Identidad (*).
I
La “pertenencia” a algún grupo humano, prescindiendo ahora de relaciones tales como los lazos biológicos que unen a las madres con sus hijos, es siempre una cuestión de contexto y definición social, por lo general negativa —es decir, se especifica la condición de miembro del grupo por exclusión—. Permítanme ser más preciso: lo que entiendo por “identificarse” con alguna colectividad es el dar prioridad a una identificación determinada sobre todas las demás, puesto que en la práctica todos nosotros somos seres multidimensionales. No hay límite para el número de formas en que yo podría describirme a mí mismo —todas ellas simultáneamente ciertas, como bien saben quienes confeccionan los censos—. Puedo describirme de cien formas distintas; y según cuál sea mi propósito elegiré resaltar una identificación sobre otras, sin que ello suponga en ningún momento excluir a las demás. Cuando se dirigen a mí como antiguo alumno del King’s College de Cambridge, esto no cambia mi identidad como miembro de la Asociación de Antiguos Alumnos de mi escuela secundaria, ni como viejo camarada de la 560 Compañía de Zapadores Reales, ni como miembro de la Sociedad de Autores, ni como alguien a quien se le pide que actualice su entrada en el Anuario Judío, ni como Amigo de la Universidad Bir Zeit, ni como poseedor de un pasaporte británico, ni como dueño de una casa en Inglaterra y Gales, ni como beneficiario de una pensión de jubilación del Estado, ni como hijo de madre austriaca o cualquiera de las otras formas en las que se me pueda requerir describirme con algún propósito. Sólo se espera de mí que elija entre estas identificaciones cuando alguna situación o autoridad externa me fuerce a elegir una identidad, bien porque se considera que dos o más de entre ellas son incompatibles, bien porque a una identidad se le dé más importancia que a las demás.
La identidad primordial que la mayoría de nosotros hemos elegido en este siglo XX es la del Estado territorial, es decir, una institución que establece un principio de autoridad sobre cada uno de los habitantes de un trozo de mapa. Si esa persona es un “ciudadano”, el Estado reivindica el derecho a obtener —por encima de cualquier otro tipo de exigencias individuales— su lealtad, su amor (p.e. el “patriotismo”) y, en tiempo de guerra, hasta su propia vida.
Éstas son soluciones históricamente novedosas que habrían asombrado en el pasado a la mayor parte de los gobernantes, así como a la mayoría de sus súbditos, pero desde el siglo XVIII nos hemos acostumbrado a ellas y las damos por buenas. No hay nada “natural” en ellas. Los territorios claramente demarcados de sus vecinos por líneas fronterizas son innovaciones sociales. La frontera franco-española no quedó formalmente fijada hasta 1868. El principio de que la autoridad territorial es suprema y tiene poder exclusivo sobre ese territorio pertenece a la historia moderna. Como todo historiador medieval u orientalista sabe, son posibles otros modelos de Estado. Hasta podrían ser preferibles, especialmente cuando el manejo de los actuales problemas humanos se corresponde cada vez menos con la estructura de los Estados territoriales. En este momento dos empresas multinacionales del automóvil, una con base oficial en EE UU y la otra en Alemania, se disputan a un ejecutivo vasco que ha sido persuadido por el jefe austriaco de una de estas empresas para cruzar el océano, con la promesa de construir una planta en el País Vasco. A su debido tiempo las estructuras políticas, sin duda, tendrán que ajustarse a tales realidades mejor de lo que son capaces de hacerlo hoy.
Si empiezo refiriéndome a la “identidad estatal”, es porque hoy en día, además de ser virtualmente universal, proporciona el modelo para todos los otros grupos que buscan una expresión política para su existencia como colectividad. Se trata, sin embargo, de una relación de doble filo. A lo largo de este siglo dos peligrosas ideas han contaminado al Estado territorial: la primera es que de alguna manera todos los ciudadanos de tal Estado pertenecen a la misma comunidad o “nación”; y la segunda es que lo que une a estos ciudadanos sería algo así como una etnicidad, lengua, cultura, raza, religión o antepasados comunes. Las palabras “Estado” y “Nación” han pasado a ser intercambiables, como en el término Naciones Unidas. Y a la inversa, cualquier grupo de personas que se considera unido por una etnia, lengua, etc., reivindica el derecho a poseer para sí un Estado territorial. Éste es también un concepto novedoso. Los judíos se han considerado distintos de otros pueblos con los que han convivido, y así se les ha considerado durante dos o tres mil milenios, pero hay que esperar hasta finales del siglo XIX para encontrar una demanda práctica en favor de un Estado judío. De hecho, la religión ortodoxa judía se oponía —y, en teoría, todavía se opone— a un Estado semejante, ya que el regreso de los judíos a la tierra de Israel no pude producirse hasta la venida del Mesías, el cual, en la muy respetable opinión de los judíos, no ha llegado todavía. También los kurdos, sin duda, se han visto durante mucho tiempo como un pueblo diferente de los persas, árabes y turcos, y se han resistido a sus respectivos estados y autoridades. Sin embargo, hasta 1918 no hubo evidencia alguna de que lo que querían era un Estado territorial independiente, o, puesto que eran nómadas, de que tan siquiera comprendiesen lo que esto significaba. Si tuvieron alguna demanda política, fue la de no tener Estado, ya fuese de tipo nacional territorial o de cualquier otro.
Básicamente, el equívoco se produce entre el Estado como comunidad política, definido territorialmente, y las comunidades en el sentido antropológico, sociológico o existencial del término. En efecto, la confusión partió de modo natural del origen revolucionario de la “nación” política moderna, la cual se basaba en el concepto implícitamente democrático de soberanía del pueblo, que a su vez implicaba una voluntad política común y vínculos comunes de acción política —tales como el “patriotismo”— orientados al bien común. Mientras le fue negada la plena ciudadanía a la masa del pueblo y su participación activa en política no fue necesaria, ni deseada, este concepto de soberanía popular se mantuvo más bien en un plano meramente académico. Sin embargo, con el surgimiento de la política democrática y la consecuente necesidad de movilizar a la población, el “pueblo”, como un todo, se convirtió en actor y se le confirió necesariamente carácter de una comunidad, sin tener en consideración las diferencias internas que lo dividían. El contraste entre “nación” pasiva y activa se refleja claramente en la siguiente cita sobre las leyes de guerra:
“Solamente las tropas hacen la guerra, mientras el resto de la nación permanece en paz” (Vattel, Law of Natión, III, 26). Sin embargo, las modernas nociones de patriotismo ya no consideran posible esta total e incondicional abstención de la población civil [Enc. Brit., 11a ed., vol. 28, art. “War”, pp. 312-313].
No obstante, es esencial resaltar que esta cohesión comunitaria de los ciudadanos en la nación política no implica ninguna otra forma de homogeneidad, excepto por motivos pragmáticos. La razón obvia por la cual esto es así es que, desde que el mundo es mundo, ningún territorio —cualquiera que sea su tamaño— ha sido habitado por una única población homogénea, ya sea cultural, étnica, o de cualquier otro aspecto. Más aún, la pertenencia, e incluso la lealtad a un gobierno nacional, no excluía la pertenencia o lealtad a alguna otra comunidad, familia, religión o lo que fuere. Los padres fundadores del moderno “Estado-nación” en el siglo XVIII eran conscientes de esto, al igual que los fundadores de las nacionesestado excoloniales con posterioridad a 1945, puesto que todos operaban con el mismo principio. Definieron al “pueblo” o la “nación” de sus respectivos Estados de la única manera en que podrían ser operativamente definidos, es decir, como habitantes de un territorio pre-existente (p.e. el Reino de Francia, las Trece Colonias). En el caso de las dos naciones fundadoras del moderno Estado-nación, Francia y los EE.UU., también incluyeron a aquellos que quisieran unirse a ellos aceptando la Constitución y las leyes del Estado revolucionario. Estos habitantes, como ellos bien sabían, constituían una multiplicidad de grupos étnicos, de culturas, lenguas y cultos.
Por lo tanto, los “estados-nación” clásicos, desde los más viejos hasta los fundados en el siglo XIX fueron heterogéneos, salvo raras excepciones (¿quizá Portugal?), y reconocidos como tales. Vascos, castellanos, catalanes y gallegos resistieron a las tropas napoleónicas como españoles sin abandonar su identidad: de la misma forma que las naciones de las islas británicas, en la obra patriótica y propagandística de Shakespeare, se reúnen en torno a Enrique V para luchar contra los franceses en el sitio de Agincourt, resaltando cada cual, como en el caso del galés Fluellen, su propia especificidad nacional. La idea de homogeneidad étnica o lingüística no habría tenido en este caso ningún sentido. El propio nacionalismo alemán, con su evidente carácter étnico, asumió la multiplicidad étnica. Hasta la llegada de Hitler, al menos eso me indica Reinhard Koselleck, el ser “alemán” venía determinado por la pertenencia a alguno de los varios Stämmen (“tribus” o “grupos de descendencia”) reconocidos —suabos, sajones, bávaros, francos, etc.—. Con porterioridad a 1934, ser suabo o sajón se convirtió en característica secundaria con respecto a ser alemán y no a la inversa. En lo tocante a la uniformidad lingüística, en sociedades sin educación primaria obligatoria ésta no es ni siquiera concebible, excepto para una élite muy restringida.
No obstante, por razones a menudo analizadas, es innegable que existe una tendencia en los Estados territoriales modernos a desarrollar una estandarización (u homogeneización) social y funcionalmente necesaria del conjunto de sus ciudadanos, así como a fortalecer los vínculos que los mantienen unidos a un gobierno nacional. Cualquier medio que esté a disposición del Estado para establecer esta continuidad y cohesión será empleado con este propósito, cuando no inventado, especialmente en el caso de esa gran garante de la continuidad que es la historia. Recuerdo el título de un libro de Mohendjo Daro sobre la civilización urbana en el Valle del Indo. Se llamaba 5000 años de Pakistán, un país que hasta 1947 no existía y cuyo nombre mismo no se inventó antes de 1932 o 1933. Allí donde la “etnicidad”, la cultura lingüística y la religión se hallen disponibles, sin duda serán utilizadas para este propósito. Históricamente esto ha sido más fácil allí donde el Estado se construyó alrededor de un Staatsvolk que englobaba al grupo principal o incluso a la mayoría de la población del Estado, tal como ocurrió en el caso de los ingleses, los castellanos o los rusos. Es fácil, por consiguiente, que el patriotismo de Estado y los vínculos étnicos o religiosos puedan solaparse.
Debemos hacer una última observación acerca del patriotismo de Estado. A lo largo del siglo XIX y durante la mayor parte del siglo XX, las demandas que los Estados imponen a sus ciudadanos han ido aumentando de forma considerable, mientras que la habilidad de los ciudadanos para sustraerse a estas demandas ha disminuido de forma dramática. Por lo tanto, tenemos hoy la necesidad de desarrollar incentivos para que el ciudadano se identifique individual y colectivamente con el Estado. Las demandas estatales se han ido expandiendo cada vez más y más. Esta tendencia alcanzó su cénit en la era de las dos guerras mundiales y los períodos de reconstrucción de posguerra. No obstante, a partir de los años sesenta también se apreció una evidencia considerable de reacción en su contra.
II
Permítanme pasar ahora del Estado a la etnicidad. No ha habido nunca en la historia un período en que grupos de seres humanos no se hayan distinguido de otros grupos, otorgándose para ello un nombre colectivo y asumiendo que los miembros del grupo tienen, por definición, más en común entre sí que con los miembros de otros grupos. Sin embargo, debemos hacer dos —quizás tres— observaciones. Primero, que la etnicidad en sí no es un término político, ni conlleva implicaciones políticas específicas. Ésta es la razón por la que prefiero este término al de “nacionalidad”, que sí implica un programa político. Segundo, la etnicidad no es una característica positiva de los grupos. Describe la manera en que éstos se distinguen entre sí, o trazan sus demarcaciones divisorias. El sentido más elemental de una etnicidad intrínseca —a saber, una supuesta ascendencia y parentesco comunes—, o bien resulta obviamente ficticia, como en las grandes “naciones” modernas, o bien es arbitraria. Casi siempre una misma población podía ser dividida “étnicamente” de diferentes maneras. En cualquier caso, la pertenencia étnica a menudo se cambia y reclasifica a lo largo del tiempo. Sin “los otros” no hay necesidad de definirnos a nosotros mismos. Permítanme traerles a colación el censo polaco de 1931 en el que se preguntaba a los habitantes de los pantanos de Pripet (a quienes nosotros probablemente clasificaríamos como bielorrusos) que especificasen su nacionalidad. Ellos no entendieron la pregunta y respondieron: “somos de aquí”. ¿Qué más se necesita decir? En su sociedad, nada. Pero aún nos queda un tercer punto. Un gran número de unidades étnicas no se nombran por sí mismas, sino que lo son desde fuera, sobre todo durante los siglos XIX y XX. La historia del imperialismo está llena de administradores coloniales que miraban a sus súbditos como si fueran manchas del test de Rorschach y decidían la figura que querían ver. Las “tribus” eran distinguidas en base a resoluciones administrativas que en otros casos no hubieran reconocido su simple existencia. Por el contrario, una gran variedad de pueblos diferentes se agrupaban juntos por motivos políticos u otros propósitos; por ejemplo, las numerosas tribus de indios americanos se convirtieron en miembros de un nuevo colectivo, los “nativos americanos”, lo cual no refleja lo que apaches e indios tienen en común con los mohicanos, que es bien poco, sino más bien un conjunto específico de problemas legales del gobierno de los EE.UU.
La categoría de “alemanes étnicos” ‘Volksdeutsche‘ representa otro caso similar. Por supuesto, no importa lo arbitrario del origen de la clasificación étnica, una vez establecida puede ser tan real como cualquier otra. Un conjunto altamente heterogéneo de religiones integra ahora “los palestinos”, aunque tal clasificación no hubiera tenido ningún sentido antes de 1918.
Esta falta de firmeza, o incluso esta arbitrariedad en el concepto de “etnicidad”, genera importantes problemas a la hora de definir la identidad étnica. Podemos observar algunas de las consecuencias políticas de esto en situaciones como la de Bosnia. La “nación” o “pueblo” político puede ser definido territorialmente, al menos en la era histórica de los Estados-nación. Sin embargo, no existe una forma igualmente resolutiva para definir quién pertenece a una etnia, independientemente de cómo se la defina. Pasé parte de mi vida en la zona fronteriza entre Inglaterra y Gales. Muchos de los habitantes del lado inglés tienen nombres distintivamente galeses. Los habitantes del lado galés, que sin duda son una población que vive originariamente en esas colinas desde antes de los romanos, y que han conocido poca inmigración, han hablado inglés desde hace siglos. Si en dicho lugar no tuviéramos en cuenta la frontera administrativa que separa el condado de Powys del de Hereford y Worcester, ¿dónde deberíamos trazar la línea divisoria? Paradójicamente, esta identidad, que dice ser natural o primordial, solamente puede definirse mediante una decisión consciente sobre qué es lo que hace a los miembros del grupo distintos de los que no son miembros. Es preciso establecer criterios. El racismo biológico es uno de tales criterios administrativos. ¿Quién es judío? Las leyes de Nuremberg establecieron un criterio (tener un abuelo judío), el Estado de Israel otro (ser hijo de madre judía). Ambos reconocieron que en la vida real no hay una línea clara que objetivamente separe a los judíos de los no judíos. El idioma es otro criterio, aunque igualmente arbitrario ¿Cómo se puede negar el estatus de galés étnico a mis vecinos puramente anglófonos que viven en sus granjas ancestrales? ¿En qué sentido serían étnicamente más galeses si, en un Gales autónomo, se viesen obligados a usar la lengua que en la actualidad solamente habla el 21% de la población? La elección consciente o arbitraria constituye un tercer criterio. ¿Cómo si no puede el hijo de un matrimonio serbocroata decidir a cuál de los dos grupos étnicos pertenece? En el último cómputo efectuado había 1,4 millones de matrimonios mixtos en la ex Yugoslavia. Y nótese que la elección puede darse en ambos sentidos. Los tamiles musulmanes de Sri Lanka rehuyen el apelativo de tamiles y prefieren definirse como “moros”. La mayoría de los navarros prefieren su identidad de navarros a la de vascos.
Por tanto, los movimientos nacionales étnicos se enfrentan al problema básico de cómo separar su circunscripción de la de otros grupos, y, de forma más urgente, al problema de cómo dar a todos los miembros que caen dentro de su definición razones convincentes para unirse al grupo en sus conflictos con los “otros”. La estrategia óptima para hacerlo es polarizar las relaciones del grupo, de tal forma que todos los miembros del grupo “nosotros” traten a todos los miembros del grupo “ellos” como enemigos peligrosos en potencia, y sientan por tanto una identificación total con “nuestro” grupo como su única protección. El terror diseñado para producir contra-terror es hoy día probablemente la estrategia más común para garantizar esta polarización, tal y como podemos ver en el Ulster, en Sri Lanka, en el Punjab y en muchas otras partes, y no en menor medida en la ex Yugoslavia.
Sin embargo, deberíamos decir algo que a menudo se pasa por alto sobre un aspecto particular de esta definición arbitraria de identidad grupal. Me refiero a la asimilación. Esta cuestión presenta una doble faz. No son frecuentes los movimientos nacionales étnicos que animan a la asimilación en masa de los no-miembros, aunque sí hay algunos —por ejemplo los catalanes, o antes de 1914 los magiares—. No obstante, como los judíos, gitanos y la gente con piel de otro color sabe, incluso en el mejor de los casos, la disposición a asimilar completamente a los extraños es limitada. De otro lado, en los siglos XIX y XX no hay nada más común que la existencia de individuos deseosos de asimilarse a otra nacionalidad. De hecho, migración y asimilación fueron y probablemente son los factores principales de movilidad social durante este período. Europa central está llena de personas cuyos apellidos muestran que sus ancestros cambiaron en algún momento su nacionalidad, y si muchos de ellos no hubiesen traducido sus nombres originales al idioma de su afiliación elegida, este fenómeno sería incluso más patente. Al mismo tiempo, es un hecho sociológico familiar de los movimientos nacionalistas el que muchos de sus pioneros y líderes provengan de la periferia en lugar del centro de sus grupos étnicos, o incluso (como alguno de los líderes étnicamente ingleses del IRA) directamente del exterior.
La asimilación ilustra precisamente lo irreal de la identidad étnica, ya se trate tanto de una identidad supuestamente esencial o natural como excluyente. Así que, como notaréis, el hecho de que los asimilados acepten una nueva identidad no necesariamente significa que nieguen la antigua. La generación de mi propio padre, hijos de inmigrantes a Inglaterra, se sumergió apasionadamente en la cultura y costumbres inglesas, e incluso muchos anglicanizaron sus nombres, sin negar nunca por ello su propia identidad judía. Los americanos de origen irlandés no olvidan sus vínculos con Irlanda.
Lo que enfurece a los fanáticos de la identidad grupal respecto al tema de la asimilación no es que ésta suponga un rechazo de esa identidad —aunque a veces esto sí ocurra—, sino el que se niega a aceptar los criterios específicos de identidad grupal sobre los que insisten. Por ejemplo, en el caso de los judíos, la práctica de la religión, el matrimonio dentro del grupo, o bien, hoy por hoy, una determinada actitud hacia Israel. Se trata de la negativa a efectuar una elección excluyente entre las identidades de grupo.
III
Permítanme pasar ahora a la religión, es decir a las principales religiones del mundo, las cuales, por definición, no pueden servir para definir un grupo puesto que proclaman la universalidad. Dejo de lado las religiones que son ex officio o que en la práctica se identifican con una y sólo una comunidad. No obstante, como sabemos, en la práctica la coexistencia de diferentes religiones o variantes de religiones hace posible, en muchos casos, que éstas funcionen como definidoras de grupo. De hecho, a menudo tiene poco sentido distinguir la religión de otros rasgos definitorios. Los conflictos de Irlanda del Norte, de Bosnia o de Sri Lanka, ¿son religiosos o étnicos? No importa. (En los dos primeros casos claramente no son lingüísticos, puesto que todas las partes hablan y escriben la misma lengua.) Sin embargo, la cuestión de la religión sí que nos permite localizar ciertas capas o estratos, así como ciertos cambios, en el fenómeno de la identidad nacional o grupal. Mencionaré dos.
El primero es la diferencia entre patriotismo de Estado, el nacionalismo de los líderes y cuadros, y los sentimientos de las masas. Como sabemos, desde finales del siglo XVII y hasta principios del siglo XX, la tendencia primordial en el desarrollo del Estado ha sido la de separase de la religión. La Nación-Estado era no-religiosa, de la misma manera que era no-étnica (extendía su autoridad sobre un pueblo multiétnico y multirreligioso). Los movimientos nacionalistas étnico-lingüísticos mantuvieron el principio de una nación multirreligiosa, pero no multiétnica, especialmente, por supuesto, en las regiones multirreligiosas. Éste fue en concreto el caso de los nacionalismos irlandés, yugoslavo, alemán y de tantos otros. Aun así, la tensión constante entre la Constitución americana —que es indiferente a la religión— y la popularidad de Dios en el discurso político americano, muestra que en la práctica cierto grado de religiosidad es uno de los criterios más recurridos en favor del “americanismo”. En Irlanda, al margen de la tradición oficial del movimiento republicano, es evidente que para las masas el catolicismo es el criterio decisivo del nacionalismo irlandés. Por supuesto, esto estaba mucho más acentuado todavía en los países musulmanes, antes incluso del reciente auge del fundamentalismo.
El segundo es la naturaleza de las recientes transformaciones religiosas que comúnmente se agrupan bajo la rúbrica del “fundamentalismo”. El término resulta engañoso, puesto que implica una vuelta a la versión original y auténtica de la fe. Sin embargo, en la práctica estos movimientos a menudo no sólo son renovadores, sino que también implican una redefinición de la fe, restringiéndola y adecuándola para obtener una separación entre los miembros del grupo y los extraños. No me extenderé en las innovaciones del fundamentalismo. Permítanme simplemente recordarles que el concepto de Estado islámico del ayatolá Jomeini, tal y como fue predicado desde comienzos de los setenta, era algo nuevo, incluso para los estándares de los clérigos chiítas iraníes políticamente comprometidos. Esto es obvio respecto a su carácter más intolerante. El fundamentalismo de los fanáticos judíos, como el de los Chassidim hoy en día, impone un grado de ritualismo muy superior al tradicionalmente requerido por los judíos más piadosos. El “fundamentalismo hindú” —una contradicción en los términos— es un movimiento que pretende hacer al hinduismo más excluyente y convertirlo en la religión estatal —otra contradicción en los términos para los hindúes—, lo que supondría una especie de exclusión de los no-hidúes como ciudadanos de la India. Una transformación similar ha sufrido el budismo de Sri Lanka, que ha pasado de ser un culto pacífico, no político e incluso familiar, a ser una religión colectiva de carácter nacional con gran derramamiento de sangre para los sinnaleses. Todos estos movimientos están dirigidos contra la coexistencia de grupos en un mismo territorio y dentro del mismo Estado, lo cual ha sido la base del Estado-nación hasta la fecha actual.
Con todo, aún debemos tener presente otro punto. Creo que la complejidad de los hoy llamados movimientos “fundamentalistas” es un aspecto del declive de las religiones tradicionales, o digamos más bien de las iglesias. Lo cierto es que estas iglesias universalistas [all-embracing] siempre fueron un modo eficaz de expresar la identidad de grupo, a diferencia de la etnicidad y la lengua. Podían estar formadas por organizaciones concretas, con edificios y divisiones territoriales, a través de las cuales la “comunidad” podía ser definida en varios niveles: por ejemplo, la parroquia, la diócesis, la iglesia nacional o universal. Los presidentes de EE UU, se dirigen a sus ciudadanos como sus “compañeros-americanos”, pero los sargentos del ejército ruso, tanto zaristas como bolcheviques, no se dirigían a la tropa como “compañeros-rusos”, sino como “verdaderos creyentes” o cristianos. En los Balcanes el ser griego, albanés, búlgaro e incluso turco, no suponía una característica definitoria de la persona. Aunque sí lo era el ser un cristiano ortodoxo, un católico o un musulmán. Me inclino a pensar que es el declive de la religión tal y como era aceptada tradicionalmente lo que ha abierto el camino a formas de movilización religiosa que son difícilmente distinguibles de los movimientos étnicos segregacionistas. Menciono esto de pasada como campo para una posible investigación.
IV
Permítanme considerar ahora las transformaciones históricas habidas en estas identificaciones, la mayoría de las cuales se dan en el presente siglo.
La primera de éstas, como he sostenido en mi libro,* es la penetración de etnicidad y cultura lingüística en el concepto revolucionario francés y americano del Estado-nación, así como en las monarquías nacionales históricas como Rusia, Gran Bretaña y España. En pocas palabras, me refiero a la doctrina de la autodeterminación de las “naciones” definida de un modo familiar —tal y como es compartida por John Stuart Mill, Joseph Stalin y el presidente Wilson—. Dicho de manera más precisa: se trata del principio, en frase de Mazzini, de que cada una de esas “naciones” debería tener el derecho a formar un Estado soberano y de que la nación en su conjunto sea incluida en un solo Estado. Este principio totalmente irrealista se convirtió en una realidad operativa con el colapso de los tres grandes imperios multiétnicos y lingüísticos: el austro-hún- garo, el ruso y el Imperio otomano (en la práctica, esto ocurrió al final de la primera Guerra Mundial).
Esto creó inmediatamente problemas que no se habían producido seriamente —que no podían haberse producido— en los imperios no-nacionales y multiétnicos pues éstos, por definición, se hallaban por encima de la variedad de grupos que agrupaban a sus súbditos. Bosnia es una excelente ilustración de esto. Tanto el Imperio otomano hasta 1878, como el Habsburgo desde 1878 hasta 1918, no se comprometieron con ninguna de las comunidades locales y se hallaban por tanto en una buena posición para mediar entre ellas y mantener sus conflictos bajo control. La Yugoslavia comunista mantuvo igualmente esa actitud neutral. Los períodos en que no hubo control sobre la situación local de Bosnia fueron aquellos en que el poder del Estado dominante se identificó con un grupo étnico (los serbios, antes y después del comunismo) o cuando no existió una neutralidad real. Un Estado territorial multinacional que se identifique con una sola de sus “naciones” étnico-lingüísticas debe privilegiar ésta sobre las otras y por tanto crea problemas. Esto ocurre incluso cuando el Estado es democrático y tolerante con sus “minorías”, como en la Checoslovaquia de entre guerras o el Kazakistán post-soviético. Allí donde el grupo étnico dominante sostuvo planes más agresivos, como en la yugoslavia posterior a 1918, Rumania o Polonia, la situación fue incluso más tensa.
Cómo las naciones-Estado identificadas con un grupo étnico determinado se convirtieron —o llegaron a convertirse— en territorios monoétnicos, monolingüísticos y monoculturales es una cuestión que requiere mayor investigación. De lo que apenas dudamos es de que ésta ha sido una tendencia creciente, particularmente entre los pequeños movimientos étnico-lingüísticos y Estados. El producto final lógico de este proceso es y debe ser una de las cuatro políticas siguientes: la asimilación o conversión masiva por medio de la imposición estatal, las expulsiones en masa de poblaciones o “limpieza étnica”, el genocidio o la creación —de jure o de facto— de un sistema de apartheid que convierte a los que no son miembros del grupo dominante en extranjeros o en una clase de subciudadanos legalmente inferiores. Todas estas políticas han sido ensayadas. Algunas todavía lo son. Ésta es la segunda transformación.
La preocupación esencial de ambas transformaciones es la creación de naciones-Estado y una identificación grupal idealmente coextensiva al Estado y superior a todas las restantes identificaciones grupales. En último extremo, una identificación total con el Estado es difícil, aunque pueda darse el caso de un nacionalismo étnico que se expresa a sí mismo a través de religiones universales, divinas o seculares. Sin embargo, está claro que en los estados occidentales, al menos desde los años sesenta, ha surgido otra forma aparentemente similar de identificación grupal. El nacimiento de estas formas de etnicidad fue inicialmente señalado por Glazer y Moyniban, pero también es evidente que desde entonces se ha desarrollado una nueva terminología. Tanto el término étnico como el término identidad tal y como se aplican a las colectividades parecen neologismos. Por esta razón vemos últimamente que todo tipo de grupos que anteriormente no reclamaban tal estatus, ahora se autodefinen con términos como “comunidad” o incluso “nación” (p.e. “la nación o comunidad ‘gay’” en el discurso de los activistas homosexuales estadounidenses). Estos fenómenos pueden o no estar relacionados con los nacionalismos territoriales de viejo tipo étnico, o algunos lo han estado claramente. Estoy pensando en la radicalización del nacionalismo vasco y en la emergencia del separatismo en Quebec, puesto que ambos encajan en este período. Sin embargo, no creo que ésta sea la característica principal de estos nuevos tipos de formación de la identidad colectiva. Al menos no ocurre así en los EE UU, donde se han hecho cada vez más prominentes, ni tampoco entre los movimientos étnicos de los inmigrantes islámicos en los países europeos, que tienden a adoptar la forma de movimientos fundamentalistas. Los llamaré movimientos ghetto, ya que su principal objetivo es la segregación y exclusión de la sociedad en su sentido más amplio. Los movimientos ghetto entre inmigrantes o descendientes de inmigrantes son los más típicos, pero no los únicos existentes. La fase actual de tales movimientos se diferencia de la guettización de los primeros inmigrantes en un aspecto fundamental: se ha renunciado al objetivo de la asimilación. La palabra clave para esto en el mundo de habla inglesa es “multiculturalismo”. En la práctica, claro está, los habitantes de casi todos los ghettos viven y trabajan en una sociedad más amplia, donde coexisten con otros grupos en una economía compleja y bajo las autoridades públicas existentes fuera y por encima del ghetto. En efecto, la función política principal de los activistas del ghetto es la de competir con otros grupos por una parte de los recursos de la autoridad general. Su estrategia es la opuesta a la del nacionalismo separatista.
En mi opinión, estos desarrollos no deberían confundirse con los cambios trascendentales habidos en la estructura de los Estados existentes en la mayor parte de Europa durante los últimos veinticinco años, y que se han acelerado enormemente desde el colapso del bloque soviético. Estos cambios referidos van desde la reestructuración de los Estados nacionales, mayormente a través de la descentralización o la regionalización, a la fragmentación en sus distintos componentes de los viejos Estados unitarios o federales. Sin mencionar la tendencia de la Unión Europea a adoptar una estructura confederal. Lo que estos desarrollos tienen en común es un debilitamiento del viejo modelo de Estado-nación gobernado desde un solo centro. Naturalmente esto ha reforzado, tanto en el Este como en el Oeste, los movimientos separatistas de carácter nacional. De hecho, desde el colapso del sistema soviético se han formado más Estados nuevos, nominalmente independientes y soberanos, que dicen representar “naciones”, que en ningún otro momento del siglo XX, incluyendo más de una docena que nunca en su historia habían sido Estados independientes de tipo moderno.
Considero la emergencia de estos nuevos Estados como una consecuencia del debilitamiento o colapso de los Estados anteriores, y no como el producto de una nueva ola de concienciación nacional o de potentes movimientos nacionalistas. En mi opinión deberían ser analizados como la consecuencia de la ruptura y no como su causa. Sin embargo, una vez que se han dado las nuevas naciones- Estado, independientemente de la forma en que hayan llegado a constituirse, su conciencia nacional se convierte en una fuerza de peso por derecho propio y deben ser consideradas como tales. Las elecciones de 1917 a la Asamblea Constituyente Rusa —aquella disuelta por los bolcheviques— muestran que en esa época no existía un soporte firme en favor del nacionalismo étnico de Estonia y Letonia. Aunque en cambio sí lo hubo en 1940.
Las relaciones entre los cambios acaecidos en la estructura política de los Estados y la conciencia nacional de finales del siglo XX merecen un análisis e investigación detallados. Sin embargo, por razones de tiempo debo dejarlas de lado y concentrarme en las razones sociales de la nueva búsqueda de identidad colectiva. No es casual que encontremos este fenómeno en Occidente desde los años sesenta en adelante y en otros lugares a lo largo de los años setenta y ochenta, puesto que durante la segunda mitad del siglo XX hemos vivido —estamos viviendo— la transformación social más rápida, profunda y universal de la historia humana. Y con ello todas las viejas formas de relación humana, todos los vínculos tradicionales de la comunidad, se han evaporado, a excepción de la capacidad más residual o metafórica para definirnos. Todos somos personas desarraigadas. ¿Es casual que el separatismo de Quebec se convirtiera en una fuerza política seria al final de una década en la que se colapsó el tradicional catolicismo que había definido a los canadienses francófonos —como muestra la dramática caída de asistencia a los servicios religiosos y el índice de natalidad francocanadiense? En mi opinión no es ninguna casualidad. Déjenme concluir, por consiguiente, con un ejemplo de cómo tal desorientación social puede llevar directamente a la búsqueda de una nueva (y en este caso salvajemente nacionalista) identidad. Tomo este ejemplo de los estudios del Dr. Jonathan Spencer sobre la Sri Lanka rural de comienzos de los años ochenta.
En algún momento de los años cuarenta, el pueblo del Dr. Spencer, Sinhala, por entonces un tanto alejado de la capital, consiguió una carretera, un templo, una escuela y muchos más contactos exteriores que antes de la economía monetaria. Como la malaria estaba casi erradicada, atrajo a muchos inmigrantes y pasó de cien a mil habitantes. En 1982 casi la mitad de las familias se habían asentado allí durante los últimos diez años; el 85% de los cabeza de familia habían nacido fuera del pueblo. El crecimiento de la economía monetaria creó grandes diferencias entre ricos y pobres, y otras diferencias difícilmente predecibles por la familia o casta de una persona. “Ahora, hermanos y hermanas, padres e hijos pueden encontrarse llevando un tipo de vida muy diferente”. Esto fue en gran medida debido y demostrado por la educación escolar. Esto separó a aquellos que tuvieron éxito social de los fracasados. Por lo tanto, no es sorprendente que “esa ‘unidad’ y ‘comunidad’ fuera el origen de cierto tipo de frustración colectiva, y esto quizá explica el atractivo de una identidad étnica y nacional “más desarrollada”.
Esta identidad más desarrollada se cimentó en la fusión de tres instituciones: el Estado, la escuela y el templo budista. La necesidad de nuevas instituciones que expresen esta unidad se demuestra mediante el desarrollo de formas colectivas y congregacionistas de culto budista en Sri Lanka, distintas de las formas de culto privadas y familiares. Esto surgió en los años setenta. Y a través de la escuela y de la nueva “Sociedad Budista de Protección” surgió un conjunto de nuevas celebraciones públicas, que van desde el día del deporte en la escuela, el primero que tuvo lugar en el pueblo, abierto con los acordes del himno nacional reproducido en un aparato de música prestado, hasta la elaboración de nuevos rituales budistas para el público, que incluían procesiones de escolares. La política llegó al pueblo a través de la coalición budista-populista del Sr. Bandarannaike. Y el populismo de este llamamiento sinalés étnico-nacionalista “prometía una fuente de comunidad, solidaridad y fuerza para desafiar a los privilegiados locales”.
El argumento del Dr. Spencer muestra una de las maneras en que el cambio social provoca la necesidad de nuevas identidades. En mi opinión el colapso de la estructura familiar tradicional, seguido del colapso de la estructura tradicional del trabajo manual y del empleo industrial (masculino), han producido una forma análoga de desarraigo y desorientación en países industriales desarrollados; y lo mismo ha ocurrido con la creciente ruptura generacional.
Estas nuevas formas de “políticas de la identidad” pueden o no apelar a la etnicidad (independientemente de lo que esto signifique), o crear nuevas etnicidades, o encontrar expresión a través de la religión, o también presentarse como patriotismo estatal, como es el caso de los hinchas neo-fascistas de los equipos de fútbol ingleses que ondean la bandera nacional. Puede que se den todas estas formas a un mismo tiempo. Más aún, pueden fundirse con un viejo movimiento e ideología nacionalista. Sin embargo, creo que esto debe ser considerado y analizado como un fenómeno sociológico nuevo y no como una mera prolongación de las viejas formas de nacionalismo. En mi opinión, este fenómeno es esencialmente no político, aunque obviamente sí puede ser y será explotado por los políticos.
No es mi tarea aquí juzgarlos, pero tengo que concluir diciendo que estos movimientos, a pesar de su vitalidad, son esencialmente negativos: en el mejor de los casos, se trata de gritos de dolor y llamadas de socorro; y en el peor, de ciegas protestas, particularmente de aquellos sin esperanza. No ofrecen ninguna solución política o de otro tipo porque no piensan en términos de soluciones. Mi conclusión es una advertencia contra el anacronismo: no confundamos a los neonazis de la Alemania actual ni tan siquiera con los nacionalsocialistas originales. Se trata de movimientos diferentes.
(*) Conferencia inaugural del congreso «Los Nacionalismos en Europa: Pasado y Presente», Santiago de Compostela, 27-29 de septiembre de 1993. Esta fue publicada en el libro de Eric J. Hobsbawm: «Naciones y nacionalismo desde 1780», Editorial Crítica, Barcelona, 1992.
01-10-2018.
Fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/identidad/
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