Fascismo, fascistización, antifascismo. Parte II y final.
Fascismo, «pueblo» y acción de masas
Si el fascismo es a veces descripto falsamente como «revolucionario» por los llamamientos que hace al «pueblo», o porque procedería mediante la acción de las «masas» (en una analogía superficial con el movimiento obrero), es porque se confunden en los términos «pueblo» y «acción» cosas muy diferentes.
El «pueblo», tal como lo entienden los fascistas, no designa ni un grupo que compartiría ciertas condiciones de existencia (en el sentido en que la sociología habla de clases populares), ni una comunidad política que incluiría a todas las personas vinculadas por una voluntad común de pertenencia, sino una comunidad etnorracial fijada de una vez por todas de forma tal de reunir a quienes serían «verdaderamente de aquí» (siendo el criterio de pertenencia al «pueblo» que se invoca pseudobiológico o seudocultural); esto equivale, en síntesis, a un cuerpo social librado de los enemigos (el «partido del extranjero») y de los traidores (las izquierdas), que se habrían puesto de su lado.
Respecto a la acción propiamente fascista, esta oscila por excelencia entre la ejecución punitiva conducida por brigadas armadas (bandas extraestatales o sectores del aparato represivo de Estado independizados o en vías de independizarse [3]), las manifestaciones de tipo militar y el plebiscito electoral. Mientras que la primera está tomada de las luchas sociales y, en términos generales, de los grupos subalternos (trabajadores y trabajadoras en huelga, minorías etnorraciales, mujeres en lucha, etc.), y se utiliza con el fin de desmoralizar al adversario y preparar el terreno para la implantación fascista, las segundas apuntan a producir un efecto simbólico y psicológico de masa, con el fin de movilizar los afectos en beneficio del líder, del movimiento o del régimen, y el tercero busca, en un conjunto de individuos atomizados, la ratificación de la voluntad del líder o del movimiento.
Aunque el fascismo efectivamente convoca a las masas, no lo hace en ningún caso para estimular su acción autónoma a partir de intereses específicos (política de clase), favoreciendo, po r ejemplo, formas de democracia directa en el marco de las cuales sería posible discutir y actuar colectivamente, sino con el fin de sostener a los líderes fascistas y brindarles un argumento sólido en las negociaciones con la burguesía para acceder al poder. La participación popular en los movimientos fascistas –y, algunas veces, hasta en sus regímenes– es dirigida fundamentalmente desde arriba, tanto en sus objetivos como en sus formas, y supone un respeto absoluto hacia quienes, por naturaleza, estarían destinados a mandar.
No obstante, pueden encontrarse formas de movilización por abajo durante las primeras etapas del fascismo, entre las franjas plebeyas del fascismo que le proveen sus tropas de choque tomándose en serio sus promesas antiburguesas y su seudoanticapitalismo. Con todo, a medida que la crisis política se acentúa y se sella la alianza de los fascistas con la burguesía, no dejan de suscitarse tensiones entre estas ramas y la dirección del movimiento fascista. Esta última busca desembarazarse forzosamente de la dirección de estas milicias [4], intentando canalizarlas mediante su integración al Estado fascista en construcción.
En realidad, en lo que respecta a la acción, el fascismo no le ofreció jamás a las masas otra cosa más que la alternativa entre la aceptación –estridente o pasiva– de los deseos de los líderes fascistas, y el manganello [5], es decir, la represión (que, en los regímenes fascistas, llega muchas veces al límite de la tortura y la muerte, infligidas incluso en contra de algunos de sus más fervientes partidarios).
Una contrarrevolución póstuma y preventiva
El fascismo constituye una contrarrevolución «póstuma y preventiva» [6] Póstuma en la medida en que se nutre del fracaso de la izquierda política y de los movimientos sociales para estar a la altura de la situación histórica, para plantearse como una solución a la crisis política y comprometerse con una experiencia de transformación revolucionaria. Preventiva porque busca destruir por anticipado todo lo que pudiera alimentar y preparar una experiencia revolucionaria por venir: organizaciones explícitamente revolucionarias, pero también resistencias sindicales, movimientos antirracistas, feministas y LGTBIQ, movimientos sociales de autogestión, periodismo independiente, etc., es decir, cualquier forma de oposición al orden de las cosas.
Fascismo, neofascismo y violencia
Es innegable que la violencia extraestatal, bajo la forma de organizaciones paramilitares de masas, ha jugado un rol importante (aunque, sin duda, subestimado) en el ascenso de los fascistas. Este es un elemento que los distingue de otros movimientos reaccionarios que no buscan organizar militarmente a las masas. Sin embargo, al menos en esta fase, la gran mayoría de los movimientos neofascistas no se construyen a partir de la puesta en funcionamiento de milicias de masas y no disponen de tales milicias (con excepción del BJP indio y, en menor medida en lo que respecta a la implantación de masas, el Jobbik húngaro y Amanecer Dorado en Grecia).
Pueden proponerse muchas hipótesis para explicar por qué los neofascistas son incapaces o no aspiran a construir milicias de este tipo:
– la deslegitimación de la violencia política, especialmente en el caso de las sociedades occidentales, que condena a la marginalidad electoral a los partidos políticos que se dotan de estructuras paramilitares;
– la ausencia de cualquier experiencia equivalente a la Primera Guerra Mundial en términos de brutalización de las poblaciones, es decir, de habituación al ejercicio de la violencia, que pondría a disposición de los fascistas a masas de hombres dispuestos a enrolarse y a ejercer la violencia en el marco de milicias fascistas armadas;
– el debilitamiento de los movimientos obreros y de su capacidad para estructurar, organizar y encuadrar, en términos sindicales y políticos, a las clases populares, que hace que los fascistas de nuestro tiempo no tengan al frente un adversario que les impondría la condición de hacer uso de la fuerza para imponerse, y de dotarse consecuentemente de un aparato de violencia de masas;
– el hecho de que los Estados son mucho más fuertes en la actualidad y disponen de instrumentos de vigilancia y de presión de una sofisticación inconmensurable con la de los Estados del período de entreguerras, aun si los fascistas de nuestro tiempo pueden tener la sensación de que la violencia estatal puede ser suficiente a la hora de aniquilar, físicamente si fuese necesario, cualquier forma de oposición;
– por último, el carácter crucial en términos estratégicos que tienen los neofascistas de distinguirse de las formas más visibles de continuidad con el fascismo histórico y, especialmente, con esta dimensión de la violencia extraestatal. En este sentido, debe recordarse que los partidos como el FN en Francia o el FPÖ en Austria han sido creados a partir de estrategias de legitimación elaboradas y puestas en funcionamiento por fascistas conocidos que colaboraron muy activamente con el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial.
Estas hipótesis permiten insistir en el hecho de que la constitución de las milicias de masas se habría vuelto necesaria y posible para los movimientos fascistas en el contexto específico del período de entreguerras. Pero ni la constitución de grupos armados ni el uso de la violencia política constituyen un rasgo propio del fascismo, sea que se lo considere como un movimiento o como un régimen: no es que estos no ocupen un lugar central, pero otros movimientos y otros regímenes, que no pertenecen en absoluto a la constelación de los fascismos, han recurrido a la violencia para conquistar o mantener el poder, muchas veces asesinando a decenas de miles de opositores (sin hablar del uso legítimo de la violencia por parte de los movimientos de liberación).
La dimensión más visible del fascismo clásico, las milicias extraestatales, son en realidad un elemento subordinado a la estrategia de las direcciones fascistas, que las usan tácticamente en función de las exigencias impuestas por el desarrollo de sus organizaciones y la conquista legal del poder político (que supone, desde el período de entreguerras hasta nuestros días, presentarse bajo un disfraz respetable manteniendo a distancia las formas más visibles de violencia). La fuerza de los movimientos fascistas o neofascistas se mide entonces por su capacidad de utilizar –de acuerdo a la coyuntura histórica– la táctica legal y la táctica violenta, la «guerra de posición» y la «guerra de movimiento» (para retomar las categorías de Gramsci).
Fascismo y proceso de fascistización
La victoria del fascismo es el producto conjunto de una radicalización de secciones enteras de la clase dominante, que tienen miedo de ser superadas por la situación política, y de un enraizamiento social del movimiento, de las ideas y de los afectos fascistas. Contrariamente a la representación común, que responde a la necesidad de absolver a las clases dominantes y a las democracias liberales de sus responsabilidades en el ascenso del fascismo al poder, los movimientos fascistas no conquistan el poder político de la misma forma en la que una fuerza armada se apodera de una fortaleza, es decir, mediante una acción exterior de captura (un asalto militar). Si generalmente llegan a obtener el poder por la vía legal, lo cual no implica que no se derrame sangre, es porque esta conquista está preparada por todo un período histórico que puede designarse con la expresión fascistización.
Es solo al final de este proceso de fascistización cuando aparece el fascismo –en la actualidad, evidentemente sin confesar su nombre y maquillando su proyecto, dado el oprobio universal que rodea a las palabras «fascismo» y «fascista» después de 1945– a la vez como una alternativa (falsa) para distintos sectores de la población y como una solución (real) para una clase dominante políticamente acorralada. Es entonces cuando, siendo un movimiento fundamentalmente pequeñoburgués, puede transformarse en un verdadero movimiento de masas, aun si su núcleo sociológico, que le brinda sus cuadros, sigue siendo la pequeña burguesía: trabajadores y trabajadoras independientes, profesionales liberales, cargos intermedios.
Las formas de la fascistización
La fascistización se expresa de múltiples maneras, a través de una gran variedad de «síntomas mórbidos» (para retomar de nuevo otra expresión de Gramsci), aunque deben destacarse al menos dos vectores principales: el recrudecimiento autoritario del Estado y el ascenso del racismo.
Si bien el primero encuentra evidentemente su principal terreno de expresión en los aparatos represivos de Estado (contando con esos agentes específicos de la fascistización que son los sindicatos policiales), no hay que olvidar la responsabilidad previa que recae sobre los dirigentes políticos del centrismo radical. Y si bien la violencia policial se inscribe en la historia larga del Estado capitalista y de una policía que nuclea generalmente a los elementos más racistas y autoritarios de la sociedad, es la crisis de hegemonía, es decir, el debilitamiento político de la burguesía, lo que vuelve a esta última cada vez más dependiente de su policía y del incremento, tanto de sus poderes como de su autonomía [7]: los ministros formalmente encargados de dirigir a las policías ya no cumplen esta función, sino que la defienden a toda costa, robustecen sus funciones, etc.
El ascenso del racismo combina igualmente la historia larga del Estado, particularmente en el caso de las viejas potencias imperiales en las cuales la opresión colonial y racial ha ocupado –y no deja de hacerlo en la actualidad– un lugar central, con la historia corta del campo político. Frente a la crisis de hegemonía, la extrema derecha y los sectores de la derecha –dando por sentado que estas fuerzas políticas representan fracciones de clase distintas– tienen como proyecto la solidificación de un bloque blanco bajo hegemonía burguesa, capaz de adoptar una forma de compromiso social en función de criterios etnorraciales mediante una política de expulsión sistemática de las personas no blancas o, dicho de otra forma, un compromiso de favoritismo racial. Además, haciendo valer sin cesar el peligro que representarían las personas migrantes, especialmente la población musulmana, para el orden público, pero también para la integridad cultural de la «nación», estas fuerzas justifican las licencias que se toman las policías en los barrios de inmigrantes, la represión a los movimientos sociales, en síntesis, el autoritarismo estatal.
De esta manera, podemos reconocer un asalvajamiento –para retomar el término de Aimé Césaire– de la clase dominante, que se delata sobre todo en las prácticas y en los dispositivos de represión que apuntan en primer lugar contra las minorías etnorraciales y, en segundo lugar, contra las movilizaciones sociales («chalecos amarillos», movilizaciones sindicales, antirracistas, antifascistas, ecologistas, etc.). Pero el asalvajamiento también aflora, cada vez con más frecuencia, bajo la forma de declaraciones públicas de ideólogos que llaman a usar armas letales contra las movilizaciones sociales y contra los barrios de inmigrantes y de quienes hacen de la islamofobia mediática y editorial una industria floreciente.
El significado de la fascistización del Estado
La fascistización del Estado no debe ser reducida en ningún caso, sobre todo en la primera fase que precede a la conquista del poder político por parte de los fascistas, a la integración o al ascenso de elementos fascistas reconocidos como tales en los aparatos de mantenimiento del orden (policía, ejército, justicia, cárceles). Funciona más bien como dialéctica entre las transformaciones endógenas de estos aparatos, debidas a las elecciones políticas efectuadas por los partidos burgueses durante tres décadas (orientadas hacia la construcción de un «Estado penal» sobre las cenizas del «Estado social», para retomar las categorías del sociólogo Loïc Wacquant), y el poder político –que en esta fase es principalmente electoral e ideológico– de la extrema derecha organizada.
Para decirlo simplemente, la fascistización de la policía no se expresa ni se explica principalmente por la presencia de militantes fascistas en su seno, ni por el hecho de que los policías voten masivamente por la extrema derecha (tanto en Francia como en otros lugares), sino por su reforzamiento y por su autonomización (especialmente la de los sectores que tienen asignadas las tareas más brutales de mantenimiento del orden en los barrios de inmigrantes y en las movilizaciones). Dicho de otra forma, la policía se emancipa cada vez más del poder político y del derecho, es decir, de toda forma de control externo (sin siquiera hablar de un control popular inexistente).
El funcionamiento de la policía no se fascistiza a causa de la intervención externa de las organizaciones fascistas. Por el contrario, es porque su propio funcionamiento se fascistiza –evidentemente en grados desiguales según los distintos sectores– que se vuelve fácil para la extrema derecha difundir sus ideas en su interior e implantarse. En el caso francés, esto es particularmente visible dado que no asistimos durante estos últimos años al crecimiento del sindicato policial ligado directamente a la extrema derecha organizada (France Police-Policiers en colère), sino que más bien observamos un doble proceso: el ascenso de movilizaciones facciosas que vienen de las bases (aunque tienen la cobertura de la cúpula, puesto que no han sido objeto de ninguna sanción administrativa) y la radicalización derechista de los principales sindicatos policiales (Alliance y Unité SGP Police-FO).
Un proceso contradictorio e inestable
En la medida en que deriva en primer lugar de la crisis de hegemonía y del endurecimiento de las confrontaciones sociales, el proceso de fascistización muestra ser evidentemente contradictorio y, por eso mismo, altamente inestable. No se trata en absoluto de una vía regia para el movimiento fascista.
En ciertas circunstancias históricas, la clase dominante puede llegar a hacer que emerjan nuevos representantes políticos, e incluso puede integrar ciertas demandas que provienen de los sectores subalternos para sentar las condiciones de un nuevo compromiso social (que le permiten no ceder el poder político a los fascistas para conservar su propio poder económico) [8]. Sin embargo, es poco probable que, en el contexto actual, las clases dominantes estén dispuestas a aceptar nuevos compromisos sociales sin una secuencia de luchas de alta intensidad que imponga una nueva relación de fuerzas menos desfavorable para las clases populares.
Aunque el proceso de fascistización no llega necesariamente al fascismo, la izquierda política y los movimientos sociales deben combatir al movimiento fascista. El éxito de los fascistas depende en última instancia de la capacidad –o, por el contrario, de la impotencia– de los sectores subalternos para ocupar con éxito todos los terrenos de la lucha política constituyéndose en un sujeto político autónomo capaz de imponer una alternativa revolucionaria.
Después de una victoria electoral del fascismo se abren tres escenarios
Si bien la conquista del poder político –generalmente por medios legales, hay que repetirlo– representa una victoria crucial para el fascismo, no es la última palabra en esta historia. Esto abre necesariamente un período de lucha que –según las relaciones de fuerza políticas y sociales, según cómo se desarrollen las luchas y según resulten en victorias o en derrotas– puede llevar a distintos escenarios:
– la construcción de una dictadura de tipo fascista o militar-policial (cuando los movimientos populares sufren una derrota histórica y la burguesía está demasiado debilitada o dividida en términos políticos);
– una normalización burguesa (cuando el movimiento fascista es demasiado débil como para construir un poder político alternativo y se despliega una respuesta popular considerable pero insuficiente para ir más allá de una victoria defensiva);
– una secuencia revolucionaria (cuando el movimiento popular es suficientemente fuerte como para organizar una coalición con las fuerzas políticas y sociales más importantes y embarcarse en una prueba de fuerzas con las fuerzas burguesas y con el movimiento fascista).
Del antifascismo hoy
Aunque el antifascismo se presenta en principio y necesariamente como una reacción al desarrollo del fascismo y, por lo tanto, como una acción defensiva o de autodefensa (popular, antirracista, feminista), no debe, sin embargo, reducirse a un cuerpo a cuerpo contra a los grupos fascistas. Esto es tanto más así en la medida en que la táctica de construcción de los movimientos fascistas le otorga en nuestros tiempos un lugar menor a la violencia de masas –a excepción, sin duda y como dijimos antes, del caso de India– que el que le otorgaba el fascismo «clásico». El antifascismo hace de la lucha política contra los movimientos de extrema derecha uno de los ejes centrales de su combate, pero debe darse también la tarea de fomentar la acción común de los sectores subalternos y de bloquear el proceso de fascistización o, para decirlo de otra forma, de socavar las condiciones políticas e ideológicas en las cuales estos movimientos pueden prosperar, echar raíces y crecer, y terminar con todo lo que favorece la difusión del veneno fascista a través del cuerpo social. Por lo tanto, si se toma en serio esta doble vocación del antifascismo, este debe ser concebido no como una lucha exclusiva contra la extrema derecha organizada, que funcionaría independientemente de las otras luchas (sindical, anticapitalista, feminista, antirracista, ecologista, etc.), sino como el reverso defensivo del combate por la emancipación social y política, o de aquello que Daniel Bensaïd denominaba la política del oprimido.
Del antifascismo hoy (II)
Evidentemente, no se trata de condicionar la constitución de un frente antifascista a la adhesión a un programa político completo y preciso, lo que implicaría en realidad renunciar a cualquier perspectiva unitaria, dado que se trataría de que cada fuerza imponga a las otras su propio proyecto político y estratégico. Sería por lo tanto inoportuno exigirle a aquellos y aquellas que aspiran a combatir aquí y ahora contra el fascismo, o contra las dinámicas de fascistización evocadas más arriba, que presenten credenciales de militantes revolucionarios. Sin embargo, si aspira a hacer retroceder realmente no solo las organizaciones, sino también y sobre todo las ideas y los afectos fascistas, que se propagan y echan raíces mucho más allá de aquellas, el fascismo no puede tener como única brújula la oposición a las organizaciones de extrema derecha. No puede renunciar a establecer un vínculo entre el combate antifascista, la necesidad de una ruptura con el capitalismo racial, patriarcal y ecocida, y el objetivo de construir otra sociedad (que aquí denominaremos ecosocialista).
El asunto es complejo porque no basta con que el antifascismo afirme su feminismo y su antirracismo, con que critique al neoliberalismo o llame a defender la «laicidad», para que logre hacer que se manifieste el carácter reaccionario del antifascismo. En la medida en que la extrema derecha ha hecho propio al menos una parte del discurso antineoliberal, tiende cada vez más a adoptar una retórica de defensa de los derechos de las mujeres, hace uso de un seudoantirracismo de defensa de los «blancos» y se erige como protectora de la laicidad. Por lo tanto, el antifascismo no puede contentarse con fórmulas vagas en este terreno. Debe precisar necesariamente el contenido político de su feminismo y de su antirracismo, o incluso explicar lo que hay que entender por «laicidad», con el riesgo de que queden puntos ciegos que los antifascistas no dejarán de aprovechar («feminacionalismo», denuncia del «racismo antiblanco» o falsificación/instrumentalización de la laicidad), pero corriendo también un riesgo paralelo: el de subirse al tren de los neoliberales (que tienen su propio feminismo, el del 1%, y su propio «antirracismo moral», que se expresa generalmente bajo la forma de un llamamiento a la tolerancia mutua). También debe precisar el horizonte político de su oposición al neoliberalismo o de su crítica a la Unión Europea, que no puede contentarse con proponer aquí como alternativa un «buen» capitalismo nacional por fin regulado.
Además, durante los últimos años pudo verse a plena luz la necesidad que tiene el antifascismo de inscribirse plenamente en la batalla política –necesariamente unitaria– contra el ascenso autoritario. Este último se expresa contra miles de personas musulmanas arrastradas por el barro, fichadas, vigiladas, discriminadas, descalificadas públicamente y frecuentemente encarceladas en la medida en que son sospechosas de «radicalización» (por lo tanto, de ser «enemigas de la nación», real o posible); contra las personas inmigrantes (privadas de sus derechos y acosadas por la policía); contra las personas que habitan en los barrios periféricos (acorralados por los sectores más fascistas de las fuerzas represivas, que gozan de una impunidad casi total), y contra las movilizaciones sociales que son reprimidas cada vez más por la policía y por la justicia (movimiento contra la reforma laboral, chalecos amarillos, etc.).
Por lo tanto, el desafío para el antifacismo no se reduce a establecer alianzas con los y las militantes de otras causas, que dejarían inalterado a cada socio, sino de definir y de enriquecer el antifascismo a partir de las perspectivas que emergen al interior de las luchas sindicales, anticapitalistas, antirracistas, feministas o ecologistas, para nutrirlas al mismo tiempo de una perspectiva antifascista). En estos términos podrá renovarse y progresar el antifascismo, no como un combate sectorial, un método particular de lucha o una ideología abstracta, sino como un sentido común que impregne e implique al conjunto de los movimientos emancipatorios.
(*) Ugo Palheta, sociólogo francés. Agradezco a los miembros de la redacción de Contretemps, en particular a Stathis Kouvélakis, por las numerosas correcciones y sugerencias que hicieron sobre las versiones anteriores de este texto.
Traducción de Valentín Huarte.
Notas
[1] La civilización –«blanca» o «europea»– puede jugar el rol que cumplía la raza («aria» en la ideología nazi), sobre todo cuando este último referente se ha vuelto políticamente insostenible a escala masiva luego del genocidio de los judíos en Europa.
[2] Categoría eminentemente extensible, dado que incluye a quienes, teniendo o no la nacionalidad de un país, no son considerados como verdaderos autóctonos (en el caso de Francia, los supuestos «franceses de raíz», los «verdaderos franceses», etc.). Desde este punto de vista, un viejo inmigrante europeo –naturalizado o no– será considerado por la extrema derecha como menos extranjero, al menos si es blanco y de cultura cristiana, que un individuo nacido francés en Francia, con padres a su vez nacidos en Francia, pero cuyos abuelos vienen, por ejemplo, de Algeria o de Senegal.
[3] Puede pensarse, en el caso de la Francia contemporánea, en las brigadas anticriminales.
[4] Puede releerse con este propósito La resistible ascensión de Arturo Ui de Bertolt Brecht.
[5] Nombre que se le da en italiano al garrote con el cual la policía golpea a los militantes obreros o a cualquier persona que se oponga a los fascistas. El manganello y su uso fueron objeto de una especie de culto en la Italia fascista.
[6] Retomamos aquí la fórmula de Angelo Tasca, propuesta en su clásico libro Naissance du fascisme.
[7] Lo que le permite, en el caso francés, atacar directamente a las fuerzas políticas (se recordará la manifestación de los sindicatos policiales frente al local de La France Insoumise), y manifestarse sin autorización, con armas y autos de servicio, muchas veces utilizando capuchas, sin correr el riesgo de recibir ninguna sanción administrativa ni judicial).
[8] Puede pensarse en el caso de Roosevelt y del New Deal en los Estados Unidos de los años 1930, que no bastó para superar realmente la crisis del capitalismo estadounidense (hubo que esperar a la guerra), pero que sirvió para suspender la crisis política.
Fuente: https://jacobinlat.com/2021/01/14/fascismo-fascistizacion-antifascismo/
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