Finalmente, la humanidad debe estar agradecida de Donald Trump como de todos los disparates de su gobierno y sus dos campañas presidenciales. Han sido años en que hemos podido observar que la democracia más antigua del mundo en realidad no es de las más solventes, desde el momento en que puede resultar elegido un primer mandatario con menos votos que su contrincante, como ocurrió con Donald Trump respecto a Hillary Clinton hace cuatro años.
Se trata aquí de un sistema federal en que la soberanía radica, en realidad, en los cincuenta estados más que en los millones de ciudadanos. Sumemos a lo anterior la influencia incontrarrestable que tiene el bipartidismo, el duopolio político, cuyos referentes están siempre muy bien premunidos de recursos económicos para enfrentar sus campañas electorales. Aportes millonarios proporcionados, por cierto, por los grandes empresarios y los estadounidenses más ricos del país, aunque ahora se piensa que los aparatos electorales también reciben donaciones ilegales desde el extranjero, especialmente de las otras potencias mundiales.
“A confesión de parte, relevo de prueba” se dice en todas partes. Y fue así como las iracundas expresiones de un Trump en pleno conteo de votos develaron los altos niveles de corrupción en los Estados Unidos, donde no solo existen operadores políticos que cometen fraudes electorales, sino estados enteros que, según el Jefe de Estado, están irremediablemente hundidos en el dolo político.
Las encuestas previas ciertamente no fueron muy certeras. El triunfo de Joe Biden se esperaba que fuera más holgado, sin embargo, el apoyo obtenido por el Presidente en ejercicio fue, a no dudarlo, demasiado elevado para lo que se supuso. En efecto, con el fracaso a enfrentar la pandemia, la crisis económica y aquellos horribles episodios de discriminación social, todo habla de la inmadurez cívica de los ciudadanos estadounidenses, los que además acostumbran a abstenerse mucho de concurrir a las urnas. Tanto así que en esta elección se permitió sufragar incluso por correo, a fin de facilitar la participación electoral. Lo que muy posiblemente haya favorecido el cohecho, la suplantación y otras prácticas deleznables.
Lo que hubo, entonces, es prácticamente un empate con ligera ventaja para el candidato demócrata y varios días de tensos escrutinios cuanto incertidumbre en los resultados. Cuestión que también sorprende en el país más rico de todos y en que debieran existir los procedimientos más modernos y transparentes para contar oportuna y certeramente los votos.
No se trata necesariamente que la mitad de la población equivocó su apuesta por Trump; tampoco que por Biden hayan votado los mejores y más lúcidos ciudadanos. La historia de las últimas décadas en este país nos habla que no existe mucha diferencia entre republicanos y demócratas. Ambos partidos se comportan más o menos igual en la Casa Blanca. Tanto que también un presidente demócrata y negro mando a bombardear países, apropiarse de sus pozos petroleros y asesinar a quienes estimó enemigos de la democracia y la libertad, los supuestos paradigmas de la política exterior de esta potencia. Al igual que sus antecesores, ordenó destrucción de poblados y alentó el genocidio a miles de kilómetros de distancia de la metrópoli imperial.
Creemos que muchos observadores del mundo llegamos a simpatizar con Biden por oposición a la arrogancia de Trump. Pero ahora no debemos hacernos incautas expectativas: la situación no promete cambiar mucho en esta potencia. La verdad es que, a excepción de los miles de estadounidenses cultos, solidarios y progresistas, la gran masa de habitantes de este país solo está interesada por su particular suerte y poco o nada le importa lo que le suceda a quienes viven más allá de su territorio.
Las cúpulas políticas de este país rápidamente van a congeniar y ponerse de acuerdo después de este áspero interregno electoral. Y lo que el mundo reciba desde la Casa Blanca seguramente sea más de lo mismo, en razón de la extendida corrupción reconocida por Trump, el afán expansionista demostrado por todos sus gobernantes y la más profunda ignorancia respecto de los peligros del medio ambiente y el capitalismo depredador. A causa, también, de la insensibilidad crónica respecto de sus propios connacionales y esos millones de migrantes sumidos en la pobreza y el odio racial. Víctimas de las policías criminales, como de la más bochornosa concentración de la riqueza.
Pero el mundo y el antiimperialismo han salido airosos, en realidad, de esta contienda presidencial. A los Estados Unidos le será algo más difícil desacreditar a los otros países y seguir avasallándolos. Les costará algo más que antes burlarse de aquellos regímenes que evidentemente son más demócratas y respetuosos de los Derechos Humanos. El espectáculo de un Trump aferrado al poder será por mucho tiempo el hazmerreir de aquellos aliados que, sin duda, tienen más conciencia y respetan mejor los derechos cívicos, los tratados internacionales y las advertencias medioambientales.
Lo que ha pasado en la brega por conquistar la Casa Blanca ha sonrojado hasta a los Piñera, a los Duque y los propios conspiradores venezolanos. A todos los que han ido a Washington a ofrendar nuestros recursos naturales y arrojarse de hinojos en el conocido salón oval. Entre paréntesis, cuánto ha enmudecido la clase política chilena que ya había asumido la idea de que nuestra democracia y sistema económico debían tener como norte lo trazado por Estados, el Pentágono y el Departamento de Estado norteamericano.
No hay duda de que estamos ante un imperio que, al igual que todos los anteriores, entra a su etapa final y desintegración, descubre sus pies de barro, mientras que en los otros continentes empiezan a gestarse nuevas hegemonías y un nuevo orden mundial. Ojalá se trate del principio del fin de una era marcada por las guerras, las profundas inequidades sociales y la más insensata y dilapidante carrera armamentista que tanto distrae la posibilidad de paz entre las naciones. Pero también se trata de un tiempo en que se ha desmoronado la solidaridad entre los pueblos oprimidos, nuestra fraternidad latinoamericana y tercermundista.
¿Biden, un cambio de tendencia para Latinoamérica?
por Francisco Herranz/Sputniknews.
No es que el triunfo de Joe Biden sea una panacea para Latinoamérica, que no lo es, pero decididamente la continuidad de Donald Trump cuatro años más representaba una alternativa mucho peor, sobre todo para países como México, Cuba o Venezuela.
El presidente número 45 no había viajado nunca a la región, a excepción de la obligatoria cumbre del G20 que se celebró en la capital argentina en 2018. No le interesaba mucho esa parte del planeta. Prácticamente nada. Su objetivo inicial, casi una obsesión, fue levantar un muro contra la inmigración en la frontera con México.
Trump llegó a descuidar, incluso a maltratar, las relaciones con Colombia, un histórico aliado, cuando acusó nohace mucho al presidente Iván Duque de permitir que llegase más cocaína a Estados Unidos. Ya no podrá mostrar esa actitud de abierto desprecio y desinterés.
Esa tendencia prepotente quedó patente cuando Washington impuso en junio de este año a su asesor económico Mauricio Claver-Carone como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), rompiendo así una tradición de seis décadas, ya que el BID, que se dedica a financiar grandes proyectos de desarrollo económico, social e institucional en Latinoamérica, siempre había sido dirigido por un latinoamericano. Claver-Carone nació en Florida, de padre español y madre cubana, y es abiertamente anticastrista y antichavista.
Los primeros analistas ya hablan de que la llegada de Biden a la cima simboliza una nueva era marcada por el deshielo, la moderación y el talante negociador.
Cuidado con la euforia inicial. Es posible que, de verdad, asistamos en breve a un cierto cambio en la manera de hacer las cosas, pero no hay que olvidar tampoco que el presidente electo es un viejo miembro del ‘establishment’ y que defenderá unos intereses geoestratégicos y económicos muy determinados que chocarán, sin duda alguna, con los de otras naciones latinoamericanas alejadas de sus planteamientos ideológicos.
Es previsible, por ejemplo, que quiera aplicar el Tratado de Libre Comercio firmado entre EEUU y México y que negoció precisamente el equipo de Trump.
Mucho podrían y deberían cambiar las relaciones bilaterales con México, donde el presidente Andrés Manuel López Obrador tuvo que soportar de Trump numerosos desaires diplomáticos.
Biden, que va camino de cumplir los 78 años, puede continuar el proceso de apertura que inició Barack Obama tras su histórica visita a la isla caribeña en marzo de 2016. Todos los avances que se habían logrado entonces habían quedado archivados y congelados.
También es factible que el próximo inquilino de la Casa Blanca apueste por una solución negociada en Venezuela y se olvide de las bravatas y las amenazas militaristas de la Administración saliente.
O que ponga en marcha un millonario plan de desarrollo para mejorar las duras condiciones económicas que atraviesa el Triángulo Norte de Centroamérica, formado por Guatemala, Honduras y El Salvador, la zona de donde suelen proceder las caravanas de inmigrantes que sueñan con cruzar las aguas del Río Bravo y buscar un futuro.
Lo cierto es que Latinoamérica tiene sólidas razones para desconfiar de EEUU pues siempre se ha comportado en la región como una potencia imperialista, lanzando operaciones encubiertas de la CIA, apoyando golpes de Estado o incluso dirigiendo invasiones militares.
Los cuatro años de Trump no han hecho sino fortalecer estos profundos sentimientos antiestadounidenses. La Casa Blanca, gracias al entonces consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, revitalizó la famosa Doctrina Monroe, cuyo lema es «América, para los americanos», afirmando su presunto derecho a intervenir en Latinoamérica para así contrarrestar la creciente influencia de Rusia y China, algo que paradójicamente es lo que ha terminado ocurriendo.
El recorrido de Biden como número dos de Obama hace presagiar cierto optimismo moderado. Ha pasado décadas trabajando en la región –nada menos que dieciséis viajes en ocho años como vicepresidente–, conoce bastante bien Latinoamérica. Gracias al mandato de las urnas, ahora va a disponer de la magnífica oportunidad de reconstruir la nefasta imagen que su país tiene en el resto del continente.
Viajando a bordo del avión Air Force Two, Biden representó a su patria en ceremonias de toma de posesión de presidentes latinoamericanos como la del guatemalteco Jimmy Morales en 2016. Antes de volcarse en la carrera presidencial junto a Obama, lideró el Comité de Relaciones Exteriores del Senado en dos ocasiones, entre 2007 y 2009 y entre 2001 y 2003, siendo miembro del Comité desde 1997. Fue elegido para la Cámara Alta en 1972 por Delaware y pasó seis pruebas electorales con más o menos el 60% de los votos. Todos estos datos avalan su experiencia y legitimidad, al menos sobre el papel.
En su primera visita como vicepresidente allá por 2009 en Santiago, Biden declaró: «Se ha acabado el tiempo cuando EEUU dicta unilateralmente, el tiempo cuando sólo hablamos y no escuchamos». Veremos qué queda de esas palabras, de esas buenas intenciones ahora que llevará el timón de la nave. Los restos se presentan enormes.
La percepción de Latinoamérica hacia Estados Unidos es mayoritariamente negativa, similar a las que se produjo durante la era Bush en los años 2000, y ha ido cayendo en los últimos años a un ritmo pronunciado. Por ejemplo, en 2015, el 66% de los mexicanos tenía una visión positiva de sus vecinos del norte, pero dos años después sólo llegaba al 30%.
Trump consiguió polarizar más las posiciones encontradas entre los gobiernos de derechas de América Central, Brasil y Colombia, y los de izquierdas de Venezuela, Cuba o Nicaragua. En este complejo panorama regional, Biden deberá combatir las lógicas suspicacias. Tendrá que ir por la vía de la conciliación y el respeto, sin imponer ni coaccionar. Sólo así podrá reconstruir los puentes seriamente dañados.
Es razonable suponer que la Presidencia de Biden enfatizará en el diálogo multilateral para abordar temas capitales como el cambio climático, la lucha contra la pandemia y la recuperación económica; esa nueva tendencia será una novedad para los líderes latinoamericanos acostumbrados con Trump a ser ignorados, presionados o amenazados para capitular a las exigencias de Washington.
Resta por ver la eficacia, la voluntad, el margen de maniobra de este jefe de Estado todavía in pectore, que jurará su cargo el 20 de enero de 2021, es decir, en un plazo superior a los dos meses. El reto que le espera es formidable.
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