Rebelion de las elites, revuelta del precariado. El fin del contrato social y crisis de la democracia.

Cuando enferman las democracias.

por Joaquín Estefanía (*)/El País semanal.

Las democracias se han estremecido este año [2019] atrapadas en una pinza entre la “rebelión de las élites”, que ignoran el bien común, y la sublevación del “precariado”, víctima de un malestar difuso y harto de que le tomen el pelo. Como resultado, el contrato social ha saltado por los aires. Una polarización cada vez más extrema donde el mensaje es agresivo y va a las vísceras.

[El año 2019 fue un] tiempo en el que ha crecido ese oxímoron compuesto por el sustantivo “democracia” y el calificativo “iliberal”, que podría ser una de las palabras del año. Las democracias no se derrumban como en el pasado a fuerza de golpes de Estado violentos o revoluciones, sino que derivan a paso lento —o menos lento— hacia formas autoritarias o de falta de calidad (no dar respuesta a los problemas de la ciudadanía). Las democracias enferman ya no a manos de espadones militares, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder. Como advierten los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias, Ariel), en el primer cuarto del siglo XXI las democracias ya no terminan con un “bang” (tiros), sino con un leve quejido: el progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales (por ejemplo, la justicia, los Parlamentos o los medios de comunicación) y la erosión de las normas políticas tradicionales.

El año ha sido testigo de dos vectores moviéndose en dirección opuesta. De su dialéctica surgirá el vector dominante que determinará si la marcha de las sociedades camina hacia el progreso o hacia el pasado. El primero no es novedoso, sino que se ha desarrollado al menos durante las últimas dos décadas, pero se ha acentuado en los últimos tiempos; es la rebelión de las élites. El segundo, aunque tiene diversos precedentes en el último medio siglo (Mayo del 68, primaveras árabes, explosión de los indignados…), se manifiesta en las continuas protestas en muchas partes del mundo al mismo tiempo, protagonizadas sobre todo por el precariado, ese conglomerado amplio de ciudadanos y grupos de distintas capas superpuestas, de diferentes edades y géneros, que no tienen conciencia de clase social pero que expresan su resentimiento porque la política, y sus representantes públicos, los ha abandonado y tienen la sensación de que se mofan de ellos. La principal excepción son las movilizaciones de Hong Kong, que buscan ante todo las libertades políticas.

El escritor francés Christophe Guilluy (No society. El fin de la clase media occidental, Taurus) ha recuperado el concepto de “rebelión de las élites” que el norteamericano Christopher Lasch puso de moda a finales de los años setenta, cuando se iniciaba la revolución conservadora de Thatcher y Reagan. Para Guilluy, hay una secesión creciente de la gente de arriba, que abandonando el bien común sumerge a los países occidentales en el caos, mientras las clases medias y bajas caen en la escalera social. Como resultado se descompone la sociedad a través de factores como la crisis de representación política, la atomización de los movimientos sociales, la gentrificación o el vaciamiento de las ciudades mientras las burguesías se encierran en sus fortalezas.

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Ramillete de los mas ricos del mundo.

En sintonía con las élites, los políticos dominantes siguen insistiendo en el mito de una clase media integrada y en fase de ascensión social, que no existe desde al menos una década. Frente a la orteguiana “rebelión de las masas”, Christopher Lasch (La rebelión de las élites y la traición a la democracia, Paidós) desarrolló las circunstancias en que grupos privilegiados de actores económicos y políticos, representantes de los sectores más aventajados de las sociedades, dan por concluido de modo unilateral el contrato social que los une como ciudadanos. Al aislarse en sus redes y enclaves de bienestar —en su mundo, sus urbanizaciones, su sanidad, educación y seguridad privada, etcétera—, esas élites abandonan al resto de las clases sociales a su albur, fragmentan el interior de las naciones y traicionan la idea de una democracia concebida por todos los ciudadanos.

La “rebelión de las élites” erosiona el capital social como argamasa que mantiene unida a una sociedad. Existe un acuerdo no escrito entre la ciudadanía, sus élites y su Estado, denominado contrato social. Este contrato exige la provisión de protecciones sociales y económicas básicas, incluyendo oportunidades razonables de empleo y un cierto grado de seguridad por el hecho de ser ciudadano. Una parte de ese contrato contemplaba una cierta equidad: que los pobres compartiesen las ganancias de la sociedad cuando la economía crece, y que los ricos contribuyesen a paliar las penurias sociales en momentos de crisis. Esto es lo que se ha roto durante la Gran Recesión. Según Lasch, la quiebra del pacto social conlleva democracias individualistas, basadas no tanto en elementos solidarios (la “common decency”, de George Orwell, que alude a la permanencia de valores de ayuda mutua y de solidaridad en los sectores populares) como en el respaldo a los derechos personales, en un egocentrismo que define como “modelo narcisista de democracia”, una tendencia que acentúa nuevas formas de desigualdad política, social y cultural, provocando una reducción de la calidad de la democracia.

El movimiento opuesto lo representa la multitud de protestas y movilizaciones en lugares muy lejanos entre sí, y que han convergido en buena parte en este año 2019. Se ha tratado de formas de protesta diferentes y distintos tipos de acciones colectivas, todas ellas caracterizadas por la falta de mediación política y sindical, y la mayor parte espontáneas y sin líderes identificados y sin definir el adversario concreto contra el que se levantan. En general, los manifestantes son los perdedores de la globalización, que se manifiestan interrogándose acerca de qué fue de aquello de que la flexibilidad laboral, la liberalización comercial, las amnistías fiscales, la mundialización de las finanzas o el mercado único europeo harían avanzar a la economía y mejorar el nivel de vida de todos. Pero no ha sido así y se sienten engañados.

Cuando escuchan a la nueva directora gerente del Fondo Monetario Internacional (uno de sus grandes enemigos), la búlgara Kristalina Georgieva, decir que la escalada proteccionista que han protagonizado sobre todo las superpotencias como EE UU y China amenaza a “toda una generación”, no se sienten concernidos ni lo apoyan. No escuchan. Son ciudadanos descontentos y distanciados, convencidos de que la utilización de los canales institucionales de presión no surten efecto porque hay políticos incapaces de entender el entorno o no dispuestos a empujar los límites de lo posible para acoger las demandas crecientes y nuevas mediante un cambio de timón. Cada vez hay más gente fuera del pacto social.

Como ha escrito Daniel Innerarity, los protestatarios expresan un malestar difuso (más allá de la reducción del precio del carburante o la subida del billete del metro) que carga contra el sistema político, pero no se concreta en programas de acción con la intención de producir un resultado concreto. Hay en ellos más frustración que aspiraciones; son agitaciones poco transformadoras de la realidad social. No tienen conciencia de pertenecer al proletariado como sujeto social.

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¿Qué sucederá tras este espontaneísmo de las masas una vez que el cansancio de las movilizaciones permanentes agote a sus protagonistas?, ¿qué quedará de las protestas? Ello recuerda el viejo debate de Mayo del 68 sobre si se necesitan o no vanguardias políticas o sindicales organizadas que dirijan la lucha. Cuando hace balance de las luchas de París hace ahora medio siglo, un estudiante se confiesa, melancólico y decepcionado, a Kristin Ross (Mayo del 68 y sus vidas posteriores, Antonio Machado Libros): “Después llegó junio. La derecha se rehízo, la izquierda no tenía nada que proponer en el sentido de una ideología, ni siquiera reformista. De todo aquello saqué una conclusión: nunca más, nunca más tomar el poder desde la base, nunca tomar la palabra sin tomar el poder. Se adueñaron de mí la amargura y el resentimiento contra la fragilidad de todo lo que habíamos hecho (…). El fin de esta experiencia es muy doloroso. Por esa razón todos los discursos que se dirigen a una toma parcial del poder, que proponen ideas de revoluciones moleculares, me producen un enorme escepticismo”.

Tensiones como las descritas las ha habido en todos los momentos de la historia. La principal diferencia está en el superior grado de polarización existente en el interior de las sociedades: políticos que tratan a los adversarios como enemigos e intimidan a la prensa y a los jueces. La polarización es creciente y lamentable y tiene su origen en la infiltración de la política en el conjunto de la vida social. El debate político vive una permanente excitación y urgencia, y los mensajes más agresivos se han adueñado de la conversación pública.

Para resumir lo que está sucediendo en el seno de algunas democracias, Levitsky y Ziblatt se apoderan de una fábula de Esopo: un caballo quiere vengarse de un venado que lo ha ofendido y comienza a perseguirlo; pronto se da cuenta de que por sí solo nunca podrá alcanzarlo y pide ayuda a un cazador. Este accede a cambio de colocar riendas y silla al caballo para poder cabalgar estable mientras persiguen al venado. Pronto lo logran. Entonces, el caballo le dice al cazador que le quite los arreos del hocico y el lomo. “No tan rápido, amigo”, respondió el cazador. “Ahora te tengo tomado por las bridas y las espuelas y prefiero quedarme contigo como regalo”.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2019/12/23/eps/1577104471_941861.html

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Nota del Editor CT:

(*) Joaquín Estefanía. Madrileño, licenciado en Ciencias Económicas y en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha ejercido desde 1974 como periodista en distintos medios de comunicación: redactor jefe del diario económico Cinco Días, jefe de la sección de Economía y Trabajo, subdirector de la edición dominical de EL PAÍS; desde 1988 hasta 1993 fue director de EL PAÍS; durante los siguientes tres años fue director de Publicaciones del Grupo PRISA y director de La Escuela de Periodismo Universidad Autónoma de Madrid/EL PAÍS.


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