Un “zek” recuerda los campos de Stalin (*)
por Timothy Snyder (**)/Sin Permiso/Correspondencia de Prensa.
Hablamos de la memoria, pero sin testigos la memoria es algo vacío. Es demasiado esperar que hablen todos los que sufren. Pero sin testigos, la memoria se entrega a la propaganda que está al servicio del momento. Julius Margolin se interroga sobre si la verdadera Rusia es la que celebra la victoria sobre la Alemania nazi en la Plaza Roja, o la que existe en el universo sin cartografiar de los campos de concentración que él llama “la tierra de los zek”. Escribía en 1946 y 1947, justo después de cinco años de servidumbre penal soviética; la pregunta sigue siendo relevante en la Rusia del siglo XXI. El mismo Margolin fue un “zek”, un convicto que sobrevivió a su encarcelamiento en el mayor sistema de campos de concentración durante su periodo más asesino.
Llamamos “Gulag” 1 a los campos soviéticos, con el título del libro, muy posterior, de Alexander Solzhenitsyn, publicado en 1973. Si se hubiera publicado el libro de Margolin cuando lo escribió, “zek” y “tierra de los zek” serían los términos que ahora emplearíamos. Llega la primera recopilación completa de los textos de Margolin sobre los campos, publicada en conjunto en traducción inglesa, en un momento en el que sabemos mucho de ellos. Cuando se pudo acceder a los documentos tras el final de la URSS en 1991, los historiadores trataron de equilibrar las experiencias de los presos con las de los guardias, los directores de los campos, el politburó, el mismo Stalin. Sabemos ciertas cosas que Margolin no conocía: la ubicación de la mayoría de los campos, la cifra de presos registrados y de muertes, los nombres de quienes los persiguieron. Pero sin las voces de los testigos, ni siquiera ese conocimiento es suficiente. Si la memoria la ponen los testigos en tela de juicio, la historia se ve enriquecida gracias a ello.
Sólo unas cuantas rememoraciones de los campos de concentración, y sólo un puñado escaso de rememoraciones del Gulag, nos dan el sentido de lo que suponía estar dentro de él. Margolin nos da una razón: convertirse en un “zek” significaba perder los puntos de referencia que hacían inteligible la experiencia a los demás: “Nadie conserva su forma original. La observación resulta difícil porque el observador mismo se ve deformado. También él es anormal”. En este sentido, el título del libro está perfectamente elegido. Margolin hace recuento de los cinco años transcurridos entre su deportación de la Polonia ocupada por los soviéticos en 1940 y su regreso a la Polonia de la postguerra en 1946, y luego su posterior partida para Palestina vía Francia. Señal de su honestidad es que registre su propio declive; señal de su recuperación es que fuera capaz de escribir este libro. Estas memorias literarias y filosóficas no son sencillamente una crónica histórica sin parangón; se trata también de un hondo jucio moral. Decenas de millones de personas pasaron a través del Gulag; sólo unos cuantos pudieron escribir libros escrutadores y fiables acerca del mismo. Este es quizás el mejor.
Margolin era filósofo, lo que hacía de él un testigo especial. Hijo de un médico judío de la ciudad de Pinsk, predominantemente judía, en lo que era entonces el Imperio Ruso occidental, estudió durante algún tiempo en la Rusia revolucionaria y completó luego un doctorado en Filosofía en Berlín. Él mismo se denominaba judío polaco, y pasó la mayor parte de los años 30 en Polonia, principalmente en Łódź. En 1936 él y su familia se mudaron de Polonia a Palestina. Se encontraba en Polonia arreglando algunos asuntos obligados cuando la invadió Alemania el 1 de septiembre de 1939. Como cerca de un cuarto de millón de judíos de Polonia oriental, huyó de los alemanes hacia el este. La Unión Soviética invadió Polonia desde el este el 17 de septiembre. Como mucho de esos judíos, Margolin trató de buscar un camino de salida. Cuando fracasó, regresó a casa de sus padres en Pinsk, donde vivió durante la anexión de Polonia oriental y la imposición del sistema soviético.
Margolin se define como europeo y “hombre de Occidente”. Tenía cuarenta años cuando entró en su primer campo de concentración, lo bastante mayor como para haber visto algo de mundo y crear una familia, pero lo bastante joven como para reaccionar con flexibilidad. Poseía un intenso sentido de la decencia y la normalidad: los derechos humanos y la verdad eran conceptos básicos. Tenía el vocabulario y los conceptos de un filósofo con un intenso interés por la literatura: nunca le faltaron palabras o conceptos en un entorno que desafiaba toda descripción. Era hablante nativo del ruso, el idioma de los campos, pero también era hablante nativo de polaco y yiddish, los idiomas de los presos con los que fue sentenciado.
Tal como Margolin veía las cosas desde Łódź o Pinsk a finales de 1939 y principios de 1940, nazis y soviéticos habían destruido Europa juntos. El pacto Molotov-Ribbentrop de agosto de 1939, y la invasión conjunta germano-soviética de Polonia que le siguió, supusieron el final de la vida que creía haber llevado. Polonia, de la que había emigrado, pero por la cual sentía simpatía, fue destruida por sus poderosos vecinos. En Pinsk Margolin observó cómo los recursos locales, trigo y carne, los dirigía el poder soviético al aliado nazi, incluso mientras Alemania invadía Europa Occidental. Tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética declararon que el Estado polaco no existía; con ello se creó un problema básico de acceso a la ley y de protección para millones de personas que no estaban sujetas a una ocupación convencional sino a la anexión y colonización. En el caso de Margolin, fue condenado a cinco años de trabajos forzados en un campo por tener los papeles equivocados.
Sus opciones se vieron constreñidas por la acción conjunta de los poderes nazi y soviético. Los judíos podían huir de los alemanes, pero se encontraban entonces en un territorio que se convertiría en soviético. Margolin es un observador atento de lo que pasó en Polonia oriental bajo dominio soviético: deportación de las élites, subyugación de la economía, clausura de todas las organizaciones independientes. Muchos judíos quisieron regresar: “en fecha tan tardía como la primavera de 1940, los judíos preferían el gueto a la igualdad de derechos soviética”. Muchos judíos, de hecho, retornaron. De quienes se quedaron, como Margolin, se esperaba que adoptaran la ciudadanía soviética. Los judíos que no lo hicieron fueron deportados a asentamientos especiales en el Kazakistán soviético y a Siberia en junio de 1940. Pocas semanas después de esto, a Margolin lo mandaron a un campo en el extremo norte de Rusia a talar árboles.
Durante el primer año de Margolin como “zek”, la Unión Soviética y la Alemania nazi fueron aliados. El trabajo forzado que llevaba a cabo servía a una economía que aprovisionaba a la Wehrmacht. Podríamos tener la tentación de pensar en esto como en algo irónico; para Margolin fue sencillamente el final de su mundo: “Ambos bandos eran reflejos inhumanos de lo que considerábamos querido y sagrado”. Nada había para él de sorprendente en la “alianza de Rusia con la Alemania nazi”. Judío en confinamiento soviético, hubo de soportar propaganda pronazi: “Los raros periódicos soviéticos que llegaban al campo estaban llenos de publicidad proalemana”. La prensa soviética reproducía los discursos de los dignatarios nazis. “En sintonía con los éxitos de Hitler”, recuerda Margolin, “se incrementó el antisemitismo en el campo”. Aunque era un judío polaco, y bien consciente del antisemitismo polaco, nadie le llamó “kike” [término neoyorquino despectivo para los judíos] hasta que estuvo en un campo soviético.
Margolin conocía bien Alemania, pero nunca vio un campo nazi; dejó el país en 1929, cuatro años antes de que Hitler llegara al poder. Las comparaciones eran, sin embargo, inevitables. Un joven judío alemán temeroso del terror nazi encontró sus pesadillas hechas realidad en un campo soviético. Los judíos que habían estado en Dachau afirmaban que la servidumbre soviética era peor. Margolin advirtió también que los jóvenes fascistas con los que compartía prisión admiraban la estructura de los campos. Estaban de acuerdo con su principio organizador básico: los fuertes deberían sobrevivir, los débiles, perecer.
A Margolin y sus compañeros reclusos los evacuaron hacia el este desde el campo del Lago Onega cuando la Alemania nazi invadió la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Había cerca de cuatro millones de personas en campos soviéticos cuando Hitler traicionó a Stalin y la Alemania nazi invadió a su aliado. En los dos años siguientes, unos 2,5 millones más de ciudadanos soviéticos fueron condenados a los campos. Entre 1941 y 1943, el caos de los transportes y las drásticas escaseces convirtieron una condena en los campos en algo todavía más peligroso que antes. Se registraron oficialmente cerca de medio millón de muertes en esos años; es probable que la cifra real sea bastante más elevada.
Margolin sobrevivió a estas condiciones, las observó, hizo su crónica y las analizó con una claridad y percepción sin igual. Gracias a sus extraordinarias descripciones nos enteramos de lo que él denominó “el fatídico año de 1942”cuando en torno a él “los zeks caían como la hierba”. Él y sus compañeros de prisión hablaban de qué clases de hierba y qué tipos de corteza se podían comer. Con gran precisión y sin patetismo describe, por ejemplo, lo que es cavar en un canal aguas abajo de una letrina buscando algo comestible que hubiera quedado de la bazofia para los cerdos.
La deshumanización fue el gran tema de Margolin: la reducción de los “zeks” a bestias hambrientas en su propia mente, y a máquinas de trabajo en la mente de sus jefes. Todo el mundo estaba todo el tiempo hambriento. El alimento estaba racionado, de modo que los más productivos obtenían más que los menos: “El medio de coación era el hambre”. Un preso puede verse reducido “a una condición bestial en la que el momento de saciedad se convierte en el punto culminante de cada día, el único estímulo de sus acciones”.
Verse tratado como instrumento sólo de trabajo destruía el sentido de autoestima. “Sólo una persona libre”, escribió Margolin, “conoce la alegría del trabajo libre, y para él esta labor tiene sentido porque sirve a una meta que elige él y en la que cree”. Resulta físicamente difícil pasar el día entero talando árboles en un bosque del norte de Rusia, como hizo Margolin en la primera tarea que le asignaron. Sin embargo, él advierte también el coste espiritual: “La forma más segura de convertir a una persona en ridícula y despreciable consiste en obligarla a hacer sistemáticamente un trabajo que es incapaz de realizar, en compañía de gente que es superior a él en fuerza y habilidad”. La gente se ve reducida a la cantidad de trabajo que ejecuta: “Yo mismo no valía nada. Mi derecho a la vida se medía por el porcentaje de normas de trabajo que cumplía”.
La absoluta irrelevencia constituía un elemento del sufrimiento. Margolin trabajaba mal, castigado por acciones que no podía considerar delito, condenado por un Estado del que no era ciudadano, sirviendo a un régimen que aborrecía. Después de la guerra, Margolin leyó a Jean-Paul Sartre y se mofó de la idea de Sartre de que la alienación era algo que experimentaban los burgueses de Francia. Consideraba la queja de Sartre acerca de la ausencia de significado absoluto de la existencia como una tentación que buscar en la política, en un sistema como el comunismo. Como predicción de la política de Sartre, esto resultaba correcto. Margolin experimentó en realidad algo muy parecido a la pura alienación y escribió sobre ello con una destreza que debería ser una lección de humildad para quienes escribieron sobre lo que no sabían.
Margolin es un cronista no sólo de la crueldad y el sufrimiento de los demás sino también de la desaparición del yo. En su prosa, la estructura física e institucional del campo no sólo figura como una amenaza para la vida sino para cualquier sentido de lo que pudiera significar la vida. A lo largo del libro, vuelve, por ejemplo, a sus constantes dificultades para mantenerse vestido. Esos pasajes se refieren al frío extremo y a la dignidad básica: “Llega un momento en que ya no tenemos nada nuestro. El Estado nos viste y desviste según le place”. Polonia está destruida y Palestina queda lejos; no tiene contacto con la gente que le importaba antes de su condena; “se han liquidado los lazos familiares”. Le duele que su mujer y su hijo no sepan en Palestina lo que le ha sucedido. Se ha roto la continuidad de la vida, la acumulación de momentos, días y recuerdos que es el oxígeno de nuestra consciencia. Los presos “nos olvidamos gradualmente de nuestro pasado”, a medida que el presente se convierte en cuestión de repetición mecánica y supervivencia animal.
Margolin sobrevivió físicamente gracias a sus idiomas, a su amistad con los médicos del campo, su astucia y una buena dosis de suerte. Estuvo a punto de morir varias veces, y sus dotes de escritor son quizás más evidentes en sus remembranzas de esos momentos. Pero quizás la experiencia central no fue la enfermedad sino la deshumanización. Se siente tristísimo por el día en el que roba a otro preso, el día en el que golpea a otro hombre en la cara. Ni siquiera mientras iba Margolin cediendo al sistema física y espiritualmente perdió jamás su sentido del valor humano. En circunstancias en las que ese comportamiento era comprensible e incluso necesario para la supervivencia, lo recuerda todavía como algo equivocado e igualmente dañino para si mismo. El filósofo polaco Leszek Kołakowski afirmó que cuando escogemos el mal menor, tenemos que recordar que se trata de un mal. Y esto supone un desafío en la vida diaria; que Margolin pudiera conservar este nivel de reflexión ética en el campo resulta milagroso.
Margolin nunca perdió su capacidad de ver a sus compañeros “zeks” como humanos. Se cuida de describir las condiciones especiales de sus compañeros judíos, que constituían al principio la mayoría de sus compañeros de prisión. Explica que los polacos, con los que compartía lengua y país, formaban el grupo más cercano a los judíos en el campo. Margolin hace amistad con los ucranianos, con los que, como recuerda, los judíos habían tenido una historia nada fácil. Los ucranianos fueron enviados al Gulag en cifras desproporcionadas antes, durante y después de la guerra; en el libro de Margolin tienen voz.
Margolin sabía que era un testigo inusual. Al concluir su libro en 1947, en un momento en que el mundo no sabía nada acerca del Gulag y no quería enterarse, escribe, con bastante formalidad, que sobre “la base de mi experiencia quinquenal, afirmo que el gobierno soviético, utilizando territorios específicos y condiciones políticas en el país, ha creado un infierno subterráneo, un reino de esclavos tras alambre de espino, inaccesible a la opinión pública mundial”. Margolin anticipó correctamente que la misma vaciedad moral que él experimentó se convertiría en argumento de los defensores del régimen soviético. A lo que se oponía era al total abandono de la ética, al nihilismo abierto y a su concomitante sadismo: “La fuerza hace la ley, todo el mundo miente, todos son unos canallas, hay que dar a los tontos una lección”.
La defensa del sistema soviético, antes de la guerra, durante la guerra, después de la guerra, y hasta hoy, implicaba que el abandono de la humanidad servía a alguna meta. Lo que experimentó Margolin como vacío podía verse a distancia como un estadio de la historia. El hambre, la deshumanización y la muerte en masa en tierras baldías eran necesarias para alcanzar un bien mayor. Esto es lo que creía Sartre, por ejemplo, y todavía hoy se elevan defensas semejantes, en Rusia y más allá de sus fronteras. La experiencia de Margolin contradice directamente este pensamiento desiderativo: “Lo que vi en los cinco años de mi estancia en el subterráneo reino soviético fue un aparato de asesinato y opresión que obraba a ciegas”. Le da la vuelta al argumento del determinismo: “El crimen del régimen soviético no se justifica, sino que se agrava y acentúa si resulta que no hay otra forma de reforzar el poder de quienes están en el Kremlin que el monstruoso sistema de los campos de esclavitud contemporánea y de millones de muertes anónimas”.
Margolin carecía de paciencia para el relativismo, o para lo que hoy llamamos y-eso-qué-ismo. No constituye una defensa del asesinato masivo soviético apuntar que los nazis cometieron crímenes bastante peores. El sistema de campos soviéticos, advertía, era más antiguo, mayor, y más duradero que el de los nazis. Era un error “justificar los campos soviéticos afirmando que Auschwitz, Majdanek y Treblinka fueron mucho peores”. Tal como veía Margolin las cosas, nazis y soviéticos habían destruido Europa juntos en1939. Ninguno de los dos bandos llevaba razón en la guerra que se inició en 1941, y defender a uno refiriéndose a los crímenes del otro constituía un error lógico. Margolin se vio él mismo físicamente atrapado entre los dos sistemas. Pero la libertad humana era para él la capacidad de juzgar ambos con criterios más elevados, en lugar de hacerlo siguiendo los términos a los que parecía obligar su alianza o su colisión.
Margolin tiene una última palabra para todos los que se encogerían de hombros ante la historia de los campos de concentración soviéticos en la creencia de que al obrar así están sirviendo de algún modo al progreso. “La gente que justifica los campos soviéticos, que dice ‘Que los metan en campos’ o ‘Puede que esto no sea verdad’ o simplemente ‘¿A nosotros qué nos importa?’ pueden considerarse antifascistas y llevar puesta una máscara de rectitud. Para mí está claro que esta gente prepara una segunda edición de Hitler en el mundo”. Si se pierde la preocupación por los hechos de la historia, se pierde la preocupación por la humanidad. Si se eligen la evasivas y la propaganda, entonces los antifascistas pierden ante los fascistas, mejores evasores y mejores propagandistas. La acción de registrar verazmente el sufrimiento humano es, por contraposición, un acto asimismo de afirmación del valor humano. La dignidad de recordar los detalles supone también la dignidad de emitir un juicio. Por una cuestión de ética individual y también por una cuestión de pragmatismo democrático, ningún “atropello de los derechos humanos debería permanecer en el anonimato”.
El testigo deshace el anonimato, y el juicio ciñe un ideal. Margolin creía que la democracia transcendía la trivial pugna entre Izquierda y Derecha. La Derecha no estaba obligada a defender el fascismo y la Izquierda no estaba obligada a defender a la Unión Soviética. Y nadie estaba obligado a identificarse con Derecha o Izquierda. La trampa del nosotros y ellos resultaba deshumanizadora. Lo que resultaba humanizador era la preocupación por la verdad, el acceso a la crónica histórica y la libertad de expresar lo que se aprendía. Aunque todas las democracias tienen fallos, como reconocía él, los errores se pueden ver tal cual. Cuando el testimonio y el juicio de los individuos informa la discusión y las opciones de los ciudadanos una democracia puede corregirse y renovarse. (Artículo publicado en Tablet Magazine, 1-10-2020)
(*) Timothy Snyder, uno de los más reconocidos historiadores norteamericanos actuales, especialista en Europa Central y Oriental del siglo XX, es profesor de Historia en la Universidad de Yale. Su último libro es ‘Our Malady: Lessons in Liberty from a Hospital Diary’.
Nota:
Gulag, es el acrónimo de Glávnoe Upravlenie Lagueréi, o Dirección General de los Campos. Designa el sistema de trabajo penitenciario administrado por la policía política bajo Stalin y sus sucesores desde los años 1920 hasta 1960. (Redacción Correspondencia de Prensa).
(*) Reseña del libro de Julius Margolin, Journey Into the Land of the Zeks and Back: A Memoir of the Gulag [Viaje a la tierra de los “zeks” y vuelta: Memoria del Gulag], Julius Margolin, Oxford University Press, 2020.
Fuente original: Sin Permiso, 3-1-2021/Traducción de Lucas Antón.
Fuente: https://correspondenciadeprensa.com/?p=15935
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Casi todos los párrafos empiezan con el nombre de Margolin. Para que luego digan del culto a la personalidad de Stalin. En fin.
Sugiero la lectura de «Stalin, historía y crítica de una leyenda negra», de Domenico Losurdo. Se puede encontrar en la red en pdf.