. Según Lynskey, escribir una canción protesta es “buscarse problemas y este peligro es lo que aporta vitalidad al formato”. Para él, las mejores “no son productos muertos atados a un tiempo y un lugar concretos sino organismos cambiantes”.

Y la guitarra dejó de matar fascistas

Los tiempos parecían estar cambiando. Y seguramente así fue. El 4 de noviembre de 2008, transcurrido poco más de un año del lanzamiento de Comicopera, al otro lado del Atlántico Barack Obama ganó las elecciones a la presidencia de Estados Unidos, convirtiéndose en la primera persona negra que lo lograba. Esa misma noche, en su alocución desde un estrado en Grant Park, Chicago, Obama habló de que el camino había sido largo y que el cambio había llegado a Norteamérica. Lynskey escucha en esas palabras una cita al cantante de soul Sam Cooke y considera que, en cierto sentido, “Obama es el primer presidente vinculado a la canción protesta”.

En el concierto previo a su investidura, celebrado el 19 de enero de 2009, Bruce Springsteen y Pete Seeger tocaron “This land is your land” de Woody Guthrie, y Bettye Lavette y Jon Bon Jovi recordaron precisamente la canción de Cooke “A change is gonna come”.

Se trata de canciones antiguas, convertidas en leyenda. El problema que encuentran para seguir siendo referentes es que los tiempos han cambiado, efectivamente, y que la antorcha de la protesta en forma de canción, si es que sigue prendida, ya no la portan hombres con su guitarra al hombro. En una entrevista concedida a El Salto en mayo de 2017, Billy Bragg, el mayor exponente de la canción protesta en Reino Unido en los últimos 40 años, lo dejaba claro: “Si buscas política en grupos de guitarras, estás buscando en el lugar equivocado”.

Bragg, que bajó a la mina a cantar a los mineros cuando las huelgas contra Thatcher, observaba que en el siglo XXI “los grupos de jóvenes blancos con guitarras ya no tienen ese filo político, la música política en Reino Unido ahora es el grime”, y hacía una consideración más amplia en torno a la relevancia de la música: “No es solo la música política sino que la música, en general, ya nunca va a tener ese rol de vanguardia en la cultura juvenil”.

El autor de “A new England”, que escribió con 21 años y se convirtió en su canción más famosa, en la que habla de que le interesaba más conocer a otra chica que cambiar el mundo, también mencionaba en la entrevista esa intersección desde la que ha dirigido su carrera: “La gente olvida que escribo canciones de amor, tengo más canciones de amor que políticas. Lo más interesante son los cruces entre ambas”.

Tras el apogeo de la canción protesta en aquellos años 60 y 70, la llama fue perdiendo intensidad. En España, el advenimiento de la Transición trajo nuevos ritmos y dos caras opuestas —el desenfado de la Movida madrileña y el enfado del rock radical vasco— dejaron en la estacada a aquellos viejos y sus batallitas cantadas. A mediados de los años 90 se volvió a hablar de canción protesta, gracias a los éxitos comerciales de Pedro Guerra y, sobre todo, Ismael Serrano. También Manolo Kabezabolo, con su canción protesta de autor punk, una fórmula que le dio para un sorprendente primer disco y que luego desechó en favor de una banda de corte convencional.

Al resumir las reclamaciones políticas expresadas mediante la música en los últimos años en España, es insoslayable señalar la persecución judicial que han sufrido varios artistas, principalmente del ámbito del hip hop, con severas condenas de prisión por lo que dicen en sus rimas. Una situación que remite a aquellos años de la canción protesta bajo la dictadura y que pone al descubierto cómo se tensan las cuerdas y estallan las costuras cuando se ejerce efectivamente un derecho fundamental, como es la libertad de expresión.

Asimismo, conviene recordar la iniciativa de Camila, quien en 2014 publicó un disco que incluía la cláusula mantera, una licencia inventada por ella que permitía expresamente la venta de copias físicas del disco en la calle, en la manta. Una forma de canción protesta que no se manifestaba en la letra o el tono de la música, sino en la relación que establecía con el mundo al que acababa de llegar. Pero este, lamentablemente, no prestó mucha atención y la cláusula mantera no obtuvo la repercusión que merecía esta propuesta que mezclaba música y política.

Fuera de nuestras fronteras, nombres importantes han sido los del propio Bragg, Ani DiFranco o Steve Earle en Estados Unidos, o Manu Chao, quien en 1998 le dio una vuelta completa a lo que significa la canción protesta con su memorable primer disco en solitario, Clandestino. Mención especial merecen las acciones del colectivo Pussy Riot, quienes han desafiado el autoritarismo y la represión de la Rusia de Putin con intervenciones musicales que les han ocasionado condenas de cárcel y el inicio de una carrera más convencional, con videoclips y giras, tras unos comienzos enmarcados en el arte político de denuncia y performance.

Otra experiencia destacable es la de Fundación Robo, un proyecto de canción protesta colectiva que, al calor del 15M, trató de renovar el imaginario y los debates en el seno del pop en España. Años después, se puede decir que dejó sus objetivos a medio cumplir, pero también que produjo una de las mejores canciones para explicar lo que es este país en la segunda década del siglo XXI: “Cómo hacer crac”.

19 abr 2020.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/musica/existe-cancion-protesta-actual

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