Pandemia y resistencias en Colombia.
Por Alioscia Castronovo y Natalia Hernández Fajardo.
Mientras el hambre desborda los barrios populares, la violencia y la furia extractiva que devasta cuerpos y territorios no cesan, se intensifica. Tres meses después de haberse confirmado el primer caso, Colombia contabiliza 68.652 casos confirmados y 2.237 fallecidos por covid-19.
La mayoría de los contagios se concentran en Bogotá, la capital del país, y en las otras grandes ciudades, aunque la situación también es dramática en distintos territorios con población predominantemente indígena, particularmente en las regiones limítrofes con Venezuela, Perú y Brasil.
En los meses previos a la pandemia, protestas e insurrecciones populares estallaron contra las insostenibles medidas neoliberales en toda América Latina. Desde finales de noviembre en Colombia comenzó el paro nacional. Grandes marchas atravesaron todo el país en contra del “paquetazo neoliberal”, de las reformas fiscales, económicas y laborales sugeridas por el FMI y la OCDE al Gobierno del presidente Iván Duque, y en contra de las violencias sistemáticas desplegadas hacia pueblos indígenas, ex guerrilleros, mujeres y líderes sociales. Este conjunto de luchas desbordó el Paro Nacional del 21 de noviembre y sacudieron al país con una intensidad, una extensión y una capacidad inédita de conjugar radicalidad, masividad y heterogeneidad en la protesta social. Cuando nuevas movilizaciones feministas, ecologistas, campesinas e indígenas se iban gestando para el mes de marzo de 2020, llegó la pandemia, sumando a esta situación una crisis sanitaria.
Justamente en este contexto de excepción, mientras se desarrollan varias formas de control territorial organizadas por indígenas, campesinos y comunidades afro en distintas áreas del país, el conflicto social se reorganizó a partir de las condiciones de miseria y hambre que están golpeando a sectores importantes de la población. Varias marchas tuvieron lugar el pasado 15 de junio en las principales ciudades del país, como Bogotá, Cali y Medellín: las movilizaciones populares reclamaron derechos y alimentos negados, planes en contra del hambre y a la vez denunciaron las múltiples violencias que atraviesan el país, la masacre de líderes sociales y el racismo. De hecho, en resonancia con las revueltas en Estados Unidos, el mismo día una movilización antirracista atravesó la capital con la consigna “Las vidas negras importan”, contra el genocidio del pueblo negro, la represión policial, la impunidad y el racismo estructural.
La respuesta policial fue durísima: hubo más de cien detenidos y veinte heridos, la mayoría periodistas, estudiantes y defensores de derechos humanos. Según Contagio Radio, “podría interpretarse como un claro mensaje a quienes deciden protestar en medio del aislamiento y lo que algunos han llamado el autoritarismo de gobiernos locales y el gobierno nacional”.
La crisis sanitaria muestra las consecuencias de la mercantilización de un sistema de salud racializado y elitista, que devela y resalta los estragos inocultables de décadas de gobiernos de la derecha neoliberal, que han dejado al descubierto los motivos por los cuales la gente saló a protestar en el paro nacional de hace unos meses. En Colombia la pobreza afecta al 60% de la población y el 10,8% vive en pobreza extrema, mientras que “la riqueza está concentrada en unas pocas manos, en pocas empresas que generan PIB, pero no igualdad”, decía Alicia Bárcena de la CEPAL, en la presentación del informe Panorama Social en América Latina de noviembre del 2019.
En Colombia, 9,45 millones de personas —un 61,3% de la población— viven del trabajo informal o “rebusque” realizando actividades que alcanzan para el sustento diario, sin acceso a pensiones y sin recibir subsidios, según la OIT. Unas cifras que colocan a este país sudamericano en el primer puesto del mundo en informalidad laboral.
Con la pandemia, la situación de crisis se agudizó. El índice de desempleo aumentó al 19,8%, afectando a 4,1 millones de personas en abril de 2020, 1,6 millones más con respecto al mismo mes de 2019. Mientras tanto, la emergencia migratoria de personas principalmente provenientes de Venezuela (40%) se complica con la pandemia y se agrava con las dificultades de coordinación derivadas del hecho de que el mandatario colombiano no reconoce a Nicolás Maduro como presidente.
Frente a este escenario, las medidas del Gobierno de Iván Duque han favorecido a las grandes empresas. Dos meses después de los primeros casos de contagio, el pasado 11 de mayo, Duque optó por flexibilizar el aislamiento social obligatorio, priorizando por encima de la salud los beneficios económicos de los sectores más poderosos, que presionaron para reabrir actividades en la construcción y la manufactura. Como respuesta, distintas organizaciones indígenas decidieron mantener medidas de control territorial entrando en tensión con el Gobierno nacional.
Los contagios masivos en las hacinadas cárceles colombianas ha sido otro de los efectos de la pandemia. Como escribe Sergio Segura, “las estadísticas del INPEC indican que las 134 cár,celes del país tienen capacidad para albergar hasta 80.156 presos, sin embargo, en la actualidad se presenta un hacinamiento de más del 50% debido a la reclusión intramuros de 124.188 personas, lo cual revela una sobrepoblación de 44.032 internos en los centros carcelarios”. En las cárceles se registran actualmente 1.399 casos confirmados, y las protestas siguen adentro y afuera de sus muros, con familiares y amigos de detenidos que se han movilizado tras las primeras protestas y revueltas, que en el mes de marzo han dejado 23 muertos y 83 heridos por la represión policial solamente en la cárcel La Modelo de Bogotá.
La pandemia en los barrios populares en Bogotá
La ciudad de Bogotá, con sus ocho millones de habitantes, es actualmente el principal foco de contagio en el país, con 19.767 casos. En la ciudad sigue la cuarentena, y actualmente casi el 50% de la capacidad hospitalaria dispuesta por el Distrito está saturada, aunque ya antes de la pandemia tenía un sistema de salud colapsado.
El malestar social creciente por el incumplimiento sistemático de los derechos más básicos y las condiciones precarias de vida principalmente en los barrios populares y municipios aledaños estalló con la llegada del covid.
Además del riesgo de contagio, los habitantes de barrios populares —así como sucede principalmente con comunidades indígenas, afro y campesinos en todo el territorio nacional—, enfrentan un entramado de múltiples formas de violencias: la violencia del Estado, del ejército, de paramilitares, de otros grupos armados y de los diversos tipos de violencias que genera el narcotráfico, pero también la violencia del desempleo, la continua precarización y financiarización de la vida que en la cotidianidad implica endeudarse hasta por el plato de comida del día. El Estado parece solamente reclamarlos para engrosar la “primera línea” de los trabajos esenciales como alternativa al abandono sistemático.
Frente a la ineficacia del Estado, y a su violencia, caravanas de solidaridad han atravesado barrios populares de las grandes ciudades, al igual que en territorios indígenas.
Los balcones y ventanas se tiñeron con “el trapo rojo” como una forma de notificar la urgencia de necesidades no cubiertas, de hambre y pobreza, pero emerge más como un “símbolo de la desigualdad social en la pandemia”, como altavoz de la violencia estructural hecha costumbre.
En cada una de las 20 localidades de Bogotá, se han identificado sectores de extrema pobreza. Alrededor de 381.418 familias viven en condiciones precarias (medición del Distrito 2020), 9.538 en situación de calle (ONG Temblores) y hay 39.620 vendedores informales (Instituto para la Economía Social –IPES). En los barrios populares de la antigua Bakata —como es nombrada la capital de Colombia en lengua indígena y donde viven miles de desplazados por el conflicto armado—, se despliegan con enorme energía y con grandes dificultades estrategias solidarias colectivas y populares para enfrentar esta crisis como las ollas populares, las colectas entre vecinos, dispositivos de seguimiento para acompañar situaciones especiales como mujeres en riesgo de violencia intrafamiliar.
Los sectores populares se enfrentan a una dramática situación: “Morir de hambre o morir por covid”. Con estas palabras Flor María Hernández, representante Nacional de los Trabajadores Informales, presenta el angustiante dilema que atraviesa estos sectores. “Son los trabajadores informales quienes se ven más afectados con la medida de aislamiento social obligatorio. Si bien el Gobierno nacional dispuso un plan de entrega de subsidios, estos se realizan a través de cuentas bancarias y una importante cantidad de ellos no están bancarizados. Además, se han reportado irregularidades en las entregas de otros auxilios y denuncia que “las familias están hoy en una gran hambruna. Muchos y muchas han salido a protestar recibiendo como única respuesta la represión del ESMAD y la Policía”.
La mayoría de las personas que vive del “rebusque” no dispone de ahorros ni cuentan con protección en seguridad social o laboral. Debido a sus condiciones socioeconómicas, las tan popularizadas medidas individuales de la cuarenta representan un riesgo para su subsistencia. Por este motivo algunos “están saliendo a rebuscarse vendiendo tapabocas [mascarillas], bolsa para basura o eucalipto”, dice Flor María.
Frente a esta situación, el Grupo de Socioeconomía, Instituciones y Desarrollo de la Universidad Nacional sostiene la necesidad de un ingreso mínimo vital para vendedores ambulantes, recicladores, costureros, cuidadores, peluqueros, y todos los otros oficios que componen la economía popular. Cesar Giraldo, docente de la Universidad Nacional, afirma que “el trabajo de la economía popular satisface las necesidades básicas en muchos ámbitos, le da a la sociedad bienes y servicios, pero no recibe del Estado protección social ni derechos sociales. Son millones de ciudadanos que se ganan la vida así. […] Por esto proponemos una garantía del ingreso mínimo vital, ampliar el beneficio económico para estos sectores, para desempleados y cuentapropistas, y fortalecer redes de abastecimientos de alimentos”. Estas reivindicaciones se entrelazan con los debates en torno a la renta básica universal, que se ha vuelto central en las reivindicaciones de movimientos sociales de todo el mundo.
Desalojos y violencias en los territorios
Ante la propagación del virus, la población indígena de Bogotá está en una situación de alto riesgo debido a los espacios reducidos en donde viven, como denuncia el líder del cabildo del pueblo muisca. Su comunidad se concentra en barrios populares de las localidades de Bosa y Suba, uno de los epicentros de contagio. “En el barrio el Rincón de Suba está la tasa más alta de contagio. Estamos generando monitoreos en salud, no nos quedamos con las manos cruzadas frente al incumplimiento del Gobierno, a la vez que hacemos un llamado a este para que haya una mesa, avanzamos organizando nuestra comunidad. Son más de 500 años de lucha, seguiremos adelante”.
Esta situación afecta a la gran mayoría de los 37.000 indígenas de diferentes comunidades que viven en la Cxhab wala —la gran ciudad en lengua indígena nasa—. El 7 de mayo, la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) rechazó los abusos cometidos por la policía hacia indígenas de la comunidad Emberá Katío que habían sido previamente desalojados.
Conocidos en sus territorios como la gente del maíz, la realidad de los emberá en la ciudad es crítica. Atraviesan por una emergencia alimentaria y habitacional. Viven en albergues o pagadiarios compartiendo habitaciones entre 6 y 15 personas. Su fuente de ingresos son los tejidos que venden en las calles. Como la mayoría de indígenas en Bogotá, migraron por el conflicto armado que les arrebato todo: seres queridos, tierras, lazos comunitarios, todo, menos la fuerza con la que se aferran a su cultura, preservándola en medio de la urbe, mientras llega el día en el que recuperen sus territorios ancestrales. Propósito por ahora irrealizable a causa de una paz esquiva. Después de los Acuerdos en la Habana, otros grupos cooptaron los espacios, mantienen dinámicas de reclutamiento forzado y combates.
En plena cuarentena, también otros barrios populares tuvieron que enfrentar violentos desalojos, particularmente en las localidades de Usme y de Ciudad Bolívar, donde viven alrededor de un millón de personas y albergan la mayor cantidad de víctimas del conflicto armado. En estas zonas de la ciudad, la falta de cobertura de derechos básicos como salud, educación, vivienda, se suma a la presencia grupos ilegales. Y ahora, para terminar de agravar el panorama, emergencia alimentaria y covid.
El Estado aquí no solo tiene una deuda histórica por abandono, sino que es el responsable directo de acciones contra la población. Al final de abril la policía hirió gravemente a un joven que protestaba por la falta de ayuda del Distrito en el barrio El Recuerdo, que había salido a enfrentar la represión del por el hambre, y como dice Rocío Garzón, del Movimiento Popular de Mujeres La Sureña, “porque no han llegado redes de apoyo, redes de solidaridad”
En estos mismos territorios, el Estado es responsable de las ejecuciones extrajudiciales de jóvenes civiles que los militares presentaron como bajas exitosas de guerrilleros en la guerra contra insurgente del Gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Estas muertes han sido denunciadas por la organización Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá para que los asesinatos no queden en la impunidad.
Ana Páez es una de ellas. Es madre de Eduardo Garzón Páez, uno de los más de 8.000 falsos positivos, una herida que sigue abierta. Ana nos cuenta que, a pesar de las durísimas condiciones, las Madres están fabricando tapabocas con las consignas “Quién dio la orden” y los venden para sostenerse y a la vez seguir con su lucha. “Dicen que no salgamos a la calle, pero es que ya son sesenta y pico de días que estamos encerradas y no tenemos comida, no tenemos nada, ni siquiera un mercado. Tenemos que pagar un arriendo, servicios, de todo y no tenemos” y agrega: “Llevamos 13 años en esta lucha y ya la mayoría tenemos más de 60 años, no ha habido justicia. El Estado no se ha dado cuenta cómo vivimos las víctimas, qué necesitamos, no es pedir, es un derecho que el Estado nos tiene que dar.”
No estamos solas: Prácticas de resistencia del feminismo popular
Mujeres y trans también han venido denunciando abusos de la policía, que se intensificaron luego del lanzamiento del “Pico y género”, una medida diseñada por el Distrito para restringir la movilidad con base al género, que supuso la reproducción de estereotipos y dejó expuestas a las personas que no se ajustan al modelo binario tradicional, convirtiendo a la población civil en jueces de la identidad, como denunciaron organizaciones feministas y trans. “Hay miedo en el territorio. Como nos pasó en Bosa, la policía está amedrentando a las mujeres en la calle. A una chica la desnudaron, le quitaron su plata”, dice Rocío.
Esta medida, sin embargo, reveló la falta de redistribución de tareas de cuidado en el hogar. En los días asignados a las mujeres, las ventas se incrementaron un 20%. La Red Popular de Mujeres de la Sabana, compuesta por mujeres que habitan y trabajan en los municipios que rodean Bogotá, en su mayoría ligadas a la agroindustria de exportación de flores, vienen trabajado sobre el impacto de las múltiples jornadas de trabajo remunerado y no remunerado sobre los cuerpos de las mujeres.
En diálogo con ellas nos comparten: “Un tema central de la Red ha sido la campaña ‘Mi trabajo en casa también vale’ porque es aporte social y económico. Para nosotras ha sido fundamental estar activando el tema del trabajo del cuidado”, plantean, y se refieren a la situación concreta que atraviesan las mujeres en esta crisis: “El tema de género es fuerte. En la Sabana de Bogotá hay muchas mujeres madres cabeza de familia, al tener que salir a trabajar en las empresas de flores o estar en medio de todos estos despidos masivos no tienen el mínimo vital básico para la supervivencia”.
Las mujeres que trabajan en los cultivos de flores presentan un deterioro sistemático en su salud debido a las intensas jornadas de trabajo en los campos, donde están expuestas a temperaturas extremas y peligrosas condiciones laborares por el uso de plaguicidas y otros agrotóxicos. Todo ello sumado a las jornadas de trabajo doméstico y cuidado. Con la llegada del covid este escenario se ha recrudecido: “En la floricultura, los empresarios no tienen sistemas de seguridad. Las mujeres están trabajando exponiéndose al riesgo. Algunas empresas han quitado las rutas de trabajo, los buses de transporte, y las mujeres tienen que irse caminando o en bicicleta a la casa, cuando ya es un poco oscuro. En las empresas que si tienen rutas los buses van llenos” según la Red.
La alta exposición de los sectores populares es incontestable. Muchos municipios ni siquiera cuentan con hospitales propios. Tienen que atenderse en la capital: “Que muestren lo que está pasando, hay mucha gente en hospitales del sur, no los están diagnosticando, para que no sean cifras y para no gastar las pruebas en los pobres”, indica Rocío quien alerta sobre la situación de las personas de la tercera edad: “No están atendiendo a los ancianos, aunque logren entrar al hospital, porque los médicos tienen miedo, porque no hay cómo tratarlos, no saben qué hacer. Están mandando enfermeras y enfermeros más jóvenes. Esa es la realidad, pero eso no se ve”.
Desde la comunicación popular y alternativa con enfoque de género, afirma esta integrante de La Sureña, están contribuyendo en la visibilización de lo que escapa al relato oficial: “Hemos intentado mostrar, hemos acompañado y hemos hecho desde la red de organizaciones #TodasSomosTodes, el trabajo logístico, también como red de apoyo comunicativo, porque no se están mostrando las cosas, ahora hay derrumbe en Doña Juana otra vez. La gente con ese olor, la gente con moscas en todo lado, cerrando sus ventanas. Sus niños enfermos, que si no es de covid es de una malaria, porque la situación está así en los Sures”.
Doña Juana es el vertedero de basura más grande de Colombia. Su crecimiento desmedido y arbitrario ha generado una crisis ambiental en el territorio y crisis de salud en las comunidades que viven con el tapabocas puesto. Sin embargo, en las periferias donde se respira hambre y se respira contaminación, también se respira lucha. Porque la negligencia se ha contrarrestado con reexistencias que tejen articulaciones entre los movimientos sociales y feministas que desde el sur están organizando estrategias de solidaridad comunitaria y popular, creando dispositivos para proveer seguridad alimentaria a través de rutas de emergencia desde abajo con entrega de mercados en bicicleta directamente; haciendo rastreos y acompañamientos a mujeres que están sufriendo violencia de género; brindando apoyo en el uso de herramientas de comunicación como Whatsapp; trabajando desde la educación popular y desde una perspectiva que apuesta ir más allá de la contingencia; politizando el hecho como mujeres populares: “Cuidadoras, mujeres con discapacidad, mujeres desempleadas, mujeres recicladoras, madres con más de cuatro hijos. Es importante tener en cuenta que nuestras mujeres en los sures, están intentado salir, están moviéndose, con ollas populares”.
Lo más importante, destaca Rocío, es “que se sientan apoyadas por una red y que no están solas, creo que eso es lo primero que surge de este feminismo popular. No estamos solas”. O en clave de la economía del cuidado como afirma la Red Popular de Mujeres de la Sabana: “Fortaleciendo estrategias que potencien nuestra economía, con la siembra, la plantación en las casas, con los huertos y acompañando, brindando apoyo emocional, comunicándonos cotidianamente. Alrededor de una propuesta alternativa feminista y donde esté en el centro la alimentación y el cuidado”.
En estas experiencias de mutualismo encontramos pistas concretas de ensayos de otros mundos posibles que apuestan desde los territorios por caminar alternativas a la falsa oposición “economía o salud”. En este debate por lo general resulta ilesa la racionalidad económica global del modelo productivo responsable de la sobreexplotación de los recursos y el empobrecimiento de los pueblos. El retrato colombiano es grito de la necesidad inaplazable de transitar de esta racionalidad dominante a racionalidades que incluyan una nueva ética y práctica política, que surge desde las luchas ecologistas, feministas y antirracistas. Una política de la diferencia que renueve los sentidos de la vida en común abriendo espacios para la posibilidad de la reexistencia de pluriversos, que sea posible, como señala Boaventura de Sousa “pensar las diferencias con igualdad, no convirtiendo a las diferencias en desigualdades”. Las tramas que entrelazan las rebeliones y las insurrecciones populares con las prácticas de solidaridad, mutualismo y resistencia en la pandemia en América Latina y más allá, indican caminos posibles para relanzar las luchas anticapitalistas en la crisis civilizatoria que estamos atravesando.
23 de junio, 2020.
Fuente: http://lobosuelto.com/pandemia-y-resistencias-en-colombia-alioscia-castronovo-natalia-hernandez-fajardo/
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