Por David Hernández.
Odebrecht fue una de las principales marcas empresariales de Brasil durante décadas, pero ahora está inmersa en uno de los episodios de corrupción más graves de toda América Latina. Los casos de sobornos y cohecho implican a diferentes altos cargos en más de una docena de países, y su resolución judicial seguro marcará la carrera de muchos líderes políticos y la propia estabilidad de los regímenes democráticos en la región.
La mañana del 17 de abril de 2019 todo Perú y América Latina se levantaban conmocionados con la noticia del suicidio del expresidente Alan García mientras la policía y representantes de la Fiscalía registraban su casa. Desde ese momento, la traumática muerte quedaría inevitablemente ligada al nombre de Odebrecht, uno de los mayores casos de corrupción de la historia reciente de la región. En los últimos tres años se han sucedido las líneas de investigación que relacionan a centenares de políticos, funcionarios y empresarios de una docena de países con sobornos y cohecho. La singularidad del problema recae en su dimensión transnacional, su prolongación en el tiempo y el número de personas implicadas.
La red de corruptelas en torno a la empresa brasileña supone un ejemplo más del mal endémico que golpea a la mayor parte de Estados latinoamericanos, cuyas instituciones y principales líderes quedan seriamente desacreditados una vez más por estos escándalos. El propio desarrollo y crecimiento de la zona se ve condicionado por este tipo de circunstancias, que limitan las posibilidades de progreso económico y social. Las resoluciones judiciales que aún están por producirse determinarán en buena medida la fortaleza de los regímenes democráticos, en tanto que servirán para evaluar la independencia de los tribunales y la honestidad de la clase dirigente. Al mismo tiempo, la gravedad de los castigos condicionará la percepción de impunidad para muchos ciudadanos.
América Latina se encuentra sumergida en un período de profunda transformación política, con una fuerte polarización de las dinámicas regionales y una tendencia a la confrontación de los discursos. La corrupción y la violencia están sirviendo de parapeto argumentativo para personalidades emergentes y polémicas —como Jair Bolsonaro en Brasil— que representan un cuestionamiento directo del marco institucional en el que durante décadas lograron medrar ciertas conductas corruptas. Las sociedades latinoamericanos están respondiendo generalmente con apatía y desafección al cúmulo de titulares relacionados con Odebrecht, dejando atrás las esperanzas de que un cambio real puede producirse y asumiendo que el problema no es una cuestión partidista sino totalmente generalizada.
El imperio de Norberto Odebrecht
Odebrecht es un conglomerado empresarial brasileño con una docena de filiales especializadas en construcción, ingeniería y productos petroquímicos, con proyectos y obras en prácticamente toda América Latina, así como en algunos puntos de Europa, África o Asia oriental. Fue fundado en 1944 por el ingeniero Norberto Odebrecht —descendiente de emigrantes alemanes— en la ciudad costera de Salvador de Bahía. El propósito de la compañía era aprovechar el potencial de la economía carioca para especializarse inicialmente en las grandes infraestructuras. La evolución de sus negocios ha estado inexorablemente ligada a sus estrechos contactos con los círculos de poder.
La trayectoria de la constructora puede dividirse en cinco grandes fases. En un primer momento, en las décadas de los cuarenta, cincuenta y parte de los sesenta, la empresa crece en consonancia con el desarrollismo económico propulsado por el Gobierno brasileño, aumentando su presencia en el nordeste del país. A partir de mediados de los sesenta y hasta la década de los ochenta, bajo la dictadura militar, la marca consigue expandir su presencia a lo largo del territorio nacional y, sobre todo, afianzarse en grandes plazas como Río de Janeiro, Sao Paulo y Brasilia, convirtiéndose en una de las empresas más lucrativas y extendiendo su cartera a áreas como la extracción y tratamiento de crudo.
El tercer período tiene lugar con la restauración de la democracia a mediados de los ochenta y noventa, con Gobiernos de tinte conservador y neoliberal, con los que Odebrecht aprovecha la liberalización de la mayoría de mercados latinoamericanos y la intensificación de la globalización para prolongar su red por toda la región. La hegemonía de la izquierda brasileña y el carisma de Lula da Silva impulsa a partir de los años 2000 el ascenso internacional de Brasil y facilita la entrada de las grandes empresas nacionales en otros continentes, entre ellas Odebrecht. Finalmente, el meteórico ascenso termina a partir de 2016, cuando comienzan las primeras investigaciones judiciales.
El conglomerado empresarial ha sido capaz durante más de siete décadas de sobrevivir a los cambios de régimen y gobierno en Brasil manteniendo y haciendo crecer su negocio tanto en democracia como en dictadura, con presidentes de derechas o de izquierdas. La clave para la compañía fue siempre la de preservar una buena relación con el poder político, convirtiéndose en una parte importante de los grupos de presión que circunvalan alrededor de las sedes gubernamentales. Durante los mandatos de Lula da Silva (2003-2010) y Dilma Rousseff (2011-2016), los herederos del imperio constructor buscaron supuestamente reforzar las prácticas corruptas en el extranjero.
Las primeras pesquisas judiciales muestran cómo los sobornos a políticos, funcionarios y otros empresarios estaban totalmente institucionalizados y normalizados en el seno de Odebrecht. Este modus operandi viene de mucho tiempo atrás, llegando a formar parte del propio negocio. Aparentemente se creó un departamento dentro de la empresa dedicado exclusivamente a financiar estas prácticas y sostener la red de contactos en las altas instituciones. Todo ello tenía el objetivo de asegurarse de que en la licitación de las principales obras públicas se contaría con su participación, garantizando de esta manera el porvenir de la marca pese a los vaivenes políticos.
Todo comenzó a venirse abajo en 2014 cuando salió a la luz la operación Lava Jato, que ha tenido un alcance determinante en la política y la justicia brasileñas. La policía inició una investigación sobre una red corrupta alrededor de la compañía estatal Petrobras, que concedía contratos públicos a aquellas empresas que participaran en un sofisticado sistema de sobornos y prebendas a políticos y altos ejecutivos. Más de doscientas personas implicadas y los últimos tres expresidentes —Lula da Silva, Dilma Rousseff y Michel Temer— han sido señalados por el caso. El nombre de Odebrecht apareció en los informes del caso, precipitando un procedimiento aparte que pronto golpearía a América Latina.
El salto a la política latinoamericana
Marcelo Odebrecht, nieto del fundador, cogió las riendas de la empresa en 2005, durante un excepcional ciclo económico y con la imagen de Brasil como potencia emergente a escala internacional. Tan solo una década después sería imputado por participar en la red de sobornos de Petrobras y, un año más tarde, sentenciado a diecinueve años de cárcel. En 2017, al confesar todos los delitos y ofrecer valiosa información a la justicia, pasó a arresto domiciliario, aunque sin posibilidad de retomar su trabajo. El conglomerado todavía sigue en manos de la familia, pero pierde así a uno de sus principales responsables justo en el momento en el que pesaba sobre la empresa toda la atención mediática y judicial.
Comprar los favores de los máximos decisores del país suponía la forma más fácil y directa de asegurar que la constructora siempre tendría negocio. Seguramente fuera un mecanismo desarrollado mucho tiempo atrás, perfeccionado durante la dictadura militar, ampliado a todo tipo de actores políticos en democracia e intensificado internacionalmente en el nuevo siglo. El tipo de sobornos que se aplicaron fueron principalmente dos: por un lado, financiar las campañas electorales de determinados dirigentes para ganarse su confianza; por otro, dar importantes sumas de dinero a aquellas personas involucradas en el proceso de adjudicar obras e inversiones.
Brasil siempre sirvió —presuntamente— como el campo de ensayo, extrapolando las prácticas allí probadas al resto de países. Según los primeros indicios, su inferencia en la política brasileña se resumiría en corromper a todo tipo de políticos, funcionarios o empresarios que tuvieran capacidad de incidir en los intereses de la empresa. El entorno institucional seguramente convertía en inevitable este tipo de comportamientos sin los cuales uno se quedaba excluido de las posibilidades de negocio. En todos los países latinoamericanos y también en otros continentes probablemente ayudó que Odebrecht estuviera asociado a las más altas instancias del poder carioca.
Aprovechando el peso de la economía brasileña en la región y la influencia de la diplomacia estatal, Odebrecht aparentemente tejió una amplia red de contactos transnacionales que le llevaron a estar entre las preferencias de muchos Gobiernos del entorno. En Argentina, México, Colombia, Panamá, Venezuela o Nicaragua las sospechas se centran en el soborno a altos funcionarios e incluso miembros de los Ejecutivos nacionales para favorecer la contratación de la empresa en importantes obras públicas. República Dominicana fue uno de los destinos donde aparentemente la corporación dedicó más dinero a prolíferas relaciones de cohecho durante años. Uruguay, por su parte, fue crucial en el lavado de dinero de la trama.
Fue el Departamento de Justicia de Estados Unidos en diciembre de 2016 el que sacó a la luz de la opinión pública las corruptelas en torno a la empresa brasileña, que entonces tenía inversiones en varios Estados del sur del país. Las autoridades estadounidenses impusieron una multa de 3.500 millones de dólares a la constructora por sobornos de cerca de 788 millones en distintos Estados latinoamericanos. A partir de ese momento, toda la atención mediática giró en torno al caso en cada país y las instituciones nacionales casi se vieron abocadas a actuar por la presión. El miedo proliferó entre la clase política y la élite empresarial, aunque la reacción de la justicia está siendo muy dispar en cada país.
El problema queda sin resolver
En junio de 2019, Odebrecht entraba en concurso de acreedores en busca de nuevas fuentes de financiación tras cinco años de constantes pérdidas y la imagen corporativa absolutamente desacreditada. El personal contratado ha pasado en tan solo un lustro de cerca de doscientos mil empleados a poco más de cuarenta mil. La deuda no deja de crecer, acumulándose con las primeras sanciones emitidas por la justicia y ante los impedimentos de poder participar en nuevos concursos públicos, con lo que el espacio que tiene para maniobrar se reduce cada vez más. El prestigio que llegó a atesorar la empresa se ha desvanecido rápidamente mientras algunos de sus directivos tienen que pasar ante los tribunales, y el futuro se presenta ahora oscuro para la otrora gran constructora.
Las pesquisas que se están realizando desde Estados Unidos o Brasil, pasando por Argentina, Perú, Colombia, México, República Dominicana, Angola o Mozambique, señalan a presidentes de Gobierno, ministros, secretarios de Estado, diplomáticos o baluartes del mundo empresarial. La amplia y difusa trama desvelada pone en entredicho a toda una generación de líderes latinoamericanos que asumieron el control de sus países en un momento excepcional para la zona. Las sentencias derivadas en cada país pueden servir para poner en valor la independencia de la justicia y la separación de poderes. Sin embargo, es muy complicado acabar con la sensación de desconfianza y resignación que impera en el ánimo del conjunto de la ciudadanía ante tal situación.
La dirección de Odebrecht pretende cooperar con las Fiscalías con el objetivo de reducir condenas e impedir que se le niegue operar en los distintos países, contribuyendo a que paulatinamente se den a conocer más involucrados. Sin embargo, el escaso progreso de algunas investigaciones y las primeras sentencias erosionan notablemente la credibilidad de las instituciones. Ejemplos como el juez Sergio Moro en Brasil —del que se ha demostrado que manipuló el juicio contra Lula da Silva con fines partidistas— enturbian el asunto con sospechas de parcialidad e intereses partidistas. Y en República Dominicana tuvo que ser un movimiento ciudadano, Marcha Verde, el que propiciara que los laxos estamentos jurídicos se decidieran a actuar pese a las reticencias políticas, evidenciando los aún persistentes problemas en cuanto a la separación de poderes.
El conjunto de los procesos judiciales abiertos están ofreciendo la imagen excepcional y sobrecogedora de importantes personajes políticos y de los negocios entrando en la cárcel o rodeados de policías. Odebrecht puede llegar a tener un fuerte componente aleccionador y legitimador si termina por demostrar que el sistema funciona correctamente y que los comportamientos corruptos son castigados. No obstante, este caso solo es un ejemplo más de prácticas totalmente enquistadas en las instituciones desde hace décadas. La solución al problema requiere medidas profundas, comprometidas y complejas, porque si no pronto se volverá a hablar de cómo el soborno manchó las manos de la frágil democracia de América Latina.
22 de Septiembre, 2019.
Fuente: https://elordenmundial.com/odebrecht-corrupcion-transnacional-america-latina/
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