por Robert Castel (*)
El título de este artículo puede parecer un tanto provocador. Pero no es ésa mi intención. Lo que intento es proponer una hipótesis para comprender la relativa desaparición de la clase obrera en la estructura social actual a partir del análisis socio-histórico de las transformaciones internas del asalariado.
Todo el mundo (o casi todo) estará de acuerdo en un punto: la clase obrera ya no ocupa la posición central que ha ocupado en la historia social desde hace más de un siglo. Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX aproximadamente, el accionar político y social, al menos en Francia y en Europa occidental, se desarrollaba principalmente en tomo al lugar que debía ocupar esta clase en la sociedad, a partir de la posibilidad que tenía, o parecía tener, de promover una transformación completa del orden social. Este diagnóstico era compartido por aquéllos que exaltaban esta posibilidad -es la opción revolucionaria, susceptible por otra parte de diversas variantes- y por aquéllos que la temían como suprema amenaza y hacían todo por conjugar el riesgo de la subversión. De modo que la cuestión social era esencialmente la cuestión obrera. Esto significa que lo esencial de la conflictividad social estaba basado en el enfrentamiento de dos bloques antagónicos cuya formulación más radical ha sido dada por Marx, pero que repercutió en diferentes niveles de la lucha social y política: ¿conservación o subversión del orden social? ¿Reforma o revolución?
Nos guste o no (a algunos les alegra y otros lo lamentan) hoy ya no estamos en el marco de esa problemática. La clase obrera ya no aparece como portadora de una alternativa global de organización social. Esto no quiere decir que no exista más, ni que ya no tenga importancia social y política, y habrá que discutir su tipo de existencia el papel que desempeña hoy día. Esta comprobación significa solamente -pero, al mismo tiempo, es mucho- que esta clase sufre un retroceso social y político decisivo que ha desactivado la potencialidad subversiva que parecía poseer.
¿Por qué? Evidentemente hay múltiples razones que pueden contribuir a la comprensión de semejante cambio, y no tengo la pretensión de desplegarlas aquí. Sólo tiraré de un hilo de explicación, que no es el único posible, pero que me parece muy esclarecedor. La clase obrera, al menos en Francia y en el siglo XX, no ha sido vencida en el marco de un enfrentamiento político directo, como pudieron serlo por ejemplo los obreros parisienses en 1848. Mi hipótesis es que esta clase ha sido minada, rodeada, desbordada, por una transformación sociológica profunda de la estructura del asalariado. Ha sido asimismo desposeída, “doblada” si me atrevo a decirlo, por la generalización y la diversificación del asalariado y por la promoción de categorías salariales que la han relegado a una posición subordinada, ya no central, en la configuración del asalariado.
Quisiera mostrar -o mejor, en los límites de esta contribución, sugerir- que esta desposesión ha pasado por dos etapas principales. La primera marca lo que se podría llamar el pasaje de la sociedad industrial a la sociedad salarial. La segunda, en la que nos hallamos hoy, es el efecto del sacudimiento de esa sociedad salarial, cuyas consecuencias empezaron a hacerse sentir a partir de mediados de la década del setenta. De suerte que una de las maneras de interrogarse sobre lo que sucede hoy con la clase obrera, su consistencia, su impacto social y político, sería considerar su posición en la historia del asalariado y, en particular, hoy día, tomar en cuenta seriamente las transformaciones más recientes introducidas en la organización del trabajo.
I
Partamos entonces de la época en que, en la sociedad industrial, la clase obrera parecía representar un bloque portador de una alternativa global de organización de la sociedad. Se podría tomar como punto de referencia el año 1936, cuando la clase obrera aparece en Francia consciente de su fuerza, dotada de una ideología propia, y apoyada sobre sus propios aparatos, partidos y sindicatos. Al mismo tiempo, permanece socialmente subordinada, privada de las principales posiciones que dan acceso a la riqueza, el prestigio y el poder, incluso a pesar de mostrarse como la principal productora de la riqueza social. Es en el contexto de la lucha de clases, portadora de la esperanza, o del temor, donde podría cambiar la situación, y donde los que han sido desposeídos del fruto de su trabajo podrían invertir el proceso y tomar el mando de la sociedad.
Esa representación de la clase obrera se apoya sobre la composición sociológica del conjunto de asalariados de la época. El asalariado obrero representaba entonces el 60% de los asalariados, y casi el 75% si se agregan los obreros agrícolas. El conjunto de los asalariados no obreros era entonces netamente minoritario, y se componía sobre todo de pequeños empleados cuyo status era también modesto, apenas superior al de los obreros. Los obreros constituyen, pues, la gran mayoría del conjunto de los asalariados, a partir de la cual está pensada y representada la categoría general de trabajador asalariado. Por cierto que esa mayoría no es completamente homogénea, ni sociológica ni ideológicamente; por otra parte, es sabido que nunca lo fue. Pero reúne a lo esencial de las fuerzas productivas de la sociedad industrial en una sociedad que todavía está industrializada a medias, puesto que en los años treinta los asalariados representan apenas la mitad de la población activa.
Si tomamos ahora la situación en 1975, cuantitativamente, el número de obreros no ha cambiado mucho, incluso ha aumentado ligeramente. Pero cualitativamente se ha producido una transformación decisiva en la estructura del mismo. El asalariado obrero ha perdido su hegemonía y ha sido atrapado por el desarrollo espectacular de categorías de “profesiones intermedias”, y de personal jerárquico medio y superior, es decir, estratos profesionales cuyo ingreso y status son superiores a los del asalariado obrero. De aquí en adelante, estas categorías desempeñan, para utilizar una palabra que Luc Boltanski aplicó antes al personal jerárquico, un papel “atrayente ” para el conjunto de los asalariados Es en este sentido que yo decía que la clase obrera se ha hecho “doblar”. Incluso independientemente de las transformaciones internas ocurridas en su seno -y que evidentemente habría que analizar-, ha sido sobrepasada y se ha encontrado aplastada bajo el peso de un conjunto de asalariados de más alto rango. El asalariado obrero -desplegado él mismo en diferentes categorías- en lugar de estar en el centro se encuentra en la parte más baja de la escala, cada vez más diferenciado del conjunto de los asalariados, tanto más cuanto que el asalariado agrícola, cuyo status era inferior al suyo, prácticamente ha desaparecido.
Esta estructura es la de la sociedad salarial: un continuum diferenciado de posiciones vinculadas por las características comunes de la condición salarial, en particular el derecho laboral y la protección social. Pero este continuum resulta muy estratificado y mantiene grandes desigualdades. Este modelo de sociedad salarial no entraña, entonces, una homogeneización social. Tampoco implica una sociedad apaciguada, el fin de la conflictividad social. Impone, en cambio, una redistribución de esta conflictividad, que ya no se cristaliza alrededor de dos bloques antagónicos, obreros y burgueses, trabajo y capital, sino que se distribuye sobre la escala salarial y se desarrolla en buena parte a través de la concurrencia entre los diferentes estratos salariales. De ahí la forma que toma la negociación entre los “participantes sociales”. Negociación conflictiva, podría decirse, a través de la cual cada categoría reivindica la “participación en los beneficios” del crecimiento, piensa que nunca recibe bastante, pero también puede pensar que en el futuro obtendrá más. Y efectivamente se observa que durante el período que siguió al fin de la segunda guerra mundial, cada categoría socio-profesional ha visto mejorar su situación, al tiempo que las disparidades entre las categorías permanecían casi sin cambios.
La cuestión socio-política esencial que se plantea en este contexto ya no es la de la revolución, sino de la redistribución más equitativa de la riqueza social, o la reducción de las desigualdades. Ya no se trata tampoco del cambio del lugar que ocupa la clase obrera como tal en la sociedad, sino más bien de la mejora de la condición salarial en general. Para resumir ese desplazamiento se podría decir que la clase obrera ha dejado de servir como referente hegemónico a la vez para la lucha política y para el análisis sociológico de la sociedad. La gama de posiciones salariales que la ha sustituido parcialmente es más amplia, más diferenciada, menos dividida ideológica y socialmente, sin que por eso esté más armoniosamente unificada.
Así expresado, este análisis resulta demasiado esquemático. Habría que precisar y matizar algunos puntos. En particular sobre la cronología. Al tratarse de un proceso, es difícil determinar el momento del vuelco. Esta generalización -diferenciación de los asalariados que no pertenecen al proletariado obrero- se inicia en los años treinta, se hace más notable después de la segunda guerra mundial, y comienza a imponerse en los años sesenta (el debate de entonces sobre la “nueva clase obrera” lo señala). Pero incluso después de que, desde un punto de vista sociológico, la clase obrera hubiera perdido su hegemonía entre los asalariados, la referencia a un mesianismo obrero logró mantenerse en el plano político y en las luchas sociales, sostenido por el Partido comunista y la CGT. Fue quizás, paradójicamente, alrededor de 1968 cuando se hizo visible la pérdida de la posición central por parte de la clase obrera. Paradójicamente, porque mayo del 68 marcó “la huelga más grande” del movimiento social, y se obtuvieron ciertas reivindicaciones concernientes en primer lugar a los obreros, como el relevamiento sustancial del SMIC. Pero no por ello se puede hablar de una victoria de la clase obrera como tal. Mayo del 68 realizó más bien un aggiornamento de la sociedad salarial, o si se prefiere, una etapa importante en el proceso de modernización de la sociedad francesa en la cual la clase obrera no fue ni el desencadenante (como se sabe, fueron los estudiantes quienes asumieron este papel), ni el actor privilegiado, ni el beneficiario principal. Con respecto a la tensión entre reformismo y revolución, que atravesaba desde hacía más de un siglo la historia social (y el movimiento obrero mismo), el fin de los años sesenta parece marcar la victoria del reformismo. Esta victoria significa que la clase obrera puede continuar sacando beneficios de los cambios sociales que parecen encaminados en la vía del progreso social, pero que ya no es más el centro de gravedad de este proceso histórico.
II
Si yo hubiera intentado este análisis a fines de los años sesenta o principios de los setenta, me hubiese quedado ahí. O más bien hubiese invitado a interrogarnos sobre el lugar que podría ocupar la clase obrera en una sociedad que parecía empeñada en una transformación de tipo social-demócrata: cierta reducción de las desigualdades, una consolidación del derecho laboral y a la protección social, el refuerzo del papel de la negociación social, una representación más democrática de la importancia de los diferentes “partenaires sociales”, etc. En este contexto, ¿hubiera mantenido la clase obrera cierta unidad y cierta especificidad? ¿o bien se hubiera fundido en una especie de gran clase media, como lo soñaban en los años sesenta ciertos ideólogos del fin de la lucha de clases, como Jean Fourastié? Me parece que las cosas no eran tan sencillas, y que alguna reducción de las desigualdades y de las injusticias sociales no significa necesariamente una homogeneización de las condiciones de existencia y una unificación de los modos de vida.
Pero de todas maneras, no es en estos términos que se plantea hoy el problema. Desde mediados de los años setenta (a partir de lo que se llama la “crisis” pero que es mucho más que un episodio transitorio), se produjo una bifurcación en el proceso de transformación de la sociedad salarial. La trayectoria ascendente de la consolidación del grupo salarial se interrumpió, reabriéndose la cuestión de la asociación creciente del trabajo y de las protecciones que el progreso social parecía promover. La consecuencia fue, a mi entender, una agravación muy profunda del proceso de subordinación y de disociación de la clase obrera iniciado cuando el pasaje de la sociedad industrial a la sociedad salarial.
En efecto, si el desarrollo de la sociedad salarial implicaba necesariamente, a mi juicio, la pérdida de la posición central del asalariado obrero en la estructura social, esta subordinación no entrañaba sin embargo una degradación del status de las categorías salariales que componen la clase obrera. Incluso se produjo lo contrario. Las categorías obreras también se habían beneficiado de la mejora general de la condición salarial, tanto en términos de ingresos como de derechos sociales. Con grandes disparidades, evidentemente, y la suerte de los OS (categoría salarial baja), por ejemplo, no tenía nada de envidiable (por otra parte, no es casual que las grandes luchas sociales de principios de los años setenta se relacionaran sobre todo con los OS). Sin embargo, tratándose del período llamado, de una manera por otra parte discutible, “los treinta gloriosos”, se puede hacer una doble observación:
– una mejora general de la suerte de las diferentes categorías obreras en relación a su situación en la sociedad industrial, y sobre todo en relación a los inicios de la industrialización.
– y una relativa cohesión de cada una de esas categorías cuyo status es relativamente homogéneo y relativamente estable. Esto es cierto, me parece, incluso para los asalariados menos provistos, pagados por el SMIG (salario mínimo). Si el SMIG no tiene, por cierto, nada de maravilloso, representa al menos el primer estrato de la inscripción en la sociedad salarial, que, además del salario, implica la participación en el sistema de derechos sociales (derecho laboral, convenciones colectivas, protección social…). De manera que, en un período de cuasi-pleno empleo, cuando el acceso al trabajo parece asimismo cuasi-asegurado, se hubiera podido hablar de una especie de estatus social mínimo garantizado, que comprende incluso las categorías inferiores del grupo asalariado (en este contexto aquéllos que están ubicados por debajo de ese umbral están también en lo esencial fuera del mundo del trabajo regular, y forman un “cuarto mundo” residual).
Esta es la cuestión que parece hoy replantearse por la degradación del status de numerosas categorías salariales. Por una parte, se observa la multiplicación de situaciones de trabajo por debajo de ese “estatus social mínimo garantizado” 2. Por otra parte, y de modo más general, se observa una pulverización de la estabilidad de numerosas categorías salariales. Los asalariados de un mismo estatus dejan de estar “cubiertos” de manera homogénea y pueden tener un destino social completamente diferente. Este es el efecto de dos riesgos importantes que han aparecido, o al menos que se han agravado considerablemente, el riesgo desempleo y el riesgo precariedad, y que tienen consecuencias particularmente desestructurantes sobre las categorías obreras, y ello de dos maneras.
Por una parte, se sabe que el desempleo y la precariedad afectan de diferente manera a las distintas categorías sociales según un orden que sigue, grosso modo, la estratificación social (así la proporción de persona] jerárquico desempleado es claramente menor que la de obreros desempleados, y entre los obreros, los obreros no calificados están desempleados mucho más a menudo que los obreros calificados). La nueva coyuntura del empleo ahonda así las disparidades entre las diferentes categorías de asalariados, en detrimento de los estratos inferiores del grupo salarial. Se puede decir también que, a partir de “la crisis”, se han abierto nuevas desigualdades al lado de las desigualdades “clásicas”, como las desigualdades de ingresos, que se mantienen 3. Al golpear con más fuerza a las categorías ya ubicadas “abajo de la escala social”, acrecienta aún más su subordinación.
Pero el desempleo y la precariedad producen otros efectos destructivos que, aunque no tan inmediatamente visibles, son por lo menos igualmente graves, porque quiebran las homogeneidades Sea, por ejemplo, dos obreros de la misma calificación (ya sean más o menos calificados). Siendo todo lo demás igual, habrá enormes disparidades entre la trayectoria de aquél que conserve su empleo y su estatuto profesional toda su vida (felizmente) y el destino social del que se convierta en desempleado de larga duración, o que alterne períodos de empleo con períodos de inactividad. Esta desigualdad masiva entre asalariados del mismo status rompe las solidaridades intracategoriales que se basaban en la organización colectiva del trabajo y la homogeneidad de condiciones compartidas por grandes conjuntos de trabajadores. Esta transformación parece poner en tela de juicio la noción misma de “clase”, en cuanto ella entraña una des-colectivización de las condiciones de trabajo y de los modos de organización de los trabajadores.
En efecto, la concepción clásica de la clase obrera se basa en último análisis en la existencia de colectivos obreros que tienen su raíz en una determinada comunidad de condiciones y una determinada comunidad de intereses. Siempre se supo (y Marx el primero en tener consciencia de ello) que esta identidad nunca fue totalmente realizada, y que la clase obrera nunca representó una unidad absoluta, ni desde el punto de vista de las condiciones de existencia ni desde el punto de vista ideológico o político. Sin embargo, no se podría hablar de “clase” sin plantear cierta preponderancia de lo colectivo sobre lo individual.
Esta preponderancia es lo que hoy se debe interrogar. El mundo obrero (en tanto haya existido como “mundo”, en todo caso lo era sobre la base y en la medida de esta preponderancia de lo colectivo) ¿no ha sido minado por un proceso de individualización que disuelve sus capacidades de existir como colectivo? ¿No solamente como un colectivo global (la clase obrera con C mayúscula), sino también como un conglomerado de colectivos correspondientes a diferentes formas de condiciones relativamente homogéneas capaces de unificarse en tomo a objetivos comunes? (Una gran huelga, una “avanzada social” importante siempre han correspondido a una cristalización de colectivos particulares en un colectivo más amplio). De tal manera, las transformaciones más recientes de la organización del trabajo no se traducen solamente en el desempleo masivo y la creciente precariedad de las condiciones de trabajo. Ellas transforman también profundamente las relaciones de trabajo. En un mercado de trabajo cada vez más competitivo, los asalariados están sometidos a presiones demasiado fuertes para ser móviles, adaptables, flexibles. Bajo la amenaza del desempleo (y sin duda también porque muchos, de grado o por fuerza, se pliegan a la ideología empresarial que exalta la flexibilidad y el espíritu de iniciativa) entran en concurrencia y se ven llevados a jugar el juego de la competencia. Se asiste asi a un desarrollo de la concurrencia entre iguales, es decir entre trabajadores del mismo estatus 4. Éstos se ven conducidos a poner en juego sus diferencias, antes que a apoyarse sobre lo que tienen en común. Hay también una correspondencia profunda entre lo que Ulrich Beck llama “la desestandarización del trabajo” 5 y el recurso a estrategias individuales, antes que a estrategias colectivas, para afrontar esas situaciones nuevas. Por una parte, el mundo del trabajo se divide con el desarrollo de la sub-remuneración, la multiplicación de formas “atípicas” de empleo, el trabajo parcial, el trabajo intermitente, las nuevas formas de trabajo “independiente”, etc. Faltan entonces los puntos de apoyo para la organización y la acción colectivas, cuyo modelo fue representado por la gran empresa. La consecuencia de estos cambios “objetivos” es que el trabajador como persona, cada vez más, queda librado a sí mismo, y debe movilizarse para tratar de hacer frente él mismo a esas situaciones. Al parecer, cuanto más precarias son las condiciones de trabajo, más los trabajadores se ven obligados a desenvolverse, hacer de todo, tratar de salir del paso mal que bien. En estas condiciones, ¿se puede hablar de “ciases” de individuos, o de individuos atomizados, de alguna manera condenados a ser individuos, individuos por defecto? Cabe recordar aquí las condiciones de contratación de la fuerza de trabajo a comienzos de la industrialización, analizadas entre otros por Marx. También entonces el trabajador era tratado como un individuo “libre” y sin protección, y se sabe cuánto le costó. Fue al inscribirse en colectivos, colectivos de trabajo, colectivos sindicales, regulaciones colectivas del derecho laboral y de la protección social, como se liberó de las formas negativas de la libertad de un individuo que no es más que un individuo. ¿Qué le sucede al individuo, y qué puede hacer, cuando es desarticulado de los colectivos protectores? La historia de la clase obrera muestra que los individuos trabajadores han podido acceder a cierta independencia sobre la base de organizaciones colectivas y de su inscripción en colectivos. El análisis de la reestructuración actual de las relaciones muestra que es un proceso inverso el que domina las recomposiciones en curso.
La descolectivización actual de las relaciones de trabajo representa así un nuevo trato susceptible de replantear la noción misma de clase tal como fue construida históricamente. Ella desestabiliza las formas clásicas de organización del trabajo que dieron las bases de la unificación de los trabajadores y de su capacidad de resistencia, aunque a menudo bajo formas muy costosas y “alienantes”, como en el caso de la organización tayloriana del trabajo. Pero la eclosión de esas formas colectivas corre el riesgo de acrecentar la subordinación y profundizar la desigualdad de condiciones de las clases populares. El reverso de la descolectivización del trabajo es, en efecto, su reindividualización, que deposita en el trabajador la responsabilidad principal de asumir él mismo los avatares de su trayectoria profesional. En tal sentido, los diferentes grupos sociales están desigualmente preparados para enfrentar esas exigencias nuevas. Los menos calificados, los que más carecen de “capitales”, no sólo económicos, sino también culturales y sociales, son también los que más padecen cuando un modelo de individualización de las relaciones de trabajo sustituye a uno de colectivización. Los trabajadores menos calificados, los más precarios, son también los que parecen más desprovistos de los recursos necesarios para estructurar colectivos emancipadores.
Estas afirmaciones parecerían quizás exageradamente pesimistas. Sin embargo, no queda excluido que pueda haber nuevas formas de organización que correspondan a esas nuevas formas de desestructuración de los antiguos colectivos. Es también, sin duda, el principal desafío por afrontar hoy: llegar a recolectivizar situaciones que, cada vez más, se desarrollan bajo la forma de una individualización desregulada. Fue, por otra parte, el desafío que recogió la historia social el que permitió la constitución del grupo asalariado obrero como clase a partir de la situación atomizada del proletariado de comienzos de la industrialización. Entonces, no es imposible a priori que hoy se pueda recoger un desafío análogo. ¿Pero cómo, en qué condiciones, movilizando qué recursos, y con qué probabilidades de éxito? No soy profeta. Me guardaré, pues, de responder a estas preguntas. Pero pienso que en todo caso las posibilidades de promover un futuro mejor deben partir de un diagnóstico sin complacencias sobre el presente. Éste nos muestra que la unidad relativa de la clase obrera está deshecha; que su desestructuración corre el riesgo de dejar que se asiente en sus márgenes un flujo cada vez mayor de trabajadores y ex-trabajadores abandonados a sí mismos, cuya situación recuerda a la los primeros proletarios; que la dinámica más poderosa del capitalismo contemporáneo activada por la ideología neo-liberal, trabaja por la desestructuración de los sistemas de regulaciones colectivas que habían estabilizado la condición salarial; y que los contrapoderes necesarios para dominar esos factores de individualización negativa, y que no pueden ser sino colectivos, todavía están por encontrarse.
Notas.
1. Luc Boltanski, Les cadres, Paris, Editions de Minuit, 1982.
2. Se trata del desarrollo de una especie de segundo mercado de trabajo, o de un submercado de trabajo que prolifera por debajo del SMIC y procura un status inferior al del asalariado completo, tanto en términos de ingresos como de derechos. Estas formas de sub empleo no se desarrollan solamente en el marco de las prácticas del capitalismo salvaje, como por ejemplo en ciertos sectores como la sub-contratación. Las medidas públicas de “tratamiento social del desempleo” contribuyen también a la constitución de un infra asalariado (cf. por ejemplo el estatus de los CES y de diferentes formas de “empleos asistidos”).
3. Cf. también Jean-Paul Fitoussi, Pierre Rosanvallon, Le nouvel âge des inégalités, Paris, Le Seuil, 1997.
4. Cf. Dominique Goux, Eric Maurin, La nouvelle condition ouvrière. Nota de la Fondation Saint-Simon, Paris, octubre 1998.
5. Ulrich Beck, Risk Society, London, Sage Publication, 1992.
Fuente: https://kmarx.wordpress.com/2014/05/08/por-que-la-clase-obrera-perdio-la-partida/
(*) Robert Castel: (Saint-Pierre-Quilbignon, 1 de agosto de 1933 – 13 de marzo de 2013) fue un sociólogo francés. Finalizó sus estudios de filosofía en 1959. Fue profesor de filosofía en la Facultad de Letras de la Universidad de Lille hasta 1967, año en que se trasladó a la Sorbona, En esos años conoce a Pierre Bourdieu y comienza a trabajar con él, abandonando definitivamente la filosofía. En los años 80 y 90 se interesó por las transformaciones del trabajo, el empleo, la intervención social y las políticas sociales. Director de estudios de la École des hautes études en sciences sociales desde 1990, sus obras analizan la constitución histórica de la sociedad salarial y su posterior disgregación desde principios de los años 70 (Las metamorfosis de la cuestión social, 1995), así como las consecuencias de esta última para los individuos y las relaciones sociales: la exclusión social (lo que él llama la «desafiliación»), la vulnerabilidad y la fragilización crecientes. Hasta 1999 dirigió el Centro de Estudios de los Movimientos Sociales (EHESS-CNRS). [Fuente (extractos): https://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Castells, Nota del editor CT].
La condición obrera, aprender de la opresión de ayer y de hoy.
Nuestra sociedad, nuestra civilización, sigue fundamentada en la explotación de muchas personas por pocas. Hay que seguir avanzando buscando soluciones si creemos en otra concepción de lo que significa ser un ser humano.
De la misma manera que no debemos poner los libros en el foco con motivo del día de Sant Jordi, tampoco convendría relegar la situación laboral, los derechos de las personas trabajadoras y sus aspiraciones al Primero de Mayo. Por eso hemos considerado oportuno recoger tres publicaciones recientes que nos pueden ayudar a conocer todo aquello de lo que hablamos insuficientemente, la condición obrera de tantas y tantas personas que, a lo largo de la historia, los primeros de mayo y siempre que han podido se han movilizado para conseguir vivir en unas condiciones que no fueran de explotación.
Simone Weil (1909-1943), filósofa, profesora de filosofía, trabajadora manual, participante en la guerra civil española en el bando republicano, en la Resistencia durante la II Guerra Mundial, trabajadora en Londres para la sociedad que había de venir después… es un personaje fascinante por diferentes motivos. Una parte de su obra, no publicada en vida, la podríamos presentar con el título de un volumen de reciente aparición, La condición obrera (Trotta). Su experiencia como obrera en diferentes fábricas fue una decisión voluntaria (su trabajo era de profesora de filosofía de instituto) para tener un conocimiento que no consideraba posible de otro modo. Su interés, sus preocupaciones y todo lo vivido intensamente con rabia, dolor, incomprensión… la llevaron a analizar, reflexionar y proponer sobre las condiciones de trabajo y explotación de las personas.
Este ámbito de preocupación de Weil ya podíamos encontrarlo en una de sus obras clave: Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social. Ahora este volumen nos ofrece un conjunto de materiales de enorme interés para continuar pensando: su diario de fábrica, cartas, conferencias, artículos… Weil es una pensadora y activista radical porque va a la raíz de lo que quiere conocer y probar de contribuir a resolver. En este volumen se reproduce parte de la transcripción de una conferencia del 23 de febrero de 1937 (La racionalización), que apunta cuestiones que hoy nos siguen preocupando. Sobre la opresión expone y lo desarrolla: «El obrero no sufre solo por la insuficiencia de la paga. Sufre porque está relegado por la sociedad actual a un rango inferior, porqué está reducido a una especie de servidumbre». Y sin voluntad señalará un asunto de gran importancia a la hora de buscar soluciones: «Si mañana se echanan a los patronos, si se colectivizaran las fábricas, eso no cambiaria en nada el problema fundamental que consiste en que lo que es necesario para sacar el mayor número posible de productos no es necesariamente lo que satisfaga a los hombres que trabajan en la fábrica». Para ella el problema más grande de la clase obrera es: «encontrar un método de organización del trabajo que sea aceptable para la producción, para el trabajo y para el consumo». Este método tendría mucho que ver con algunas de las propuestas que hoy podemos encontrar relacionadas con el bien común, el decrecimiento, el reparto del trabajo, la horizontalidad o la participación.
Mientras Weil experimentaba la dureza del trabajo en la fábrica en Francia, otra dureza era vivida por los agricultores pobres de Alabama, después de la Gran Depresión y cuando ya se había aplicado el New Deal. James Agee (1909-1955), periodista, escritor, poeta, guionista, entre otras ocupaciones, en 1932 viajó a Alabama, en el Sur de Estados Unidos, donde conviviría con agricultores arrendatarios dedicados al cultivo de una tierra que tenían alquilada y ahogados por deudas con el terrateniente. Una mala climatología podía hacer terminar la temporada más pobres y endeudados que al principio. Agee escribe este reportaje para la revista Fortune, de la que era redactor y que le había hecho este encargo que no publicaría. Hay realidades que siempre cuesta mucho que se conozcan. Ese reportaje no se ha publicado hasta 70 años más tarde. Hay voces que demasiado a menudo son silenciadas. Tenemos tendencia a ocultar lo que no gusta, que nos resulta doloroso o que no nos hace quedar bien. Actualmente los contratos de arrendamiento agrícola no existen en Estados Unidos, pero la sumisión por el endeudamiento sigue existiendo. Ahora Capitan Swing publica Algodoneros.Tres familias de arrendatarios. El texto se acompaña de las conocidas fotografías de Walker Evans (1903-1975), un imprescindible de la fotografía documental de los Estados Unidos.
En 1941 pudo publicar una gran obra, Elogiemos ahora a hombres famosos, editada en 2008 por Planeta en casa, pero los especialistas señalan alguna diferencia importante . En Algodoneros intenta presentar un sumario para la actuación contra lo que considera injusticias económicas y sociales: «Una civilización que por cualquier razón relega una vida humana a una situación de desventaja; o una civilización cuya existencia radica en relegar la vida humana a una situación de desventaja, no merece llamarse así ni seguir existiendo. Y un ser humano cuya vida se nutre de una posición aventajada adquirida de la desventaja de otros seres humanos, y que prefiere que esto permanezca de este modo, es un ser humano solo por definiciones, y tiene mucho más en común con el chinche, la tenia, el cáncer y los carroñeros del hondo marz». Conocer, difundir, actuar. Pero alrededor de la opresión y la condición obrera hay mucho silencio.
Michael Moore (1954) en el prólogo del libro Historias desde la cadena de montaje (Capitan Swing) de Ben Hamper (1956) afirma que tanto él como el autor son hijos de trabajadores de fabrica y por tanto, sus voces nunca debían ser oídas. Afortunadamente no ha sido así. Es necesario conocer las condiciones precarias y deplorables en las que trabajamos, en las que trabajan muchas personas, y en las que se producen los bienes que utilizamos. Moore se pregunta si podemos aceptar un sistema que niega la individualidad y la valía de las personas. Ben hampa pudo dejar de trabajar en la fábrica de General Motors gracias al trabajo de periodista en el diario local dirigido por Michael Moore y a las oportunidades que a partir de allí fueron surgiendo. Hamper relata en primera persona su experiencia en la fábrica durante los años setenta y todo lo que lo rodea, la vida. Hamper es un obrero en el Flint de los años setenta, ciudad del «Rust bello», el cinturón industrial de Estados Unidos, que verá cómo el inicio de las deslocalizaciones industriales en los ochenta la convertirán en cinturón oxidado. Roger and me (1989), de Michael Moore muestra esta evolución hacia el empobrecimiento de una ciudad con un pasado industrial deslumbrante.
Hoy, seguramente no es fácil responder a la pregunta ¿cuál es la condición obrera? Weil, de manera muy rápida y clara, definía los obreros en 1937 como toda persona que trabaja sometida a órdenes y a un salario. Seguramente es un poco más complicado, pero puede ser una buena manera de empezar si también incorporamos el factor paro en el momento actual. Otra cosa es cuántas personas se sienten obreras. Pier Paolo Pasolini (1922-1975), en los años setenta, vio muy bien lo que él llamó la mutación antropológica que nos convirtió, entre otras cosas en consumidores, y nos distanció de otras concepciones de la sociedad. Un consumidor parece que inevitablemente debe estar más cerca de la clase media, los sectores acomodados. ¿Es así? Weil, Agee, Evans, Pasolini, Moore, Hamper, y tanta otra gente, nos pueden ayudar a pensar en nuestras sociedades, en nuestra condición, en todo lo compartido por amplios sectores sociales a lo largo de la historia. Pensar en cómo nuestra sociedad, nuestra civilización, sigue fundamentada en la explotación de muchas personas por pocas y que hay que seguir avanzando buscando soluciones si creemos en otra concepción de lo que significa ser un ser humano.
Fuente: https://www.eldiario.es/catalunya/opinions/condicion-obrera-aprender-opresion-ayer_6_255534456.html
(*) Jordi Mir Garcia (Barcelona, 1976) es profesor en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra y en la de Ciencias Políticas y de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Su investigación se centra en la historia de las ideas, la filosofía moral y política, y la actuación de los movimientos sociales. Es miembro del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales (UPF). Paula Veciana: Profesora del Departamento de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro del Observatorio del Sistema Universitario (OSU).
Y clásico de nuestro Luis Emilio Recabarren:
Ricos y pobres (extractos)
Texto de una conferencia dictada en Rengo – Chile en la noche del 3 de septiembre de 1910, en ocasión del centenario de la independencia de Chile.
I
LA SITUACION MORAL Y SOCIAL DEL PROLETARIADO Y LA BURGUESIA
No es posible mirar a la nacionalidad chilena desde un solo punto de vista, porque toda observación resultaría incompleta. Es culpa común que existan dos clases sociales opuestas, y como si esto fuera poco, todavía tenemos una clase intermedia que complica más este mecanismo social de los pueblos.,
Reconocidas estas divisiones de la sociedad nos corresponde estudiar su desarrollo por separado, para deducir si ha habido progreso y qué valor puede tener este progreso.
La clase capitalista, o burguesa, como le llamamos, ha hecho evidentes progresos a partir de los últimos cincuenta años, pero muy notablemente después de la guerra de conquista de 1879 en que la clase gobernante de Chile se anexó a la región salitrera.
El progreso económico que ha conquistado la clase capitalista ha sido el medio más eficaz para su progreso social, no así para su perfección moral, pues aunque peque de pesimista, creo sinceramente que nuestra burguesía, se ha alejado de la perfección moral verdadera.
Sin tomar en cuenta los individuos, creo que la colectividad burguesa vive habituada ya en un ambiente vicioso e inmoral, que quizás en muchos casos no se note o se disculpe por no tener la noción suficiente para saber estimar íntegramente la verdadera moral. El espíritu de beatitud en cierta parte de esta sociedad no la ha detenido ni alejado de esta situación.
Cien años ha, cuando la población de este país vivía en el ambiente propio de una colonia europea, que le había inoculado sus usos y costumbres; parece que no se destacaba la nota inmoral y voluptuosa de la época presente. Se vivía en este país bajo el régimen de la sociedad feudal, algo atenuado si se quiere, pero con todas las formas de la esclavitud y con todos los prejuicios propios del feudalismo. El sometimiento demasiado servil de la clase esclava entregada en su mayor número a la vida pastoril y a la agricultura era tina circunstancia que no provocaba ninguna acción de la clase señorial, en que pudiera notarse como hoy, sus crueldades.
La ultima clase, como puede considerarse en la escala social, a los gañanes, jornaleros, peones de los campos, carretoneros, etc., vive hoy como vivió en 1810. Si fuera posible reproducir ahora la vida y costumbres de esta clase de aquella época y compararla con la de hoy día, podríamos ver fácilmente que no existe ni un solo progreso social. En cuanto a su situación moral podríamos afirmar que en los campos permanece estacionaria y que en las ciudades se ha desmoralizado más. Esta clase más pobre de la sociedad, más pobre en todo sentido material y moral- ha vivido tanto antes como ahora en un ambiente completamente católico y cristiano. Si afirmáramos que hoy vive más dominada por la Iglesia que antes, no haríamos una exageración. Sin embargo, antes se notaban en esta clase mejores costumbres que ahora. Con sobrada razón podríamos preguntarnos: ¿Por qué no ha progresado esta clase social que ha vivido siempre al amparo moral del catolicismo?
Es esta nueva pregunta para la cual cada persona debe buscar la respuesta con sus propios esfuerzos, porque es menester, para el desarrollo de las inteligencias, que se realice este ejercicio mental, a fin de que cada cual resuelva este problema social y procure cooperar a mejorar las cosas.
La última clase de la sociedad que constituye probablemente más de un tercio de la población del país, es decir, más de un millón de personas no ha adquirido ningún progreso evidente, en mi concepto digno de llamarse progreso. Se me dirá que el número de analfabetos es, en proporción, mucho menor que el de antes, pero con esta afirmación no se prueba nada que ponga en evidencia un progreso. Para esta última clase de la sociedad el saber leer y escribir, no es sino un medio de comunicación, que no le ha producido ningún bienestar social. El escasísimo ejercicio que de estos conocimientos hace esta parte del pueblo, le coloca en tal condición que casi es igual sí nada supiese, En las ciudades y en los campos, el saber escribir, o simplemente firmar, ha sido para los hombres un nuevo medio de corrupción, pues, la clase gobernante les ha degradado cívicamente enseñándoles a vender su conciencia, su voluntad, su soberanía.
El pueblo en su ingenua ignorancia aprecia en mucho saber escribir para vender su conciencia. ¿ Es esto un progreso? Haber aprendido a leer y a escribir pésimamente, como pasa con la generalidad del pueblo que vive en el extremo, opuesto de la comodidad, no significa en verdad el más leve átomo de progreso.
Muchos periodistas han afirmado en más de una ocasión que las conscripciones militares han aportado al pueblo un contingente visible de progreso porque han contribuido a desarrollar hábitos útiles desconocidos entre la llamada gente del pueblo. Se ha dicho que esta parte de las poblaciones ha aprendido hábitos de higiene, se ha educado, aprendido nociones elementales, etcétera. Estas afirmaciones son más ficticias que reales.
La pobreza, y la pobreza en grado excesivo sobre todo, impide todo progreso. Hay gentes que no tienen un tiesto para lavarse. La vida del cuartel, generalmente, ha producido hábitos innobles y ha fomentado o despertado malas costumbres en personas buenas y sencillas. Yo creo que produce más desastres que beneficios.
El movimiento judicial y penitenciario del país nos prueba de una manera evidente el desastre moral de nuestra sociedad, durante los cien años que han transcurrido para la vida de la República. La magistratura del país ha perdido todo el prestigio que debió conservar o de que debió rodearse. Yo no podría afirmar si los procedimientos judiciales estuvieran alguna vez dentro de la órbita de la moral. Pero lo que puedo decir es que debido al desarrollo intelectual natural del pueblo, éste ha llegado a convencerse de que la Justicia no existe o de que es parte integrante del sistema mercantil y opresor de la burguesía.
Yo he llegado a convencerme de que la organización judicial sólo existe para conservar y cuidar los privilegios de los capitalistas. ¡Ojalá, para felicidad social, estuviera equivocado! La organización judicial es el dique más seguro que la burguesía opone a los que aspiran a las transformaciones del actual orden social.
La literatura nacional tiene muchas expresiones, que son la más dura acusación a la inmoralidad social y a su administración de justicia, literatura que está basada en la verdad histórica. No puedo resistir el deseo de copiar aquí una página de un autor chileno que dice así:
La noche aquella, la oscura noche en la cual iba dejando mis harapos enredados en las piedras cortantes del camino, recliné mi cabeza cansada sobre el tronco de un árbol secular.
Me hizo dormir el peso de la Fatalidad que gravitaba sobre mi frente. Había clamado tantas veces por la equidad humana, que esta idea se había aferrado a mi cerebro como esas raíces añosas adheridas a la tierra difícil de arrancar. Y soñé…
Me hallé súbitamente en un erial cubierto de secas malezas, sin árboles, sin flores. Un letal vapor de sepulcro invadía las cosas existentes, y el campo fúnebre no tenía término, ni vereda alguna, ni salvación posible.
En un tajo abierto como una grieta profunda, mansión de cíclopes antiguos que habían partido los porfiados con sus formidables miembros, vivía un ser monstruoso, sin forma humana, sin perfiles de consciente. La mitad derecha del rostro reía como Quasimodo, sordo, incapaz, idiota; la izquierda era un conglomerado de contracciones faciales, hijas del llanto, del pesar, del furor y el despecho, difícil de bosquejar por la pluma más sagaz y maestra. El contraste formado por estas dos actitudes revelaba la monstruosidad en su carácter más completo; era aquello una fiera digna émula del Apocalipsis, con que suelen soñar los remordimientos humanos. Creía hallarme solo en aquel páramo desolado. Pero no lejos de allí se destacó un ujier armado hasta los dientes, inabordable, asegurado por todas partes.
-¿Cómo has llegado hasta aquí, mendigo? ¿ No sabes que este erial y esta grieta honda e inaccesible está destinada para un monstruo que debe vivir alejado para siempre de las sociedades cuya constitución está amparada por la más estrecha justicia? Te prohibo que asomes la cabeza en ese abismo . . . Los ojos del monstruo te atraerían y sucumbirías bajo el peso de su atracción diabólica.
-Ya lo he visto -respondí.
– ¡Desgraciado! … ¿Y no sientes ya el hielo de la muerte en tus entrañas? ¿No has visto que sus pupilas relampagueaban como las de voraces reptiles ?
-¿Y cómo se llama esa bestia? -pregunté azorado.
-¡Prevaricato! -respondióme el bondadoso, ujier.
Y desperté … y resolví entonces morir de vergüenza, de hastío y de dolor. Ya no existía la justicia. . .
El régimen carcelario es de lo peor que puede haber en este país. Yo creo no exagerar si afirmo que cada prisión es la «escuela práctica y profesional» más perfecta para el aprendizaje y progreso del estudio del crimen y del vicio. Oh monstruosidad humana! Todos los crímenes y todos los vicios se perfeccionan en las prisiones, sin que haya quien pretenda evitar este desarrollo!
Yo he vivido cuatro meses en la cárcel de Santiago, cuatro en la de Los Andes, cerca de tres en la de Valparaíso y ocho en la de Tocopilla. Yo he ocupado mí tiempo de reclusión estudiando la vida. carcelaria y me he convencido que la vida de la cárcel es lo más horripilante que cabe conocer. Allí se rinde fervoroso y público culto a los vicios solitarios … La inversión sexual no es una novedad para los reos. Los delincuentes que principian la vida del delito, encontrarían en las cárceles los profesores y maestros para perfeccionar el arte de la delincuencia.
El personal de empleados de prisiones y sus anexos es bastante numeroso. Pero, a pesar de esto, yo no conozco un solo caso de alguno que haya estudiado o propuesto medios encaminados a buscar un perfeccionamiento en el sistema carcelario que contribuyera a proporcionar una verdadera regeneración entre tantos seres más desgraciados que delincuentes.
Y el personal de los juzgados, ¿habrá producido alguna idea en este sentido? Yo no conozco ninguna.
Yo creo que la prisión no es un sistema penal digno del hombre y propio para regenerarle. Hoy que se habla tanto de progresos y que se celebra como un gran acontecimiento el haber llegado a los cien años de vida libre, yo me pregunto, ¿ha progresado en la República el sistema penal? ¿Ha disminuido el número de delincuentes? ¿Cuántas cárceles se han cerrado a impulsos de la educación? ¿Ha mejorado o progresado siquiera la condición moral del personal carcelario o judicial que podría influir en la regeneración de los reos? Ninguna respuesta satisfactoria podría obtener.
Acerca de la crueldad moral que envuelve en sí la prisión escribe un autor chileno en un librito titulado Palabras de un Mendigo lo que sigue:
El mudo carcelero me introdujo dentro de una mazmorra helada, hizo rechinar la puerta del calabozo, y puso el férreo candado a la prisión a donde se me habla arrastrado.
Luego después no había más que intensa y espantosa sombra a mi rededor. Era aquello el abismo abierto a un hombre que buscaba la luz, pero a quien se le encerraba en un sepulcro insondable para evitar que los rayos vivificadores del astro rey llegaran hasta su pupila dilatada y profunda.
Yo no había pecado. A nadie había hecho mal. Mis vestidos se habían desgarrado en medio de los zarzales punzadores del camino, mi sangre había corrido a raudales. Llegué exánime a la prisión y caí desfallecido en brazos de los primeros sayones que me oprimieron.
¿ Por qué se me encerraba, oh Pueblo? Yo no había delinquido, ni robado, ni asesinado. Alguien murmuró a mis oídos cuando entré en el fúnebre recinto, al sitio de la perdición, al calabozo nauseabundo:
Otro bandido!
Yo en un rapto de sagrado entusiasmo había gritado: ¡MUERA LA Tiranía!
Y cuando el esbirro ensañado vació en mis oídos la bazofia brutal de su desvergüenza, sentí en mi ser algo así como la lava hirviente de un volcán que amenazaba estallar; y experimenté un agrupamiento de ideas enloquecidas, terribles, impetuosas …
Era la indignación que saben experimentar las almas buenas, que todavía no han entregado su conciencia al odioso mercader que suele comprarla a precios bajos.
¡Cuánta amargura, cuánta ironía hay en todo esto! -í Pero sobre todo cuánta verdad! Son palabras candentes que abrazan todo el rostro de los privilegiados!
¿Veremos mejorarse el sistema carcelario y judicial ,en el sentido de producir una disminución en la delincuencia, por la, acción moral más que por la acción penal? El porvenir lo dirá.
La sociedad debe preocuparse de corregir la delincuencia, creando un ambiente de elevada moral, cuyo ejemplo abrace, pues el sistema penal debemos considerarlo ya un fracaso. Estimo que el sistema penal generalmente atemoriza, pero no corrige; detendrá la acción criminal, pero no la intención. La sociedad debe, por el propio interés de su perfección, convencerse que el principal factor de la delincuencia existe en la miseria moral y en la miseria material. Hacer desaparecer estas dos miserias es la misión social de la Humanidad que piensa y que ama a sus semejantes.
Comprobar fehacientemente el progreso que ha hecho el vicio, es bastante para poner a la luz del día la verdad. La verdad de que en cien años de vida republicana se constata el progreso paralelo de dos circunstancias:
El progreso económico de la burguesía. El progreso de los crímenes y de los vicios en toda la sociedad.
La vida del conventillo y de los suburbios no es menos degradada que la vida del presidio.
El conventillo y los suburbios son la escuela primaria obligada del vicio y del crimen. Los niños se deleitan en su iniciación viciosa empujados por el delictuoso ejemplo de sus padres cargados de vicios y de defectos. El conventillo y los suburbios son la antesala del prostíbulo y de la taberna.
Y si a los cien años de vida republicana, democrática y progresista como se le quiere llamar, existen estos antros de degeneración, ¿cómo se pretende asociar al pueblo a los regocijos del primer centenario?
El conventillo y los suburbios, han crecido quizás en mayor proporción que el desarrollo de la población. Y aun cuando se alegara que el aumento de los conventillos ha ido en relación con el aumento de la población, no sería este un argumento justificativo ni de razón. El conventillo es una ignominia. Su mantenimiento o su conservación constituyen un delito.
Sintamos pesar por los niños que allí crecen, rodeados de malos ejemplos, empujados al camino de la desgracia. Allí están, en abigarrado conjunto, dentro del conventillo, la virtud y el vicio, con su corolario natural de la miseria que quebranta todas las virtudes.
Si hubiera, habido progreso moral en la vida social, debió detener el aumento de los conventillos, como debe detenerlo en lo sucesivo, pero esto ya no se operará por iniciativa especial de la burguesía sino por la acción proletaria que empuja la acción de la sociedad. Es necesario transformar el sistema de habitación para contribuir a perfeccionar los hábitos del pueblo.
Poco después de escrita esta conferencia, algunos diarios emprendieron una débil cruzada contra los conventillos. Para reforzar mis argumentos he colocado al final de la conferencia algunas publicaciones hechas al respecto por los diarios.
La clase media que se recluta entre los obreros más preparados y los empleados, ¿habrá hecho progresos? ¡Recorramos su condición y convenzámonos! Esta clase es hoy mucho más numerosa que lo que lo era antes en proporción a cada época. Ha aumentado su número a expensas de los dos extremos sociales. A ella llegan los ricos que se empobrecen y que no pueden recuperar su condición y los que logran superarse en la última clase.
Esta clase ha ganado un poco en su aspecto social y es la que vive más esclavizada al qué dirán, a la vanidad y con fervientes aspiraciones a las grandezas superfluas y al brillo falso. Debido a estas circunstancias que le han servido de alimento, esta clase ha hecho progresos en sus comodidades y vestuario, ha mejorado sus hábitos sociales, pero a costa de mil sacrificios, en algunos casos; de hechos delictuosos en otros y poco delicados en la mayor parte de los casos.
Es en esta clase, la clase media, donde se encuentra el mayor número de los descontentos del actual orden de cosas y de donde salen los que luchan por una sociedad mejor que la presente.
Nuestro pueblo, religioso y fanático, no tiene hábitos Virtuosos y morales. Posee una religión sin moral.
Hechos: el matrimonio del pobre es especialmente consagrado por la Iglesia. Después de la ceremonia se entrega, en la miserable vivienda, a la borrachera desenfrenada y libertina llena de inmoralidades. El bautizo religioso de los niños ha sido siempre un motivo de borrachera con todo su natural cortejo de degradación.
El crimen ha sido muchas veces el epílogo doloroso de estos hechos del pueblo. Los pobladores de las cárceles son todos religiosos. Es un hecho entonces lo que afirmo, que nuestro pueblo posee una religión sin moral, y yo deduzco de aquí que la religión protegida por el Estado y la Sociedad con el fin de moralizar, no ha tenido la fuerza suficiente o la capacidad necesaria para moralizar y lo único que ha conseguido es hacer creyentes o fanáticos de una doctrina teórica, sin práctica moral.
La acción de los comerciantes, en general, es la acción de la inmoralidad. El progreso rápido del comercio, que es lo que busca el comerciante, está basado en la acción de la inmoralidad; en el engaño, en el fraude, en la falsificación, en el robo, en la explotación más desenfrenada del pobrerío que es la clientela más numerosa del comerciante inescrupuloso de los barrios pobres.
¿Y esto… también llamaremos progreso? Esto que ha progresado tanto en el transcurso de los últimos cien años, ¿también es digno de asociarle al entusiasmo de las festividades centenarias?
La clase rica no sufre por esto. Ella compra en sus grandes almacenes los frutos escogidos de la producción mundial. Se fabrica y se produce especialmente para ella. El monopolio de la producción en sus propias manos y la posesión de la riqueza le garantiza este privilegio. La clase pobre no puede gozar de estos privilegios. Ella es la escogida como víctima única de la voracidad inmoral de la clase comercial.
Una parte del pueblo, formada por obreros, los más aptos, por empleados, pequeños industriales salidos de la clase obrera y algunos profesionales, pero todos considerados dentro de la clase media, ha podido realizar algún progreso. Han constituido organismos nuevos: sociedades de socorro de ahorro, de resistencia a la explotación, de educación, de recreo y un partido popular llamado Partido Demócrata. Esta manifestación de la acción es el único progreso ostensible de la moral y de la inteligencia social del proletariado, pero es a la vez la acusación perenne a la maldad e indolencia común.
Para atenuar el hambre de su miseria en las horas crueles de la enfermedad, el proletariado fundó sus asociaciones de socorro. Para atenuar el hambre de su miseria en las horas tristes de la lucha por la vida y para detener un poco de feroz explotación capitalista, el proletariado funda sus sociedades y federaciones de Resistencia, sus mancomunales. Para ahuyentar las nubes de la amargura creó sus sociedades de recreo. Para impulsar su progreso moral, su capacidad intelectual, su educación, funda publicaciones, imprime folletos, crea escuelas, realiza conferencias educativas.
Mas, toda esta acción es obra propia del proletariado, impulsado por el espíritu de conservación, y es un progreso adquirido a expensas de sacrificios y privaciones.
¡Para este progreso no es tiempo aún de festejarle su centenario!
Se ha dicho muchas veces que uno de los más apreciables bienes de la República ha sido el progreso liberal del país, el cual no habría podido desarrollarse en la monarquía. Yo creo que esto es una exageración y tal vez una mistificación.
La mentalidad, la inteligencia, ha hecho mayores progresos en el proletariado español, bajo el régimen monárquico, durante los últimos cien anos, que en el proletariado chileno bajo el régimen de la llamada libertad republicana. Esto no prueba que la monarquía o la república sean o no superior la una a la otra, pero prueba que la forma o clase de régimen social no influye especialmente en el progreso moral, social o intelectual, ni le detiene.
En Rusia, a pesar del régimen de tiranía se ha desarrollado mucho la mentalidad moral del pueblo y su acción para la defensa de su progreso ha sido mucho más vigorosa que en otros países de más libertades.
La existencia de toda la organización proletaria de España, y sus grandiosos frutos: Casas del Pueblo, cooperativas, prensa, cte., nos prueba que ese proletariado ha podido desenvolverse y progresar en el seno de la monarquía en tales condiciones que aún no lo sueña el proletariado chileno. Esto nos prueba que la República no ha producido aquí aquel bien que se supone el proletariado.
Digamos la verdad: el bien inmenso que ha producido la República fue la creación y desarrollo de la burocracia chilena y fue también la posesión de la administración de los intereses- nacionales. La burocracia que goza de esta situación, ella sí que tiene motivo de regocijo justificado si mira egoístamente su situación. ¡Nosotros no!
Fuente: https://www.marxists.org/espanol/recabarren/3-ix-1910.htm
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