Por Ricardo Mir.
Los ensayos de Donna Haraway (Denver, 1944) no son la clase de libros que uno lee en el metro con los cascos puestos. Y si lo hace, buena suerte. Pero aún lejos de las grandes audiencias, esta bióloga y teórica del conocimiento pasa por ser una de las pensadoras más influyentes en campos como el feminismo, la justicia medioambiental o la complicada relación de los humanos con la tecnología. Su ‘Manifiesto Cyborg’ ayudó a reevaluar la estrategia feminista en plena eclosión tecnológica y neoliberal, al tiempo que la convertía en una filósofa de culto. En España acaba de publicar ‘Seguir con el problema. Generar parientes en el Chthuluceno’ (Consonni). Profesora emérita de Historia de la Conciencia en la Universidad de California-Santa Cruz, atiende a El Periódico a través de Skype desde su casa californiana.
–‘Seguir con el problema’, ¿de qué problema estamos hablando?
–Es un objetivo en movimiento, un patrón de dilemas cada vez más profundos y urgentes a una escala planetaria. Para mí los más urgentes son la migración y la indigencia: el número extraordinario de seres humanos y organismos desplazados de sus hogares y forzados a vivir en movimiento bajo unas condiciones que generan muerte y un sufrimiento indecible.
–Principalmente, ¿por la guerra y el cambio climático?
–Desastres naturales, guerra, odio interétnico, violencia doméstica, guerras contra la droga… Si hablamos del cambio climático, en buena parte de Centroamérica, las cosechas son cada vez menos seguras y la sequía está forzando a mucha gente a migrar hacia unos EE UU extraordinariamente racistas y xenófobos. Se ha vuelto muy difícil cuidar los unos de los otros.
–No todos los países tienen capacidad para ofrecer a los refugiados e inmigrantes condiciones que les permitan prosperar cuando llegan en oleadas.
–Es verdad. Hay consecuencias para los países de acogida, a veces funestas, pero creo que se exageran. La capacidad para absorber y ayudar a los inmigrantes a florecer es grande. Lo que estamos viendo es una especie de revancha neofascista y rechazo homicida a abrir nuestras fronteras y hacerles espacio. Lo veo en EE UU. En California hay muchas industrias en crisis porque no hay suficientes trabajadores inmigrantes. Y en el Medio Oeste o en el Sur, muchas han revivido gracias a los inmigrantes. La pérdida de esa conciencia es un enorme problema. Tenemos que pensar en la clase de sociedades que podemos construir con ayuda de los inmigrantes. Y también hay que hacer frente a las causas de la migración forzosa. A eso me refiero en parte cuando hablo de seguir con el problema. En lugar de empeñarse en una solución, tenemos que pensar qué podemos hacer con los medios que tenemos.
–Nuestras políticas militares o económicas contribuyen a menudo a esa migración, una realidad ignorada por muchos líderes, que culpan a los inmigrantes de toda clase de males. ¿Qué tratan de ocultar?
–A mí también me deja perpleja. Cuando te fijas en los Bolsonaro, Erdogan, Hungría, Suecia o Estados Unidos te das cuentas que las fuerzas de la exclusión y la xenofobia están desbocadas. Y abundan los gobiernos que están echando gasolina al fuego. ¿Qué está pasando? La industria de las energías fósiles y otras élites son conscientes de que se les acaba el tiempo para sacarle rédito a sus recursos y han cerrado filas para quemar hasta la última caloría de la Tierra, por más que estén invirtiendo muchísimo en renovables. El capitalismo contemporáneo se ha dado cuenta de que empieza a haber un límite para mantener el tipo de beneficios y la profunda desigualdad que ha generado. Entienden que el neoliberalismo está muerto y ha fallado, y hay una suerte de convergencia hacia algo que no exactamente fascismo, porque no estamos en los 30, pero sí se le parece. Mucha gente está siendo maltratada y reaccionan con revanchismo, odio y culpando al otro. Esos profundos procesos sicológicos de deshumanizar al otro.
¿Y hacia el mundo natural?
–Hay una suerte de cinismo ante unas fuerzas que parecen ingobernables y eso hace que no se actúe lo suficiente a nivel local. Creo que estamos asistiendo a una monumental crisis de la naturaleza del capital.
La veo bastante optimista sobre el fin de ciclo del capitalismo. Al fin y al cabo, se impuesto en (casi) todo el mundo y la socialdemocracia no deja de perder adeptos.
–Es asombroso que diga que soy optimista. Me opongo completamente al cinismo porque es intelectualmente y moralmente testarudo. Creo que estamos ante una crisis del modelo de civilización que lleva tiempo en marcha y nadie sabe exactamente cómo terminará, pero sí que las pérdidas son y serán enormes. Me refiero a la capacidad de la Tierra para sostener a sus especies. Pero todavía no hemos acabado con ella. Se están haciendo muchas cosas positivas en todos los ámbitos. No hay excusa para no unirse a la gente que está haciendo cosas para que cambien a mejor.
–Científicos como usted alertan de que estamos en medio de la Sexta Extinción. Miles de especies están desapareciendo rápidamente. ¿Tenemos también los humanos los días contados?
–Ni lo sé ni me interesa. Esa es la clase de preguntas que nos meten en problemas. Si lo que me plantea es si el capitalismo codicioso de los chupasangres humanos contemporáneos hundirá todos los ecosistemas de la Tierra arrastrándonos en ese proceso de extinción masiva en las próximas décadas, no lo creo. Pero ¿es posible? Es posible. Me interesa más replantear nuestro concepto del tiempo. Más que plantear cuestiones futuristas, hacer de nuestra concepción del presente algo más denso, para que no solo se fije en el instante actual, sino que abarque nuestra memoria y nuestra historia. Que nos sirva para vivir de un modo menos dañino para nuestro entorno.
–Usted ha escrito sobre el estudio de los primates. ¿Qué podemos aprender de nuestros parientes más cercanos en el momento actual?
–Muchísimo. Yo soy bióloga y me apego a esa identidad, por más que todos mis experimentos en los laboratorios siempre fracasaran (ríe). Unas de las primeras cosas que aprendes en biología es que los humanos somos una especie más entre otras. Es verdad que tenemos nuestras especificidades, pero somos mortales, finitos y tenemos un profundo periodo evolutivo. No solo como individuos sino también como especie. Estamos relacionados con toda clase de organismos y formamos parte de un rico holobioma. Pensar así nos hace más inteligentes y cuidadosos con nuestro entorno. Nuestro deseo de trascendencia e inmortalidad es una enfermedad psicológica.
–“Somos compost, no posthumanos”, suele decir usted.
–Totalmente. Compost no es necesariamente un término virtuoso. Me refiero a crear capas, intentar regenerar, es una palabra para seguir con el problema.
–Tuvo una educación católica muy conservadora. ¿Fue su activismo una reacción a aquella educación?
–No estoy segura. Una de las cosas que aprendí al tomarme en serio el catolicismo, incluido el trabajo del Concilio Vaticano II y la reorganización de la doctrina, fue la preferencia por los pobres. Me influyó mucho el activismo católico contra la guerra de Vietnam, el movimiento católico de derechos civiles, la teología de la liberación. Tuve una educación que fue pura dinamita, a cargo de un grupo de monjas muy progresistas que ayudaron a transformar el rol de la mujer en la Iglesia. Acabé dejando la Iglesia y me rebelé contra algunas cosas, pero me quedé con esa actitud de preocuparme por el prójimo, reforzada después con el marxismo.
–También perteneció a la generación que puso en marcha los estudios de Feminismo en las universidades de EE UU. ¿Dónde está hoy el feminismo?
–Mi posición es que el feminismo es el tronco y lo demás no son más que ramas. Y solo estoy bromeando a medias. Creo que el feminismo puede ser como el resto de los grandes movimientos de liberación: puede dejar la habitación sin aire en su deseo de autoafirmar su posición. En sí mismo, es muy diverso, tiene muchos movimientos internos que cooperan entre sí a veces y otras chocan. Pero lo llamemos como lo llamemos, la situación de las mujeres en este planeta sigue mal. Hay una profunda violencia e injusticia hacia las mujeres, una situación que el feminismo se resiste a ignorar.
–¿Qué piensa del movimiento #MeToo?
–Es complicado.
–Hay quien dice que puede llevarnos al puritanismo y las relaciones encorsetadas.
–No solo puede, sino que todos tenemos algunos claros ejemplos de cómo está pasando, aunque no quiero dar nombres. Creo que el #MeToo era y es necesario porque hay mucha mierda cometida por hombres poderosos que se encubre y el abuso sexual contra las mujeres es sistemático. Especialmente contra las jóvenes. Lo que no quita que en un movimiento de estas dimensiones se produzcan excesos y mucha gente salga perjudicada cuando no debería. Tenemos que ser capaces de dar un paso atrás y reagruparnos. También de perdonarnos. No todos los abusos son iguales.
–Paralelamente, el contrataque está siendo mayúsculo. De los Trump y Bolsonaro, pero también de muchos hombres que creen que las instituciones han adoptado un sesgo a favor de las mujeres.
–También hay blancos que dicen que la gente de color les está reemplazando. O que los inmigrantes les quitan el trabajo. Hay mucho victimismo por parte de los poderosos y aquellos a los que quizás no les ha ido demasiado bien. Se tiende a culpar horizontalmente en lugar de verticalmente porque es mucho más difícil psicológicamente señalar a los poderosos.
–En casi 250 años de historia su país no ha sido capaz de elegir a una mujer como presidenta. Tampoco el mío, por cierto.
–Es verdad y no sé si cambiará a corto plazo. De los candidatos que compiten hoy contra Trump, el más fuerte es sin duda Elisabeth Warren. Bernie Sanders también. Pero hay miedo a lo que aquí llaman socialismo y al Partido Demócrata le aterroriza nominar un candidato que pueda ser destrozado con eslóganes fáciles durante la campaña. Luego está Trump, que es un genio político. Sabe verdaderamente explotar a su favor las contradicciones y maneja los tiempos como un maestro de la comedia. Todavía más difícil será elegir a una mujer negra. Piense en Kamala Harris, que es mucho mejor candidata que Joe Biden. Es imposible que salga elegida.
–En el ‘Manifiesto Cyborg’ (1985) argumentó que la tecnología había liberado a las mujeres de las identidades construidas en el pasado. ¿Sigue pensando lo mismo al ver cómo Google o Facebook nos categorizan a todos con fines comerciales?
–Déjeme volver antes al manifiesto. Sus argumentos estaban muy localizados. Había una gran tendencia en el feminismo estadounidense a ser tecnofóbicos, a señalar a la tecnología como el problema, en lugar de la guerra, el capital o cosas del estilo. Lo cierto es que muchos avances tecnológicos sirven para hacernos prosperar, para mejorar la vida de la gente, y tenemos que ser inteligentes al respecto. Y aliarnos con ello. Dicho esto, lo de Google, Facebook y otros es un gigantesco escándalo global. ¿Y sigo yo en FB? Sí (ríe) ¿Sigue usted?
–Sí.
–Pero creo que la crítica es absolutamente correcta y si dejamos de criticar estamos muertos.
–Hablando de críticas, no es fácil leer sus libros. Pueden ser muy crípticos. ¿Acaso no quiere que se le entienda?
–Mire, hago lo que puedo. Escribo frases mucho más cortas de lo que solía. Y me esfuerzo por que se me comprenda, aunque la noción de que todo el mundo te pueda entender o de ser clara en tu prosa, es psicopatológica, porque cada uno llegamos a nuestras conclusiones de forma diferente. Yo a veces ni siquiera llego a conclusiones. Quizás nuestro trabajo es aprender a florecer en la complejidad. Parte de mi escritura está muy organizada, pero no lo están mis libros en conjunto porque no creo que el mundo funcione de esa manera.
–Le preocupa el crecimiento de la población mundial y lo que representa para la sustentabilidad del planeta. Pero como feminista se opone a las políticas de control de la natalidad.
–Las políticas de control de población, tal como se han implementado, han logrado algunas cosas buenas, pero también han hecho mucho daño. Particularmente a las mujeres. Han adoptado formas de racismo, animalización y otras medidas de control reproductivo que quitan el foco del autocontrol y enfatizan las decisiones centralizadas. Gobiernos y fundaciones tienen que centrarse en el acceso a métodos anticonceptivos, pero alejarse de cosas como la esterilización. El principal problema de la elevada población viene de los ricos. El coste para el planeta de un niño rico es inmenso.
–Pero normalmente son los más pobres quienes tienen más hijos…
–El principal problema reproductivo está en la clase media global. Crece muy rápido y sigue unas prácticas que maximizan el consumo de carne, el uso excesivo del cemento, de la energía… está creciendo de la peor forma posible. La clase media global tiene que crecer, pero no de ese modo. Aunque han caído los índices de natalidad en buena parte del mundo, si sigue la tendencia, a final de siglo seremos unos 11.000 millones de habitantes.
–¿A eso se refiere cuando habla de “generar parientes, no bebés”?
–Y eso incluye dar la bienvenida a los inmigrantes. No tienes que tener tus propios hijos para preocuparte por los niños. Los bebés huelen casi tan bien como los cachorros (ríe). Creo que tenemos un mundo pronatalidad y antiniños en estos momentos. Y yo quiero uno proniños y no pronatalidad. Tenemos que replantear la ecuación.
Fuente: https://www.elperiodico.com/es/mas-periodico/20190914/donna-haraway-si-dejamos-de-criticar-estamos-muertos-
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