por Silvina Friera/ Página12 / Fuente: SurySur.
Autor de una obra compuesta por 42 libros de ensayos y 7 novelas, entre los que se destacan Apocalípticos e integrados y El nombre de la rosa, entre otros, Umberto Eco fue reconocido tanto en el campo de la ficción como en el de la semiología.
La congoja percute las sílabas de un nombre y apellido entrañable, una de las voces más importantes de la semiótica del siglo XX, el paradigma de un modelo de erudición enciclopédica que se extingue irremediablemente. “La lectura de los periódicos, como decía Hegel, es la oración de la mañana del hombre moderno. Y yo no consigo tomarme mi café de la mañana si no hojeo el diario; pero es un ritual casi afectivo y religioso, porque lo hojeo mirando los titulares, y por ellos me doy cuenta de que casi todo lo había sabido la noche anterior. Como mucho, me leo un editorial o un artículo de opinión. Esta es la crisis del periodismo contemporáneo. ¡Y de aquí no se sale!” Esto comentaba Umberto Eco el año pasado, cuando se publicó la que sería su última novela: Número cero, la trama de la preparación de “Domani”, un diario que entre abril y junio de 1992 nunca saldrá a la calle, pero que condensa las peores prácticas del periodismo de un modo tan brutal que a veces parece una parodia de cabo a rabo. El gran escritor, filósofo y semiólogo italiano, autor de una voluminosa obra compuesta por 42 libros de ensayos y 7 novelas, entre los que se destacan El nombre de la rosa, que ha vendido 50 millones de ejemplares en el mundo desde su publicación en 1980, murió ayer a los 84 años en su casa de Milán como consecuencia de un cáncer que lo había mantenido alejado de la vida pública en los últimos meses.
Eco nació en la ciudad de Alessandria, en la región italiana de Piamonte, el 5 de enero de 1932. A pesar de la Segunda Guerra Mundial, de las noches que pasó en los refugios, en un sótano oscuro y húmedo desde donde escuchaba las bombas, tuvo una infancia que evocaba como agradable, más allá de que, reconocía, podría haber muerto en esos años. La marca de la educación salesiana que recibió se prolongaría en varias de sus novelas. En 1954 se doctoró en Filosofía en la Universidad de Turín con una tesis que versó sobre El problema estético de Santo Tomás de Aquino, ensayo que publicaría dos años después. Ese interés por la filosofía tomista y la cultura medieval se explicitó en El nombre de la rosa, novela ambientada en el siglo XIV que narra la meticulosa investigación que realizan fray Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso de Melk en torno de una serie de crímenes que ocurren en una abadía.
Por esta novela que fue reeditada en numerosas ocasiones y fue adaptada al cine en 1986 por el cineasta francés Jean-Jacques Annaud, Eco recibió el Premio Strega (1981) y el Premio Medicis en Francia. En la década del 60 fue profesor agregado de Estética en las universidades de Turín y de Milán, durante años fue catedrático de Filosofía en la Universidad de Bolonia, donde puso en marcha la Escuela Superior de Estudios Humanísticos. El preludio de su vida académica empezó en el neovanguardista Grupo 63 de intelectuales, colaboró en la mítica Tel Quel y durante 35 años trabajó en la editorial Bompiani. Publicó el clásico Apocalípticos e integrados (1964), sobre cultura de masas y medios de comunicación; La estructura ausente (1968), Tratado de semiótica general (1975), El super-hombre de masas (1976), Desde la periferia al imperio (1977), Lector in fabula (1979), Semiótica y filosofía del lenguaje (1984), Los límites de la interpretación (1990), Seis paseos por los bosques narrativos (1990), Kant y el ornitorrinco (1997) y Cinco escritos morales (1998), entre tantos otros ensayos.
Como escritor de narrativa, estaba convencido de que la realidad es más novelesca que la ficción. Eco publicó las novelas El péndulo de Foucault (1988), acerca de una conspiración secreta entre sabios en torno a temas esotéricos; La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) y El cementerio de Praga (2010). Entre los premios que recibió se destacan la Legión de Honor de Francia, el premio austríaco de Literatura Europea, el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, además de que acumuló la impactante cifra de 38 Doctor Honoris Causa de universidades de todo el mundo. El único premio que se le resistió, como a muchos otros escritores, fue el Nobel de Literatura. En Nadie acabará con los libros mantuvo un valioso contrapunto con el dramaturgo y guionista Jean-Claude Carrière. “El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. El libro ha superado la prueba del tiempo. Quizás evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es”, afirmaba el escritor y filósofo italiano que profesaba una admiración mayúscula por Jorge Luis Borges desde temprana edad.
“Recuerdo que tenía 22 o 23 años cuando se publicó por primera vez Ficciones. Se habían hecho una 500 copias, prácticamente nadie se había dado cuenta. Entonces vino un poeta italiano (¿Sergio Sogni?), que me dijo: ‘Lea este libro. Es de un argentino que nadie conoce aquí’. Me enloqueció. Me pasaba noche y noches leyéndoselo a mis amigos. Me reconocí de inmediato en Borges. Fue un amor a primera vista”, recordaba Eco en una entrevista que le hizo Jorge Halperin en 1992 y reconocía que había un homenaje al escritor argentino en El nombre de la rosa a través de un personaje: el ciego ex bibliotecario Jorge de Burgos. Un periodista español le dijo que Número cero, su última novela, no parecía escrita por él. “Mis novelas anteriores eran sinfonías, ésta es un solo de Charlie Parker. Lo mejor fue la llamada de mi editor francés, que me hizo mucha ilusión: ‘Umberto, ¡esta novela parece escrita por un jovencito!’. Mis novelas anteriores me tomaron al menos seis años de trabajo cada una, pero ésta se basa en experiencias personales, en noticias políticas fáciles de encontrar y sólo me ha ocupado durante un año”, explicaba el escritor, el hombre que parecía saberlo todo, un intelectual luminoso y detectivesco, una especie de Sherlock Holmes con anclaje en el Medioevo, que escribía acompañado por el eco de los 35 mil volúmenes de su excepcional biblioteca.
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Addendo. Una de sus última columnas:
La nueva religión
por Umberto Eco (*)
La solidaridad con los millones de personas que buscan asilo en Europa no surgió en un solo día. Había estado latente bajo la superficie desde hace algún tiempo. Pero se necesitó la foto de un niño sirio ahogado —y una valiente canciller alemana— para darle voz.
Matteo Salvini, líder del partido xenofóbico Liga del Norte de Italia, tenía razón al señalar recientemente que la hábil canciller de Alemania, Ángela Merkel, había hecho un negocio de primer nivel al recibir a decenas de miles de sirios, muchos de ellos profesionales con estudios, que ayudarían a impulsar el producto interno bruto del país. Y, agregó, el resto de Europa podría quedarse con las sobras.
Pero hay una pregunta que salta a la mente: ¿Por qué un hombre tan astuto como Salvini no lo pensó primero? Después de todo, en Italia hay varios miles de sirios. Lo que es más, ¿acaso es difícil imaginar que podríamos encontrar más de unos cuantos inmigrantes con estudios entre otros grupos étnicos? Por ejemplo, yo suelo toparme con senegaleses que venden paraguas y maletas en las calles de Milán, que hablan excelente francés e italiano y que dicen haber asistido a la universidad.
Años y años de democracia alemana no han logrado borrar del todo la imagen del alemán arrogante que grita “Kaput” de la conciencia de Occidente. Ese feo espectro pareció resurgir durante la reciente crisis de la deuda griega. Sin embargo, Merkel logró transformar esa terrible imagen nacional en una de compasión: un sonriente alemán (o austriaco) dispuesto a recibir las familias de refugiados (y no solo a los sirios con títulos de universidad) con artículos indispensables o simplemente llevarlos más adelante en el auto.
Para este momento parece que Merkel ya concretó el negocio, a pesar de los problemas que han surgido para albergar y alimentar a los miles de recién llegados. Ella también se enfrenta a críticas crecientes tanto del pueblo alemán como de los políticos del país, incluso los de su propio partido, por su manejo de la crisis. Aun así, ella se mantiene firme en su decisión.
Su compasión por lo inmigrantes no es solo buena economía; representa algo mucho más profundo. Esto se hizo claro a principios de septiembre, cuando el mundo vio por primera vez la foto de Alan Kurdi, el niño sirio de tres años de edad que fue encontrado ahogado en una playa de Bodrum, Turquía.
En una conferencia de medios celebrada ese mismo mes en la Riviera italiana, el periodista Mario Calabresi observó que una sola fotografía no explica una conversión global instantánea. Pero, agregó, por lo general se llega a un momento crítico después de que se han acumulado tensiones e inquietudes con el paso del tiempo. En esos momentos, una simple imagen puede provocar una transformación profunda. Esto ya ha sucedido antes en la historia. En el caso del joven Alan, el sentimiento de solidaridad estuvo latente debajo de la superficie por muchos años.
Veamos esto como una nueva religiosidad. Hoy en día, las religiones tradicionales están en crisis y suelen entrar en conflicto entre sí. Pero esta solidaridad recién descubierta corre a través de las divisiones entre cristianos católicos, protestantes y ortodoxos. Incluso podría zanjar la división entre cristianos y musulmanes. El papa Francisco se ha convertido en intérprete de esta nueva religiosidad exhortando a cada parroquia, comunidad religiosa y monasterio a dar ayuda y abrigo al menos a una familia de refugiados.
Por años, la gente se ha preocupado por la desaparición de los centros educativos tradicionales para los jóvenes, ya sean manejados por la iglesia o por diferentes partidos políticos, y de la solidaridad social que éstos aportaban. Empero, poco a poco se ha ido cultivando una sensibilidad similar, aun sin tales centros.
En Italia vimos los primeros indicios de esta camaradería cuando Florencia fue afectada por las inundaciones en 1966 y cientos de jóvenes de todo el país —y de todo el mundo— acudieron a la ciudad en apuros para rescatar libros del lodo en la Biblioteca Nacional. Recientemente hemos visto evidencias de este fenómeno en Médicos sin Fronteras, voluntarios que han ido al África y en los cientos de estudiantes que trabajan sin salario en diversos festivales culturales.
¿Está destinada a durar esta solidaridad? No lo sé, pero ciertamente ha sido alimentada por la retorcida conducta de otros. En términos de su poder y de su ámbito, ¿será capaz de superar las oleadas de xenofobia que están recorriendo toda Europa? Quizá deberíamos recordar que las primeras comunidades cristianas eran diminutas en comparación con el paganismo dominante que las rodeaba.
Esta nueva religión de solidaridad sin duda tendrá sus mártires y no tenemos que buscar muy lejos para darnos cuenta cuánta gente está dispuesta a derramar sangre para sofocarla. Pero quizá sea esa gente, y no los inmigrantes, la que no pasará.
(*) Novelista y semiólogo italiano
Fuente: http://www.surysur.net/adios-a-umberto-eco-el-hombre-que-parecia-saberlo-todo/
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