
Cuando la IA comenzó a devorar a la universidad desde dentro.
por Ana Luengo (*)/Ctxt.
El enriquecimiento de las empresas que han creado esta distopía tecnológica en la que estamos está directamente relacionado con el empobrecimiento de la educación y con el crecimiento del tecnofascismo.
Voy a comenzar con una confesión. Cuando me enteré de la existencia de ChatGPT, yo me entretenía teniendo conversaciones absurdas con la pantalla sobre qué pensábamos de la vida o que habíamos hecho el fin de semana. Recuerdo que era verano y, donde yo vivo, las altas temperaturas no te dejan salir de casa hasta el anochecer. ChatGPT me recordaba que no había hecho nada ni opinaba nada, porque es una máquina, claro. A mí me daba la risa, y así iba yo viviendo y flotando en mi más absoluta ingenuidad y pasando el rato.
Además de jugar con mi ordenador, soy profesora de Literatura en la universidad pública de San Francisco. En los últimos meses estamos viviendo el declive de la democracia de este país de una forma pavorosa. Sin embargo, el declive de la educación en mi universidad viene de antes y, en gran parte, está relacionado con el auge de las aplicaciones que parecía que nos iban a ahorrar tiempo y trabajo.
Jenny Odell, en su libro Saving time, distingue entre el tiempo fungible, dividido en cantidades y con un valor económico, y el tiempo vertical, que co-creamos inmersos en él. No es difícil de entender la idea si la llevamos a nuestra rutina: cada cual se pone el despertador a tal hora, sabe cuándo tiene vacaciones y cuánto cuesta cada mes de trabajo. Crecemos con esa idea de que el tiempo es horizontal y va en dirección a la derecha, que es el progreso deseado. En nuestra socialización, seguir esa línea obedientemente nos sube directamente a ese carro del capitalismo del que, queramos o no, participamos. Pero hay momentos en que el tiempo se evapora, momentos en que perdemos la conciencia del segundero, del calendario, de la agenda.
Cuando estamos teniendo una buena conversación cara a cara, disfrutando de un libro o una cena, escuchando un concierto, haciendo el amor o experimentando con estados extraordinarios de nuestra conciencia, co-creamos tiempo y somos tiempo, lo que sería entonces una concepción anticapitalista del mismo.
En mi trabajo, como profesora, los momentos de lectura, de escritura, de conversación con mis estudiantes o con colegas son momentos en que el reloj no cuenta porque son resultado de una sinergia humana e intelectual que se escapa del valor del consumo. En los últimos años, lentamente, nos han ido animando en mi universidad a usar más y más aplicaciones para facilitarnos el trabajo y hacernos más productivas. A medida que esto ha pasado, mi trabajo de profesora se ha ido volviendo menos deseable y mucho más fungible. Cualquier tarea administrativa, cualquier asesoría a estudiantes, cualquier preparación o corrección de clases, cualquier proyecto de investigación tiene que pasar por alguna aplicación que puede ser muy engorrosa y que acumula nuestra labor para alimentar a no sé qué algoritmo. Pero lo peor es que, además, este tipo de tecnología le ahorra a la universidad muchos puestos de trabajo.
En los cinco últimos años, mi universidad ha expulsado a unos 150 lectores. Ahora planea expulsar a más docentes, incluyendo a quienes ya tenemos titularidad. El número de recortes afecta a todo el mundo: estudiantes sin clases, docentes sin trabajo, bibliotecas sin bibliotecarios, terapias sin terapeutas, y sé que mi universidad no está sola en esto. Si a eso le sumamos las políticas antieducativas federales, con su fijación por acabar con la D.E.I. (diversidad, equidad e inclusión) y su amenaza real de retirar financiación a cualquier institución que opte por esas siglas, no quiero ni pensar qué apocalipsis educativo y humanitario vamos a presenciar en los próximos tiempos.
No hace falta ser un lince para ver la relación. El enriquecimiento exponencial de las empresas que han creado esta distopía tecnológica en la que estamos está directamente relacionado con el empobrecimiento absoluto de la educación y con el crecimiento del tecnofascismo. Las clases sociales menos privilegiadas se ven afectadas en primer término porque, como siempre, los experimentos sociales empiezan por las capas más bajas de la pirámide social.
Sin embargo, no es solo eso, porque, mientras tanto, el uso de la llamada IA supone acelerar el desastre ecológico, dejándonos en un mundo árido. El juego que nos parecía tan divertido al usar tantas aplicaciones nos ha llevado a este punto y, en parte, nosotres nos hemos ido metiendo en la boca del lobo con una sonrisa. Ahora, me pregunto qué hacer para salvar la educación y la democracia mientras los veranos cada vez son más tórridos y el capitalismo parece devorar a sus hijos. Me pregunto cómo ganarle tiempo al tiempo, crear tiempo nuestro para darle vuelta al único tiempo que nos han hecho creer posible y nos ha llevado a este punto desolador.
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