por Daniel Campione/La Haine.
Una primera advertencia a la hora de abordar lo relacionado con el fascismo, es no banalizar el término. No cabe aplicarlo a cualquier corriente conservadora o reaccionaria.
Ni a toda perspectiva real o supuestamente autoritaria. Incluso a menudo se habla de “fascismos de izquierda”, siendo que el fascismo histórico aparece como un movimiento en choque frontal con cualquier perspectiva socialista o similar. Solo desechando esa utilización de la imputación de “fascista” como un insulto genérico, vale la pena preguntarse sobre si los fascismos quedaron circunscriptos a la primera mitad del siglo XX o pueden “retornar” de alguna forma, ya en esta centuria.
Para ubicar al fascismo original, hay que situarse en el cuadro de derivaciones de la Gran Guerra, de la revolución rusa y del auge de movimientos socialistas o comunistas que les siguieron, como la revolución de noviembre de 1918 en Alemania, el bienio rojo en Italia o el ascenso de las luchas obreras y campesinas en España en los años 30.
El aplastamiento del movimiento obrero, la supresión de los sindicatos independientes,la prohibición y aniquilación de los partidos de izquierda fueron prioridades de su acción, en un intento de zanjar la lucha de clases con proscripciones y agresiones. Los fascismos le ofrecieron al capital terminar con el “caos” de huelgas y rebeliones, alejar el “peligro comunista” y reemplazarlo por un orden inconmovible y favorable a sus ganancias. Proclamaban la “revolución” para encubrir su inspiración contrarrevolucionaria. Con esos objetivos, y una vez llegado al poder, se conforma un estado policial, un control social centrado en la coerción directa. Uno de los rasgos de ese estado policial es que, más temprano que tarde, aparecen los campos de concentración, la reducción a trabajos forzados de millares de presos, con o sin condenas judiciales.
Otros rasgos son el nacionalismo exacerbado, la exaltación de la violencia, el culto al líder indiscutido (Fürhrer, Duce, Caudillo) y a todo un sistema jerárquico de jefaturas personalistas. La vocación violenta se expresa en partidos armados, constituidos como, milicias que atacan a todos los que son declarados enemigos y a las expresiones comunistas y de izquierda en particular.
Una característica peculiar de los fascismos es que le “roban” algunos planteos a la izquierda. Despliegan cierta retórica “anticapitalista”, sazonada con propuestas programáticas como la reforma agraria o la nacionalización de la banca, que se encargarán de no cumplir. Incluso se camuflan como “verdaderos socialismos” o “socialismos nacionales”. También blasonan de su supuesto origen obrero, y utilizan entre sus símbolos una vestimenta que pretende imitar a la de los trabajadores (la camisa azul de la Falange Española) o los colores rojo o rojinegro.
Son críticos del “liberalismo” y el “racionalismo”, entendiendo por tal cosa el grueso de la evolución del pensamiento humano, de las instituciones políticas y de los hábitos sociales, al menos desde el siglo XVIII en adelante. Invocaban el concepto esencialista de nación, la sangre y la tierra, contra las apelaciones racionalistas de la revolución francesa. La “democracia parlamentaria” entra en ese repudio general, una vez llegados al poder, suprimen las instituciones representativas y las libertades públicas.
Más allá de los ejemplos italiano y alemán, siempre hubo debates a la hora de caracterizar como fascismo a otros regímenes. Uno de los casos a nuestro parecer indudable fue el franquismo. Tuvo rasgos propios, pero todos ellos los tenían, como el racismo aniquilador, en el caso alemán, o el culto al Estado en Italia.
En España tuvo origen en un golpe militar, con el consiguiente protagonismo del ejército, y destacado papel de la Iglesia que bendijo el golpe y la guerra ulterior. Se impuso una visión del mundo ultra conservadora y clerical, que dio en llamarse nacional-catolicismo. Destruyeron al gobierno de una coalición de izquierda, en medio de un ascenso del movimiento de masas que cuestionaba al capitalismo y a la sociedad de clases en general.
La Falange original tuvo todos los trazos de un partido fascista, lo que comprendía también la retórica “anticapitalista” y la idea de revolución; “nacional sindicalista” la llamaban. Representan a pleno el anticomunismo, el nacionalismo expansivo, el culto a la violencia, el estado jerárquico con el vértice en una jefatura carismática e indiscutible. El control policial de la población por el régimen de Franco es abrumador, en algunos aspectos supera a nazis y fascistas: Desde la afección al régimen hasta las prácticas religiosas, desde los desplazamientos dentro del país a la vestimenta y la organización familiar y la integración forzada a los “sindicatos verticales”, exponentes de la peor versión del corporativismo, todo estaba sujeto a vigilancias e imposiciones.
La represión sanguinaria de los falangistas alcanzó gran intensidad. El franquismo, aún después de concluida la guerra civil, superó en ferocidad al fascismo italiano. Fusila en masa, tras juicios colectivos y sumarísimos que son una parodia atroz. Las autoridades eclesiásticas prohíjan a toda la barbarie del régimen, mientras disfrutan de privilegios inusitados, e investida de un riguroso control sobre la población.
Hoy: ¿Fascismos, neofascismos, nuevos regímenes de extrema derecha?
Dando un salto hacia el presente, cabe señalar que siempre, desde la segunda posguerra, han existido fuerzas políticas de extrema derecha que fueron pequeñas minorías durante décadas La novedad relativa de los últimos años es que se conviertan en opciones de poder y en algunos casos lleguen al gobierno. (Brasil, Hungría, Polonia, la ultra derecha italiana). En ellas se dan algunas características de los viejos fascismos, otras están ausentes y a la vez hay rasgos novedosos, impensables en la época de los regímenes originales.
Cabe preguntarse por las razones de su éxito en conseguir apoyo masivo. Algunas de ellas pueden radicar en sociedades muy desiguales, inestables, con las personas de a pie acechadas por peligros reales e imaginarias. En esos contextos destacan propuestas que erigen “chivos expiatorios”, presentan “soluciones” supuestamente radicales, despliegan un repudio indiscriminado a “la política”.
Los hombres y las mujeres de a pie, replegados sobre sí mismos, pueden ver en ellas una tabla de salvación.
Dar el debate nominalista, acerca de si se trata de “semi fascismos”, “para fascismos” o “filo fascismos”, tiende a no ser muy productivo.
Hoy experimentamos una profunda crisis del capitalismo en su fase neoliberal, con condiciones de desigualdad en aumento, precarización del trabajo, pérdida de derechos, inseguridades de todo tipo, luchas de “pobres contra pobres”. El poder del gran capital tiende a rechazar violentamente cualquier concesión, toda restricción a sus ganancias o a su poder disciplinador sobre las trabajadoras y trabajadores. Inclusive cuando esas limitaciones son más aparentes que reales. Los empresarios, nunca saciados, presionan por reformas que sometan aún más a los asalariados y recorten derechos y prestaciones sociales que llevan muchas décadas de vigencia.
A diferencia de los regímenes de la primera mitad del siglo pasado, el gran capital no propone hoy una institucionalidad alternativa, como fue el corporativismo y la dictadura de partido único. Se conforman con restringir la vigencia del régimen parlamentario, alterar los resultados electorales, hostigar y buscar el desplazamiento de los gobiernos que no se ajustan por completo a sus pautas o sean vistos como no confiables. De todos modos, con el declive en curso de las democracias representativas, no es imposible que concluyan por proponer otro tipo de sistema político
Las extremas derechas se lanzan contra lo que perciben como nuevas amenazas ideológicas y prácticas: los feminismos, las pedagogías innovadoras, la teología de la liberación, los derechos humanos. Y el fantasma antiguo, rejuvenecido, “el comunismo” o de modo más genérico, “el socialismo”.
Ya no se disfrazan de “socialistas” como los viejos fascismos; rechazan de plano hasta la retórica del anti capitalismo. Se estigmatiza a todo y a todos lo que pueda remotamente amenazar al orden social existente: los negros, los indígenas, los migrantes, los gays. Practican un racismo supremacista, rescatado del arsenal de los fascismos, pero adecuado al mundo globalizado (de ahí el énfasis contra los migrantes). Campea de nuevo el uso o la amenaza de la violencia, contra ideologías que se supone “disolventes”. Otra vez, se enarbola un nacionalismo ofensivo, expansionista, el “Brasil por sobre todo” de Jair Bolsonaro, el “América First” de Donald Trump, que lanza denuestos contra cualquiera al que interese tildar de “antinacional”.
La unidad nacional sería un bloque político, étnico y cultural, que debe excluir a los que estén por fuera e imponer la sumisión a los trabajadores y los pobres de cualquier origen. La poderosa idea de nación se puebla de exclusiones, de “enemigos de la patria”. Y se enarbola el discurso de la “ley y el orden” frente al delito y las demás formas de “inseguridad”. Se despliega una cruzada moralizante que se alía con las iglesias evangélicas u otros fundamentalismos religiosos.
Hoy la idea de un estado regulador de la economía, cara a los fascismos originales, no juega el mismo papel. Bolsonaro, por ejemplo, tiene a cargo de la cartera económica a un ministro, Beto Guedes, que es un apóstol del libre mercado en sus variantes más extremas. La desregulación laboral es una bandera central de estos gobiernos, con el obvio beneplácito de las patronales.
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En esas condiciones, y más allá de los afanes clasificatorios, el antifascismo debe ser hoy una posición firme y activa, un modo de enfrentar a las políticas del gran capital y a sus tendencias a instaurar un orden donde la coerción tiende a suplantar la falta de un consenso, y en el que la democracia representativa es reducida cada vez más a una farsa, a un voto periódico entre opciones prefabricadas, sin diferencias sustantivas entre sí. Cuyos resultados son “corregidos”, vía información falsa, acoso judicial, juicio político o “golpe blando”, cada vez que no resultan satisfactorios para el paladar de las fuerzas de la reacción.
Referirnos al pasado y al presente del fascismo, trae aparejado aportar a la acción antifascista. Eso conlleva la búsqueda de la unidad de los trabajadores y demás sectores populares, para combatir el avance de las extremas derechas e impedir su acceso al poder, o para derrotarlas si consiguieron el manejo del aparato estatal. Y siempre tener en cuenta que antifascismo ha sido y es equivalente a anticapitalismo, ya que no hay fascismos sin clases dominantes basadas en la propiedad privada de los medios de producción, beneficiarias de las ganancias y rentas del capital y deseosas de aplastar al movimiento obrero y a todo pensamiento y acción de finalidad emancipatoria.
La perspectiva de una nueva democracia, de una sociedad erigida sobre nuevas bases es presupuesto indispensable para contrarrestar las persistentes ofensivas del gran capital, y en particular a sus expresiones más violentas y reaccionarias. En ese sentido, la resistencia antifascista de hace décadas y el horizonte socialista de sus partícipes más avanzados, es una guía para los combates del presente y del futuro cercano.
Buenos Aires, 11 de agosto de 2020.
Fuente: https://www.lahaine.org/mundo.php/fascismos-de-ayer-y-de
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