No hay otro texto escrito a mediados del siglo XIX que haya mantenido su vigencia tan bien como El manifiesto comunista de 1848, por Karl Marx y Frederick Engels. Incluso hoy, hay párrafos enteros del texto que concuerdan más con la realidad contemporánea que con la de 1848. Partiendo de premisas que apenas si eran visibles en su época, Marx y Engels llegaron a las conclusiones que verificaron totalmente los acontecimientos de 170 años de historia.
Marx y Engels, ¿eran profetas inspirados, magos que podían mirar en una bola de cristal, seres con intuiciones excepcionales? No. Simplemente comprendieron mejor que nadie, en su época y en la nuestra, la esencia de lo que define y caracteriza al capitalismo. Marx dedicó toda su vida a profundizar este análisis mediante el doble examen de la nueva economía, comenzando con el ejemplo de Inglaterra, y la nueva política, comenzando con el ejemplo de Francia[1].
El capital de Marx ofrece un riguroso análisis científico del modo capitalista de producción y la sociedad capitalista, y de cómo difieren de formas anteriores. El Tomo 1 profundiza en el meollo del problema. Clarifica directamente el significado de la generalización de los intercambios de mercancías entre propietarios privados (un fenómeno que en su centralidad es exclusivo del mundo moderno del capitalismo, aunque los intercambios mercantiles ya existían antes), específicamente la emergencia y dominación del valor y el trabajo social abstracto. Desde esa base, Marx nos lleva a comprender cómo la venta de su fuerza de trabajo por parte del proletario al “hombre con dinero”, asegura la producción del plusvalor que expropia el capitalista, y que a su vez, es la condición para la acumulación del capital. La supremacía del valor no solo gestiona la reproducción del sistema económico del capitalismo, sino todos los aspectos de la vida social y política moderna. El concepto de la alienación de la mercancía indica claramente el mecanismo ideológico mediante el cual se expresa la unidad generalizada de la reproducción social.
Estos instrumentos intelectuales y políticos, validados por el desarrollo del marxismo, demostraron su valor al predecir correctamente la evolución histórica general de la realidad capitalista. Ningún intento de pensar esta realidad por fuera del marxismo (o a menudo, contra él) ha dado resultados comparables. La crítica marxiana de las limitaciones del pensamiento burgués, y en particular de su ciencia económica, a la que él describía con razón como “vulgar”, es magistral. Dado que es incapaz de comprender lo que es el capitalismo en su realidad esencial, este pensamiento alienado tampoco es capaz de imaginar hacia dónde van las sociedades capitalistas. Las revoluciones socialistas, ¿forjarán el futuro que pondrá fin a la dominación del capital? ¿O el capitalismo logrará prolongar sus días, abriendo así el camino hacia la decadencia de la sociedad? El pensamiento burgués ignora esta cuestión, planteada en el Manifiesto.
De hecho, en él leemos que hay “una lucha que en cada caso terminaba con una transformación revolucionaria de toda la sociedad, o con el hundimiento conjunto de las dos clases en lucha.”[2]
Durante mucho tiempo este párrafo me ha llamado la atención. A partir de él, he llegado progresivamente a formular una lectura del movimiento de la historia centrado en el concepto del desarrollo desigual y de los diferentes procesos posibles para su transformación, que se originen más probablemente desde sus periferias que de sus centros. También hice algunos intentos de clarificar cada uno de los dos modelos de respuesta al desafío: el camino revolucionario y el camino de la decadencia[3].
Cuando elegí deducir las leyes del materialismo histórico partiendo de la experiencia universal, propuse formular alternativamente un único modo precapitalista: el modo tributario, hacia el cual tienden todas las sociedades de clase. La historia de Occidente –la construcción de la antigüedad romana, su desintegración, el establecimiento de la Europa feudal, y finalmente, la cristalización de estados absolutistas en la era mercantilista- expresa así, en una forma particular, la misma tendencia básica presentada en otras partes hacia la construcción menos discontinua de estados completamente tributarios, de los que China es el ejemplo más poderoso. En nuestra lectura de la historia, el modo esclavista no es universal, como lo son los modos tributarios y capitalistas; es particular y aparece estrictamente en relación con la extensión de las relaciones mercantiles. Además, el modo feudal es la forma primitiva e incompleta del modo tributario.
Esta hipótesis considera al establecimiento y la subsiguiente desintegración de Roma como un prematuro intento de construcción tributaria. El nivel de desarrollo de las fuerzas productivas no requería una centralización tributaria de la magnitud del Imperio Romano. Este primer e inútil intento fue así seguido por una transición forzada a través de la fragmentación feudal, sobre cuya base se restauró otra vez la centralización en el marco de referencia de las monarquías absolutistas de Occidente. Sólo entonces el modo de producción en Occidente se acercó al modelo tributario completo. Además, sólo era comenzando con esta etapa que el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas en Occidente lograra ese del modo tributario completo y la China imperial; indudablemente esto no es una coincidencia.
El atraso de Occidente, expresado por el aborto de Roma y por la fragmentación feudal, ciertamente le dio su ventaja histórica. De hecho, la combinación de elementos específicos del antiguo modo tributario y el de los modos comunales bárbaros caracterizaron al feudalismo y le dieron su flexibilidad a Occidente. Esto explica la velocidad con la que Europa experimentó la fase tributaria completa, alcanzando rápidamente al nivel de desarrollo de las fuerzas productivas de Oriente, al que sobrepasó, e hizo llegar al capitalismo. Esta flexibilidad y velocidad contrastó con la evolución relativamente rígida y lenta de los modos tributarios completos de Oriente.
Sin duda, el caso romano-occidental no es el único ejemplo de una construcción tributaria fracasada. Podemos identificar al menos a otros tres casos de este tipo, cada uno con sus propias condiciones específicas: el caso bizantino-árabe-otomano, el caso indio, y el caso mongol. En cada uno de estos ejemplos, hubo intentos de instalar sistemas tributarios de centralización que eran demasiado avanzados de los que requería el desarrollo de las fuerzas productivas, para establecerse firmemente. En cada caso, las formas de centralización eran probablemente combinaciones específicas de medios estatales, para-feudales y mercantiles. Por ejemplo, en el caso islámico, la centralización mercantil jugaba el papel decisivo. A los sucesivos fracasos indios se los debe relacionar con los contenidos de la ideología hindú, que he comparado con el confucianismo. En cuanto a la centralización del imperio de Genghis Khan, éste tuvo, como sabemos, una vida extremadamente corta.
El sistema imperialista contemporáneo también es un sistema de centralización del plusvalor a escala mundial. Esta centralización operaba sobre la base de las leyes fundamentales del modo capitalista y las condiciones de su dominación sobre los modos precapitalistas de la periferia sometida. He formulado la ley de la acumulación del capital a escala mundial como una expresión de la ley del valor que funcionaba en esta escala. El sistema imperialista para la centralización del valor se caracteriza por la aceleración de la acumulación y por el desarrollo de las fuerzas productivas en el centro del sistema, aunque en la periferia son atrasados y deformados. El desarrollo y el subdesarrollo son las dos caras de la misma moneda.
Sólo los pueblos hacen su propia historia. Ni los animales ni los objetos inanimados controlan su propia evolución; son sometidos por ella. El concepto de la praxis es el adecuado para la sociedad, como una expresión de la síntesis del determinismo y la intervención humana. La relación dialéctica de la infraestructura y la superestructura es también propia de la sociedad y no tiene equivalente en la naturaleza. Esta relación no es unilateral. La superestructura no es el reflejo de las necesidades de la infraestructura. Si este fuera el caso, la sociedad estaría siempre alienada y no sería posible ver cómo podría triunfar en liberarse.
Esta es la razón por la que sugerimos diferenciar dos tipos cualitativamente diferentes de la transición de un modo de producción al otro. Si esta transición se desarrolla en la inconsciencia, o con conciencias alienadas, o sea, si la ideología que influye sobre las clases no les permite controlar el proceso de cambio, este proceso aparece como si operara en forma análoga a la del cambio natural, con la ideología convirtiéndose en parte de esta naturaleza. Para este tipo de transición reservamos la expresión del “modelo de decadencia”. En contraposición, si la ideología capta la real dimensión de los cambios deseados en su totalidad, solo entonces podemos hablar de revolución. El pensamiento burgués tiene que ignorar esta cuestión para poder pensar en el capitalismo como un sistema racional para toda la eternidad, o sea, poder pensar en el “fin de la historia”.
2
Por el contrario, Marx y Engels sugieren firmemente, desde la época del Manifiesto, que el capitalismo sólo es un breve paréntesis en la historia de la humanidad. Sin embargo, el modo capitalista de producción en ese tiempo no se extendía más allá de Inglaterra, Bélgica, una pequeña región del norte de Francia, o la parte occidental de la Westfalia prusiana. En las otras regiones de Europa no existía nada comparable. A pesar de esto, Marx ya imaginaba que “pronto” habría revoluciones socialistas. En cada renglón del Manifiesto era evidente esta expectativa.
Por supuesto, Marx no sabía en qué país comenzaría la revolución. ¿Sería Inglaterra, el único país ya avanzado en el capitalismo? No. Marx no pensaba que esto fuera posible, salvo que el proletariado inglés se emancipara de su apoyo a la colonización de Irlanda. ¿Sería Francia, menos avanzada en cuanto al desarrollo capitalista, pero más avanzada en cuanto a la madurez política de su pueblo, heredada de su gran revolución? Quizás, y la Comuna de Paris de 1871 confirmó su intuición. Por la misma razón, Engels esperaba mucho de la Alemania “atrasada”: la revolución proletaria y la revolución burguesa podrían estallar juntas. Ellos señalaron esta relación en el Manifiesto:
Los comunistas dirigen su atención principal a Alemania, en vista de que esta se encuentra en vísperas de una revolución burguesa y de que realiza esta transformación bajo las condiciones más avanzadas de la civilización burguesa en general, y con un proletariado mucho más desarrollado que Inglaterra en el siglo XVII y Francia en el XVIII; la revolución burguesa alemana puede ser, pues, solo el inmediato preludio de una revolución proletaria.[4]
Esto no sucedió: la unificación bajo el pillo histórico mundial (Bismarck) de la Prusia reaccionaria, y la cobardía y la mediocridad política de la burguesía alemana permitió triunfar al nacionalismo y marginalizar a la rebelión popular. Hacia el final de su vida, Marx dirigió su mirada hacia Rusia, la cual él esperaba que pudiera ingresar en un camino revolucionario, como lo testifica su correspondencia con Vera Zasulich.
Marx tuvo así la intuición de que la transformación revolucionaria podría comenzar desde la periferia del sistema, los “eslabones débiles”, en el lenguaje posterior de Lenin. Sin embargo, Marx no dedujo en su momento todas las conclusiones que se imponían en este aspecto. Fue necesario esperar a que la historia avanzara en el siglo XX para ver, con V. I. Lenin y Mao Zedong, a los comunistas volverse capaces de imaginar una nueva estrategia, calificada como “la construcción del socialismo en un país”. Esta es una expresión inapropiada, para la cual prefiero un largo parágrafo: “avances desiguales en el largo camino de la transición socialista, localizados en algunos países, contra los cuales la estrategia del imperialismo dominante es combatirlos continuamente y tratar de aislarlos severamente.”
El debate perteneciente a la larga transición histórica al socialismo en la dirección del comunismo, y el panorama universal de este movimiento, plantea una serie de preguntas concernientes a la transformación del proletariado de una clase en sí a una clase para sí, las condiciones y efectos de la globalización capitalista, el lugar del campesinado en la larga transición, y la diversidad de expresiones del pensamiento anticapitalista.
3
Marx comprendió más que nadie que el capitalismo tenía la misión de conquistar el mundo. Escribió sobre esto en una época en que esta conquista estaba lejos de ser completada. Consideraba a esta misión desde sus orígenes, el descubrimiento de las Américas, que inauguró la transición de los tres siglos de mercantilismo hasta la forma final y plena del capitalismo.
Como lo escribió en el Manifiesto, “La gran industria ha producido el mercado mundial, que había sido preparado por el descubrimiento de América (…) La burguesía, a través de su explotación del mercado mundial, ha configurado de manera cosmopolita la producción y el consumo de todos los países.”[5]
Marx valoró positivamente esta globalización, el nuevo fenómeno en la historia de la humanidad. Numerosos pasajes en el Manifiesto lo atestigua. Por ejemplo: “La burguesía, allí donde ha llegado al poder, ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas.”[6] Así como también: “La burguesía ha sometido el campo bajo el dominio de la ciudad. (…) así ha rescatado a una parte importante de la población del idiotismo [aislamiento – Trad.] de la vida rural. Así como ha hecho que el campo dependiera de la ciudad, así también hizo que los países bárbaros y semibárbaros dependieran de los civilizados, que los pueblos campesinos[7] dependieran de los burgueses y que Oriente dependiera de Occidente.
Sus palabras son claras. Marx jamás estuvo orientado hacia el pasado, lamentando los buenos tiempos antiguos. Siempre expresó un punto de vista moderno, hasta el punto de parecer un eurocentrista. Él contribuyó mucho en esta dirección. Sin embargo, ¿no fue la barbarización del trabajo urbano igualmente embrutecedor y agobiante para los proletarios? Marx no ignoraba la pobreza urbana que había acompañado a la expansión capitalista.
El Marx del Manifiesto, ¿midió correctamente las consecuencias políticas de la destrucción del campesinado en la propia Europa, y más aún, en los países colonizados? Retorno a estas preguntas en relación directa con el carácter desigual del desarrollo del capitalismo en todo el mundo.
Marx y Engels, en el Manifiesto, todavía no sabían que el desarrollo del capitalismo en todo el mundo no es el homogeneizador que imaginaban, o sea, que daría al Oriente conquistado su oportunidad de escapar del punto muerto en el que su historia lo había encerrado y convertirse, de acuerdo con la imagen de los países occidentales, en naciones “civilizadas” o países industrializados. Unos pocos textos de Marx presentan la colonización de la India con una luz consoladora. Pero más tarde, cambió de idea. Estas alusiones, más que ser una argumentación sistemáticamente elaborada, atestiguan los efectos destructivos de la conquista colonial. Marx va tomando gradualmente consciencia de lo que llamo el desarrollo desigual; en otras palabras, la construcción sistemática del contraste entre los centros dominantes y las periferias dominadas, y con esto, la imposibilidad de “ponerse al día” en el marco de referencia de la globalización capitalista (imperialista por naturaleza) con las herramientas del capitalismo. En ese aspecto, si fuera posible un “ponerse al día” con la globalización capitalista, ninguna fuerza política, social, o ideológica podría oponerse exitosamente a ella.
Con respecto a la cuestión de la “apertura” de China, en el Manifiesto, Marx dice que “los precios bajos de sus mercancías son la artillería pesada con la que derriba todas las murallas chinas, con la que impone la capitulación de la más obstinada xenofobia de los bárbaros.”[8]
Sabemos que no era así como operaba esta apertura: eran los cañones de la flota británica los que “abrieron” China. Los productos chinos eran frecuentemente más competitivos que los occidentales. También sabemos que no fue que la industria inglesa más avanzada la que permitió la dominación exitosa de la India (nuevamente, las telas indias eran de mejor calidad que las inglesas). Por el contrario, fue la dominación de India (y la destrucción organizada de las industrias indias) lo que le dio a la Gran Bretaña su posición hegemónica en el sistema capitalista del siglo XIX.
Sin embargo, un Marx más viejo aprendió cómo abandonar el eurocentrismo de su juventud. Marx sabía como cambiar sus ideas, a la luz de la evolución del mundo.
En 1848, Marx y Engels por consiguiente imaginaron la fuerte posibilidad de una o más revoluciones socialistas en la Europa de su época, confirmando que el capitalismo representa solo un corto paréntesis en la historia. Los hechos pronto le dieron la razón. La Comuna de Paris de 1871 fue la primera revolución socialista. Sin embargo también fue la última revolución lograda en un país capitalista desarrollado. Con la creación de la Segunda Internacional, Engels no perdió las esperanzas en los nuevos progresos revolucionarios, en particular en Alemania. La historia la demostró que estaba equivocado. Sin embargo, la traición de la Segunda Internacional en 1914 no sorprendería a nadie. Más allá de su giro reformista, el alineamiento de los partidos obreros en toda Europa, en esa época con la política expansionista, colonialista e imperialista de sus burguesías indicaba que no había mucho que esperar de parte de los partidos de la Segunda Internacional. El frente de batalla para la transformación del mundo se desplazó hacia el Este, hacia Rusia en 1917 y luego en China. Ciertamente, Marx no predijo esto, pero sus posteriores textos nos permiten suponer que él probablemente no se habría sorprendido por la Revolución Rusa.
Con respecto a China, Marx pensó que era una revolución burguesa lo que estaba en la agenda. En enero de 1850 escribió: “Cuando nuestros reaccionarios europeos (…) lleguen finalmente ante la gran muralla de China (…) quien sabe si no hallarán luego escrita la leyenda: République chinoise, Liberté, Égalité, Fraternité”.[9] El Kuomintang de la revolución de 1911, de Sun Yat-sen, también imaginaba esto, como Marx, proclamando la República (burguesa) de China. Sin embargo, Sun no pudo derrotar a las fuerzas del viejo régimen, cuyos señores de la guerra recuperaron el territorio, ni en expulsar la dominación de las fuerzas imperialistas, especialmente Japón. El giro del Kuomintang de Chiang Kai-shek confirmó los argumentos de Lenin y Mao sobre que no hay más espacio para una auténtica revolución burguesa, y que nuestra era es la de la revolución socialista. Así como la Revolución Rusa de Febrero de 1917 no tuvo un futuro, dado que no pudo triunfar sobre el viejo régimen, exigiendo por consiguiente la Revolución de Octubre, la Revolución China de 1911 exigía la revolución de los comunistas maoístas, quienes eran los únicos capaces de responder a las expectativas de una liberación, simultáneamente nacional y social.
Así fue que Rusia, el “eslabón débil” del sistema, inició la segunda revolución socialista luego de la Comuna de París. Pero la Revolución Rusa de Octubre no fue apoyada, sino combatida por los movimientos obreros europeos. Rosa Luxemburgo empleó duras expresiones para esta desviación de dichos movimientos en este respecto. Habló de su fracaso, traición, y “la inmadurez del proletariado alemán para el cumplimiento de sus tareas históricas.”[10]
He abordado este retroceso de la clase obrera en el Occidente desarrollado, en el que abandonaron sus tradiciones revolucionarias, haciendo hincapié en los efectos devastadores de la expansión imperialista del capitalismo y los beneficios que las sociedades imperialistas de conjunto (y no solo sus burguesías) extrajeron de sus posiciones dominantes. Por consiguiente, he considerado necesario dedicar un capítulo entero en mi interpretación de la importancia universal de la Revolución de Octubre al análisis del desarrollo que llevó a las clases obreras europeas a renunciar a sus tareas históricas, para usar los términos de Luxemburgo. Remito al lector al capítulo 4 de mi libro October 1917 Revolution.
4
Los avances revolucionarios en el largo camino de la transición socialista o comunista se originarán por consiguiente sin dudas exclusivamente en las sociedades de la periferia del sistema mundial, precisamente en los países en los que una vanguardia entendería que no es posible “superar el atraso” integrándose en la globalización capitalista, y que por esta razón debe hacerse algo más; eso es, avanzar en una transición de una naturaleza socialista. Lenin y Mao expresaron esta convicción, proclamando que nuestra época ya no es más la época de las revoluciones burguesas sino, desde entonces, la época de las revoluciones socialistas.
Esta conclusión exige otra: las transiciones socialistas sucederán necesariamente en un país, que además quedará fatalmente aislado por el contraataque del imperialismo mundial. No hay alternativa; no habrá una revolución mundial simultánea. Por consiguiente, las naciones y estados que tomen este camino enfrentarán un doble desafío: (1) resistir la guerra permanente (caliente o fría) librada por las fuerzas imperialistas; y (2) lograr asociarse con la mayoría campesina ak progresar en el nuevo camino al socialismo. Ni el Manifiesto, ni desde luego Marx ni Engels estaban en una posición para decir algo sobre estas cuestiones; en cambio, hacerlo es la responsabilidad del marxismo viviente.
Estas reflexiones me llevan a evaluar las ideas que Marx y Engels desarrollaron en elManifiesto en lo que concierne a los campesinos. Marx se sitúa en su tiempo, que todavía era el tiempo de las revoluciones burguesas incompletas en la propia Europa. En este contexto, el Manifiesto dice: “En este estadio, los proletarios no combaten, pues, contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, es decir, contra los restos de la monarquía absoluta, los terratenientes, (…) toda victoria que de esa manera se conquista es una victoria de la burguesía.”[11]
Pero la revolución burguesa dio la tierra a los campesinos, como se mostró particularmente en el caso ejemplar de Francia. Por lo tanto, el campesinado en su inmensa mayoría se convierte en el aliado de la burguesía, en el campo de los defensores del carácter sagrado de la propiedad privada y se convierte en el adversario del proletariado.
Sin embargo, la transferencia del centro de gravedad de la transformación socialista del mundo, emigrando de los centros imperialistas dominantes hacia las periferias dominadas, modifica radicalmente la cuestión campesina. Los avances revolucionarios se posibilitan en las condiciones de sociedades que aún continúan siendo, en gran parte, campesinas, sólo si las vanguardias socialistas logran implementar estrategias que integran a la mayoría del campesinado en el bloque que lucha contra el capitalismo imperialista.
5
Marx y Engels jamás creyeron, ni cuando editaban el Manifiesto, ni posteriormente, en el potencial revolucionario espontáneo de la clase obrera, pues “las ideas dominantes de una época siempre fueron únicamente las ideas de la clase dominante”[12]. Debido a este hecho, los obreros, como otros, adhieren a la ideología de la competencia, un pilar fundamental para el funcionamiento de la sociedad capitalista, y, por lo tanto, la “organización de los proletarios como clase, y con ello, como partido político es quebrantada de nuevo a cada instante a través de la competencia entre los propios trabajadores”[13].
Por consiguiente la transformación del proletariado de una clase en sí en una clase para sí exige la intervención activa de una vanguardia comunista: “Los comunistas (…) son, desde el punto de vista práctico, la parte más resuelta de los partidos de los trabajadores de todos los países; la parte que siempre impulsa hacia adelante; desde el punto de vista teórico, aventajan a la masa restante del proletariado en la comprensión de las condiciones, la marcha y los resultados generales del movimiento proletario”[14].
La afirmación del rol inexorable de las vanguardias no significa para Marx una defensa a favor del partido único. Como escribe en el Manifiesto, “los comunistas no representan ningún partido particular frente a los demás (…) no sostienen principios particulares, de acuerdo con los cuales se proponen modelar el movimiento proletario”[15].
Y luego, en su concepción de lo que debería ser una internacional proletaria, Marx consideró necesario integrar en ella a todos los partidos y corrientes del pensamiento y la acción que contaran con una verdadera audiencia obrera y popular. La Primera Internacional incluyó entre sus miembros a blanquistas franceses, lassalleanos alemanes, sindicalistas ingleses, anarquistas, y seguidores de Proudhon y de Bakunin. Ciertamente, Marx no ahorró sus críticas, a menudo duras, a muchos de sus compañeros. Y se podría decir que probablemente se halla en la raíz de la corta vida de esta internacional la violencia de estos conflictivos debates. Sea como fuere, esta organización, no obstante, fue la primera escuela para la educación de los futuros cuadros que intervendrían en la lucha contra el capitalismo.
Dos observaciones nos llevan a preguntar sobre el papel del partido y los comunistas. La primera es sobre la relación entre el movimiento comunista y la nación. Como podemos leer en el Manifiesto: “Los trabajadores no tienen patria. No es posible quitarles lo que no tienen. En la medida en que el proletariado debe conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse a sí mismo como nación, es aún nacional, aunque de ningún modo en el sentido de la burguesía”.[16] Y “aunque no según el contenido, sí lo es de acuerdo con la forma.”[17]
En el mundo capitalista los proletarios no comparten el nacionalismo de su país; ellos no pertenecen a esa nación. La razón es que en el mundo burgués la única función del nacionalismo es legitimar, por un lado, a la explotación de los trabajadores del país dado y, por el otro, a la lucha de la burguesía contra sus competidores extranjeros y a la satisfacción de sus ambiciones imperialistas. Sin embargo, con el triunfo de una eventual revolución socialista, todo cambiaría.
La reflexión anterior se relaciona con las primeras largas etapas de la transición socialista en las sociedades de las periferias. Además, el concepto del objetivo final del comunismo fortalece la importancia de esta diversidad nacional de las naciones proletarias. El Manifiesto ya formuló la idea de que el comunismo se construye sobre una diversidad de individuos, colectividades, y naciones. La solidaridad no excluye sino que implica el libre desarrollo de todos. El comunismo es la antítesis del capitalismo, el cual, a pesar de su elogio del “individualismo”, de hecho produce, a través de la competencia, clones formateados por la dominación del capital.
En relación a esto, citaré lo que escribí recientemente en October 1917 Revolution: “El apoyo o el rechazo a la soberanía nacional da lugar a graves equívocos mientras no se identifique el contenido de clase de la estrategia en cuyo marco se opera. El bloque social dominante en las sociedades capitalistas siempre concibe a la soberanía nacional como un instrumento para promover sus intereses de clase, es decir, explotar a los trabajadores locales y simultáneamente consolidar su posición en el sistema mundial. Hoy, en el contexto del sistema liberal globalizado dominado por los monopolios financiarizados de la Tríada (EE.UU., Europa, Japón) la soberanía nacional es el instrumento que permite a las clases dominantes mantener sus posiciones competitivas en el sistema. El gobierno de los EE.UU. ofrece el ejemplo más claro de esa práctica constante: se concibe a la soberanía como la preservación exclusiva del capital monopolista estadounidense y a tal efecto a la ley nacional estadounidense se le da prioridad sobre la ley internacional. Esa también fue la práctica de las potencias imperialistas europeas en el pasado y continúa siendo la práctica de los principales estados europeos en la Unión Europea.[18]
Teniendo en cuenta eso, se entiende porqué el discurso nacional que elogia las virtudes de la soberanía, ocultando los intereses de clase en cuyo servicio opera, siempre ha sido inaceptable para quienes defienden a la clase trabajadora.
Sin embargo no debemos reducir la defensa de la soberanía a esa modalidad del nacionalismo burgués. En el largo camino al socialismo, la defensa de la soberanía no es menos decisiva para la protección de la alternativa popular. Incluso constituye una condición ineludible para progresar en esa dirección. La razón es que el orden global (así como también su orden sub-global europeo) jamás será transformado desde arriba por las decisiones colectivas de las clases dominantes. En ese aspecto el progreso es siempre el resultado del progreso desigual de las luchas de un país a otro. La transformación del sistema mundial (o el subsistema de la Unión Europea) es el producto de esos cambios que operan en el marco de los diversos estados, que, a su vez, modifican el equilibrio internacional de fuerzas entre ellos. El estado-nación sigue siendo el único marco para el despliegue de las luchas decisivas que de última transforman el mundo.
Los pueblos de las periferias del sistema, que por naturaleza es polarizador, tienen una larga experiencia del nacionalismo positivo, progresivo, que es antiimperialista, y rechaza al orden global impuesto por los centros, y por consiguiente es potencialmente anticapitalista. Digo sólo potencialmente porque este nacionalismo también puede inspirar la ilusión de una posible construcción de un orden capitalista nacional que puede alcanzar a los capitalismos nacionales que dominan los centros. En otras palabras, el nacionalismo en las periferias es progresivo únicamente a condición de que siga siendo antiimperialista, en conflicto con el orden liberal mundial. Cualquier otro nacionalismo (que en este caso sería sólo una fachada) que acepte al orden liberal mundial es el instrumento de las clases dominantes locales que buscan participar en la explotación de sus pueblos y eventualmente de otros aliados más débiles, que operan por consiguiente como potencias sub-imperialistas.
La confusión entre estos dos conceptos antinómicos de la soberanía nacional, y en consecuencia el rechazo a todo nacionalismo, aniquila la posibilidad de salir del orden liberal mundial. Desgraciadamente, la izquierda –en Europa y en otras partes- a menudo cae víctima de esa confusión.
El segundo punto concierne a la segmentación de las clases trabajadoras, a pesar de la simplificación de la sociedad relacionada con el progreso del capitalismo, evocada en el Manifiesto: “Nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza, empero, por el hecho de haber simplificado los antagonismos entre las clases. La entera sociedad se escinde cada vez más en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases que se enfrentan directamente entre sí: burguesía y proletariado”.[19]
Este doble movimiento – de la generalización de la posición proletaria y simultáneamente de la segmentación del mundo de los trabajadores – hoy es considerablemente más visible de lo que era en 1848, cuando apenas estaba apareciendo.
Hemos sido testigos durante el largo siglo XX, hasta nuestros días, de una generalización sin precedentes de la condición proletaria. Hoy, en los centros capitalistas, casi la totalidad de la población se reduce al estatus de empleados que venden su fuerza de trabajo. Y en las periferias, los campesinos son integrados más que nunca antes en redes comerciales que han aniquilado su estatus como productores independientes, haciéndolos subcontratistas dominados, reducidos de hecho al estatus de vendedores de su fuerza de trabajo.
Este movimiento se asocia a los procesos de pauperización: el trabajador “se convierte en pobre, y el pauperismo se desarrolla aún más rápidamente que la población y la riqueza”.[20] Esta tesis sobre la pauperización, retomada y amplificada en El capital, fue criticado sarcásticamente por los economistas vulgares. Y sin embargo, al nivel del sistema capitalista mundial – el único nivel que ofrece el marco total al análisis de la realidad – esta pauperización es considerablemente más visible y real que la que imaginó Marx. Sin embargo, al mismo tiempo que esto, las fuerzas capitalistas han logrado debilitar el peligro que representa la proletarización generalizada al implementar estrategias sistemáticas que buscan segmentar a las clases obreras en todos los niveles, nacionalmente e internacionalmente.
6
La tercera sección del Manifiesto, titulada “Literatura socialista y comunista”, a un lector contemporáneo podría parecerle que pertenece verdaderamente al pasado. Marx y Engels nos ofrecen aquí comentarios que conciernen a personajes históricos y su producción intelectual que pertenecen a su época. Durante largo tiempo olvidadas, estas cuestiones parecen hoy ser una preocupación exclusivamente de archivistas.
Sin embargo, me sorprenden las persistentes analogías con movimientos y discursos más recientes, realmente contemporáneos. Marx denuncia a los reformistas de todo tipo, que no habían comprendido nada de la lógica del desarrollo capitalista. ¿Han desaparecido ellos de la escena? Marx denunciaba las mentiras de quienes condenaban las maldades del capitalismo, pero sin embargo, “en la praxis política, participan en todas las medidas represivas contra la clase trabajadora”.[21] Los fascistas del siglo XX y de hoy, o los movimientos presuntamente religiosos (los Hermanos Musulmanes, los fanáticos del hinduismo y del budismo), ¿son acaso diferentes?
Las críticas de Marx a los competidores del marxismo, y sus ideologías, así como también sus esfuerzos por identificar al medio social del cual son portavoces, no implican que para Marx, y para nosotros, los auténticos movimientos anticapitalistas no puedan ser necesariamente diversificados en sus fuentes de inspiración. Sugiero al lector algunos de mis recientes textos sobre este tema, concebido desde la perspectiva de la reconstrucción de una nueva Internacional como una condición para la eficacia de las luchas populares y las visiones del futuro.[22]
7
Concluiré mi lectura del Manifiesto con las siguientes palabras.
El Manifiesto es el himno a la gloria de la modernidad capitalista, del dinamismo que ésta inspira, sin parangón durante la larga historia de la civilización. Pero a la vez, es el canto del cisne de este sistema, cuyo movimiento no es más que una generación del caos, como Marx siempre lo comprendió y nos lo recordó. La racionalidad histórica del capitalismo no se extiende más allá de su producción en un corto tiempo de todas las condiciones, materiales, políticas, ideológicas y morales, que lo llevarán a su superación.
Siempre he compartido ese punto de vista, que creo que es el de Marx, desde el Manifiesto hasta la primera época de la Segunda Internacional que vivió Engels. Los análisis que he propuesto conciernen a la larga maduración del capitalismo – diez siglos – y las contribuciones de las diferentes regiones del mundo hasta esta maduración (China, el oriente islámico, las ciudades italianas, y finalmente la Europa atlántica), su corto cenit (el siglo XIX), y finalmente su larga declinación que se manifiesta a través de dos largas crisis sistémicas (la primera desde 1890 hasta 1945, y la segunda desde 1975 hasta nuestros días). Estos análisis tienen el objetivo de profundizar lo que en Marx era solo una intuición.[23] Esta visión del lugar del capitalismo en la historia fue abandonada por las corrientes reformistas en el marxismo de la Segunda Internacional y luego desarrollada por fuera del marxismo. Fue reemplazada por una visión de acuerdo a la cual el capitalismo habrá cumplido su tarea solo cuando haya logrado homogeneizar el planeta de acuerdo al modelo de sus centros desarrollados. Contra esta persistente visión del desarrollo globalizado del capitalismo, que es simplemente irreal pues el capitalismo es por su propia naturaleza polarizador, planteamos la visión de la transformación del mundo a través de procesos revolucionarios, rompiendo con la sumisión a las vicisitudes mortales de la decadencia de la civilización.
Notas:
[1] He escrito sobre este tema en el capítulo tres de mi libro October 1917 Revolution: A Century Later (Montreal: Daraja, 2017).
[2] Karl Marx y Friedrich Engels, El manifiesto comunista (Buenos Aires: Ediciones Herramienta, 2008), 25.
[3] He escrito además sobre esta cuestión en la conclusión de mi libro Class and Nation(Nueva York: Monthly Review Press, 1980).
[4] El manifiesto comunista, 71.
[5] Ob. Cit., 27, 29.
[6] Ob. Cit., 28.
[7] Ob. Cit., 30.
[8] Ob. Cit., 30
[9] Karl Marx y Frederick Engels, Sobre el colonialismo (Nueva York: International Publishers, 1972), 18
[10] Rosa Luxemburgo, La revolución rusa, 1918, accesible en http://marxists.org.
[11] Ob. cit., 35.
[12] Ob. cit., 48.
[13] Ob. cit, 36-37.
[14] Ob. cit., 41-42.
[15] Ob. cit., 41.
[16] Ob. cit., 47-48.
[17] Ob. cit., 39.
[18] Amin, October 17, 83-85. He discutido esta cuestión específica para Europa en el capítulo 4 de mi libro The implosion of Contemporary Capitalism (Nueva York: Monthly Review Press, 2013).
[19] Manifiesto, 26.
[20] Ibíd., 40.
[21] Ibíd., 54.
[22] Ver “Unité et diversité des Mouvements Populaires au Socialisme”, en el libro Egypte, Nassérisme et Communisme, y « L’Indispensable Reconstruction de l’Internationale des Travailleurs et des Peuples», en el blog http://investigaction.net/fr.
[23] Ver Samir Amin, The Implosion of Contemporary Capitalism.
Nota de www.herramienta.com.ar:
(*) Samir Amin (1931-2018) fue director del Third World Forum en Dakar, Senegal, y autor de muchos libros, siendo el más reciente: Modern Imperialism, Monopoly Finance Capitalism, and Marx’s Law of Value (Monthly Review Press, 2018).
Agradecemos la gentileza de Monthly Review por autorizar la traducción y publicación del artículo “The Communist Manifesto, 170 Years Later”, publicado en el Vol. 70 No. 5, October 2018. Este artículo fue el último enviado por Samir Amin antes de su fallecimiento. Amin sólo pidió que se postergara la publicación hasta que apareciera previamente en Socioloski pregled (Belgrado, Serbia). Agradecemos también a Monthly Review Selecciones en castellano, por su gentil autorización. Traducción por Francisco T. Sobrino. “Translated and reprinted by permission of Monthly Review magazine. (c) Monthly Review vol. 70, no. 5, October 2018. All rights reserved.”
Fuente: https://www.herramienta.com.ar/articulo.php?id=2981#_ftnref2 // http://contrahegemoniaweb.com.ar/el-manifiesto-comunista-170-anos-mas-tarde/
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