por Carlos Tortín desde Flandes
“Desde el minuto uno del partido, escenificado en el consenso entre notables de la derecha y la izquierda urdido para sepultar el derecho a decidir, la hoja de ruta de la Transición se basó en suplantar la soberanía popular a través de una espuria representación democrática. Una trama que luego se oficializaría con el texto constitucional refrendado en 1978.”
Esta cita fue mencionada hace pocas semanas en un diario español y obviamente se refiere al proceso de negociación política ocurrido al final de la dictadura franquista.
¿A qué viene esto, en el otoño 2016?
Esto tiene que ver con la irrupción de nuevas fuerzas políticas. Con el hecho que se ha roto el bipartidismo tradicional en España. Y con el hecho que al menos uno de los emergentes pone en discusión el tema de la Transición. Es decir, la conveniencia de iniciar una nueva, porque la primera se ha podrido.
Claro está, que esta discusión tendrá sentido y razón si los emergentes no se transforman a corto plazo en “institucionales”, en simples gestores de las políticas elaboradas y dictadas desde fuera del Congreso. Y desde fuera del país.
Este tema viene a modo de recuerdo y evaluación histórica, también, porque se constata que el régimen político español ha llegado a una etapa de corrupción a gran escala. Lo que parecía ser un proceso de desarrollo político, económico y social, se ha podrido. La precariedad social invade todo el territorio, mientras los líderes políticos se integran al libre mercado como productos de consumo del mundo empresarial.
Algo parecido a lo sucedido en Chile. Pareciera que el destino histórico de ambos países tiene una ligazón estratégica. Y no es para menos, si tomamos en cuenta la relación establecida desde 1541 hasta nuestros días. Sólo faltaría que los poderes fácticos de Chile se declaren súbditos de la corona, para completar la cuadratura del círculo.
En esta ligazón estratégica se ha incluido la puesta en órbita de singulares personajes socialistas, de ambos países, para demonizar a aquellos gobiernos de América Latina que se resisten a entregar incondicionalmente las riquezas nacionales a las corporaciones multinacionales. De socialistas, estos ex-jefes de gobierno y asociados, se han transformado en socio-listos. Usan trajes hechos a medida, con bolsillos más grandes.
Los procesos de corrupción tienen también buenos y bellos parecidos. Sin embargo, frente a la dimensión exorbitada que ha alcanzado, se ha comenzado a poner freno, al comprobar que existen sillas azules. Y están tomando contramedidas para protegerse.
Como punto de referencia histórico, es necesario mencionar que el comienzo de ambas transiciones tiene en común la conservación de residuos de las dictaduras. En España, conservaron la monarquía instalada por Franco, pudiendo abolirla y dar paso a una República moderna. Tal vez en aras de un pacto “de gobernabilidad”. Y de reparto proporcional de poderes y privilegios.
Cierto es que la Transición instaló un capitalismo moderno, como manda el dios Mercado, y sacó al país de la sombra dictatorial, integrándolo en el continente europeo, creando además un sistema de seguridad social similar al promedio de Europa.
Si miramos al otro lado del océano, y de la Cordillera de Los Andes, los suplantadores de la soberanía popular dejaron vigente la constitución política dictatorial, el modelo de capitalismo salvaje, la ley antiterrorista, las leyes laborales dictatoriales, y los servicios públicos y derechos sociales transformados en negocios privados.
Las negociaciones secretas dieron paso a una operación de maquillaje, para luego presentar la constitución dictatorial ante la ciudadanía como “un proyecto democratizador, garante de la gobernabilidad y estabilidad institucional”.
Conservaron, sin sonrojarse, con premeditación y alevosía, el núcleo duro del sistema, aquello que da sentido y razón al golpe de Estado y a 17 años de dictadura. En lo principal, a la constitución dictatorial le hicieron 54 reformas. Y en las primeras elecciones generales, en diciembre de 1989, al dictador lo cambiaron por un ex-senador golpista en la presidencia.
Previamente, sometieron a plebiscito las 54 reformas. Claro está. ¿Cuánta gente recuerda el plebiscito del 30 de julio de 1989?
Más fácil es recordar el plebiscito de octubre del 88, cuando la mayoría de los políticos llamó a votar NO a la prolongación de la dictadura por ocho años más, con el señor Pinochet en la presidencia hasta marzo de 1997. Y ganó el NO, ya sabemos.
Luego, los mismos partidarios del NO, ganadores, con los del SI, perdedores, dejaron de lado su confrontación irreconciliable, en apariencia, y juntos llamaron a votar SI en el segundo plebiscito, considerando que con 54 reformas el maquillaje sería el adecuado para empezar la Transición.
“La alegría ya viene” se repetía en forma contagiosa en todos los medios. Y por arte de magia se impuso un manto de olvido sobre el discurso aquél, todavía fresco y reciente: “no será posible recuperar la democracia con la constitución de 1980, con la vigencia de la ley antiterrorista, con el plan laboral dictatorial, con el modelo económico ultra liberal, ni con la existencia de presos políticos.”
Un olvido muy conveniente, sin duda. Nunca se sabe, aquello que sirvió a la dictadura bien podrá servir a la transición. En especial cuando se enfríen los cantitos a la alegría. El consenso de 1989 puso en un mismo camino, como compañeros de viaje, a los partidos políticos desde la izquierda hasta la extrema derecha. Y ese marco de acuerdo no ha cambiado.
No puede tener validez, en consecuencia, ese discurso político hipócrita que nos habla de “los amarres dejados por la dictadura“.
Recuerdo a don Lucho Vitale, historiador y profesor, quien describió ese proceso como la “transición a ninguna parte”. Se podía comprobar, también en forma académica, que el consenso de 1989 dio nacimiento a un proceso definido, aunque incompleto, de “continuación de la dictadura por otros medios”.
Veremos si en mayo, en el discurso presidencial de balance anual, se menciona la necesidad de comenzar otra Transición, con democracia incluida. Difícil, casi impensable. Veremos si habrá un proceso de limpieza, en la medida de lo posible, para desinfectar el país. Veremos si la Justicia actúa sobre “aquellos malos elementos que se apartaron de…”, política que ya se ha mostrado eficaz, sacrificando a quienes no tienen salvación, para salvar “las instituciones”.
Pero, aparte de las mencionadas similitudes, hay también diferencias notorias. En España tienen sillas azules. En ellas sientan a los políticos y empresarios corruptos, o acusados de serlo. No a cualquier delincuente. No son sillas para ladrones pobres.
Las han mostrado en la televisión, y en fotos periodísticas. Existen en un tribunal de Justicia, en las Baleares. A otras regiones de España todavía no han llegado. Esas sillas azules, nuevas y cómodas, acogen a los investigados, testigos o imputados por robos millonarios, fraude fiscal, lavado de dinero, malversación de fondos municipales, tráfico de influencias, financiamiento ilegal de partidos políticos.
Toda España, y seguramente también todo Chile, ha podido ver allí, cómodamente sentados, a funcionarios públicos, empresarios de alto vuelo, dirigentes políticos, miembros de la familia real. Ese espacio privilegiado sigue reservado a nuevos huéspedes. Incluyendo a compi yoguis. Es la impresión que queda.
A Chile no han llegado las sillas azules. Y debiera. Son recomendables para tiempos actuales. Si, esas de tapiz azul en su parte frontal, con un toque de tela negra en la parte posterior.
Se dice que tienen propiedades anti-blindaje.
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