por Juan Gabriel Tokatlian / Nueva Sociedad.
La crisis de Venezuela y la llegada al poder de Jair Bolsonaro se combinan con un deslizamiento de América Latina hacia una gradual irrelevancia en la política mundial y una pérdida de autonomía relativa en sus relaciones internacionales, en un contexto internacional más incierto y pugnaz. El profesor de la Universidad Di Tella Juan Tokatlian analiza la coyuntura latinoamericana y los nuevos escenarios.
En los años 90 hubo una hegemonía neoliberal en la región, en los 2000 una más progresista/nacional-popular. ¿Dónde estamos hoy? Para un escenario incierto y confuso aunque corrido a la derecha…
Me parece que el tema de la hegemonía en América Latina debería ser más estudiado y mejor esclarecido. Si tomamos como referencia la reflexión de Antonio Gramsci, habría que indagar en el liderazgo «político, intelectual y cultural» de determinados grupos o clases en coyunturas históricas específicas, así como la sostenibilidad y profundidad de esa dirección hegemónica que combina consenso y coerción y que requiere que el ejercicio del poder sea aceptado por los actores dominados.
Lo primero que podríamos advertir es que en América Latina, en general, sobresalen momentos de hegemonía transitorios y débiles. Sin embargo, también es importante desagregar casos puntuales que mostraron más fortaleza y longevidad. Los proyectos socio-políticos y económicos de corte moderadamente reformistas y de sectores que operaron bajo las reglas del sistema –esto es, que no fueron antisistémicos en el sentido de tener un horizonte de cambio revolucionario– no pudieron afianzarse en los años 50 y principios de los 60. Los proyectos autoritarios de finales de los años 70 hasta principios de los 80 tampoco pudieron prosperar. Ambos, al calor intenso de la Guerra Fría en la periferia.
Culminada la disputa entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el proyecto neoliberal de los 90 no pudo extenderse más allá de esa década; en especial, en buena parte de América del Sur aunque se prolongó en otras subregiones de Latinoamérica. Con el comienzo del siglo –y otra vez en América del Sur y no en América Central, México y el Caribe– el proyecto progresista no pudo superar los tres lustros. Y ahora observamos el resurgimiento del proyecto neoliberal que, a pesar de lo que se tiende afirmar, tiene rasgos de fragilidad pues se asienta en sociedades fragmentadas y polarizadas y se produce bajo economías muy primarizadas y financiarizadas. No estamos ante una hegemonía robusta.
Probablemente, veamos retroceder sus componentes consensuales y avanzar sus dispositivos coercitivos, lo cual tenderá a generar más inestabilidad y conflictividad en un contexto global crecientemente incierto y pugnaz. En síntesis, asistimos a proyectos hegemónicos limitados que no pueden consolidarse defintivamente pues de algún modo u otro no pueden ser plenamente aceptados por buena parte de las sociedades.
Brasil y Venezuela aparecen como dos casos difíciles. Uno por la crisis multidimensional y el otro por estar inmerso en el primer experimento de extrema derecha. ¿Cómo se deberían abordar ambos fenómenos desde América latina? ¿Qué riesgos ve?
Es cierto que aparecen como los casos «difíciles» si por ello se quiere decir que han seguido trayectorias políticas distintas y que hoy afrontan su mayor crisis histórica contemporánea en tanto aspiración revolucionaria (Venezuela) y un ambicioso ensayo reaccionario (Brasil).
Comprendo que la pregunta apunta a marcar las divergencias y singularidades que caracterizan ambas experiencias: el primero, posiblemente, en su fase terminal y el segundo, inciertamente, en su etapa inicial. Sin embargo, me gustaría destacar lo que a pesar de las especificidades nacionales tienen algunos elementos en común.
Me refiero a que a lo que sucede en los dos países que hoy están en el centro del escenario mediático regional nos debiera llevar a plantear, de nuevo, la cuestión militar en América Latina. Aclaro que ya la denominada «guerra contra las drogas» con su epicentro en Colombia, México y América Central nos ha venido mostrando los costos y estragos de la militarización del combate contra el narcotráfico y los efectos perniciosos y perversos de confundir las funciones de las fuerzas armadas y las de las fuerzas policiales al borrar la frontera entre defensa externa y seguridad pública. A lo que apunto es a resaltar que los casos de Venezuela y Brasil nos obligan a reflexionar seriamente sobre algo que nos parece distante y propio de la fase de la transición democrática en la región: la cuestión militar. La cuestión militar entendida como la participación de los militares en el manejo del Estado y el alcance de un control civil y democrático de las fuerzas armadas. Y en esa dirección, el ascendente papel de las fuerzas armadas en la vida institucional de los países es un dato relevante.
El caso actual de Venezuela es el más emblemático y extremo. Allí los militares cubren una amplia gama de funciones en el Estado y tienen una incidencia clave para sostener el régimen político o, eventualmente, para derrumbarlo. Y el caso de Brasil se ha tornado significativo por su alta participación en la reciente contiendaelectoral (unos 70 militares fueron elegidos), por la presencia de hombres de las fuerzas armadas en 5 cargos influyentes en el gabinete del presidente Jair Bolsonaro (además del propio presidente y el vicepresidente Hamilton Mourão), por la voluntad expresada por el mandatario de incrementar el involucramiento de los militares en la lucha contra el crimen organizado y por el hecho de que son los garantes de los «poderes constitucionales» (Artículo 142 de la Constitución).
En breve, me parece que es indispensable volver a pensar la cuestión militar en la región en el marco de democracias precarias, en razón de la actual fase de proyección de poder militar de Estados Unidos en América Latina y en vista de un eventual efecto de demostración en el área acerca de una re-politización de las fuerzas armadas.
¿Estamos ante un retroceso en la integración o ante cambios o desplazamientos de paradigmas?
Desde comienzos del siglo XXI distintos gobiernos, en particular en América del Sur, reivindicaron el mérito de la integración. Ya sea por razones comerciales y/o diplomáticas, pensando en negocios y/o en valores, bajo gobiernos de distinto signo ideológico, la integración fue invocada con inusual fuerza retórica.
El permanente relanzamiento de Mercado Común del Sur (Mercosur), la reivindicación inicial de Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la fundación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), el establecimiento de la CELAC y la conformación de la Alianza del Pacífico (AP) fueron la demostración de aquel espíritu.
El clima de comienzos de siglo fue el de la búsqueda de una mayor asociatividad entre naciones. Sin embargo, el estado real de la integración en América del Sur es muy mediocre.
En la región se opera políticamente bajo la lógica de la sociabilidad: juntarse en todos los foros posibles, con independencia del nivel efectivo de institucionalidad y la presunta compatibilidad de intereses compartidos. No obstante, económicamente predomina la lógica de la unilateralidad: cada quien piensa en su mercado doméstico, oscila de manera inconsulta en cuanto a los grados de proteccionismo interno, desalienta, en la práctica, los lazos productivos entre los sectores empresariales y negocia de modo bilateral con Estados Unidos o China, por ejemplo.
Entonces, más temprano que tarde se produce una colisión: no hay buena sociabilidad con tanta unilateralidad. Más recientemente, la crisis en Venezuela reflejó incluso la perdida de sociabilidad política. Al parecer, la CELAC no se dio cuenta de la envergadura del problema interno e internacional derivado de la trágica situación venezolana. La Unasur tuvo un comportamiento penoso y con la nueva ola de gobiernos de derecha en la región, seis países que habrían podido reorientarla se encargaron de sepultarla. Los presidentes Iván Duque de Colombia y Sebastián Piñera de Chile lanzaron la idea de crear PROSUR con el propósito de reemplazar a Unasur y con la idea, muy posiblemente, de cercar aún más a Venezuela y quizás mañana a otros países si fuera del caso. El Mercosur dejó afuera a Venezuela y después optó por no hacer mucho. La Alianza del Pacífico jamás hizo algo y menos aún desde la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, que cambió el signo político del gobierno mexicano.
Los miembros del Alba tuvieron una conducta insignificante para contribuir a que uno de los suyos pudiera hallar caminos de solución política y reconciliación social. Y en medio de todo esto, el denominado Grupo de Lima que, con razón, impugnó la legitimidad electoral del presidente Nicolás Maduro para su segundo mandato, optó por una política inédita para la región al reconocer al presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, como «presidente encargado» cuando no posee ni ejerce ninguno de los atributos de un gobierno ni sus funciones básicas. Y fue más allá en su última declaración cuando hizo un llamado para que las fuerzas armadas de Venezuela manifiesten su lealtad a Guaidó.
Otro signo de los tiempos en el que el papel de las fuerzas armadas adquiere un nivel de importancia e incidencia que se creía superado con la ola democrática de los 80.
¿El cambio político México podría tener algún impacto regional o se limitara a sus fronteras?
La dimensión de los retos internos y bilaterales respecto de Estados Unidos que enfrenta el gobierno del presidente López Obrador es de tal tamaño que ocupará su atención inicial y permanente. Las prioridades de México son domésticas y su vínculo con su vecino del norte no es sustituible por ningún otro. Su impacto en América Latina por lo tanto será menor que al que aspiran los progresistas del área. No obstante, no será irrelevante.
Doy un ejemplo histórico y comparativo para que se entienda la relación de México y América Latina. En 1981, en medio de una violencia extendida en Centroamérica, México y Francia firmaron una declaración mediante la cual reconocían al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y al Frente Democrático Revolucionario (FDR) en El Salvador como fuerzas políticas representativas en el conflicto armado en ese país. Aquello fue un gesto contundente en relación con la posición de Washington en las múltiples crisis centroamericanas y, a su turno, abrió el camino para la constitución del denominado Grupo de Contadora (Colombia, México, Panamá y Venezuela) en 1983 (al que en 1985 se sumó el Grupo de Apoyo compuesto por Argentina, Brasil Perú y Uruguay) que procuró salidas políticas negociadas a los conflictos armados en Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Dicho sea de paso, su labor fue muy efectiva.
México fue el arquitecto central de aquella iniciativa y un puente fundamental para persuadir a los países de Europa –lo cual se logró– para que no avalaran la «guerra de baja intensidad» auspiciada por el presidente Ronald Reagan en América Central. 38 años después, México optó por una política de principios frente a la situación venezolana y no se sumó al Grupo de Lima y mediante una convocatoria conjunta con Uruguay citó a una conferencia internacional sobre Venezuela. Acaba de anunciarse el llamado Mecanismo de Montevideo que, sumando a los países de la Comunicad del Caribe (Caricom), impulsa por una solución política negociada. Antes y ahora México busca soluciones políticas, pero en el caso actual lo hace de modo más cuidadoso y defensivo y no logra la adhesión de los países grandes y medianos de América del Sur. México seguirá mirando al región y podrá tener cierto nivel de activismo diplomático siempre y cuando no afecte seriamente su relación compleja y contradictoria con Washington.
¿Cómo se ubica América Latina ante el efecto Trump y los realineamientos globales?
Es conveniente centrar la atención en América Latina y mirar no solo a Estados Unidos sino también a China. Es, creo, fundamental, mirar el mundo desde la región que simplemente hablar de las grandes potencias y después localizar a nuestra región. Latinoamérica viene perdiendo históricamente gravitación en el mundo y parece hoy abocada a divergir cada vez más. Lo primero conduce, más temprano que tarde, a la debilidad y lo segundo acelera la desintegración: la combinación agudiza la dependencia.
Algunos indicadores –entre muchos disponibles– ejemplifican esa caída. En 1945, cuando se creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el peso del voto regional era significativo: de los 51 miembros iniciales 20 eran latinoamericanos. En la actualidad hay 193 países en la ONU y la dispersión del voto de la región le resta aún más influencia a Latinoamérica como bloque.
Datos de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) revelan que la participación latinoamericana en el total de exportaciones mundiales pasó de 12% en 1955 a 6% en 2016. De acuerdo con la Organización Mundial de Propiedad Intelectual, en 2006 las solicitudes de nuevas patentes provenientes de América Latina eran del 3% (las de Asia eran el 49,7%), mientras que en 2016 bajaron a 2% (las de Asia aumentaron a 64,6%). Un reciente informe del Banco Mundial sobre desigualdad destaca que ocho de los diez países más desiguales están en la región: Haití (2), Honduras (3), Colombia (4), Brasil (5), Panamá (6), Chile (7), Costa Rica (9) y México (10).
A su turno, y como ya señalamos, las iniciativas de integración de diversa índole están en franco deterioro. Debilitamiento y desintegración conducen a una mayor dependencia externa, sea de un poder declinante como Estados Unidos como de un poder ascendente como China. El corolario estratégico de eso es el deslizamiento hacia una gradual irrelevancia de América Latina en la política mundial y a la erosión de la autonomía relativa en sus relaciones internacionales.
Agrego otra observación. Creo que en la región sobresale cierta confusión respecto de Estados Unidos y China. Estados Unidos no ha sido ni es pasivo ni se ha aislado en materia de relaciones interamericanas, ya sea en lo económico, en lo político, en lo asistencial y en lo militar. Nunca se «fue» de la región: está ahí. La Doctrina Monroe perdió vigencia, pero eso no significa que Estados Unidos se haya retirado de América Latina. En realidad, Washington siempre está «llegando» a la región con distintas políticas, focos e intensidad. Respecto de China, hoy Beijing se acerca a Latinoamérica con recursos económicos, de manera pragmática y robusteciendo los lazos de Estado a Estado. De allí que el despliegue regional chino resulte más moderado y en favor del statu quo; lo cual favorece la ausencia de jugadores locales con capacidad de veto como ocurrió en relación a la Unión Soviética durante la Guerra Fría.
En respuesta a lo que viene ocurriendo desde la década de 1990 la región respondió con lo que se denomina una política de «compromiso confiable» (reliable engagement) hacia China. Ahora bien, resulta adecuado que los países comiencen a contemplar una opción estratégica distinta y mixta hacia China; esto es, una política que combine aproximación y previsión.
En resumen, evitar la doble dependencia en relación a Estados Unidos y China exige de América Latina el urgente reconocimiento de que le cabe a ella robustecer regionalmente sus atributos de poder. La pendiente declinante de la autonomía de los países del área se ahondará si se continúa por la actual senda.
Todos miran hacia Venezuela, ¿qué pasa en Colombia?
El caso de Colombia es particularmente interesante pues de algún modo es un ejemplo en el que se entrecruzan los asuntos referidos en todas las preguntas previas. Allí estamos ante una democracia sudamericana longeva, desde 1958, que ha combinado violencia política prolongada, relativa estabilidad económica y claro liderazgo social de una cúpula dirigencial.
Con todas las contradicciones derivadas del predominio temporal de diferentes fracciones de la elite, con la combinación de recursos coercitivos y dispositivos consensuales, sin una clara distinción entre la Guerra Fría y la Posguerra Fría en cuanto a una relación de partenaire respecto a Estados Unidos, Colombia epitomiza un modelo de hegemonía singular en América del Sur.
Allí el papel de la cuestión militar ligada a la lucha antiinsurgente y el combate antinarcóticos ha sido una nota perdurable. Ha habido un acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que el gobierno actual cumple a cuentagotas, mientras en 2018 fueron asesinados 93 líderes sociales y desde la desmovilización de la guerrilla 85 miembros de las FARC. Colombia ha sido un protagonista clave del Grupo de Lima y es el país cuyos líderes se han mostrado más vehementes en su crítica al régimen de Maduro y hasta tentados –y por el momento no es más que eso– a sumarse a una estrategia más agresiva de Washington hacia Venezuela.
Cabe agregar que en la presente coyuntura la significación de Colombia para Estados Unidos se ha incrementado notablemente. Washington identificó un denominado «eje de la tiranía» compuesto por Cuba, Nicaragua y Venezuela. El único país latinoamericano que tiene simultáneamente relaciones tensas con esas tres naciones es Colombia. Con Cuba, con quien se mantenía una muy buena relación a raíz de su papel en la negociación con las FARC, es hoy objeto de una fricción elocuente después del colapso del diálogo entre el gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) que se llevaba a cabo en La Habana. Un atentado del ELN en Bogotá llevó al fin de las conversaciones. Bogotá demanda la extradición de los miembros del ELN que estaban en la mesa negociadora y La Habana le respondió que hay un protocolo de ruptura de las negociaciones que se debe implementar. El gobierno de Duque ha elevado inusualmente su crítica a Cuba. Por otro lado, las tensiones con Venezuela se iniciaron desde la llegada al poder del presidente Chávez y se incrementaron notablemente después del fallido golpe en Venezuela de 2002. Y con Nicaragua hay un contencioso marítimo histórico que condujo a un fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) que resultó favorable a Managua y otro en ciernes de la CIJ que podría recalentar las de por sí pobres relaciones colombo-nicaraguenses.
A su vez, hay que tener en cuenta que Colombia supo tener un papel activo en la promoción de la Alianza del Pacífico, pero desde la llegada al gobierno de López Obrador en México se ha replegado y reforzado su vínculo con otro gobierno de derecha de la región: el de Piñeira en Chile. Si históricamente Bogotá miraba al Norte –expresado la doctrina colombiana de respice polum– y su lazo con Estados Unidos era estrecho, ahora ha abrazado a Washington con más convicción ideológica y motivación pragmática.
Colombia está notoriamente alineada con Washington y eso no cambiará. Lo interesante, en todo caso, es que muchas capitales –Buenos Aires, Brasilia, Santiago, Lima, entre otras– parecen, en la presente coyuntura y a su manera, más dispuestas a seguir los pasos de Bogotá y a depositar en Estados Unidos su mirada diplomática preferida. Habrá que evaluar los resultados de esto para el bienestar material, la seguridad nacional y la autonomía internacional de las sociedades de la región. Y ese es otro capítulo al que se debe dar un seguimiento riguroso y sistemático. Somos una región a la deriva en los asuntos globales y eso es peligroso… para nosotros.
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