Las nuevas encrucijadas de América Latina.
por Claudio Katz (*)/ANRed.
La pandemia ha sido utilizada por los gobiernos derechistas para militarizar sus gestiones. En Colombia, Perú, Chile y Ecuador se instauraron estados de excepción con creciente protagonismo de las fuerzas armadas. La represión incluyó formas virulentas de violencia estatal. El asesinato perpetrado por los carabineros en Chile de un joven malabarista y la masacre de niñas en Paraguay son los ejemplos recientes de ese salvajismo. Todas las semanas se conoce el nombre de algún militante social colombiano ultimado por las fuerzas paramilitares.
Los gobiernos de la restauración conservadora están empeñados en instaurar regímenes autoritarios. No promueven las tiranías militares explícitas de los años 70, sino formas disfrazadas de dictadura civil. Esa nueva variedad de golpismo institucional cuenta con un alto nivel de coordinación regional.
En el campo derechista persiste la división entre corrientes extremistas y moderadas, pero ambos grupos unifican fuerzas en los momentos decisivos. Propician una estrategia común de proscripción de los principales dirigentes del progresismo.
La derecha utiliza los dispositivos del lawfare para inhabilitar opositores y capturar gobiernos. Obstruyó las candidaturas de Correa en Ecuador y Morales en Bolivia para extender el mecanismo instaurado con la proscripción Lula. Combina golpes parlamentarios, judiciales y mediáticos para suprimir adversarios, en operativos que intentaron invalidar el mandato de AMLO en México o Cristina en Argentina.
El fraude opera como complemento de esa proscripción. Se implementa en Centroamérica, falló en Bolivia y fue imaginado en Chile para manipular la Constitución. Con mecanismos equivalentes se consumaron en Perú numerosos recambios, frente a cada desmadre del sistema político.
Esos avasallamientos cuentan con el soporte explícito de las fuerzas armadas. En Bolivia reapareció el golpe militar y en Brasil se conocieron los detalles de la asonada que preparaba la cúpula castrense, si Lula participaba en la carrera presidencial. En ese país se verificó también la participación golpista de la casta judicial y los medios hegemónicos. El comportamiento del juez Moro fue tan descarado como las mentiras divulgadas por la red O Globo. Los principales comunicadores han asumido en toda la región una inédita primacía en la fijación de la agenda de las clases dominantes.
También la embajada de Estados Unidos mantiene su tradicional preeminencia en el armado de las conspiraciones. Apuntalaron directamente el golpe Bolivia y actualmente maniobran en Ecuador para colocar a su candidato en la presidencia.
La derecha ha resucitando, además, discursos primitivos y campañas delirantes contra el comunismo. Alerta contra fantasiosos complots de China y denuncia ocultos propósitos de socialismo en reconocidas figuras del establishment.
La ideología conservadora cuenta con el importante sostén de los evangélicos, que se expandieron confrontando con las variantes contestatarias del cristianismo (teología de la liberación). Se afianzaron en campañas de oposición al aborto incorporando todos los mitos del neoliberalismo. Apadrinan presidentes, ministros y legisladores y han conquistado una gran influencia sustituyendo al estado en el amparo de los desprotegidos.
Pero el proyecto de restauración conservadora que sucedió al ciclo progresista se encuentra afectado por la erosión de sus principales figuras. Piñera gestiona en soledad, Añez elude los tribunales, Uribe pasó varias semanas en prisión domiciliaria y Lenin Moreno prepara las valijas. La misma desventura atraviesa Guaidó -que se quedó sin cómplices- o Macri, que fantasea en soledad con un inverosímil retorno.
Las derrotas sufridas por la derecha en la última secuencia de comicios (Argentina, México, Brasil, Chile, Bolivia) corroboran las adversidades de ese sector. En Ecuador Lasso perdió recientemente la mitad de los sufragios reunidos en la votación precedente.
Pero esta crisis de la derecha no es sinónimo de ocaso del neoliberalismo. Ese modelo persiste con ensayos más devastadores. Sus gestores propician la “doctrina del shock” para instrumentar en la pos-pandemia nuevas políticas de privatización, apertura comercial y desregulación laboral. La experiencia del 2009 confirma que el neoliberalismo no desaparecerá por la simple presencia de la crisis o por la creciente regulación del estado. Su remoción requiere la movilización popular.
En un lapso previsible la continuidad de la restauración conservadora está sujeta a la suerte de sus dos principales exponentes. En Colombia, Duque afronta un conflicto con Uribe que ha socavado la homogeneidad del bloque derechista, en un contexto de resurgimiento de la lucha social y consolidación de la figura alternativa de Petro.
En Brasil el destino de Bolsonaro suscita pronósticos dispares. Algunos analistas resaltan su persistente comando del sistema político. Señalan que conserva el manejo del Congreso y usufructúa de un giro asistencialista para captar empobrecidos con mayor gasto público.
La otra biblioteca resalta la arrolladora derrota de los candidatos ultra-derechistas en las recientes elecciones provinciales. Destaca la indignación imperante frente al manejo de la pandemia y observa cómo el establishment prepara un sustituto centro-derechista. En cualquier caso el nivel de intervención popular será determinante de ese futuro.
CONTINUIDADES Y RELANTEOS DE BIDEN
La derrota de Trump introduce otra adversidad para la derecha regional. Han sido eyectados del Departamento de Estado los personajes cavernícolas (Pompeo, Abrams) que manejaron las últimas conspiraciones en América Latina.
Bolsonaro se quedó sin referente, Duque entreteje nuevos soportes y el Grupo de Lima navega a la deriva. Ya no será sencillo repetir el desprecio imperial hacia la región, con provocaciones contra los inmigrantes o desconocimientos de compromisos en la gestión de organismos compartidos (BID).
También el asalto que propició Trump al Capitolio afecta a los derechistas latinoamericanos. Pulverizó los argumentos utilizados por Washington para intervenir en la región y socavó la autoridad del Departamento de Estado para sostener el lawfare. El escandaloso proceso electoral que vivió Estados Unidos obstruye, además, la impugnación de comicios en los países hostilizados. Los cuestionamientos a las elecciones en Venezuela contrastan ahora con el silencio de la OEA, frente a la ocupación fascista del Congreso estadounidense.
Biden intentará remontar estos obstáculos mediante una política de dominación con buenos modales. Archivará los exabruptos de su antecesor para rearmar las alianzas con el establishment latinoamericano. Sus antecedentes despejan cualquier duda sobre su política externa. Apoyó a Thatcher en la Guerra de Malvinas, sostuvo los crímenes del Plan Colombia y apañó las operaciones de la DEA en Centroamérica.
Durante la campaña electoral difundió los mismos slogans de Trump para congraciarse con los reaccionarios de Miami. Ya anticipó que reconocerá la presidencia fantasmal de Guaidó en Venezuela y no anunció cuando derogará la tipificación de Cuba como estado terrorista.
Biden buscará artilugios para reducir la presencia de China en América Latina. Tanteará socios regionales para las multinacionales estadounidenses, que trasladan fábricas desde Asia hacia localidades próximas al mercado norteamericano. Intentará, además, formas de coordinación hemisférica para los nuevos negocios que augura la digitalización del trabajo.
El mito que a Estados Unidos “no le interesa América Latina” fue desmentido por la propia gestión de Trump. El magnate propició 180 cumbres de negocios y 160 acuerdos y comerciales con grandes grupos capitalistas de la zona. Tanto los Republicanos como los Demócratas aspiran a retomar el predominio de Washington sobre el continente, como antesala de su añorada reconquista de la primacía mundial. Ese objetivo exige ante todo contener la arrolladora presencia de China en la región.
Pero Biden carga con el fracaso de su antecesor en ese objetivo. El gigante asiático consolidó sus inversiones y exportaciones en todos los países, sin que Estados Unidos pudiera frenar esa avalancha. Hasta Bolsonaro -que al principio insinuó un enfriamiento de las relaciones con la nueva potencia- debió dar marcha atrás, bajo la presión de los exportadores brasileños.
Ni siquiera la suscripción del nuevo tratado de libre comercio con México (T-MEC) ha neutralizado la presencia china. Las compañías asiáticas siguen concertando acuerdos en Centroamérica y el litio es la nueva actividad en disputa, en Bolivia, Chile y Argentina. Allí se probará si Biden puede revertir las persistentes adversidades de las empresas estadounidenses. Pero todos los negocios que imagina Washington dependerán del contexto político prevaleciente.
DESAFÍOS CALLEJEROS
La principal amenaza que afronta la restauración conservadora es la renovada oleada de movilizaciones populares. El arrollador triunfo del MAS en Bolivia fue un resultado directo de esa intervención. Las enormes protestas que irrumpieron en ese país tuvieron un correlato directo en las urnas.
El ejército no se atrevió a reprimir los masivos bloqueos de rutas, que impusieron la realización de comicios e impidieron la consumación de un nuevo golpe. La dictadura quedó fagocitada por su desastrosa gestión de la pandemia y por el festival de corrupción que enfureció a la clase media. El MAS volvió a exhibir una gran capacidad para articular la acción directa con la intervención electoral. Una nueva generación de dirigentes accede ahora a la conducción del gobierno, en el clima de euforia que rodeó al regreso de Evo.
También en Chile la victoria alcanzada en la consulta sobre la Constitución fue un efecto de movilizaciones ininterrumpidas. La pandemia no disuadió la presencia de una nueva camada de militantes en las calles. Pusieron el cuerpo con decenas de muertos y centenares de mutilados, frente a gendarmes que disparaban a los ojos y lanzaban manifestantes al río.
Chile se apresta a enterrar ahora la herencia del pinochetismo y podría coronar la prolongada lucha que iniciaron los pingüinos (2006), continuaron los estudiantes (2011) y afianzaron distintos sectores de la población (2019-2020). Ha quedado abierto el camino para avanzar hacia una Constituyente soberana y democrática, que sepulte el nefasto régimen de desigualdad, educación privada y endeudamiento familiar.
En Perú el estallido reciente fue más sorpresivo y espontáneo. Canalizó el descontento popular acumulado contra el régimen, que desde 1992 aseguró la continuidad del neoliberalismo mediante la rotación de presidentes desplazados por el Congreso.
Los jóvenes convocados por las redes sociales protagonizaron una sublevación contra los fujimoristas, liberales y apristas que han disputado la torta de los desfalcos. Esa descarnada codicia empujó a cinco presidentes a la cárcel y a uno al suicidio.
Durante varios días se vivió en Perú un escenario parecido al 2001 de Argentina. La caída de un mandatario impostor fue precipitada por el asesinato de dos estudiantes y han quedado abiertas las rendijas para bregar por una Asamblea Constituyente.
En Ecuador se ha corroborado el protagonismo de diversos sujetos populares en las revueltas. El movimiento indigenista tuvo una descollante intervención en el levantamiento que doblegó a Lenin Moreno (octubre del 2019). Encabezó primero las resistencias locales contra el aumento del combustible y comandó luego la marcha sobre la capital que impuso la anulación del tarifazo.
Esa victoria rememoró tres antecedentes de presidentes tumbados por la intervención del movimiento indígena (1997, 2000 y 2005). En la última sublevación impusieron la derogación de un decreto redactado por el FMI, luego de ocupar las oficinas de ese organismo. Los éxitos obtenidos en las barricadas se plasmaron en un evento político que sintetizó las principales demandas de las organizaciones populares.
La misma tendencia a la irrupción callejera se ha verificado también en Guatemala, en las grandes protestas contra el recorte de partidas sociales del presupuesto. Esos reclamos ganaron centralidad en un país desgarrado por el terrorismo de estado.
En Haití se desenvuelve otra incansable batalla desde el 2018. Las multitudinarias movilizaciones han reunido un quinto de la población con exigencias de inmediato desplazamiento del gobierno. El presidente Moisé ha establecido un régimen de facto extendiendo la vigencia de su mandato. Anuló el Parlamento, desconoció el poder judicial y se sostiene en los militares extranjeros que ocupan el país.
Ha incentivado, además, un bandidaje criminal para aterrorizar a los opositores y doblegar la lucha callejera. Estados Unidos, Francia y Canadá actúan con prepotencia colonial para mantener a su títere, en una crisis que no es eterna, ni irresoluble. Es consecuencia de la reiterada intervención imperialista en un país devastado por la casta gobernante.
En distintos rincones del hemisferio se verifica, por lo tanto, la misma tendencia al reinicio de las rebeliones que convulsionaron a Latinoamérica a principio del milenio. La derecha no encuentra instrumentos para lidiar con ese desafío.
PROGRESISMO MODERADO
Las últimas rondas de comicios presidenciales no zanjaron la primacía entre la restauración conservadora y los gobiernos de centroizquierda. Hubo victorias derechistas en Uruguay y el Salvador y triunfos de signo inverso en México y Argentina. En Bolivia prevaleció esta segunda tendencia y se avecina un desenlace en Ecuador.
Durante el año en curso estarán en juego los gobiernos de Perú, Chile, Nicaragua y Honduras y se dirimirán elecciones legislativas en El Salvador, México y la Argentina. Los cómputos finales clarificarán cuáles son las posibilidades de reinicio del ciclo progresista. El establishment transmite serias preocupaciones por esa eventualidad y la consiguiente rehabilitación del eje geopolítico forjado en la década pasada en torno a UNASUR.
Pero la moderación es el rasgo preeminente en las nuevas figuras del progresismo. Esa impronta es muy notoria en Fernández, López Obrador, Arce y Arauz y se verifica en los dos gobiernos representativos de la nueva tendencia: Argentina y México. El presidente del primer país esperaba revertir el desolador legado de Macri, con tenues mejoras compatibles con los privilegios de los poderosos. Afrontó la desgracia del coronavirus en un marco de furibunda agresión de la derecha y optó por el vaivén y la indefinición. La oposición conservadora frenó su proyecto de expropiar una gran empresa quebrada (Vicentin) e impuso concesiones a los financistas mediante la presión cambiaria. Fernández violó, además, su promesa electoral con una fórmula de ajuste de las jubilaciones que reduce la incidencia de la inflación. Pero ha resistido las exigencias de devaluación e introdujo un impuesto a las grandes fortunas que sienta las bases para una reforma fiscal progresiva.
El gobierno argentino no implementa el ajuste que reclaman los acaudalados, ni la redistribución que demandan los sectores populares. Intenta transitar por un camino intermedio. Por un lado implementó desalojos de familias sin techo y por otra parte facilitó la aprobación del aborto. En la política exterior condena y sostiene (según la ocasión) al gobierno venezolano y toma distancia de la OEA, mientras afianza los vínculos con Israel.
Alberto Fernández se ubica en el cuadrante moderado del progresismo, sin definir qué tipo de peronismo prevalecerá en su gestión. A lo largo de 70 años el justicialismo ha incluido múltiples y contradictorias variantes de nacionalismo con reformas sociales, virulencia derechista, virajes neoliberales y rumbos reformistas. El perfil actual quedará signado por la reacción del gobierno frente a una oposición que buscó instalar el caos, para judicializar (y paralizar) el sistema político. También el nivel de movilizaciones populares incidirá sobre el rumbo del oficialismo.
En México se localiza el segundo referente de este tipo de progresismo tardío. AMLO surgió de una dura confrontación con las castas del PRI y del PAN, que durante varias décadas contaron con el sostén de los principales grupos económicos. Aprovechó la división de esa elite -y la imposibilidad de repetir los tradicionales mecanismos del fraude- para llegar a la presidencia.
López Obrador presenta como logros, ciertas iniciativas democratizadoras en la investigación de la masacre de Ayotzinapa (43 estudiantes asesinados por narco-criminales), la suspensión de la construcción de cuestionados aeropuertos y la cancelación de una reforma que potenciaba la privatización de la educación pública. También resalta su estrategia de grandes obras de infraestructura, para recuperar la soberanía energética socavada por la importación de gasolina desde Estados Unidos.
Pero en los hechos han primado las decisiones regresivas para reforzar el acuerdo comercial suscripto con Trump (T-MEC). Mantiene el objetado proyecto de un Tren Maya y aceptó la activa intervención del ejército para frenar el flujo de inmigrantes hacia el Norte. Ese protagonismo militar incluyó la creación de una nueva Guardia Nacional para lidiar con el flagelo de la violencia. Aunque logró aligerar la tasa de homicidios, continúa sobrepasado por una violencia criminal que cegó la vida de 260.000 personas.
López Obrador comparte la ambivalencia de la política exterior argentina. Se distanció del Grupo de Lima, convalida la soberanía de Venezuela y recibe a los médicos cubanos que batallan contra la covid-19. Pero al mismo tiempo realizó una entusiasta visita a Trump para ratificar el tratado de libre comercio.
La gestión de AMLO es muy representativa de la tibieza que signa a la segunda ola del progresismo. En esa timidez para encarar transformaciones de cierta significación supera a su colega de Argentina. Aunque corresponde situarlo en el universo del progresismo actúa con gran lejanía del cardenismo, en un contexto de signado por el debilitamiento de la clase trabajadora y el distanciamiento del legado antiimperialista.
PROGRESISMO RADICAL
Hay dos gobiernos en la región que provienen de vertientes radicales diferenciadas del progresismo convencional. Evo y Chávez forjaron modelos convergentes, pero al mismo tiempo distantes de Kirchner o Lula. ¿En qué medida sus sucesores Arce y Maduro mantienen esa impronta?.
En Bolivia el interrogante comenzará a dilucidarse cuando se clarifiquen los nuevos liderazgos dentro del MAS. En el debut de Arce han sido impactantes las iniciativas “anti-Lawfare”. Ya empezaron los juicios contra los responsables de las masacres perpetradas por los golpistas, pero no se sabe aún si habrá una depuración efectiva del ejército.
La principal duda gira en torno al rumbo económico. ¿Podrá el oficialismo retomar los logros de la administración precedente? Durante la presidencia de Evo se implementó un modelo de expansión productiva con redistribución del ingreso, que colocó al país en un tope de crecimiento con mejoras sociales. El secreto de esos resultados fue la estatización de los recursos naturales, en un marco de estabilidad macroeconómica y coexistencia con sectores privados e informales.
El manejo estatal directo de las empresas estratégicas fue decisivo para la captura de la renta generada por los sectores de alta rentabilidad. El estado absorbió y recicló el 80% de ese excedente e impuso a los bancos la obligatoriedad de orientar el 60% de sus inversiones hacia las actividades productivas. Con esa regulación se logró la desdolarización, el aumento del consumo y la multiplicación de la inversión. La pobreza extrema disminuyó del 38,2% (2005) al 15,2% (2018) y el PBI per cápita se incrementó de 1037 a 3390 dólares. Los ingresos de los sectores medios repuntaron junto a la ampliación del poder adquisitivo, en un esquema asentado en la nacionalización del petróleo.
Habrá que ver si este modelo recobra vitalidad en el nuevo contexto internacional y si la gran rémora de subdesarrollo que caracteriza a Bolivia facilita esa expansión. Las primeras medidas del gobierno incluyeron un gravamen anual a las grandes fortunas y proyectos para efectivizar la industrialización local de litio, mediante acuerdos con empresas foráneas. Los golpistas habían interrumpido ese plan para consumar la simple depredación de los recursos naturales. Pero el sendero general adoptará Arce aún no parece definido.
LUCES Y SOMBRAS
Al igual que en Bolivia la derecha sufrió en Venezuela una significativa derrota. Los golpistas que durante un año arrebataron el gobierno del Altiplano, no consiguieron doblegar en ningún momento al chavismo. El proceso bolivariano desbarató todas las conspiraciones gestadas por Washington.
Las diferencias entre esas dos experiencias del mismo signo son numerosas. En Venezuela la clase dominante rechazó todos los intentos de conciliación o mínima coordinación con el gobierno. Saboteó las iniciativas del oficialismo siguiendo el guión de hostilidad diseñado por la embajada estadounidense.
Ese clima de agresión permanente impidió el despunte de un modelo económico semejante al forjado en Bolivia. El Departamento de Estado toleró la autonomía de ese pequeño país, pero no aceptó la pérdida de la principal reserva petrolera del hemisferio. Por eso arremetió una otra vez contra Venezuela.
Ese carácter estratégico de la confrontación imperial con el chavismo realza la derrota padecida por los escuálidos. El sostén de Washington a Guaidó está naufragando y el último intento golpista ensayado con la fuga de Leopoldo López se diluyó en el olvido. Los operativos de provocación militar persisten con nuevos reagrupamientos de paramilitares en la frontera con Colombia, pero los complots han perdido efectividad. El vergonzoso fracaso del desembarco de mercenarios yanquis en la costa afectó seriamente a los conspiradores.
La derecha tampoco pudo boicotear las elecciones de diciembre pasado. La farsa de comicios paralelos fue intrascendente y un sector de la oposición concurrió a las urnas. Con la mayoría oficialista en la nueva Asamblea Nacional, el chavismo recuperó la institución secuestrada durante varios años por los golpistas.
El fantoche de Guaidó conserva el aval estadounidense, pero quedó a la defensiva y está manchado por incontables escándalos de corrupción. Ha perdido capacidad de convocatoria y enfrenta los cuestionamientos de su propia camarilla.
Pero también el chavismo afronta graves problemas. Ganó la última elección con un alto porcentual de abstención. El 32 % de participación en las urnas no fue el más bajo de la secuencia bolivariana, ni tocó el piso habitual en numerosos países. Pero esa alicaída concurrencia electoral ilustra el cansancio que impera en la población. La pérdida de un millón sufragios por parte del oficialismo se registró en un escenario de dramáticas dificultades.
El derrumbe económico es descomunal. El producto bruto se desplomó un 70% desde el 2013 bajo el impactante flagelo de la estanflación. El acoso orquestado por el imperialismo y sus socios locales desencadenó un desmoronamiento mayúsculo.
El país ha soportado el desabastecimiento programado y selectivo de bienes esenciales, junto a un sistemático sabotaje al financiamiento de la empresa petrolera (PDVSA). Esa compañía no pudo refinanciar deudas, ni adquirir repuestos para la continuidad de la producción. La extracción de crudo ha caído a un piso sin precedentes y las reservas internacionales se desmoronaron de 20.000 (2013) a 6.000 millones de dólares (2020). La depreciación de moneda perdió todo parámetro ante alucinantes tasas de hiperinflación.
El evidente determinante externo de ese caos económico no explica todo lo ocurrido. El gobierno ha sido también responsable por improvisación, impotencia o complicidad. Toleró pasivamente un desmoronamiento productivo que contrastó con el enriquecimiento de la boliburguesía. Permitió la descapitalización generada por la fuga de capitales, que implicó un salto en la salida de fondos de 49.000 (2003) a 500.000 millones de dólares (2016).
El oficialismo desoyó todas las propuestas del chavismo crítico para introducir controles sobre los bancos, modificar la asignación de divisas al sector privado, incentivar la producción local de alimentos e involucrar a la población en el control de los precios. Tampoco penalizó seriamente a los corruptos que sobre-facturan importaciones, transfieren divisas al exterior y lucran con la especulación cambiaria. La auditoría de la deuda -para clarificar los pagos de intereses a acreedores tributarios del imperio- fue ignorada.
Recientemente el alivio introducido por el uso de dólares para rehabilitar el consumo quedó interrumpido por la pandemia. La decisión posterior de implementar una “ley antibloqueo” -para sortear la asfixia externa con atractivos al capital privado- ha sido muy cuestionada por los economistas de izquierda. Obstruye el control de las divisas y fomenta las privatizaciones. Las razones políticas -que impidieron al chavismo forjar un modelo económico semejante a Bolivia- continúan incidiendo en el país.
Últimamente se han multiplicado los cuestionamientos de los sectores radicales del chavismo hacia la intolerancia presidencial con los críticos de izquierda. Algunos interpretan que se está perpetrando un debilitamiento de las estructuras de base, para facilitar los negocios de grupos acomodados. Proponen una inmediata rectificación y un proyecto de reconstrucción de la economía basado en las comunas y la participación popular 12.
UN LOGRO EJEMPLAR
Cuba persiste como el principal aliado del chavismo y conserva su rol de referente del bloque radical. A diferencia de Bolivia y Venezuela logró consumar un proyecto revolucionario, que se ha mantenido al cabo de varias décadas de adversidad, aislamiento y complots. La continuidad del proceso socialista en la isla constituye una hazaña mayúscula, que ha contribuido a la perdurabilidad de la izquierda latinoamericana. Pero el último proyecto de gestar un entramado regional radical en torno al ALBA quedó severamente afectado por la crisis de Venezuela y el vaivén de Bolivia.
En medio de las dificultades generadas por el bloqueo y las agresiones económicas de Trump, Cuba logró sostener una economía acosada por el desmoronamiento del turismo y la escasez de divisas.
El procesamiento de divergencias políticas sin vulnerar la continuidad del régimen ha contribuido a la cohesión de la población. Recientemente tuvo gran difusión internacional la aparición de expresiones de disconformidad entre sectores del arte (Movimiento de San Isidro). Este hecho corrobora que Cuba no vive ajena al mundo exterior y que las distintas corrientes del neoliberalismo, la socialdemocracia y la izquierda hacen oír su voz por distintos canales. Ese nivel de deliberación probablemente supera en intensidad y participación el promedio latinoamericano.
En ese difícil escenario ha resultado particularmente meritorio el manejo de la pandemia y los avances de la vacuna Soberana II. Superados los ensayos clínicos ya hay previsiones de fabricación y aplicación a la población (y a los visitantes de la isla). Sería el primer país latinoamericano en producir la vacuna contra el COVID, reafirmando la capacidad de inmunización desarrollada contra el meningococo. Esos éxitos coronan una larga experiencia de trabajo, en el país con mayor número de médicos por habitante de América latina.
Pero también ha sido impactante el rol de las misiones en distintos lugares. A los 30.000 sanitaristas que prestaban servicios en 61 países antes de la pandemia, se añadieron 46 brigadas internacionales de lucha contra la infección. Ese “ejército de batas blancas” ha sido nominado por muchas personalidades para el próximo Premio Nobel de la Paz.
LA IZQUIERDA FRENTE AL PT Y EL PERONISMO
¿Cómo avanzar en proyectos de emancipación e igualdad en un escenario político dominado por la contraposición entre el progresismo y la derecha? Ese interrogante ordena los debates entre las corrientes reformistas, autonomistas y ortodoxas de la izquierda.
El primer sector promueve estrategias afines a la socialdemocracia tradicional. Comparte la reivindicación de objetivos humanistas, sin registrar la inviabilidad de esas metas bajo el régimen social vigente. Con esa misma omisión difunde propuestas de forjar modelos de capitalismo regulado, inclusivo y pos-liberal. Convoca a concertar iniciativas de desarrollo con los grandes bancos y empresas transnacionales, sin evaluar los fracasos de esos intentos.
Las vertientes reformistas amoldan su intervención al marco institucional imperante, minusvalorando el veto de las castas militares, judiciales y mediáticas a cualquier trasformación popular significativa. Suelen desconsiderar la gravitación del golpismo y en lugar de confrontar con la derecha, exploran vías de conciliación que envalentonan al enemigo y desmoralizan a los aliados.
El PT de Brasil es el principal exponente de esa desacertada concepción, que afectó seriamente su paso el gobierno. Los avances conseguidos durante esa gestión no alcanzaron para contener la decepción popular y el ascenso de Bolsonaro. El desencanto comenzó con Lula y se generalizó con Dilma, al cabo de varios años de convalidación de los beneficios de la elite capitalista. El PT preservó la vieja estructura de privilegios de la partidocracia y aceptó la continuada primacía de los medios de comunicación hegemónicos.
Por esa aprobación del status quo el PT perdió primero el apoyo de las clases medias y luego el sostén de los trabajadores. Esa erosión se verificó durante las protestas del 2013, cuando la derecha comenzó a imponer su control de la calle. Triunfó en ese ámbito antes que en las urnas, confirmando que las relaciones de fuerza se dilucidan en el llano y se proyectan al terreno electoral.
Las corrientes reformistas suelen omitir este balance y presentan al PT como una simple víctima de los artilugios derechistas. No registran que abandonó el empoderamiento popular y apostó a un sostén pasivo de la población asentado en la mejora del consumo. Cuando el repunte económico se agotó la derecha tuvo despejado el camino para apoderarse del gobierno.
Pero esa trayectoria no define el futuro. El PT podría recuperar centralidad en la batalla contra Bolsonaro, diluirse en un frente hegemonizado por sus rivales o quedar superado por un alineamiento de izquierda. Estas tres posibilidades dependerán de la intensidad de la resistencia social y del papel que asuma (o logre imponer) Lula. Las derrotas populares acumuladas durante el 2016-2018 influyen sobre un partido, que ya no es visto como el insoslayable referente de la militancia.
Las miradas optimistas resaltan el surgimiento de dos nuevas figuras con gran raigambre entre la juventud y los movimientos sociales (Boulos y Manuela). Han ganado un inédito protagonismo, a partir de la alianza que dos formaciones de la izquierda (PSOL y PCdB) concertaron con el PT. Las visiones pesimistas desconsideran este acontecimiento y remarcan el retroceso frente a la derecha, en un contexto de escasa gravitación de las movilizaciones.
En cualquier caso el avance de la izquierda exige equilibrar críticas y convergencias con el PT. Por un lado resulta imprescindible discutir los errores cometidos por ese partido, para recordar que Bolsonaro no ha sido el resultado de inexorables desgracias históricas ancladas en el paternalismo y la esclavitud. Por otra parte hay que reconocer la continuada gravitación de esa organización y la probada posibilidad de construir un proyecto de izquierda preservando los puentes con el PT.
Los desafíos para la izquierda en el otro país que alberga una significativa variante del reformismo son más complejos. En Argentina gobierna nuevamente el kirchnerismo y a diferencia de Brasil, la oposición derechista carga con la herencia de Macri y no ha logrado consolidar la base social que acompaña a Bolsonaro. Cristina dejó, además, un recuerdo de conquistas y no un legado de decepción y el kirchnerismo recompuso sus basamentos con otro tipo de alianzas y modalidades de gestión.
Nuevamente el peronismo se ha reciclado frente al mayúsculo fracaso de sus adversarios liberales y ha sumado un segmento de los movimientos sociales, a su tradicional hegemonía en el sindicalismo. No se han corroborado los pronósticos de extinción del justicialismo, ni tampoco las expectativas de convertirlo en una fuerza radicalizada. El peronismo conserva en su estructura las franjas conservadoras que periódicamente recuperan la conducción de esa fuerza.
La naturaleza variable de ese movimiento y sus cambiantes facetas de progresismo y reacción han reaparecido, bajo un gobierno que oscila entre los atropellos y las mejoras. Comprender esa plasticidad de la principal fuerza de Argentina es un requisito insoslayable para el despunte de la izquierda. Si se desconoce esa dualidad con simples aprobaciones o miopes sectarismo resultará imposible construir un proyecto radicalizado.
Es tan equivocada la subordinación al mensaje oficial -justificando el desalojo de Guernica o el recorte de las jubilaciones- como la descalificación del logro conseguido con el impuesto a las grandes fortunas. El avance de la izquierda transita por levantar la voz contra los desaciertos del gobierno y reconocer las mejoras que introduce.
DISYUNTIVAS DEL AUTONOMISMO
El autonomismo emergió con gran entusiasmo en la década pasada reivindicando la lucha de los movimientos sociales. Subrayó el alcance anti-sistémico de las protestas populares y objetó los proyectos basados en alguna estrategia de conquista del poder estatal. Con esa óptica equiparó a los gobiernos progresistas con sus pares derechistas y estimó que conformaban dos variantes de la misma dominación de los poderosos.
También propició una crítica acérrima al chavismo utilizando argumentos afines a la socialdemocracia. Cuestionó la violación de normas de funcionamiento democrático en Venezuela desconociendo el acoso estadounidense y situó al régimen de ese país, en el mismo plano que los gobiernos serviles del imperialismo. Esa actitud lo indujo a adoptar confusas posturas frente al golpe en Bolivia, que equiparaban a Evo con los golpistas y eludían la solidaridad activa con las víctimas de la asonada.
La experiencia de todo el período ha demostrado la inefectividad de cualquier estrategia de transformación social que renuncie al manejo del estado. Ese instrumento es insoslayable para conseguir mejoras sociales, ampliar el radio de ejercicio de la democracia y permitir el protagonismo popular en un largo proceso de erradicación del capitalismo. La intervención en las elecciones constituye un momento relevante de esa batalla. La tradicional postura autonomista de impugnación de esos comicios fue sustituida en los últimos años por miradas que aceptan la participación en esas disputas. Pero la forma en que se promueve esa intervención es tan controvertida como el abstencionismo precedente. Las disyuntivas en curso en Ecuador ejemplifican estos problemas.
La gran novedad de esos comicios ha sido el sorprendente resultado obtenido por el indigenismo, que logró colocar a su candidato del Pachakutik -Yaku Pérez- a un paso del balotaje con el correista Arauz. Pero si se confirma que el desempate se dirimirá con el derechista Lasso, el movimiento más combativo del país afronta un serio dilema. Deberá resolver su postura en la segunda vuelta. Esa definición sólo podrá posponerse mientras se diluciden las impugnaciones a cierto número de boletas.
Yacu Pérez ha emitido varios mensajes favorables a Lasso. Lo sostuvo explícitamente en las elecciones del 2017 señalando que era “preferible un banquero a un dictador”. También lo invitó a forjar un frente en el primer recuento de votos realizado bajo el paraguas de la OEA.
Esa postura es consecuencia del durísimo conflicto que mantuvo con el gobierno de Correa, empeñado en ampliar la extracción minera. Ese choque incluyó 400 procesos judiciales contra dirigentes del indigenismo y generó una grieta tan profunda, que Pérez caracteriza a la “revolución ciudadana” en los mismos términos que el millonario neoliberal (“una década del saqueo”).
Esa animadversión se extiende también a los aliados regionales del correismo. Pérez repudia a Chávez, Maduro y Evo Morales con el mismo lenguaje de la derecha e incluso dio a entender hace dos años su aprobación al golpe de estado en Bolivia.
Algunos analistas señalan que expresa la vertiente “etnicista” del indigenismo, que promueve demandas corporativas en estrecha conexión con las ONGs. Esa corriente exhibe sintonías con la ideología neoliberal, en sus elogios a los emprendedores y a la desgravación impositiva.
Por el contrario la corriente “clasista” reivindica proyectos de izquierda y propicia vínculos con el sindicalismo. Registra cómo la urbanización ha impactado sobre las viejas comunidades agrarias, incrementando la incorporación de indígenas al segmento más pauperizado de las ciudades. Este segundo alineamiento -reacio a cualquier convergencia con la derecha- podría tender puentes con los progresistas del correismo, que objetan el brutal enfrentamiento del gobierno anterior con el indigenismo. Ese empalme de fuerzas populares es indispensable para derrotar en las urnas a Lasso y para disipar cualquier amenaza de extensión a Latinoamérica del desangre étnico-comunitario que se ha vivido en los Balcanes, Medio Oriente o África.
En ese contexto, varios exponentes del autonomismo celebran la aparición de Pérez, como una tercera opción que permitirá superar la política regresiva del correismo. Mencionan las convergencias con Lasso como un episodio de escasa relevancia que se corregirá en el futuro. Convergen con las voces que en Ecuador observan al líder del Pachakutik como el artífice de un nuevo rumbo, que dejará atrás la falsa antinomia entre dos pares (Arauz y Lasso).
Pero de estas caracterizaciones se deduce (en el mejor de los casos) una actitud de abstención, que apuntalaría la restauración conservadora si logra frustrar la victoria de Arauz. La enceguecida confrontación con el correismo impide registrar ese sencillo dato del escenario actual. Salta a la vista la total equivalencia de Lasso con Bolsonaro, Macri, Piñera o Duque y el sostén objetivo a ese proyecto reaccionario, si se rechaza el voto por Arauz en el próximo balotaje. No se requiere una elaboración teórica muy sofisticada para notar ese corolario.
La lucha contra el extractivismo es resaltada por los autonomistas, como otra contundente razón para colocar al correismo y la derecha en un mismo plano. Reivindican enfáticamente la defensa de los recursos hídricos y el medio ambiente, pero sin mencionar que ese resguardo sólo será efectivo si abre caminos para el crecimiento, la industrialización y la erradicación del subdesarrollo. De lo contrario recreará el estancamiento, la pobreza y la desigualdad.
Si se convoca por ejemplo a mantener intocados bajo tierra los yacimientos mineros y petroleros (a fin de preservar el ecosistema), corresponde explicar de dónde saldrán los recursos para viabilizar un proceso de expansión productiva con redistribución del ingreso.
Bolivia aporta la principal experiencia para evaluar ese dilema. Es un país muy próximo y semejante a Ecuador, los líderes del MAS introdujeron el estado plurinacional, el respecto a las lenguas y costumbres de las comunidades y la orgullosa reivindicación de la tradición indigenista. Pero al mismo tiempo acotaron los planteos etnicistas, articularon un proyecto nacional con otros sectores populares y pusieron en práctica un modelo de crecimiento asentado en el manejo estatal de la renta gasífero-petrolera. Los avances económico-sociales logrados en esa gestión hubieron inviables con un proyecto meramente anti-extractivo.
PROBLEMAS DEL DOGMATISMO
Si en Ecuador se confirma el balotaje entre Arauz y Lasso, todas las vertientes de la izquierda afrontarán una conocida disyuntiva: apoyar al candidato progresista u optar por la abstención declarando que son iguales. El sistema de doble vuelta ya impuso esa definición en otros países (Haddad versus Bolsonaro) o exigió considerar esa posibilidad (Fernández frente a Macri, Evo ante Mesa).
Varias corrientes provenientes de la tradición más ortodoxa de trotskismo suelen objetar el sostén de las figuras de centroizquierda frente a los conservadores. Denuncian las afinidades entre dos sectores pertenecientes al mismo segmento burgués y cuestionan la resignación frente al “mal menor”. Destacan también el daño que genera el apoyo al reformismo para la construcción de un proyecto revolucionario.
Pero en las últimas décadas esos señalamientos no pasaron la prueba de los hechos. En ningún país la decisión de cuestionar por igual a los dos principales contendientes redundó en la gestación de fuerzas significativas de la izquierda. La experiencia demostró que el progresismo es inconsecuente en su batalla contra la derecha, pero no se asemeja al principal enemigo de los pueblos latinoamericanos. Además, la opción por “el mal menor” no es invariablemente negativa. En la militancia cotidiana siempre se buscan logros (sindicales, sociales o políticos) distanciados del ideal socialista.
El voto al progresismo contra la derecha simplemente contribuye a frenar la restauración conservadora. Permite limitar los atropellos económicos y contener la violencia contra los oprimidos. De esa forma se generan escenarios más favorables para el avance de la izquierda y se forjan relaciones de fuerzas más afines a ese objetivo. Esa estrategia resulta comprensible a la mayoría de la población, que nunca capta los enmarañados razonamientos expuestos para justificar la abstención.
El dilema electoral concentra los mismos problemas de intervención política, que aparecen a la hora de precisar posicionamientos frente a gobiernos ambiguos (AMLO, Fernández) o alianzas de la izquierda con el progresismo (el PSOL con el PT). Pero Venezuela es el país dónde esas disyuntivas ha suscitado controversias más acaloradas.
Allí no está en juego la simple opción electoral entre oficialistas y opositores, sino la permanente amenaza de un golpe para instaurar un régimen de terror y entrega. Ese peligro -registrado por todos los analistas- suele resultar imperceptible para quiénes subrayan la tendencia del chavismo a conciliar con la derecha. Destacan esas coincidencias sin explicar por qué razón el imperialismo y vasallos continúan fomentando incontables complots. Esa postura presenta numerosas variantes.
Las corrientes más extremas presentan a Maduro como el enemigo principal y demandan su remoción en evidente sintonía con la derecha. Repiten el suicidio que cometió la izquierda, cuando empalmó con el gorilismo (alianzas con el antiperonismo en la Argentina en los años 50).
Otras vertientes más moderadas eluden ese alineamiento, pero optan por criticar al chavismo y a la oposición sin tomar partido en el conflicto. Convocan a la abstención en las elecciones y difunden consignas abstractas. En otros casos esa evasión del conflicto real conduce a propiciar mediaciones entre los escuálidos y el chavismo, asumiendo una implícita neutralidad frente a los victimarios y las víctimas de la agresión imperialista. Esas conductas obstruyen la incidencia en procesos políticos reales y potencian la marginalidad.
ESTRATEGIAS DE RADICALIZACIÓN
Los debates en la izquierda no sólo aportan diagnósticos del escenario latinoamericano. Intentan caracterizaciones destinadas a facilitar la intervención política para avanzar hacia el objetivo transformador. Buscan apuntalar la construcción de otra sociedad, construyendo caminos para resistir el avasallamiento imperial, erradicar el capitalismo y sentar las bases del socialismo.
Los militantes de la izquierda persiguen esa meta. Rechazan las fantasías de capitalismo productivo, inclusivo y humanista que propagan los líderes del progresismo. También cuestionan el mito de una gestión armonizadora del estado, en una sociedad desgarrada por la desigualdad y la explotación. El logro del bien común exige apuntalar la superación del capitalismo.
Esa reafirmación de los principios es decisiva para forjar el objetivo socialista. Pero se necesitan tácticas, estrategias y proyectos adecuados a la época actual. Durante la mayor parte del siglo XX ese cuerpo de acciones estuvo centrado en la revolución, como momento culminante de los levantamientos populares. Ese desemboque podía derivar de conquistas ascendentes, procesos de insurrección o guerras populares prolongadas. Las revoluciones triunfantes consumadas en escenarios de gran confrontación bélica o agresión imperial aportaban los antecedentes de ese desenlace. Con esos presupuestos se definían orientación inspiradas en las exitosas experiencias de China, Vietnam o Cuba.
Esos proyectos fueron abandonados en la mayor parte del planeta luego del colapso de Unión Soviética. Pero en América Latina esa deserción quedó acotada por la permanencia de la revolución cubana, la irrupción del ciclo progresista y el impacto de los procesos radicales de Venezuela y Bolivia. Este escenario permitió grandes cambios sin rupturas revolucionarias, bajo sistemas políticos más complejos que las clásicas dictaduras de los años 60-70. En este marco han madurado nuevas estrategia de radicalización que valoran los logros de los gobierno progresistas, sin aceptar los límites que imponen a la acción popular. Esas políticas anticapitalistas no definen con antelación el rumbo que adoptará la batalla por una nueva sociedad. Evitan esa predeterminación de temporalidades o secuencias de una transformación imprevisible. Propician que la experiencia dilucide cuáles son las conquistas que precederán el logro de la meta socialista.
Esos avances emergerán de acciones parlamentarias y batallas callejeras, pero no es posible presagiar qué tipo de combinación enlazará a ambos procesos. La mejor forma de integrar ambas dimensiones transita por la construcción de hegemonías políticas gramscianas y la preparación de acciones revolucionarias leninistas.
Ese tipo de política tiene numerosos exponentes en corrientes, partidos y movimientos de América Latina. Todos subrayan la prioridad de la resistencia antiimperialista frente a las agresiones estadounidenses. Destacan que para recuperar soberanía y concebir proyectos alternativos hay que forjar un bloque de contención del imperialismo. Ese entramado permitiría, además, encarar negociaciones económicas conjuntas con potencias extra-regionales como China, para mejorar el intercambio y revertir la primarización.
La izquierda se construye en América Latina en las luchas cotidianas que rechazan el ajuste y propician la redistribución del ingreso. En la coyuntura actual esa acción supone un replanteo de la sofocante carga de la deuda externa. Hay muchas propuestas de condonaciones y quitas, pero la auditoría y la suspensión de pagos persisten como las opciones más adecuadas para implementar esa revisión. La misma centralidad presenta el impuesto a las grandes fortunas, para contrarrestar el descalabro de los ingresos fiscales con criterios de equidad.
La izquierda necesita caracterizaciones y programas, pero ningún escrito resolverá los enigmas de la experiencia militante. La voluntad de lucha es el principal ingrediente de esa intervención, en abierta contraposición con el escepticismo y la resignación. Los incontables ejemplos de esa cualidad entre la juventud actual auguran prometedores momentos para toda la región.
(**) Claudio Katz: Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz.
Nota del Editor CT: Hemos omitido los dos primeros subtítulos del artículo de Katz. El artículo completo se puede leer en la fuente indicada mas abajo.
Fuente: https://www.anred.org/2021/03/02/las-nuevas-encrucijadas-de-america-latina/
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