Quiebres y cambios en las luchas de los trabajadores en el Chile de hoy [1].

Barbara Figueroa (PC), presidente de la CUT y M. Bachelet (PS), presidente de Chile. Atrás, al centro, Jorge Gajardo (PC), ex presidente del Colegio de Profesores.

por Rafael Agacino [2].

Chile ha sido un laboratorio para las elites dominantes y el imperialismo; aquí sus intelectuales orgánicos y la tecno-burocracia experta en gestión de conflictos, ensayaron todo el arsenal de reformas diseñadas para extirpar de raíz la conciencia de clase y la voluntad anticapitalista. La contra revolución neoliberal, fundada sobre los escombros dejados por el golpe de estado de 1973, se extendió más allá del término de la dictadura (1990), y al cuidado de una coalición de ex golpistas y franjas de la izquierda conversa, vestida de democracia perdura hasta hoy. Las reformas estructurales tienen décadas de aplicación y la racionalidad individualista y de mercado son hoy el sentido común dominante. Sin embargo, con 43 años, la utopía neoliberal esta fisurada y aflora un malestar social inusitado, y en éste, un potencial de ruptura. A nivel de la política y lo político se manifiestan las contradicciones propias de un agotamiento crítico de la sociedad chilena; se trata de las anomalías de una contra revolución neoliberal madura.

En este borde histórico, el “sindicalismo clásico”, atrapado en concepciones y prácticas burocráticas del tipo keynesiano o estatalista, proclive a una relación de dependencia de los partidos políticos y el Estado, carece de iniciativa, capacidad de intervención y legitimidad. Su forma tradicional de organización, el sindicato de empresa, útil bajo condiciones de empleo estable y protección legal, es hoy inservible para anchas franjas de trabajadores: las condiciones de flexibilización y precarización del empleo y la fragmentación productiva (subcontratación), configuraron un mundo muy diferente de aquél que existió en el patrón de acumulación desarrollista en el cual se desarrolló el sindicalismo tradicional chileno.

Pero el movimiento de trabajadores no se agota en su forma tradicional y más conocida. Las mancomunales, las sociedades en resistencia, etc., de fines del siglo XIX e inicios del XX, experiencias “inmaduras” y “espontaneístas” como las motejó la historiografía ortodoxa, son también parte de la memoria obrera. Sus concepciones y prácticas organizativas no sólo fueron adecuadas a las condiciones impuestas por el patrón de acumulación primario exportador, sino también promotoras de la independencia y autonomía de los trabajadores como un auténtico sujeto social y político.

Hoy se recuperan esas prácticas pre-clásicas cultivadas por las ideas libertarias y autonomistas. Son los síntomas de una ruptura con el sindicalismo clásico, un intento por comprender la realidad y actuar frente a ella con otros conceptos y medios organizativos. Dos generaciones de trabajadores son ya directamente hijas del modelo, han crecido y luchado en las nuevas condiciones, y sus formas de entender su vida ya no se estructuran con los códigos lingüísticos y conceptuales propios del sindicalismo clásico, menos con sus formas organizativas y de convivencia.

Por prueba y error, estas franjas aprenden que la organización consiste ante todo en la articulación de voluntades sobre la base de una identidad “general de clase” más allá de la particular identidad fundada en el oficio o la empresa. Esto los ha hecho sensibles a problemas más generales que los directamente ligados a su lugar de trabajo. Podrán adoptar la figura de sindicato o de asociación legal, pero en la práctica superan las restricciones impuestas por esas formas legales y culturales. Por ejemplo, la práctica no muy extendida pero reveladora, de mantener la afiliación esté o no el trabajador empleado o esté o no laborando en la misma empresa, faena o proyecto.

Entienden también que la relación laboral-jurídica, en las nuevas condiciones de producción no siempre coincide con la relación laboral-económica. La fragmentación productiva escinde la relación legal de la relacíon económica pues la entidad contratante no siempre es la entidad que explota a la fuerza de trabajo. La existencia de circuitos productivos o cadenas de subcontratación, que vinculan micro talleres productivos y pequeñas y medianas empresas proveedoras de partes o piezas a grandes firmas mandantes, han vuelto inútil la ley laboral del desarrollismo. En este mundo fragmentado y cambiante, el sindicato de empresa se anula como instrumento organizativo y de negociación, sobre todo para quienes entran y salen del mercado de trabajo y de la producción.

Así también, la experiencia de cientos de micro conflictos ha enseñado a estas nuevas franjas que la organización debe responder a condiciones mucho más exigentes. Han sido forzadas a “politizarse”, entendiendo que cada disputa con el capital o las autoridades es un enfrentamiento que exige una inteligencia colectiva capaz de resolver complejos problemas tácticos antes desconocidos:

(a) Mitigar el efecto atomizador de la fragmentación productiva desplazándo la organización lucha desde la relación laboral-jurídica a la relación laboral-económica. Es ahí donde se puede acumular fuerzas y romper la atomización. Esto es diferente de la negociación por rama pues el problema aquí es otro: desarmar la red de contratistas que oculta la relación laboral real cuyo titular es el holding y/o la empresa mandante.

(b) Forzar a que la contraparte patronal real se constituya.  Hay que obligar al empleador real a dar la cara y negocie. Este se rehúsa argumentando que se trata de una relación laboral de la cual él no es parte, por lo cual hay que forzarlo a reconocer de facto una relación de facto.

(c) Resistir el “terror empresarial y estatal”. Resulte o no exitosa la negociación, la reacción patronal opera sin contemplación: despidos selectivos y colectivos, legales o ilegales, listas negras, sobornos e incluso, algo inédito en Chile, se sospecha de la acción de sicarios.

Las movilizaciones de los últimos dos años han enfrentado estos problemas y más: la reacción gubernamental crecientemente agresiva que despliega todos los dispositivos del poder, e incluso apela a la conducta aleve de la CUT y de la izquierda parlamentaria. Así ocurrió, por ejemplo, el año 2015, con la huelga de los subcontratistas del norte -que costó la vida del obrero Nelson Quichillao-, con los conflictos de los profesores y el de los trabajadores públicos del Registro Civil; y en el año recién pasado, de manera menos visible, con la movilización de los trabajadores fiscales y las marchas contra las pensiones.

Es claro que estos conflictos han complicado al poder pues, en diferentes grados, han desplazado la escena del conflicto más allá del puro terreno de la empresa o la rama. Las demandas inmediatas se conectan rápidamente con derechos colectivos que enfrentan a trabajadores con el conjunto del capital y el Estado. Un nuevo sistema de jubilaciones, de salud humana y ambiental, por citar algunas demandas levantadas por coordinadoras transversales (“No más AFP”, “Salud Para Todos” o “Por la Defensa del Agua y los Territorios”, etc.), son reivindicaciones de derechos generales, luchas por intereses colectivos de los trabajadores constituidos como sujeto autónomo y opuesto al capital.

En esta dinámica el sindicalismo clásico parece derrumbarse en medio de múltiples esfuerzos por abrir paso a un nuevo movimiento de trabajadores. Pero nada es seguro; se trata sólo de posibilidades. Tal vez ayuden las próximas movilizaciones sociales que correrán por fuera de la institucionalidad estatal o gremial. No en vano fue la abrupta explosión de “lo social” en el 2011 lo que cambió severamente el panorama nacional: mostró las arrugas de una contra revolución neoliberal madura y develó la incompletitud del teorema neoliberal. La institución mercado mostró sus insuficiencias para procesar los conflictos y disiparlos en meras contiendas entre partes privadas, o bien judicializarlos – la forma legal de resolver contiendas sobre contratos- para mantener los conflictos en la esfera civil. El creciente malestar terminó por desbordar parcialmente el “orden de mercado”, y la burocracia política y técnica, fue episódicamente superada por las inusuales formas de las luchas sociales.

La incompletitud de la utopía neoliberal es ya una anomalía crítica, una verdadera falla estructural. Las movilizaciones masivas de trabajadores y sectores sociales, expresan el fracaso por diluir la “cuestión social” en la cuestión privada y la ineficiencia de un sistema político neoliberal diseñado bajo el supuesto de la abolición de toda política.

Santiago, 30 de abril de 2017.

Notas:
[1]  Artículo publicado en el Boletín “Nuestra América XXI”, nro. 7, mayo de 2017, GT CLACSO “Crisis y Economía Mundial”, Buenos Aires.
[2] Investigador independiente; profesor a tiempo parcial USACH y UMCE.


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