¿Qué estuvo pensando Vladímir Lenin en su largo viaje con destino a la estación de Finlandia de Petrogrado en 1917? Como a todo el mundo, a él también le cogió por sorpresa la rapidez con que había triunfado la Revolución de Febrero. Mientras viajaba desde Zúrich cruzando Europa hasta Rusia, a bordo de un tren blindado cedido por el káiser alemán, tuvo que haber pensado que esa era una oportunidad que no había que dejar pasar.
Que los débiles partidos liberales dominaran el nuevo gobierno era de esperar. Lo que le preocupaba eran los informes que había recibido de que sus propios correligionarios bolcheviques dudaban sobre el rumbo a tomar. La teoría los ataba, junto con la mayor parte de la izquierda, a la ortodoxia marxista que decía que, en esta fase, la revolución en Rusia solo podía ser democrático-burguesa. El socialismo solo era posible en economías avanzadas como Alemania, Francia o incluso EE UU, pero no en la Rusia campesina. (León Trotsky y su grupo de intelectuales figuraban entre los pocos que disentían de este punto de vista.) Puesto que el curso de la revolución venía así predeterminado, todo lo que podían hacer los socialistas era prestar apoyo al gobierno provisional mientras llevara a cabo la primera fase de la revolución y desarrollara una sociedad capitalista con todos sus atributos. Una vez completada esta fase, podían agitar a favor de una revolución más radical.
Esta combinación de dogmatismo y pasividad enfurecían a Lenin. El levantamiento de febrero le hizo repensar antiguos dogmas. Para seguir adelante, razonaba ahora, tenía que haber una revolución socialista. No había otra solución posible. Era necesario destruir el Estado zarista, de arriba abajo. Eso es lo que dijo al bajar del tren en Petrogrado: no era posible ningún compromiso con un gobierno que no quería poner fin a la guerra ni con los partidos que apoyaban a ese gobierno. La consigna bolchevique que recogía este planteamiento táctico era “paz, tierra y pan”. En cuanto a la revolución, su argumento ahora esa que la cadena capitalista internacional se rompería por su eslabón más débil. Convencer a los obreros y campesinos rusos de la necesidad de construir un nuevo Estado socialista allanaría el camino a una insurrección en Alemania y otros países. Sin esto, señaló, sería difícil crear una forma viable de socialismo en Rusia.
Lenin concretó este nuevo enfoque en sus Tesis de abril, pero tuvo que batallar a fondo para convencer al partido bolchevique. Acusado por algunos de dar la espalda a la doctrina marxista consagrada, citó a Mefistófeles del Fausto de Goethe: “Gris es toda teoría, amigo mío, y verde el árbol brillante de la vida”. Una de las primeras personas en apoyarle fue la feminista Alexandra Kollontai, quien también rechazó el compromiso porque consideraba que era imposible. Entre febrero y octubre, lógicamente el periodo más abierto de la historia de Rusia, Lenin convenció a su partido, hizo frente común con Trotsky y se preparó para una nueva revolución. El gobierno provisional de Alexander Kerensky se negó a poner fin a la guerra. Los agitadores bolcheviques entre las tropas del frente atacaron sus vacilaciones. Se produjeron motines generalizados y deserciones.
En el seno de los consejos de obreros y soldados, los sóviets, la estrategia de Lenin empezó a adquirir sentido para un gran número de trabajadores. Los bolcheviques obtuvieron mayorías en los sóviets de Petrogrado y Moscú y el partido fue implantándose rápidamente en otros lugares. Esta confluencia de las ideas políticas de Lenin con la creciente conciencia de clase entre los trabajadores generó la fórmula de octubre. Lejos de ser una conspiración, y mucho menos un golpe, la Revolución de Octubre fue tal vez el levantamiento más planeado públicamente de la historia. Dos de los más veteranos camaradas de Lenin en el comité central del partido seguían oponiéndose a una revolución inmediata y dieron a conocer públicamente la fecha prevista. Aunque lógicamente los detalles definitivos no se publicitaron previamente, la toma del poder fue una operación rápida y sin apenas violencia.
Todo esto cambió con la guerra civil subsiguiente, en la que los enemigos del nuevo Estado soviético contaban con el respaldo de los antiguos aliados occidentales del zar. Pese al caos resultante y los millones de bajas, al final prevalecieron los bolcheviques, aunque a un coste político y moral terrible, incluida la práctica extinción de la clase obrera que había protagonizado originalmente la revolución.
Por consiguiente, la alternativa que se planteó después de la Revolución de Octubre de 1917 no era o Lenin o la democracia liberal, sino que la elección real iba a venir determinada por una lucha brutal por el poder entre el Ejército Rojo y el Ejército Blanco, este último dirigido por generales zaristas que declaraban abiertamente que si ganaban, exterminarían tanto a los bolcheviques como a los judíos. Los pogromos organizados por los Blancos acabaron con poblados judíos enteros. La mayoría de los judíos rusos se enfrentaron a los Blancos, bien enrolándose en el Ejército Rojo, bien creando sus propias unidades de partisanos. Tampoco deberíamos olvidar que pocos decenios después fue el Ejército Rojo –creado originalmente en la guerra civil por Trotsky, Mijaíl Tujachevsky y Mijaíl Frunze (los dos primeros asesinados más tarde por Stalin)– el que quebró el poderío militar del Tercer Reich en las batallas épicas de Kursk y Stalingrado. Por entonces, Lenin ya había muerto casi dos décadas atrás.
Debilitado por un ictus durante los dos últimos años antes de su muerte en 1924, Lenin tuvo tiempo para reflexionar sobre los logros de la Revolución de Octubre. No estaba satisfecho. Se dio cuenta de que el Estado zarista y sus prácticas, lejos de haber desaparecido, habían contaminado el bolchevismo. El chovinismo gran-ruso campaba a sus anchas y había que erradicarlo, observó. El nivel cultural del partido era lamentable tras las pérdidas humanas de la guerra civil. “Nuestro aparato de Estado es tan deplorable, por no decir espantoso”, escribió en Pravda. “Lo más perjudicial sería que confiáramos en el supuesto de que por lo menos sabemos algo. “No”, concluyó, “somos ridículamente deficientes”. Creía que la Revolución debía admitir sus errores y renovarse; de lo contrario, fracasaría. Sin embargo, nadie se tomó en serio esta lección después de su muerte. Sus escritos cayeron en gran medida en el olvido o fueron tergiversados deliberadamente. No surgió ningún líder soviético posterior que tuviera la visión de Lenin.
“Su mente era un instrumento notable”, escribió Winston Churchill, que no era admirador del bolchevismo. “Cuando brillaba su luz, iluminaba el mundo entero, su historia, sus penas, sus farsas y, sobre todo, sus injusticias.” Entre sus sucesores, ninguno de los reformadores destacados –Nikita Jrushchov en las décadas de 1950 y 1960 y Mijaíl Gorbachov en la de 1980– fue capaz de transformar el país. La implosión de la Unión Soviética se debió casi tanto a su cultura política degradada –y, en ocasiones, a la ridícula deficiencia de la elite burocrática– como al estancamiento económico y la dependencia de recursos a partir de la década de 1970. Obsesionados con imitar los avances tecnológicos de EE UU, sus líderes acabaron con sus propias bases de desarrollo. En el último y triste capítulo de la revolución, no pocos burócratas se convirtieron en millonarios y oligarcas, algo que Trotsky ya había predicho desde el exilio en 1936.
“La política es una expresión concentrada de la economía”, dijo Lenin una vez. Cuando el capitalismo tropieza, sus políticos y los oligarcas que hay detrás encuentran a votantes que desertan de sus partidos a raudales. El desplazamiento a la derecha en el mapa político occidental es una revuelta contra las coaliciones neoliberales que han gobernado desde el colapso de la Unión Soviética. Sin embargo, ahora los políticos no pueden echar la culpa al socialismo como hacían antes, pues no existe. En la Rusia nacional-conservadora de Vladímir V. Putin, su presidente, este año no hay celebraciones en conmemoración de la Revolución de Febrero ni de la de Octubre. “No están en nuestro calendario”, le dijo el año pasado a un periodista indio a quien conozco.
“Después de su muerte”, escribió Lenin sobre los revolucionarios, “se intenta convertirlos en iconos inofensivos, para canonizarlos, por así decirlo, y para santificar sus nombres hasta cierto punto con el fin de ‘consolar’ a las clases oprimidas y engañar a estas últimas.” Después de su muerte, y en contra de las protestas de su viuda y sus hermanas, el cadáver de Lenin fue momificado, expuesto en público y tratado como un santo bizantino. Lenin había predicho su propio destino.
03/04/2017.
Traducción: VIENTO SUR.
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(*) Tariq Ali es escritor y miembro del comité editorial de New Left Review. Su último libro se titula “The Dilemmas of Lenin: Terrorism, War, Empire, Love, Revolution.”
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