¿Desacople o ruta de la seda?
Mientras la pandemia rebrota en Occidente, China exhibe un mayor control de la infección. Ya nadie recuerda el escenario inicial de la enfermedad en Oriente, que Europa y Estados Unidos observaban como un acontecimiento ajeno. La secuencia de contagios y fallecimientos ha sido más dramática en la migración del virus, que en su primera localización.
China mostró un camino de contención del Covid, que combinó el cierre de localidades, con restricciones a la circulación y distanciamientos sociales. Los gobiernos occidentales que esperaban el debilitamiento de su rival quedaron decepcionados. La pandemia golpea con más fuerza a sus propios países.
Todas las tonterías que difunde Trump sobre un virus fabricado adrede, para afectar a los Estados Unidos con complicidad directa de la OMS, no logran ensombrecer la efectividad exhibida por China. La imagen internacional de ese país quedó afianzada, con los respiradores y equipamientos médicos enviados a varios continentes. Esa diplomacia del barbijo sintoniza con la propuesta difundida por Beijing, para transformar la vacuna en un bien público mundial.
Pero también es cierto que la pandemia comenzó en China por el creciente protagonismo de ese país, en los desequilibrios generados por la globalización. El Covid irrumpió en todo el planeta por tres efectos de ese proceso: el agravamiento del hacinamiento urbano, el descontrol de las cadenas globales de valor y el des-manejo en la industrialización de los alimentos. La penetración del capitalismo en China agravó esos impactos.
El gigante asiático ha iniciado ya una recuperación económica que contrasta con la continuada recesión en las economías desarrolladas. Pero las tasas de crecimiento en Oriente son muy inferiores al promedio habitual. Por primera vez en décadas, el gobierno no anunció una meta productiva y las perspectivas de exportación son tan sombrías como el nivel de desempleo (Roberts, 2020a).
Este escenario obliga a revisar la estrategia económica. Los mismos dilemas que afloraron con la crisis del 2008 vuelven a primer plano e inducen a definir si la prioridad será el desarrollo interno o la expansión global.
Los límites del desacople
China logró en las últimas décadas un excepcional desarrollo y saltó de un status subdesarrollado, al nivel actual de potencia que disputa el liderazgo internacional. Ese arrollador desenvolvimiento no tiene precedentes contemporáneos. En un tiempo récord, el país se convirtió en el principal taller del planeta y consiguió una expansión productiva que rememora el despegue de Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Japón o la Unión Soviética.
La continuidad de ese desenvolvimiento quedó severamente afectada por la crisis del 2008. El circuito de exportaciones a Estados Unidos alcanzó un techo infranqueable. Al cabo de varias décadas de estrecha asociación el enlace de chinamérica se agotó. No pudo sobrellevar el desbalance generado por el superávit comercial y las monumentales acreencias acumuladas por Beijing. La gran recesión del 2009-2010 introdujo un freno a la adquisición norteamericana de excedentes chinos y al consiguiente engrosamiento de las reservas asiáticas con Bonos del Tesoro.
Inicialmente los dos socios intentaron mantener el mismo modelo, junto a cierto desacople chino del mercado mundial. Beijing retomó su frenético ritmo de expansión con grandes inversiones en el mercado interno y una paulatina reducción de las acreencias externas.
Pero ese viraje hacia actividad económica local no logró reproducir la altísima rentabilidad del esquema exportador. El consumo interno mantuvo encendida la producción, pero sin generar el nivel de beneficios conseguido en el mercado mundial. Aunque el temido aterrizaje de la economía asiática no se produjo el desacople quedó a mitad de camino.
Luego del 2008 China retomó su crecimiento pero sin repetir los récords precedentes. Duplicó el promedio de la expansión mundial y consiguió superar a Japón como segunda economía del planeta (Clegg, 2018). Pero el consumo interno de los sectores de alta y media renta no fue suficiente para sostener el mismo ritmo de actividad.
Por esa razón el gigantesco plan estatal de obras públicas sólo funcionó en forma acotada (Nadal, 2019). La tasa de inversión aumentó hasta un pico del 48% (2011), pero el ritmo de producción decayó del 10,6% (2010) al 6,7%-6,9% (2016-2017) (Hart-Landsbergs, 2018). La tasa de ahorro forjada al calor del modelo exportador limitó el esquema opuesto de primacía del consumo interno.
La sobreinversión se ha transformado en la principal contradicción de la economía china. Genera excedentes que no encuentran canales de digestión productiva y estimula periódicas burbujas inmobiliarias. El último boom de la construcción desató una indescriptible fiebre de urbanización. Entre 2011 y 2013 China batió todos los récords mundiales de uso del cemento para construir ciudades que no pudieron ocuparse.
El correlato financiero de esa sobrecapacidad productiva es un enorme volumen de créditos que satura al sistema bancario. El propio Estado ha volcado al mercado montos siderales de yuanes que incentivaron las burbujas. La corriente de préstamos locales –nominada en moneda nacional y divorciada del respaldo exportador– acrecentó en forma explosiva el endeudamiento interno (Brenner, 2019).
Sólo el gran control que ejerce el Estado sobre ese circuito, impidió las terroríficas fugas de capital que padecen los países periféricos. Pero esa supervisión potenció a su vez el círculo vicioso del sobre-ahorro sin desagote. El gobierno tanteó sin resultados satisfactorios otros rumbos, con el manejo de la tasa de interés y el tipo de cambio, para neutralizar los efectos inflacionarios o recesivos de ese excedente de liquidez.
Varias mediciones confirman el declive del nivel de beneficios en los últimos años (Roberts, 2016: 212-214, Hart-Landsbergs, 2018). Como el intento de reducir la gravitación del modelo exportador potenciando su contraparte interna no prosperó en términos de rentabilidad, el gobierno chino ha emprendido una nueva incursión externa.
La ruta de la seda
El ascenso de Xi Jinping al comando del régimen político consagró ese retorno al mercado mundial. China ya no intenta aprovechar la baratura de sus salarios para elaborar manufacturas básicas. Ahora ensaya una inserción en sectores de punta del mercado global para hacer valer su nuevo perfil de economía central. La Ruta de la Seda sintetiza ese objetivo y es concebida como un canal de descarga de los excedentes que no absorbe el mercado interno. Serviría también para desmontar las burbujas financiero-inmobiliarias de los últimos años.
La gestión económica de Xi apuntala esos objetivos. Contuvo el endeudamiento y desinfló los precios de las acciones e inmuebles, mientras comenzó a construir la nueva red de comercio internacional. Ese entramado geográfico es visto como un antídoto a la sobrecapacidad en la producción y como un compensador de la sobreacumulación en las finanzas.
El proyecto de la Ruta de la Seda supera todo lo imaginado. Cubriría al 65% de la población mundial, mediante conexiones con un centenar de países de los cinco continentes. Involucraría un tercio del PBI global y movilizaría una cuarta parte de los bienes planetarios, a través inversiones superiores a las desplegadas en la reconstrucción europea de posguerra (Foncillas, 2019a).
Su construcción conectará todos los espacios requeridos para asegurar la colocación de las exportaciones asiáticas. La vía terrestre comunicará a China con Europa por medio de Asia continental y la vía marítima recorrerá el Sudeste Asiático hasta llegar a África y el Magreb.
Los trenes desde Beijing a Venecia y Rotterdam atravesarán todos los países de Europa Oriental y serán alimentados por varios pasos estratégicos de Asia central. Con ese circuito se busca garantizar la colocación de excedentes, el aprovisionamiento de materias primas, reduciendo drásticamente el costo del transporte. Nunca se concibió un proyecto comercial de esta envergadura (Rousset, 2018).
El plan fue anunciado en el 2015 y reformulado con sucesivas ampliaciones. Es retratado como un “New Deal a escala global” por la centralidad de la inversión en infraestructura, oleoductos, carreteras y aeropuertos (Dierckxsens; Formento; Piqueras, 2018). Su dimensión es proporcional a la envergadura de los sobrantes chinos.
La sobreproducción obliga a retomar la búsqueda de mercados externos, en un marco de globalización, que aumenta la escala de los proyectos requeridos para conservar a los clientes. El principal desequilibrio de la economía capitalista condiciona todos los pasos que sigue Beijing.
La nueva tensión con Estados Unidos
La Ruta de la Seda intensifica el conflicto con Washington y obstruye la amigable respuesta que intentó Beijing a la creciente agresividad norteamericana. Estados Unidos es plenamente consciente de la amenaza que representa China para su menguada dominación mundial. Por eso comenzó una campaña a varias puntas para frenar a su competidor, en el insalvable techo a la convivencia que genera la sobreproducción global.
Bajo la gestión de Obama esa confrontación se desenvolvió en el marco de la globalización. Las dos potencias disputaron socios para sus respectivos tratados de libre comercio. El capítulo asiático de la Ruta de la Seda fue inicialmente concebido como una respuesta al convenio transpacífico (TPP) que promovía Estados Unidos.
Trump modificó drásticamente los términos de la disputa con su ultimátum de exigencias. Intentó imponerle a China una drástica reducción del déficit comercial, mediante reclamos de mayores compras y menores ventas. También buscó recuperar la decaída supremacía de su país, sustituyendo los tratados de libre comercio por negociaciones bilaterales explícitamente destinadas a privilegiar a las firmas yanquis. Pretendió incluso disciplinar a todos los socios de Occidente a su comando de la batalla contra China.
Pero al cabo de cuatro años de provocaciones no consiguió ninguno de esos objetivos. Los desbalances económicos con Beijing persisten y el establishment norteamericano evalúa nuevos caminos para confrontar con su desafiante. No está claro aún, si una eventual presidencia de Biden incluiría el retorno al modelo Obama de disputa con multilateralismo y libre comercio. Pero en cualquier caso el conflicto seguirá escalando (Katz, 2020).
China no podrá rehuir esas tensiones si continúa empeñada en la misma expansión externa. La Ruta de la Seda intensifica las discordias que Beijing intenta procesar con las reglas del libre comercio. Sus voceros son abanderados de ese estandarte y elogian las cumbres globalizadoras de Davos, con la misma pasión que realzan las ventajas comparativas como norma ordenadora del comercio. Estiman que su país ya alcanzó un patrón de competitividad suficiente para rivalizar con esos parámetros de mercado.
Esa estrategia desafía a Estados Unidos en el propio campo de la pureza capitalista. Involucra disputas por la atracción de socios de todos los continentes. La Ruta de la Seda es el nuevo marco de esa rivalidad y China ha montado grandes bancos para ofrecer suculentos créditos a los países que integren la red. Washington disuade a su vez con pocas zanahorias y muchas amenazas, a todos los interesados en sumarse al gran corredor que alimenta Beijing.
Las batallas inmediatas se localizan en el vecindario asiático. Estados Unidos refuerza las alianzas con los grandes protagonistas del tablero oriental (Australia, Japón, Corea del Sur e India), para contrarrestar los tentadores negocios que ofrece China. Hasta ahora logró pocos resultados.
La misma pugna se extiende a Europa. Aunque los grandes jugadores de la región son reacios a convalidar el emprendimiento asiático. Francia, Alemania e Inglaterra no quieren perder su tajada en los grandes negocios que avizoran.
Comercio y moneda
Trump ha privilegiado la confrontación comercial con China. Mantuvo una guerra de aranceles para penalizar las importaciones de su contrincante y facilitar las exportaciones yanquis. Utilizó un amplio repertorio de amenazas, rupturas, treguas y acuerdos, que desembocaron en nuevas rondas de beligerancia. Estados Unidos aligeró un poco su déficit de intercambios sin modificar el desbalance estructural. Y Beijing aceptó varias demandas menores, sin convalidar ninguna exigencia significativa de su rival (Ríos, 2019).
Como esa batahola arancelaria terminó sin ningún resultado, es probable un próximo desplazamiento del conflicto hacia otros campos. La mera disputa en el terreno comercial conduciría a recrear bloques proteccionistas del pasado, que afectarían el propio entramado global de muchas empresas estadounidenses.
Esa contradicción es muy conocida en la cúspide del poder norteamericano, que percibe los potenciales inconvenientes de cortar los suministros chinos a la producción yanqui. Ese provisión genera enormes beneficios a las firmas mundializadas de la primera potencia.
En la propia pandemia se ha confirmado hasta qué punto resulta provechosa la corriente asiática de insumos intermedios, para el sector sanitario o farmacéutico. La importante retracción de la mundialización comercial registrada en los últimos años, no ha revertido la internacionalización productiva, ni zanjado el gran dilema que afronta el futuro de la globalización.
Los estrategas de ambas potencias saben, además, que cualquier resultado de la confrontación comercial será efímero, si el ganador no logra un triunfo equivalente en el terreno monetario. La efectividad de la Ruta de la Seda depende de la gestación de un signo monetario chino transable a escala internacional. A su vez, la obstrucción estadounidense de ese proyecto exige la permanencia del dólar como la principal moneda mundial. En el mediano plazo esa disputa es definitoria.
Hasta ahora el asombroso ascenso de China a escala productiva y comercial no tiene correlato en las divisas. El dólar reina en el 88 % de las operaciones concertadas en el planeta frente a un 4% de transacciones con la moneda china (Norfield, 2020).
Ese abismo no guarda ninguna relación con el peso real de ambas economías. Sólo ilustra la continuada preeminencia del poder geopolítico-militar de Estados Unidos y la centralidad financiera que conservan Wall Street, la FED y los bancos estadounidenses. El señoreaje del dólar le permite a Washington desconocer los límites a la emisión que imperan en el resto del mundo.
China ha buscado erosionar esa preeminencia, tanteando distintos caminos para internacionalizar el yuan, como moneda mundial o como sostén de una variada canasta de divisas. Ambos cursos exigen la estabilización de ese signo en un nivel que asegure su convertibilidad cambiaria. Esa consolidación requiere, a su vez, estrategias muy cautelosas en el uso de la devaluación para promover las exportaciones.
Beijing transita por ese camino utilizando sus gigantescas reservas en divisas y bonos del tesoro. Pero destronar al dólar no una tarea sencilla. Ni siquiera la supremacía productiva de China al tope de la economía mundial tendría ese correlato monetario inmediato (Roberts, 2020b). Por esa razón la nueva potencia construye otras alternativas en el universo de las criptomonedas (Petro-Yuan-Oro) o en actividades específicas (mercado petrolero a futuro nominado en yuanes).
Una divisa alternativa al dólar exige también la consolidación de grandes Mercados de Valores. Pero hasta ahora las Bolsas de Hong Kong, Shanghái o Shenzhen no disputan con su equivalente neoyorkino en montos de capitalización. Ese volumen indica la capacidad de las empresas cotizantes, para hacer valer su poder de fuego en capturas de firmas, adquisiciones o préstamos.
La Ruta de la Seda necesita ese soporte, que China está forjando a través del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB) y el Nuevo Banco de Desarrollo (NDB). Ambas entidades ya disponen de montos siderales para la gran batalla que se avecina en el terreno financiero.
La confrontación tecnológica
El desenlace del choque comercial o monetario está muy condicionado por los resultados de la pugna tecnológica. Beijing ha puesto en marcha dos planes estratégicos para disputar primacía. Con el proyecto “China 2025” definió diez campos de innovación para reconvertir su economía. Intenta un salto de taller del planeta a proveedor de bienes complejos (Escobar, 2018).
Beijing pretende elevar sustancialmente la productividad de ciertas actividades (aviación, vehículos de nueva energía, biotecnología), para superar retrasos (industria de semiconductores) y alcanzar supremacía en los segmentos decisivos (robótica, inteligencia artificial, biomedicina, equipamiento aeroespacial). Con esos logros espera consumar el gran salto de exportador de manufacturas básicas a epicentro de actividades de punta.
Esa meta requiere conquistar el liderazgo del 5G que definirá el próximo rumbo de la revolución digital. China se ha lanzado a fabricar y extender la costosa red de fibra óptica, que permitirá manejar el Internet de las Cosas diseñado para la nueva oleada de innovaciones.
Ningún otro país tiene tantas empresas y técnicos abocados al desarrollo de esa variedad de la inteligencia artificial. Ha logrado avanzar rápidamente en la construcción de una novedosa generación de telescopios, computadoras y satélites. También motoriza el comercio electrónico, que desenvolvió con mayor tardanza que sus rivales (Foncillas, 2019b).
China ha podido crear un grupo de firmas que ya compiten con los cinco gigantes de Estados Unidos (Amazon, Apple, Microsoft, Facebook, Google). Huawei disputa en la alta tecnología, Alibaba en las nubes de Internet, Xiamoi en la creación de software y Geely en la construcción de automóviles eléctricos. El área más crítica del país son los procesos y las memorias importadas, pero desde el 2011 al 2016 triplicaron la producción de esos circuitos integrados (Salama, 2018).
Para frenar este arrollador avance Estados Unidos ha focalizado la confrontación con China en la tecnología (Noyola Rodríguez, 2017). En ese campo se concentran las exigencias comerciales de Trump, que disparó incontables acusaciones de robo y piratería digital. Esas denuncias tienen el mismo asidero que sus divagaciones sobre el virus creado por rival para contaminar a Occidente con la pandemia.
El ocupante de la Casa Blanca centró su última andanada de aranceles en las importaciones conectadas a la actividad tecnológica. Pero no actúa sólo, ni expresa únicamente los intereses de los sectores americanistas, reacios a la contemporización que sugieren sus adversarios globalistas. La batalla tecnológica con Oriente es un estandarte de toda la clase dominante que comprende el carácter decisivo de esa puga.
El vertiginoso desarrollo chino amenaza seriamente la supremacía digital estadounidense y todas las élites de Washington concuerdan en abrir el fuego antes que sea tarde. Cuentan con más instrumentos ofensivos en el plano tecnológico que en la arena meramente comercial.
La embestida estadounidense comenzó con vetos a la participación china en las misiones espaciales y ha retomado las prohibiciones de la década pasada a la instalación de ordenadores IBM en Asia. Propicia perpetuar el dominio de las firmas norteamericanas en el tráfico mundial de las redes, consolidando el monopolio digital que actualmente impera en las normas, formatos, lenguajes y códigos de ese entramado.
La batalla central se dirime en el comando de la tecnología 5G y el consiguiente control del ingente flujo de datos, requeridos para monitorear automóviles o casas inteligentes. Dos empresas chinas (Huawei y ZTE) y tres asociadas al padrinazgo estadounidense (Samsung, Nokia y Ericsson) disputan ese desarrollo. Trump ya recurrió a todas las tropelías imaginables, para sabotear los ofrecimientos de instalaciones a precios competitivos que propaga Huawei.
Su arremetida incluyó una provocación judicial para encarcelar a los directivos de esa compañía y varias exigencias de ruptura de los convenios internacionales suscritos con esa firma. Pero el magnate no obtuvo hasta ahora los resultados buscados. Algunos gobiernos aceptaron su ultimátum (Australia, Nueva Zelanda), otros vacilan (Canadá, Inglaterra) y varios han preferido continuar con el negocio propuesto por Beijing (Arabia Saudita) (Feás, 2019).
Estados Unidos focaliza su ofensiva en el insuficiente manejo chino de los semiconductores. Trump reaviva todos los fantasmas de la guerra fría para bloquear la adquisición oriental de esos chips. Apuesta a obstruir la asimilación de conocimientos que necesita su rival, para situarse en la primera línea de la frontera digital.
Beijing ya sufrió ese impedimento en varios sectores. Los proveedores alemanes y japoneses retuvieron, por ejemplo, el know how de los grandes emprendimientos de turbinas de viento y trenes de alta velocidad que instalaron en China. Estados Unidos intenta acrecentar esos bloqueos a la transferencia de tecnología, pero la batalla recién comienza y nadie conoce cuál será su desenlace.
Inciertos resultados
Dirimir quién ganará la confrontación económica chino-estadounidense es uno de los acertijos favoritos de la gran prensa. Hay previsiones favorables a ambos bandos y un riguroso seguimiento de quién toma la delantera en cada campo.
El número de empresas que ambos contrincantes tienen en el ranking de las 500 firmas top del planeta es un indicador muy observado para evaluar la batalla. El impresionante cambio registrado en esa tabla parecería alejar cualquier duda sobre el potencial triunfador
En el 2005 Estados Unidos contaba con 176 de las principales empresas y China sólo 16. En el 2014 el primer país bajó a 128 y el segundo subió a 95. Cuatro años después el gigante asiático saltó a 108 compañías y en la actualidad desplazó a su rival con 119 empresas frente a 99 de su seguidor.
Estas cifras confirman cuál es la economía ascendente, pero no esclarecen el poderío de cada bando. Con un 20 % menos de firmas, las compañías yanquis suman más ingresos y superan a sus adversarios en los principales parámetros de la eficiencia capitalista (Mercatante, 2020). Los montos de recepción de la inversión foránea directa (o de colocación inversa de sumas en el extranjero) corroboran esas diferencias.
El mismo panorama se verifica en la tecnología. China avanza a mayor velocidad, pero Estados Unidos preserva una significativa distancia en áreas claves. Invierte una porción relativamente mayor de su PIB en investigación y desarrollo, mantiene una participación estable en la generación de patentes y se apropia del grueso de las ganancias generadas por la innovación. Además, persiste como el mayor productor de servicios intensivos y concentra una elevada proporción en las actividades de punta (Roberts, 2018). En el ranking global de alta tecnología cuenta con 22 de las 50 principales empresas y aventaja al resto en los gastos de innovación.
Las firmas orientales exhiben, además, mayor dificultad para diseñar aplicaciones complejas o comandar sectores digitalizados (Salama, 2018). Por esa razón, las respuestas de China a las provocaciones de Trump han sido muy cautelosas. Su enemigo cuenta con muchos recursos y le puede infligir severos daños a su vertiginoso desarrollo.
Los previsores de un triunfo chino proyectan hacia los próximos años las ventajas de las últimas décadas. La nueva potencia ya cuenta con cuatro bancos de incidencia global y diez compañías en la crema de los mejores negocios. No sólo lidera las manufacturas de baja o mediana complejidad, sino que ha multiplicado por tres su producción de alta tecnología. También es cierto que salió airosa de la crisis del 2008 y forjó la red de alianzas internacionales (Cooperación de Shanghái, BRICS) que le permitió embarcarse en la Ruta de la Seda (Merino, 2020).
Pero conviene recordar que el discurso oficial de la Unión Soviética se basaba en una tesis muy semejante de irrefrenable ascenso, al compás de sucesivas victorias competitivas. Auguraba el incontenible éxito del campo socialista sobre su decadente enemigo. Esta mirada no sólo omitía los desequilibrios propios, sino que menospreciaba la capacidad de reacción del imperialismo dominante. Estados Unidos doblegó a la URSS y frenó las ambiciones económicas internacionales de sus dos grandes competidores (Japón y Alemania).
Este señalamiento no desmiente el escenario actual de nítido retroceso estadounidense frente a la vertiginosa expansión china. Esa disparidad es el principal dato de las últimas décadas y expresa contundentes tendencias. Pero es un error extrapolar a futuro lo sucedido hasta ahora, omitiendo las significativas distancias que aún separan a la primera potencia de la segunda. Los propios publicistas del imperialismo estadounidense están interesados en presentar una falsa imagen de debilidad norteamericana. Suelen exagerar el poderío de sus enemigos, para acrecentar el miedo de la población occidental a imaginarias agresiones externas.
China ha crecido a un ritmo espectacular, pero no actúa como locomotora de la economía global. Cuenta con amplio margen para continuar su expansión interna superando las rémoras del subdesarrollo por senderos no capitalistas. Tiene pendiente un trecho de desenvolvimiento que ya agotaron las grandes potencias de Occidente. No necesita involucrarse en la carrera competitiva que impera en el capitalismo mundial.
El test del nuevo escenario
La Ruta de la Seda concentra las tensiones que se avecinan. El proyecto traspasó los primeros peldaños, pero afronta escollos financieros muy significativos. La nueva red de ferrocarriles aportaría gran velocidad al transporte, pero es menos rentable que las rutas marítimas y depende de los subsidios estatales. Los trenes actuales de alta velocidad funcionan sin ganancias y su expansión es altamente riesgosa. Ese desbalance en las gigantescas inversiones hizo flaquear en el pasado a grandes obras (como el canal de Panamá), antes de su conversión en pasos estratégicos.
Otro flanco crítico es la participación de los numerosos receptores nacionales de los créditos chinos. El reembolso de esas sumas debe justificarse con obras acordes a las necesidades de cada país. El interés chino por cada puerto, camino o estación ferroviaria no converge necesariamente con las prioridades de los socios asiáticos o europeos. Esos contratiempos pueden afectar el diseño final de la ruta.
Pero esos problemas son secundarios frente a la amenaza creada por el eventual estancamiento de la economía mundial. Un mega-proyecto de comercio global sólo puede prosperar en un marco de creciente expansión productiva. Los temblores financieros ocasionales y las recesiones periódicas no inhabilitan el emprendimiento, pero un largo período de bajo crecimiento socavaría su efectividad.
El proyecto surgió en un escenario de incremento del comercio por encima de la producción. Ese rasgo del auge de la globalización se ha modificado en los últimos años. Los intercambios ya no superan el nivel de actividad. La Ruta de la Seda presupone que la pujanza comercial resurgirá y por razón es promovida con el optimista credo del libre-comercio.
Pero es una incógnita cómo sería reformulado el proyecto en un escenario de bajo crecimiento (Borella, 2019). La crisis inaugurada con la pandemia obliga reconsiderar el plan, frente a las aterradoras cifras del primer semestre del 2020. El derrumbe del PBI ha superado el desplome sufrido en coyunturas equivalentes de 1872, 1930 o 2008-2009 y la recuperación de los países asiáticos no se extiende aún a Europa o Estados Unidos (Ugarteche; Zabaleta, 2020). ¿Será viable la Ruta de la Seda en este contexto?
Incógnitas políticas internas
Los dilemas que afronta China no se zanjan sólo en el terreno de la economía o la geopolítica. Los desenlaces políticos internos son igualmente decisivos. En este campo prima en Occidente una gran ignorancia de la realidad asiática. Mientras que ninguna caracterización de Estados Unidos omite el decisivo impacto de la confrontación electoral entre Trump y Biden, el devenir de China es evaluado prescindiendo de los datos básicos de su vida local.
Esa ceguera no obedece sólo a la brecha idiomática o cultural. Los prejuicios liberales han generalizado el mito de la uniformidad, obediencia o ausencia de divergencias en la sociedad china. Simplemente se imagina que impera un vacío resultante de autoritarismo (Prashad, 2020).
Con esa sesgada mirada se cuestiona el sistema político chino desconociendo lo ocurrido en la contraparte. Suelen olvidar la inexistencia de democracia genuina en las plutocracias de Occidente. Esa ceguera ante la propia realidad impide percibir la variedad de tendencias y opiniones que se verifican en otros regímenes políticos.
En los hechos, los choques entre las distintas corrientes de la dirección china han sido determinantes del rumbo que sigue el país. Hay múltiples vertientes en disputa y una seria contraposición entre los sectores afines y reacios a la globalización. Ambos grupos han sido bautizados con distintas denominaciones, que resaltan su localización geográfica (la costa versus el interior) o postura frente a las privatizaciones (liberales versus antiliberales). También gravitan las posturas ante la extensión del principio de lucro (mercantilistas versus y reformadores) o frente a la prioridad asignada a la expansión externa y local (mundialistas versus mercado-internistas) (Petras, 2016).
Las tensiones entre ambos sectores han determinado cursos de mayor integración a la economía mundial o significativo repliegue interno. Entre los conocedores de estos choques existe una generalizada coincidencia en ubicar a Xi Jinping en un lugar de arbitraje. Ese mandatario asegura los equilibrios necesarios para viabilizar el comando unificado que se verifica desde el 2012 (Rousset, 2016).
El presidente actual ha ejercido su autoridad introduciendo límites a las distintas posturas en choque. Contuvo el giro hacia las nuevas privatizaciones que promueven los neoliberales y frenó el replanteo de la expansión externa que propicia el ala opuesta. Xi Jinping consolidó también su liderazgo, mediante una campaña contra la corrupción del gran segmento de altos funcionarios enriquecidos con burbujas especulativas.
Desde su arribo al comando del país implementó esa fuerte depuración, para recomponer la deteriorada legitimidad política de las cúpulas nacionales y regionales del Partido Comunista. Acotó especialmente la gran red de coimas que floreció en los momentos de crecimiento exponencial y fiebre del lucro.
Xi Jinping ha intentado restaurar la credibilidad de la organización política dominante. Limitó la influencia del segmento que gestiona la inversión externa (“elite compradora”) y de la elite de ahijados del viejo liderazgo comunista (“príncipes”) (Mobo, 2019). También impidió la revisión del curso actual que auspiciaban sectores radicales, pero reintrodujo la lectura del marxismo y cierto reconocimiento del legado maoísta. Su reorganización ilustra hasta qué punto resulta indispensable evaluar el escenario político interno para caracterizar el rumbo que seguirá China.
La protesta social
El descontento frente a la desigualdad es también determinante del rumbo transitado por el país. En China irrumpió la chocante novedad de la inequidad, junto al impactante aumento de los multimillonarios. Los enriquecidos se abastecen en negocios del lujo y se distinguen por sus clubs de yate.
La irrupción de ese sector de acaudalados no es sinónimo de simple polarización social. Su aparición ha convergido con la gran expansión de la clase media, el enorme aumento del consumo y la triplicación de los salarios formales. Pero la desigualdad salta a la vista observando las durísimas condiciones de vida que afrontan los trabajadores provenientes de agro, en los escalones laborales más bajo de las urbes.
Esas brechas generan protestas que los dirigentes registran con gran atención. China no es una excepción a ese condicionante de la vida política de cualquier nación. El impresionante peso social del proletariado obliga a considerar seriamente el estado de ánimo popular. Conviene recordar que la masa de asalariados del país reúne a una cuarta parte de la clase obrera mundial.
La reorganización de la vieja industria condujo desde los años 90 a una relocalización de millones de obreros en nuevas actividades y a una importante pérdida de conquistas sociales. El masivo ingreso de migrantes rurales debilitó ulteriormente en forma adicional a ese conglomerado (Hernández, 2016a).
Pero una nueva generación obrera ha erigido sus propios ámbitos de protesta, con demandas de salarios y mejoras de las condiciones de trabajo. Esos reclamos han encontrado eco en la sociedad y en la propia dirigencia. El éxito de ciertas huelgas ha determinado la respuesta cautelosa y la inclinación a la concesión que impera en la dirección política (Hernández, 2016b). Una protesta emblemática de julio del 2018 ilustró, además, cómo la exigencia de crear nuevos sindicatos renueva la alianza obrero-estudiantil y la prédica de la izquierda (Quian, 2019).
Las demandas populares constituyen un elemento central del sendero que seguirá el país. Pero China suscita interrogantes que desbordan ampliamente esas caracterizaciones. ¿Su modelo económico se asienta en principios liberales o antiliberales? ¿El sistema imperante es socialista o capitalista? El segundo artículo de esta serie responderá esas preguntas.
18-9-2020.
Referencias
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Fuente: https://vientosur.info/desacople-o-ruta-de-la-seda/
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