Por
La biógrafa Anne Beer rescata a ocho compositoras menospreciadas por la historia tradicional de la música*.
“Hubo un tiempo en el que yo creía tener talento creativo, pero he renunciado a esa idea; una mujer no debe tener el deseo de componer: si ninguna ha podido hacerlo, ¿por qué iba a poder yo?”. Lo escribió Clara Wieck poco antes de casarse con Robert Schumann y convertirse en Clara Schumann, una de las compositoras e intérpretes más valoradas por la tradición musical, pero de ninguna manera a la altura de lo que le correspondería, según la crítica actual. Porque hubo un tiempo en el que a las mujeres con talento se las consideraba “ángeles dotados”, no profesionales, y su música era obstinadamente recluida en el ámbito privado. De ahí que muchas de sus obras no hayan llegado hasta nuestros días.
En un magnífico y riguroso trabajo de rescate, en ‘Armonías y suaves cantos’ la profesora y biógrafa Anna Beer (Londres, 1964) hace justicia a ocho compositoras cuya obra ha sido menospreciada por la historia tradicional de la música. Desde la Florencia del XVII hasta el Londres del XX, Beer bucea en cartas, diarios, críticas y partituras para brindarnos el retrato de ocho mujeres que despertaban recelos y miedos profundos sólo por el hecho de componer. “Habría sido demasiado fácil representar la vida de toda compositora como una lucha inútil. Pero he preferido celebrar sus logros en lugar de lamentar las óperas y las sinfonías que no llegaron a escribir”, nos dice. Francesca Caccini, Barbara Strozzi, Élisabeth Jacquet de la Guerre, Marianna Martines, Fanny Hensel, Clara Schumann, Lili Boulanger y Elizabeth Maconchy. Esos son sus nombres y estas sus historias.
1587-1640. Francesca Caccini,
Fue nombrada ‘la música’ en 1607, cargo con un sueldo fijo al mes que la convierte en una autoridad musical en la corte de los Medici en la Florencia de finales del siglo XVI. Es Francesca Caccini (Florencia, 1587-1640) y tiene veinte años. Una extraordinaria virtuosa que compone, canta, toca el laúd, la tiorba, el clavecín, la guitarra, el arpa… pero de la que apenas hoy sabemos o hemos escuchado nada. Hija de dos músicos excepcionales, Giulio Caccini, autor del manual de canto más influyente del siglo XVII, ‘Le nuove musiche’, y de la cantante Lucia Di Filippo Gagnolandi, Francesca parecía predestinada a dedicarse también a la música en una época en la que sobre las intérpretes y las compositoras se cernía invariablemente la sombra de la puta lasciva. Educada por su padre, alcanza el éxito como intérprete en la corte francesa de Enrique IV, pero es bajo la protección de la gran duquesa Cristina de Lorena, la cabeza de los Medici, cuando despliega toda su creatividad. “Estaba en el lugar y el momento oportunos: una compositora en una corte que empezaba a modelarse en torno a una mujer”, nos describe la autora Anna Beer.
Se da a conocer como compositora con ‘La stiava’ (cuya partitura no se conserva), un espectáculo cortesano encargo de la gran duquesa para el carnaval de 1607. La compone con la ayuda del libretista Michelangelo Buonarrotti, sobrino nieto del gran Miguel Ángel, quien se convertirá en su leal colaborador y amigo. Desde entonces, su producción es imparable. Una de las obras que han llegado hasta nuestros días es ‘Il primo libro delle musiche’, un volumen de arias de intensos sentimientos (el deseo, ‘Rendi alle mie speranze’; la pérdida, ‘ Lasciatemi qui solo ’; la angustia, ‘Ferma, Signore, arresta…’). Un libro dirigido a mujeres.
Son años en los que la ópera comienza a despuntar como “un tipo de teatro experimental completamente radical”. Caccini aporta su grano de arena con ‘La liberazione di Ruggiero dall’isola d’Alcina’, una de las escasas obras de larga duración (75 minutos) de principios de la edad moderna compuestas por un solo compositor que han llegado íntegras a nosotros. Una obra que fue a la vez un triunfo musical y político que encarnaba el proyecto de las Medici.
1619-1677. Barbara Strozzi,
Una joven apenas salida de la adolescencia posa con una viola de gamba para el maestro genovés Bernardo Strozzi. Estamos a finales de los años treinta del siglo XVII, en una Venecia que se enorgullece de su tolerancia y su sofisticación, con fama de ofrecer las trabajadoras sexuales más exquisitas a Europa. Sobre el lienzo, la muchacha rebosa exuberancia. Uno de sus generosos senos está casi al descubierto. La modelo es Barbara Strozzi (Venecia, 1619-Padua, 1677), todavía no ha cumplido los veinte años, y esa imagen la acompañará para siempre ligándola al trinomio intérprete, compositora y cortesana.
Hija de Giulio Strozzi, intelectual, poeta, libertino y el rey de los libretistas de la ópera veneciana, Barbara, como antes Francesca y como otras autoras de este libro, se convertiría en el proyecto personal de su progenitor. Fue durante quince años el peón de un juego dirigido por hombres –su padre y Giovanni Paolo Vidman, de quien fue concubina y madre de probablemente cuatro hijos–, lo que marcó buena parte de su música: “El contenido sexual explícito o la confusión entre géneros en la música de Strozzi se limitaba a hacerse eco de la erótica de la vida y la moda venecianas”, nos cuenta Anna Beer. De ahí que la música de Strozzi –arias, arietas y cantatas profanas, además de ‘El primer libro de madrigales’– fuera vetada en su época en las iglesias. Y más recientemente. La autora recoge la negativa de un programador londinense que en el 2015 no quiso incluir composiciones de Strozzi en el programa por ser “demasiado sensuales para los ambientes eclesiásticos”.
La ópera encontró en la Venecia de Strozzi su verdadero hogar, pero ella no la cultivó. Se dedicó sobre todo a las cantatas profanas. Alcanzó cotas dramáticas y compositivas hoy reconocidas, pero su mayor logro fue constituir un precedente para las mujeres compositoras al aprovechar la industria editorial de Venecia, la más sofisticada y liberal de Europa, para publicar su obra y conseguir abrirse un nicho profesional personal.
1665-1729. Élisabeth Jacquet de la Guerre,
Según la leyenda, el rey Luis XIV fue el primero en reconocer su talento cuando actuó en Versalles a los cinco años. Y desde entonces, el Rey Sol se convirtió en su máximo valedor. Élisabeth Jacquet de la Guerre (París, 1665-1729) también nació en un entorno musical que propició su florecimiento, aunque el apelativo de niña prodigio que la acompañó toda su vida empañó su extraordinario talento como intérprete y compositora. Al servicio de madame de Montespan, la principal amante del rey, con 15 años se adentra en los entresijos de Versalles, donde la política sexual es crucial. El mundo musical está controlado por Jean-Baptiste Lully, un florentino que importa la ópera italiana a la corte francesa.
Es en este contexto donde el libro se adentra en las primeras incursiones de De la Guerre en el campo de la composición (‘Les pièces de clavecin: Livre I’); su matrimonio con Marin La Guerre, procedente de una importante estirpe de organistas; sus silencios musicales; la creación de ‘Jeux a l’honneur de la victoire’, una ópera-ballet compuesta para el rey entre 1691 y 1692 y que debería situarse como la primera ópera de la historia. Sí se la considera la primera mujer que compuso una ópera en Francia, ‘Céphale et Procis’, aunque el título se vio empañado por la falta de éxito. Un ‘fracaso’ que la llevó a mezclar las tradiciones francesas con las innovaciones italianas en el campo de la sonata (ningún otro compositor francés lo había hecho antes). Sus creaciones (‘Pièces de clavecin qui peuvent se jouer sur le viollon’) fueron catalogadas de “explosivas” y en contra de los gustos franceses. Unas sonatas que hoy son consideradas “obras maestras del género”. También lo son sus cantatas, mejores incluso que las sonatas, la última de las cuales salió a la luz en el 2008.
1744-1812, Marianna von Martines,
Por más que compusiera un gran número de arias que rivalizan en hermosura con cualquier pieza que sus colegas –Mozart, Haydn, Beethoven– produjeran para los teatros de ópera de Europa; por más que su mentor fuera Metastasio, el libretista operístico más importante de su época; por más que la prestigiosa Academia Filarmónica de Bolonia le concediera el título de Academia Filarmónica Onorata, algo que ninguna mujer había conseguido en los 108 años de historia de la institución, lo cierto es que Marianna von Martines (Viena, 1744-1812) jamás escribió una ópera, el género dominante en la época, simplemente en razón del sexo y la clase social a los que pertenecía. Porque no habría sido apropiado. Tampoco ninguna sinfonía, la composición de referencia para medir los logros de los compositores a partir del siglo XIX.
El conservadurismo y la precaución de Martines, junto a su ascendencia española –Haydn la llamaba ‘la pequeña española’–, en un momento en el que la acusación contra las mujeres compositoras forma parte de las pretensiones de universalidad y supremacía de la música alemana, le fueron a la contra. De ahí que el retrato que nos ofrece Beer de Martines deje un regusto amargo: una compositora excelente, económicamente estable y con relaciones apropiadas que no pasó de estar nunca en los márgenes del discurso tradicional de la música. ¿Tuvo algo que ver que no abrazara con entusiasmo el fortepiano como sí lo hizo Mozart?
1805-1847. Fanny Hensel,
En 1979, la profesora Marcia Citron, en una investigación sobre Fanny Hensel (Alemania 1805-1847), buscó primero en el Archivo Mendelssohn de la Staatsbibliothek Preußischer Kulturbesitz. En él no había nada, porque el director, Rudolf Elvers, mostró su irritación con “todas esas muchachas aficionadas al piano a las que les encanta Fanny”. ¿Su veredicto sobre Hensel?: “No era nada, sólo la esposa de un hombre”. Nacida Fanny Cecilie Mendelssohn, no tuvo oportunidad de rivalizar con su hermano, Felix Mendelssohn, celebrado por la historia como uno de los grandes compositores, directores e intérpretes del siglo XIX. Y eso que, como a su hermano, se la consideró un “prodigio musical”–tocaba con trece años los 24 preludios de ‘El clave bien temperado’ de Bach–. Pudo interpretar y componer porque su padre fomentó su talento, pero sólo en el ámbito familiar: para su hijo veía la música como una posible profesión; para ella, únicamente un adorno.
Es en este círculo privado –en el que Fanny logra tanto reconocimiento como su hermano– donde se centra el relato de Anne Beer: la sombra del antisemitismo siempre acechante; su matrimonio con el pintor Wilhelm Hensel; la composición de 32 lieder en 1823, su año más prolífico; la intensa y dependiente relación con su hermano, partos, muertes, silencios musicales… ‘La sonata para piano en do menor’, el lieder ‘Tuyo es mi corazón’, basado en un poema de Nicolas Lenau, y los doce movimientos de ‘Das Jahr’ para piano son hasta el momento su obra más celebrada. Porque en la actualidad se siguen buscando sus magníficas composiciones.
1819-1896. Clara Schumann,
Su matrimonio con Robert Schumann ha sido descrito como la mayor historia de amor musical del siglo XIX, y es sin duda la más conocida de todas las figuras que se analizan en el libro de Anne Beer. Pero ¿hasta qué punto esa relación amorosa la obligó o, mejor dicho, contribuyó a tener que justificar y atenuar año tras año su excelencia profesional y pública? ¿Qué habría pasado si Clara Wieck (Alemania, 1819-1896) nunca hubiera cambiado su apellido por el de Schumann?
Hija de un humilde profesor y vendedor de pianos, triunfó tanto en los burgueses escenarios musicales de Leipzig y Londres como en los aristocráticos de Dresde, Viena y San Petersburgo. Nunca cayó en el olvido, motivo por el cual sus piezas han sido a lo largo de la historia mucho más escuchadas que las del resto de las compositoras que integran el libro de Anne Beer. También fue una niña prodigio como intérprete al piano y como compositora para el piano. Su matrimonio con Robert Schumann y la enfermedad de este, la sífilis, que acabó con su cordura, marcó su vida y su música. Sus Variaciones son la muestra.
Intérprete –sus giras de conciertos al piano eran antológicas–, esposa y madre –tuvo ocho hijos–, son facetas en las que ahonda profusamente el libro, en el que planean como sombras las preguntas formuladas al inicio. Porque, aunque brillante compositora, fue el camino que menos exploró, cuando no abandonó –cuando murió Robert renunció definitivamente a componer para hacer de guardiana de su legado–. Su padre, quien había tutelado su instrucción de niña y adolescente, tuvo mucho que ver, así como las reservas de su marido, basadas únicamente en su condición de mujer. Sin embargo se rigió siempre por el lema de los Schumann: “Adelante, siempre adelante, en las alegrías y en las penas”. Palabras de él, no de ella.
1893-1918. Lili Boulanger, LA ETERNA ‘FEMME FRAGILE’
Lili Boulanger (París 1893-1918) lo tenía todo para florecer como compositora: su abuela Marie-Julie Hallinger fue una de las cantantes mas célebres de su época. Su padre, Ernest, ganador del prestigioso premio de Roma, en 1835, ejercía en el Conservatorio de París. Y Raissa, su madre, que se presentaba como princesa rusa, cultivó un círculo social para hacer brillar a sus hijas: Nadia y Lili, ambas con talento musical extraordinario y alumnas del conservatorio, institución que había comenzado a aceptar alumnas pero aún con ideas sexistas sobre sus capacidades.
‘Armonías y suaves cantos’ refleja la vida de las dos hermanas y el papel que tuvo el premio de Roma, crucial para el éxito de cualquier compositor. Nadia se presentó dos veces, en 1908 y en 1909, y aunque se puso de manifiesto que había escrito la mejor obra, no lo ganó. Lili tomó nota y su venganza personal no fue sólo ganarlo –lo hizo en 1913 con una cantata a partir de la historia de Fausto y Helena de Troya, un logro que fue saludado como la primera victoria seria para el feminismo–, sino saltarse a la torera todo lo que el programa del premio estipulaba. La enfermedad de Crohn marcó su música pero también su vida, porque la obligó a debatirse entre la figura dramática de la ‘femme fragile’ y la compositora ambiciosa y vivaz que emergía cuando la enfermedad mitigaba. ‘La marche gaie’ y ‘Dans la immense tristesse ’, son buena muestra de estas dos realidades. Pese a sus dolencias, Boulanger estaba dentro del ‘establishment’ musical francés. Tanto es así que el gigante literario Maurice Maeterlinck, “el rey de los simbolistas”, deja en manos de la pequeña Lili ‘La princesse Maleine’, la única de sus piezas dramáticas que no había sido adaptada musicalmente. Un encargo que coincide con el estallido de la guerra y un avance de la identidad nacional. Ironías de la vida, la guerra permitió que su música fuera oída (‘ Pour les funérailles d’un soldat ’, 1915). Boulanger nunca terminó ‘La princesse Maleine’. Si lo hubiera hecho, ¿Boulanger se habría unido a las filas de los grandes compositores?
1907-1994. Elizabeth Maconchy,
“Hace 30 años nos dijeron que Maconchy había escrito uno de los mejores ciclos de cuartetos de cuerda del siglo XX, que el abandono del que era objeto su obra constituía un escándalo nacional y que su momento llegaría. En el nuevo milenio, a Maconchy se la sigue considerando nuestra mejor compositora desconocida”. ¿Por qué? ¿Por escoger la música de Bartók y Janácek en vez de abrazar la música tradicional inglesa con la que se quería desbancar la hegemonía musical de Alemania y París? ¿Por ser madre de dos hijas y mujer?
La autora Anne Beer siente predilección por la última de esta lista de brillantes compositoras. Elisabeht Maconchy (Inglaterra, 1907-1994), una joven angloirlandesa con un talento inmenso pero con una educación musical mínima, comienza a cosechar éxitos con apenas dieciséis años. Ingresa en el Royal College of Music, plataforma de primer orden para todo compositor; su música comienza a sonar en los exitosos Promenade Concerts (Proms) celebrados en el Queen’s Hall; la BBC emite sus obras, por las que obtuvo numerosos galardones, sobre todo sus famosos cuartetos de cuerda; comprometida con los aliados, alza su música en contra de la guerra y los nazis con ‘La voz de la ciudad’; presidió la Sociedad de Compositores de Gran Bretaña y fue la primera mujer que ocupó la presidencia de la Society for the Promotion of New Music, trabajo por el que posteriormente fue nombrada Dama del Imperio Británico. Sin embargo, no fue una compositora popular ni cómoda y sus éxitos pronto fueron olvidados. Eso fue tras la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué excusa hay hoy?, se pregunta Beer. ¿Y para el desconocimiento del resto?, nos preguntamos nosotros.
*Anne Beer, ‘Armonías y suaves cantos. Las mujeres olvidadas de la música clásica’
Fuente:https://www.lavanguardia.com/cultura/culturas/20190414/461563408233/compositoras-musica-anna-beer-armonias-y-suaves-cantos-francesca-caccini-barbara-strozzi-elisabeth-jacquet-marianna-martines-fanny-hensel-clara-schumann-lili-boulanger-elizabeth-maconchy.html
Descubre más desde Correo de los Trabajadores
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
Be the first to comment