A través de Luisa saludamos a todas las mujeres trabajadoras y luchadoras en el Dia Internacional de La Mujer.
Luisa Toledo, en su 8 de marzo: siempre luchando junto a su compañero, siempre recordando a sus tres hijos arrebatados por la dictadura cívico militar de Pinochet.
Luisa nos dice que el enemigo no es el «hombre» sino este sistema capitalista depredador de vidas donde el poder se concentra en el genero masculino, en el patriarcado capitalista. Así, nuestra lucha es de clases y debemos esforzarnos por impulsar un 8 de marzo inclusivo.
Luisa Toledo, mujer Luchadora, consecuente y rebelde, te homenajeamos desde la Población La Victoria en este momento que estas delicada de salud. Tu ejemplo de lucha te hara salir adelante. (Extracto de entrevista a Luisa Toledo de Señal Tres la Victoria).
Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=1gkY67NOg4s
De los Archivos de la Vicaría [Editor CT]:
Entre Cristo y el MIR.
El 29 de marzo de 1985, una patrulla de Carabineros mató a Eduardo y Rafael Vergara Toledo, dos jóvenes que militaban en el MIR y que ese día pretendían asaltar una panadería en las cercanías de la Villa Francia. El caso originó la conmemoración del Día del Joven Combatiente e inspiró parte del segundo capítulo de la nueva temporada de Los Archivos del Cardenal.
La última vez que la familia Vergara Toledo se reunió fue el 31 de diciembre de 1984. En casa ajena, Manuel Vergara Meza y Luisa Toledo Sepúlveda festejaron la llegada de 1985 con sus cuatro hijos. Tres de ellos habían dejado el hogar paterno y vivían en la clandestinidad, todos participaban en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), se oponían a la dictadura de Augusto Pinochet y habían sufrido de una u otra forma la represión.
Por separado, cuidándose las espaldas, a la fiesta de Año Nuevo llegaron los cuatro hijos de Manuel y Luisa: Pablo, el mayor, pionero en la militancia partidista; Eduardo, ex dirigente universitario; Rafael, el más pequeño de los hombres, el más creyente y el más arrojado; y Ana, la menor de todos. Esa noche, la última juntos, bebieron un vino y otras cosas más. Se emborracharon y se abrazaron, conversaron sobre la familia y se quisieron. Hasta el amanecer, escondidos.
Rafael habló largo y dijo que sentía el llamado de Dios para dar su vida por el pueblo. Intentaron, esa noche, los seis, sepultar el amargo año que se iba y añoraron uno mejor.
No fue posible. Tres meses después de ese encuentro en casa de una hermana de Manuel, en Pudahuel, los Vergara Toledo comenzaron la interminable tragedia de sus vidas.
El 29 de marzo de 1985, cuatro días antes de cumplir los 20 años, Eduardo cayó abatido por tres balas disparadas por Carabineros. Segundos después, Rafael, de 18 años, sufrió lo indecible viendo a su hermano muerto y, tirado en el suelo, sin opción de levantarse, se arrastró para intentar abrazarlo y reanimarlo. Fue rematado de un disparo en la nuca. Ambos murieron a la hora del crepúsculo de ese viernes, el mismo día en que otros carabineros, más tarde, degollaron a tres profesionales comunistas en Quilicura, uno de ellos funcionario de la Vicaría de la Solidaridad, y en que la CNI asesinó a la joven mirista Paulina Aguirre en El Arrayán.
Sentido de clase
Manuel, el padre, siempre estuvo orgulloso de ser obrero y no otra cosa. Conoció a Luisa cuando ella tenía 21 años y era secretaria de la gerencia de ventas en una fábrica. Él era dirigente de una cooperativa de vivienda. Durante los sesenta, Manuel participó en la Juventud Obrera Católica (JOC), un brazo juvenil de la Iglesia Católica; el Movimiento Obrero de Acción Católica (MOAC); y la Promoción Popular, programa que lanzó Eduardo Frei Montalva para incentivar e institucionalizar la organización popular. Manuel era un entusiasta sindicalista. “Yo tengo una mentalidad obrerista, como se decía en ese tiempo”, dice hoy, recalcando su sentido de clase.
Manuel y Luisa se casaron el 1º de diciembre de 1962. Al año siguiente llegaron a vivir a la población José Cardijn, frente a la Villa Francia, en el surponiente de Santiago. La casa esquina de calle Siete de Octubre número 599, donde vivieron todos sus hijos y donde aún permanecen Manuel y Luisa, es una de las 162 casas a las que ese año accedieron los integrantes de la cooperativa donde participaban los Vergara Toledo.
El año que llegaron ahí nació Pablo, el mayor. Dos años después, en 1965, nació Eduardo, le siguió Rafael en 1967 y Ana en 1968. Durante la Unidad Popular, los padres se hicieron partidarios de Salvador Allende. Manuel aprovechó un programa universitario que se abrió para obreros y entró a estudiar Trabajo Social a la Universidad Católica. Egresó en 1976, después del golpe militar, y se incorporó a la Vicaría de la Solidaridad a petición del sacerdote Pierre Dubois.
Luisa había debutado dos años antes en el Comité para la Promoción de la Cooperación para la Paz, antecesor de la Vicaría de la Solidaridad y más conocido como el Comité Pro Paz, creado por las iglesias chilenas en 1974 para asistir a las víctimas de la dictadura. Allí transcribía las denuncias de violaciones a los derechos humanos y fue secretaria del abogado José Zalaquett.
En la Vicaría ella estuvo en la sede central, en Plaza de Armas; él, en la Vicaría Sur, una de las cinco áreas zonales en las que estaba dividido territorialmente el trabajo en la capital y en las que se desarrollaban programas de ollas comunes, trabajo solidario, juntas de vecinos y centros de madres. Enrique Palet, el secretario ejecutivo de la Vicaría de la Solidaridad entre 1981 y 1989, recuerda a Manuel como “un hombre entusiasta, muy cristiano, de convicciones muy claras, profundas y arraigadas”.
Frente a su población, en la Villa Francia, Manuel y Luisa se habían sumado a la comunidad Cristo Liberador, su refugio social y político en los primeros años de la dictadura. Se hicieron amigos en todos esos años de muchos sacerdotes emblemáticos, como Mariano Puga, Roberto Bolton, Pierre Dubois y Alfonso Baeza. Su militancia fue Cristo y en esa militancia educaron a sus hijos, quienes heredaron la religión. “Yo era cristiano, nunca fui de ningún partido político”, dice Manuel.
“Todos mis hijos, desde pequeños, participaron en los diferentes grupos de la comunidad, ya que existían grupos adolescentes y juveniles, donde realizaban centros de apoyo escolar, folclórico, entre otros”, contó Luisa Toledo el 2 de marzo de 2005 en tribunales. “Como familia cristiana siempre les inculcamos valores y la obligación de solidarizar y ayudar al prójimo”, complementó, ese mismo día, su marido.
El cerco
Diez años antes de convertirse en el nuevo presidente de la Corte Suprema, el juez Sergio Muñoz Gajardo fue designado ministro en visita para dilucidar el caso de los hermanos Vergara Toledo, que acumulaba 18 años sin avances. Era 2003 y la Iglesia Católica hizo gestiones para activar esa y otras causas. Sagaz y meticuloso, el juez encomendó a Investigaciones empadronar el sector, buscar testigos y reconstruir la vida de Eduardo y Rafael. Muñoz concluyó dos años después que éste era un crimen de lesa humanidad -y por tanto imprescriptible-, dadas las motivaciones políticas de los victimarios y la historia de persecución y represión sufrida por la familia.
El primer hito lo dató en 1979: Manuel Vergara fue detenido por desórdenes en el centro de Santiago, por “gritar consignas políticas contra el gobierno y carabineros”, según un informe de Dicomcar, la Dirección de Comunicaciones de Carabineros.
En febrero de 1982, su hijo Eduardo fue sacado de una fuente de soda por Fuerzas Especiales tras asistir al funeral del dirigente sindical Tucapel Jiménez. En diciembre de ese año, Eduardo sumó otras dos aprehensiones en manifestaciones públicas.
Rafael, su hermano menor, anotó en su bitácora su primera detención en la Marcha del Hambre el 15 de diciembre de 1982. Tenía 16 años.
En 1983, Ana Luisa, de 14 años, fue apresada por una patrulla de carabineros e interrogada por la militancia de sus hermanos.
La familia no solo estuvo en calabozos. La dictadura le suspendió también los estudios. Pablo y Eduardo habían entrado a la universidad cuando cada uno tenía 17 años. El mayor estudió Arquitectura en la Universidad de Santiago, primero, y Pedagogía en Matemáticas en la Universidad Católica, después. Eduardo, en cambio, cursaba el segundo año de Historia y Geografía en la Academia Superior de Ciencias Pedagógicas, el Pedagógico, cuando las autoridades de la época decidieron expulsarlo. En septiembre de 1983, a diez años del Golpe Militar, la jerarquía académica del plantel determinó que la conducta de Eduardo Vergara era “reñida con su condición de estudiante y futuro maestro”.
La investigación en su contra demostró un seguimiento detallado: lo acusaron, identificando días y lugares, de pegar carteles, hacer rayados y participar en incidentes en el casino, en los prados centrales del campus, en marchas, en tomas de la biblioteca. “Es el principal promotor de todos los incidentes que se producen en la Academia”, concluyó la investigación que terminó con su salida. Agentes de seguridad lo seguían y grababan: su expediente de expulsión contenía la transcripción de dos discursos completos que en público declamó ante sus compañeros. Fue expulsado junto a otros dos estudiantes y la medida se transformó en todo un acontecimiento: gatilló protestas de sus compañeros, Eduardo y otro de los afectados se encadenaron por horas, y la entonces ministra de Educación, Mónica Madariaga, los recibió en persona.
“La entrevista con la ministra Madariaga fue buena. Hablamos de muchas cosas, aunque podríamos haber enfocado otros temas también. Pienso que las autoridades deberían replantearse su política frente al plano estudiantil”, dijo Eduardo Vergara a Las Últimas Noticias el 24 de septiembre de 1983.
En ese mes, en el décimo aniversario del golpe, también le tocó a Rafael. Fue herido por una bomba lacrimógena tras participar en el funeral de un poblador de La Victoria y fue expulsado del Liceo de Aplicación, donde era alumno del Tercero Medio I. Sus padres denunciaron que Rafael había sido acusado de ser un agitador político, una “manzana podrida” que faltó el respeto al rector del liceo.
Pero 1984 sumó cosas aún peores. El 18 de marzo, el hogar de los Vergara Toledo fue allanado por un piquete de 15 carabineros de la Vigésima Primera Comisaría de Estación Central, al mando del teniente Alex Ambler, y la Central Nacional de Informaciones (CNI). Nadie de la familia estaba en casa, que fue saqueada por los uniformados. El diario estatal La Nación publicó dos días después un artículo titulado así: “Allanada casa de seguridad de las Brigadas Lautaro”. El texto informaba que se había incautado numeroso material subversivo en una casa de seguridad que era empleada por el Lautaro y una fracción del MIR que actuaba en el Pedagógico. Tras el allanamiento, Eduardo decidió dejar la casa paterna y no volver más.
Menos de un mes después, Rafael fue detenido en la calle, cuando se preparaba para levantar una barricada. Fue golpeado duramente y trasladado a la cárcel de Puente Alto, donde delincuentes comunes intentaron violarlo. El más pequeño de los Vergara decidió también irse de la casa y dedicarse a la lucha contra la dictadura.
En agosto de 1984, Carabineros llegó nuevamente a la casa de los Vergara Toledo y ahora se llevaron a Pablo. Lo acusaron de estar armado y pertenecer a la resistencia. El único hijo hombre que aún permanecía en el hogar siguió el camino de sus hermanos hombres. Los tres habían pasado a la clandestinidad.
Una camioneta quemada
Rafael era vehemente e impulsivo, alegre y picaflor, juguetón y bailarín. Era el más extrovertido de los Vergara Toledo. En el barrio era inconfundible, interactuaba con todos, hasta con los delincuentes y drogadictos del sector. “Era muy empático”, dijo uno de sus amigos al juez Sergio Muñoz. Pero era también el más cristiano. Sus cartas a sus padres –que al igual que sus otros hermanos, envió con frecuencia– así lo reflejan: “El Señor está con nosotros, porque nuestra familia es un testimonio de vida, de entrega, de generosidad y, por sobre todo, el saber entregar y dar nuestro amor a la gente, al pueblo”, escribió Rafael en diciembre de 1984 a sus padres y hermanos.
“El más creyente era Rafa. El Pablo quería ser creyente. En una carta dice: ‘Dios, escógeme por favor’. El Eduardo no, no pescaba lo religioso”, describe el padre de los tres.
Pero Rafael era además el más radical en los métodos. A fines de 1983 recibió instrucción militar y organizó junto a sus amigos grupos de autodefensa para impedir el ingreso de la policía al barrio. Siempre portaba un revólver Smith & Wesson calibre 32.
El 16 de marzo de 1984, un año antes de morir, quemó con su grupo una camioneta municipal que solía borrar los rayados opositores que adornaban las paredes de la Villa Francia. Ese día, al alba, esperaron su llegada. La noche previa habían hecho un mural que sirvió de anzuelo. Encapuchados, rodearon el vehículo cuando los trabajadores iniciaban su trabajo de limpieza y los hicieron arrancar. Rafael Vergara y otro amigo rajaron los asientos de la camioneta y la rociaron con bencina. Claudio Arancibia, otro joven que participó en la comunidad Cristo Liberador, arrojó una bomba molotov al automóvil y al arrancar disparó un par de veces al aire. La acción, exitosa, quedó en la retina de Carabineros, que inició ese día la persecución frontal de los Vergara Toledo. Un mes después comenzaron los allanamientos.
“Mis hermanos estuvieron dispuestos a tomar las armas, no eran tres cabros que andaban pasando. Ellos eran militantes del MIR, creían en la lucha armada, y se enfrentaron con la policía acá cada vez que pudieron. No eran cabros que no cachaban nada. Por algo los mataron (…) Ellos eran combatientes”, afirma ahora Ana Luisa Vergara Toledo, la menor de los cuatro.
El hermano mayor, Pablo, fue quien llevó el MIR a la casa, en 1980, cuando entró a la universidad, a los 17 años. Y sus hermanos lo imitaron. Eduardo, el Pelao, como dirigente estudiantil de la Unión Nacional de Estudiantes Democráticos (UNED) primero, y luego como integrante de la coordinadora de organizaciones populares de Maipú-Las Rejas, en el frente político y de masas. Rafael, como organizador callejero, un activo y frontal miliciano poblacional.
Entrevista de Augusto Góngora con Ana Vergara Toledo, Teleanálisis
Cuando se acercó al MIR, Pablo lo comunicó a su familia. Sus padres aceptaron su decisión, pero organizaron una ceremonia íntima: invitaron a una cena al cura Oscar Jiménez y Pablo recibió la primera comunión. “Yo tengo la idea de que unir lo religioso con lo político le da más fuerza a las personas. Se tiene más motivaciones, pero con una religión que sea liberadora, no enajenante. Los hijos nuestros se formaron y se criaron así, con motivaciones religiosas y motivaciones políticas”, cuenta Manuel Vergara.
“Ninguno de ellos tuvo un papel directivo superior en el MIR, eran muy jovencitos, eran de la generación ochenta”, rememora Andrés Pascal Allende, entonces secretario general del MIR. El Partido, dice, no sufrió repercusiones organizativas por la caída de Eduardo y Rafael. Su impacto tuvo otra magnitud y fue doble. Primero, fueron víctimas. “Pero a la vez tienen una corta, pero activa trayectoria de resistencia contra la dictadura y, por tanto, pasan a ser un símbolo de lucha, no de víctimas solamente. Esa es la fuerza moral y la fuerza política que ellos, sin quererlo, con su muerte, con su sacrificio, pasan a expresar”, reflexiona el ex jefe del MIR, que en ese tiempo transitaba, oculto, entre Argentina y Chile.
La participación de los hermanos Vergara Toledo en el MIR tuvo un marco mayor: la rearticulación de la actividad antidictatorial masiva, pública, abierta, que expandió la lucha al trabajo poblacional y estudiantil, con organizaciones de masas que se desarrollaron por doquier y con el Movimiento Democrático Popular (MDP) como órgano político de los partidos de izquierda. En ese arco, mucho más amplio que en los setenta, cuando la resistencia era más precaria y secreta, tuvo cabida una nueva generación de militantes jóvenes que levantaron barricadas y cortaron la electricidad de sus barrios en jornadas de protesta. Esos jóvenes que en 1973 era tan niños que apenas recordaban el Golpe, en los ‘80 quedaron marcados por sus consecuencias: la represión, el abuso policial, el toque de queda. Crecieron sin mucha esperanza, pero con nuevas convicciones políticas. Había rabia acumulada –marginalidad y pobreza- y una creciente efervescencia colectiva que facilitó la lucha frontal.
A Eduardo y Rafael, en esos agitados años, el MIR les había prohibido comunicarse entre ellos y visitar el expuesto hogar de sus padres, para evitar detenciones. Estaban en la clandestinidad y se veían poco. En marzo de 1985 se contactaron de modo fortuito. Y resolvieron asaltar una panadería el viernes 29 de marzo.
Financiar la clandestinidad
Jenny Cartagena, ex estudiante del Pedagógico y militante del MIR, se mudó con Eduardo Vergara en la primera mitad de 1984. Convivieron en la población Los Nogales, comuna de Estación Central, y luego en una casa en la que no recibían visitas, en San Pablo con Radal, Quinta Normal, la que quedó casi inutilizada por el terremoto del 3 de marzo de 1985. Debieron buscar un nuevo lugar para dormir y se fueron a la zona sur. La familia de Jenny vivía en Pudahuel, en el poniente capitalino, y ahí, tras visitar a sus padres, se topó con Rafael, pocos días antes de la tragedia.
“Rafael me encarga coordinar un encuentro con Eduardo”, relató Jenny, convertida en profesora de expresión corporal, veinte años después. Los hermanos se reunieron y acordaron asaltar una panadería en Las Rejas con 5 de abril. La acción no había sido instruida por el MIR; fue una decisión de ambos hermanos para obtener recursos y solventar la difícil clandestinidad de Eduardo.
La tarde de 29 de marzo de 1985 Eduardo y Rafael se juntaron en la casa de Rodrigo Morales en la Villa Francia. Fueron también Jenny, el primo de ambos, Wladimir Bustos, otro militante del MIR, y la polola de Rafael, Sonia Cabello, la Luti.
En el segundo piso de la casa de Morales, Rafael impartió instrucciones, se quedó con un revólver, entregó otro a su hermano y otro a Jenny. Wladimir tomó una pistola. Partieron a su objetivo en parejas, a metros de distancia una de otra. La primera dupla fue formada por Eduardo y Jenny; la segunda por Rafael y Rodrigo; la tercera por Wladimir y Sonia. El plan era el siguiente: Rodrigo vigilaría la calle, Rafael atacaría la caja del local y el resto, los mesones de atención. Todos encapuchados.
Cuando caminaban hacia el lugar, apareció Carabineros. La patrulla dirigida por el teniente Alex Ambler, en el furgón Z-944, había salido de la Tenencia Alessandri tras recibir un llamado anónimo que alertó sobre la presencia de sospechosos. El móvil lo conducía Nelson Toledo y lo acompañaban los carabineros Marcelo Muñoz y Jorge Marín. Cargaban un fusil SIG, una subametralladora UZI y una escopeta con perdigones de goma.
Rafael y Rodrigo fueron los primeros en ver a los carabineros. Eduardo y Jenny caminaban delante de ellos. Wladimir y Sonia habían tomado otro camino y se habían separado de sus cuatro compañeros. Rafael avanzó y gritó a su hermano y su pareja: “Los pacos, ¡corran!”.
“Emprendimos la huída corriendo de inmediato, llegamos a la desembocadura del pasaje, yo me parapeto hacia 5 de abril y Eduardo hacia el sur. Veo que desde allí, con un arma en la mano, trata de dispararles a carabineros, pero falla y no sale ningún disparo. Pasa Rafael corriendo y de inmediato reanudamos la huida corriendo hacia el sector de los blocks de la Villa Robert Kennedy”, declaró en el juicio la ex pareja de Eduardo Vergara, quien en la huída se ocultó en un almacén de barrio.
Los dos hermanos siguieron la escapatoria solos. Y se desataron los disparos. El carabinero Marcelo Muñoz fue herido de un tiro en el pecho, pero antes gastó los 20 cartuchos del cargador de la UZI que portaba. Marín, se acreditó más tarde, disparó los seis tiros de su revólver.
Los dos hermanos cayeron frente al block 972-C. Eduardo falleció al instante. De los tres disparos que recibió, uno de ellos le perforó el corazón. Rafael recibió más balas. Ocho en total. Una de ellas le dañó dos vértebras lumbares, lo que le causó una paraplejia que le impidió levantarse. Pero quedó vivo. Intentó arrastrarse para ver a su hermano mayor, desesperado, gritando y llorando, relataron los numerosos testigos interrogados por la justicia dos décadas más tarde.
Rafael fue desarmado y esposado, lo golpearon en el rostro y lo subieron al furgón policial, que dejó la escena por unos minutos. En el vehículo policial, Rafael fue ejecutado. El carabinero Jorge Marín acertó a corta distancia un balazo en la nuca. El furgón volvió al sitio del suceso y el cadáver de Rafael fue colocado al lado de su hermano muerto.
“Rostro desesperado y angustiado”
La casa de la familia Vergara Toledo fue allanada la noche del 29 de marzo de 1985, por tercera vez en un año. Luisa Toledo sabía ya que uno de sus hijos había muerto en la balacera, minutos atrás, pero uno de los agentes de seguridad que irrumpieron en su casa le reveló con una cruel risotada que en realidad había perdido a dos hijos.
“Dos delincuentes mueren en espectacular tiroteo con carabineros”, tituló La Tercera al día siguiente. Los diarios publicaron el 30 de marzo un dato que solo pudo provenir de un soplo: los hermanos Vergara Toledo intentaron asaltar un negocio cercano al lugar donde cayeron muertos. Ese sábado, Manuel y Luisa participaron en una conferencia de prensa en la Vicaría de la Solidaridad a la que asistieron, entre otros, Jorge Lavandero, Rafael Maroto, Fabiola Letelier y Rafael Agustín Gumucio. “Yo estoy viendo el rostro, lo tengo grabado, fuerte, el rostro desesperado y angustiado y enojado de la Luisa Toledo”, recuerda Enrique Palet.
La conferencia ocurrió al mediodía y los asistentes reclamaban la liberación de los opositores secuestrados en las horas y días previos. Poco más tarde, dos campesinos encontraron los cadáveres de los profesionales comunistas Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Natino, degollados en Quilicura.
Los padres y amigos de Eduardo y Rafael Vergara Toledo inauguraron en las semanas siguientes una costumbre: el 29 de cada mes, durante un año, hicieron romerías en la Villa Francia exigiendo justicia. Fue el germen del Día del Joven Combatiente, que se conmemora el antepenúltimo día de marzo de todos los años.
Con alevosía
Ninguno de los carabineros confesó su culpa durante el juicio. En 2008, el ministro Carlos Gajardo –que reemplazó a Sergio Muñoz en la causa– dictó su sentencia: absolvió al carabinero Marcelo Muñoz, herido el 29 de marzo de 1985, y culpó a Alex Ambler, Nelson Toledo y Jorge Marín del homicidio calificado de Rafael Vergara y solo a Marín del homicidio de Eduardo Vergara. Ambler y Toledo recibieron la condena de diez años y un día de presidio; Marín, 15 años y un día.
Aunque Gajardo sostuvo en su dictamen que no pudo determinar cómo se produjo el intercambio de disparos ni tampoco quién fue el agresor y quién el agredido, sí concluyó que hubo falta de proporcionalidad en la acción de los carabineros, que las víctimas eran jóvenes de corta edad con armas en regular estado, que la patrulla policial tenía armamento de mejor calidad y efectividad, que debió haber actuado con mayor racionalidad y que los carabineros cayeron en contradicciones e inconsistencias. Además, determinó que Rafael Vergara fue ejecutado con alevosía, cuando estaba herido y ya no podía oponer resistencia.
Un año más tarde, la Corte de Apelaciones confirmó la sentencia por dos votos a uno y en agosto de 2010, la Corte Suprema, por tres a dos, volvió a ratificarla, pero rebajó las condenas: diez años y un día a Marín; siete a Ambler y Toledo.
En 2012, Jorge Segundo Marín Jiménez, quien en marzo de 1986 mató a su esposa y fue condenado por ello a cinco años y un día de prisión, envió una carta al diputado comunista Hugo Gutiérrez, uno de los abogados de los padres de los Vergara Toledo. En la misiva, de dos carillas, escritas a máquina, saturada de faltas ortográficas, Jorge Marín aseguraba que él no mató a Eduardo Vergara, sino que fue Muñoz, el carabinero absuelto por la justicia, y admitía haber disparado por la espalda y a corta distancia a Rafael Vergara. “Posteriormente el Tte. Amblér, mé ordeno a mi y al cabo Toledo, sacarle las esposas al hérido y subirlo al carro policial, y llevarlo a un sitio hériazo y darle muerte, lo que el Cabo Toledo, chofer del furgon se dirijío al patio posterior de la Unidad, donde se dío cumplimiento a la orden hemanada del Tte. Amblér, regresando con el cadáver al sitio del suceso”, escribió textual Marín (Nota de los editores: se han mantenido todas las faltas ortográficas de la carta original). El fallo de primera instancia responsabilizó de la muerte de Eduardo Vergara a Marín por una razón sencilla: la bala que se extrajo del cadáver provenía de su revólver y no de otra arma.
La familia pidió reabrir el caso y así lo hizo Mario Carroza, un juez que desde hace cuatro años investiga cerca de 300 causas por violaciones a los derechos humanos del período 1973-1990. El ministro volvió a interrogar a todos los carabineros involucrados y ordenó peritajes a la Policía de Investigaciones para determinar si la última versión de Marín era plausible. El 27 de noviembre de 2013, Carroza dictó el sobreseimiento temporal de la nueva causa. “No se ha podido establecer que los hechos en relación al homicidio de Rafael Mauricio Vergara Toledo hayan ocurrido de esta nueva manera en como lo ha planeado el condenado Jorge Marín Jiménez”, dictaminó el juez.
Jorge Marín sigue en Punta Peuco. Debe estar preso hasta 2020. La condena de Ambler y Toledo termina en 2017.
Otro luto
Manuel le pidió a su hijo Pablo que no los hiciera sufrir, que se cuidara, que no podrían vivir con otro hijo muerto en la familia. Se lo dijo en 1987 en el aeropuerto de Buenos Aires, la última vez que lo vio. Tras la muerte de sus dos hermanos, en abril de 1985 Pablo y su hermana Ana viajaron a España, difundieron la tragedia familiar por Europa, volaron luego a Cuba y desde ahí remontaron al sur, hacia Argentina, para estar cerca de su gente. Sin comunicarlo a sus padres, Pablo volvió clandestino a Chile y se reintegró al MIR. En noviembre de 1988, murió en el cerro Mariposa, en Temuco, junto a otra militante mirista, Aracely Romo, al intentar colocar una bomba destinada a bloquear las transmisiones televisivas y facilitar la emisión de una proclama del MIR, entonces escindido, encabezado por Hernán Aguiló. La familia Vergara Toledo perdió así al tercero de sus hijos hombres.
Pablo tuvo un hijo al que no conoció. Nació cuando había dejado Chile. La madre del niño, Aura Araya, también militó en el MIR, entre 1980 y 1987, y fue detenida en junio de 1985 en la Villa Francia. Tenía tres meses de embarazo y por eso no fue golpeada. A su hijo lo identificó con los nombres de los hermanos de su padre: Eduardo Rafael Vergara aún no cumple los 30 años y canta en una banda de rap. Sus abuelos lo han visto solo unas pocas veces. “La mamá lo alejó de nosotros, le dio otro tipo de educación, de vida”, dice Manuel Vergara.
En el número 599 de calle Siete de Octubre, frente a la Villa Francia, Manuel y Luisa viven hoy con su hija Ana y su nieta menor. Porque su nieta mayor, Tamara Soledad Farías Vergara, la primera hija de Ana, está presa. El 22 de enero de 2014, fue formalizada por dispararle a un guardia de seguridad de una sucursal de BancoEstado en Estación Central. Los móviles aún no están claros, pero la fiscalía presume que actuó en venganza por la muerte, en diciembre de 2013, de un anarquista que intentó asaltar una sucursal del BancoEstado en Pudahuel, y fue acribillado por el guardia de la entidad. Tamara, de 24 años, quedó en prisión preventiva mientras se investiga el caso.
“Nosotros no creemos en la justicia, porque los pacos están presos en una cárcel que es ridículo pensar que es cárcel, hacen asados, tienen piscina, cancha de tenis, los van a ver cada vez que pueden. Mi hija tiene media hora de salida a un patio que no tiene ni siquiera un árbol. La diferencia es enorme: la justicia es mentirosa, yo no creo en la justicia. La justicia es para los ricos, para los burgueses, porque es de ellos”, reclama Ana, la Vergara Toledo sobreviviente.
“Es muy trágica la vida nuestra”, dice Manuel, quien en julio cumplirá los 78 años. Nadie podría contradecirlo. Dice que él y su esposa siempre están y estarán al lado de quienes los necesitan; que hay que hacer cambios estructurales en el país; que la Iglesia Católica ya no trabaja por los pobres; que hace años que no asiste a misa ni participa en comunidades cristianas de base. Dice que es imposible superar la muerte de tres hijos y que ahora, más que en Dios, cree que todos venimos del cosmos, que somos energía, permanente, y que sus hijos están en otra dimensión de la realidad.
“Yo sueño siempre con mis hijos. Y como a mis hijos, cuando los mataron, eran jóvenes, siempre mis imágenes son de jóvenes”, confidencia Manuel.
– ¿No se los imagina como serían ahora? Tendrían cerca de 50 años…
– Trato de imaginármelos, con canas, con hijos. A veces me imagino eso, pero eso no es real, no existe. Entonces me quedo con ellos cuando estaban jóvenes.
Fuente: http://www.casosvicaria.cl/temporada-dos/entre-cristo-y-el-mir/
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