Por Nazaret Castro.
Casi con toda seguridad, la votación del 7 de octubre no despejará la incógnita y habrá que esperar al segundo turno, el 28 del mismo mes, para saber quién será el próximo presidente de Brasil en los comicios más imprevisibles que se recuerdan en mucho tiempo. La condena a prisión del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, que sigue siendo la primera figura del Partido de los Trabajadores (PT), ha marcado la campaña en un momento político que se vive como excepcional desde el impeachment o proceso de destitución a Dilma Rousseff en 2016 –y que la presidenta y parte de los brasileños consideran simple y llanamente un ‘golpe’ contra la democracia–. A Rousseff le sucedió en el cargo su entonces vicepresidente, Michel Temer, quien aceleró la implementación de políticas de ajuste neoliberal, y cuyo índice de popularidad llegó a caer al 5%.
La sensación de excepcionalidad política que dejó el proceso de destitución se ha agudizado con las irregularidades cometidas en torno a la prisión de Lula, condenado el pasado mes de abril a doce años de cárcel a pesar de que no hay pruebas concluyentes de que recibiera un apartamento en el litoral en contrapartida por su participación en la trama corrupta en torno a la empresa pública Petrobras, investigada por la Operación Lava Jato. El PT insiste en su narrativa del golpe; la derecha contrapone la narrativa de la corrupción. La discusión se polariza, pero ni una ni otra narrativa logra incluir las discusiones que se dieron en el marco de las revueltas de junio de 2013, que cuestionaban radicalmente la política institucional y ponían sobre la mesa cuestiones tan esenciales –y, hasta entonces, fuera de agenda– como la movilidad y el derecho a la ciudad.
Pese a la prolongada campaña mediática de desprestigio, Lula sigue bien posicionado en las encuestas y, aún desde la cárcel, el PT apuesta con la potencial carta ganadora –y, aparentemente, la única carta– de la posible transferencia de votos de Lula hacia el candidato oficial, el exalcalde de São Paulo, Fernando Haddad.
Izquierdas y derechas concurren divididas a los comicios: a un lado, Ciro Gomes, por el Partido Democrático Laborista (PDT), y Guilherme Boulos, por el Partido Socialismo y Libertad (PSOL). A la derecha, Jair Bolsonaro –ultraderechista–, del Partido Social Liberal (PSL), es quien está mejor posicionado en las encuestas, pero es también quien provoca el mayor rechazo por sus declaraciones misóginas, homófobas y racistas, y difícilmente vencería en segundo turno. Por su parte, Gerardo Alckmin, el candidato del establishmenty del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), sigue rezagado en las encuestas.
A Bolsonaro, recientemente acuchillado en un mitin a comienzos de septiembre, las mujeres le han dejado claro que no permitirán que llegue al Palacio de Planalto: en dos semanas, unos dos millones de mujeres se habían adherido al grupo de Facebook ‘Mulheres contra Bolsonaro’ en una inédita demostración de fuerza que le recordaba al candidato de extrema derecha que las mujeres son más de la mitad del electorado. De hecho, parte de este electorado optó por evitar su nombre para no elevarlo a trending topic (tema de rabiosa actualidad), y promovieron en su lugar el lema “Mulheres Unidas Contra o Coiso” (Mujeres unidas contra la cosa). La madrugada del domingo 16 de septiembre, el grupo sufrió un ataque cibernético, pero las redes siguieron encendidas: se impulsó el hashtag #EleNãoEleNunca (Él no, él nunca).
Marielle Franco como símbolo
El 14 de marzo sucedió un hecho aterrador e inédito en Brasil. Marielle Franco: mujer, negra, lesbiana y originaria de la favela, fue asesinada. “A partir de ese acontecimiento, las mujeres salen a la calle, en protesta no sólo por esa ejecución, sino por el conjunto de violencias que enfrentamos las mujeres”, afirma la activista carioca Graciela Rodríguez, participante de la Red de Género y Comercio.
El caso de Marielle, cuya muerte sigue impune, cruzó fronteras y acaparó las portadas de los periódicos dentro y fuera de Brasil. Se convirtió en icono. Sin embargo, es un secreto a voces que, de no haber sido concejala por el PSOL en Rio de Janeiro, la muerte de una mujer negra y faveladano hubiera sido noticia: ella no dejó de denunciar la impunidad con la que los vehículos de la policía militar, los siniestros caveirões, entran a matar en las favelas.
Porque, en Brasil, el lento genocidio en las favelas y periferias nunca cesó, ni disminuyó durante los doce años de hegemonía petista. Sólo entre 2009 y 2016, un total de 21.897 personas murieron durante intervenciones policiales, según datos del Forum Brasileño de Seguridad Pública. La inmensa mayoría eran jóvenes pobres y negros que habitan las favelas y periferias de las grandes urbes. Mientras Lava Jato o Bolsonaro copan las portadas, ningún periódico se acuerda de las Mães de Maio (madres de mayo), el colectivo de mujeres que desde 2006 denuncia la violencia estatal contra los negros en las periferias de São Paulo.
“La carne más barata del mercado es mi carne negra”, cantaba Elza Soares en 2002. Tan barata, tan dispensable, tan incómoda como la carne de indígenas y campesinos que defienden sus territorios de proyectos extractivos como las megarrepresas, los monocultivos de soja o la minería. El Atlas de Justicia Ambiental (EjAtlas), un proyecto coordinado por el Instituto de Ciencia y Tecnología Ambiental de la Universidad Autónoma de Barcelona (ICTA-UAB), ha documentado 113 conflictos socioambientales en ese país; entre ellos algunos tan graves como la disputa por los territorios de los indígenas Guaraní-Kaiowá, acosados por el avance de la soja en Mato Grosso do Sul, o el impacto de la represa de Belo Monte sobre la población Xingú en la Amazonia.
La “carne femenina” tampoco sale bien parada: de 4.539 mujeres asesinadas en 2017, 1.113 lo fueron a manos de sus parejas, exparejas o familiares. A la violencia feminicida (que intenta ser frenada con una legislación específica de 2015) se suma la invisibilización institucional: si bien las mujeres constituyen el 52% del censo electoral, apenas representan un 10% de los diputados federales. No extraña entonces que ellas se alejen de un sistema político que las margina y las deja desprotegidas. Según una encuesta de Datafolha, en un país donde el sufragio es obligatorio, un 33% de las mujeres prevé votar en blanco, frente a un 23% de los hombres –y frente al 16% del censo femenino en las elecciones de 2014–.
Más allá de la política institucional
“La representación de las mujeres en el Parlamento siempre ha sido muy pequeña: esa es una característica de la democracia brasileña que se reproduce en los espacios de izquierda. Esa falta de representatividad nos deja claro que esta democracia no es para nosotras”, apunta la militante Helena Silvestre, fundadora del movimiento en defensa del derecho a la vivienda Luta Popular. Sin embargo, la efervescencia mundial del movimiento feminista ha logrado que se coloque sobre la mesa la necesidad de aumentar la representatividad femenina, y lo cierto es que la mayor parte de los candidatos acuden con una mujer candidata a vicepresidenta en su fórmula electoral; eso sí, candidatas a la presidencia solo hay dos: la evangélica Marina Silva y Vera Lúcia, la candidata pobre y nordestina del PSTU. Frente a las políticas de cuotas, Silvestre opone las formas organizativas de movimientos que se consideran feministas, como Luta Popular, en las que “las mujeres están en los espacios de toma de decisiones, y en las asambleas se discute específicamente cómo fortalecer a las mujeres, incluyendo la necesidad de dar apoyo y contención emocional”.
Lo cierto es que, pese al repliegue electoral del que habla Datafolha, las mujeres participan cada vez más en política, pero no sólo en su vertiente institucional.
“La política partidaria es un modelo antiguo que ya no responde a los problemas de una sociedad descreída de los partidos por la generalización de la corrupción. Antes que disputar esas instituciones desprestigiadas, creo que debemos privilegiar la organización social, y dar la batalla de las subjetividades, que han sido tomadas por la lógica neoliberal, preguntándonos, por ejemplo, por las nuevas formas de explotación y despojo a través de la financiarización de la vida y la deuda”, afirma Graciela Rodríguez.
“¡No! ¡No acepto! ¡Me niego! / Yo no soy la carne más barata del mercado. / ¡La carne más barata del mercado no es la de la mujer negra!”, son los últimos versos del poema Carne de mujer, de la poetisa Jenyffer Nascimento. Ella es una de las referentes de la cultura periférica paulista que vienen señalando el machismo en los espacios de la cultura marginal periférica. Colectivos como A periferia sigue sangrando, Fala Guerreira y la Revista Amazonas se configuran como nuevos espacios de militancia en los que las mujeres negras, indígenas y faveladas alzan su voz, esa que durante siglos fue silenciada, y ofrecen propuestas concretas para el sostenimiento de la vida y la defensa obstinada de cuerpos y territorios.
1 de Octubre 2018.
Fuente: https://desinformemonos.org/las-mujeres-marcan-la-diferencia-la-politica-militancia-brasilena/
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