Ocho preguntas y respuestas sobre el Ingreso Mínimo Ciudadano o Renta Básica.
Por Pablo Bergel*/Lobo Suelto.
La crisis deflacionaria del capitalismo mundial, potenciada catastróficamente por la pandemia del coronavirus, ha propulsado a la agenda nacional y global, casi con la misma ansiedad y urgencia con que se procuran vacunas y respiradores, la propuesta de implantar un ingreso ciudadano o renta básica universal. Se invoca para ello el estado de emergencia no solo sanitaria, sino de la economía, paralizada y sin perspectivas de sostenimiento por las vías tradicionales. “Por la cuarentena…”, “para ponerle un piso a la crisis…” y argumentos similares, se enarbolan para justificar la necesidad y urgencia de proceder cuanto antes a la implantación del ingreso ciudadano.
Si bien la presente y abismal crisis (sin piso ni techo visibles) constituye sin duda una enorme oportunidad para el debate y cambio de paradigma, me permito alertar sin embargo, sobre la contradicción en los términos, y el peligro cierto de que se tergiverse el concepto fuerte de Ingreso Mínimo o Renta Básica, Vital, Móvil, Universal, Incondicional, Permanente de Ciudadanía, hacia una nueva vuelta de tuerca de alguna de las formas conocidas de subsidios focalizados, parciales, condicionales, temporales, de emergencia, en definitiva, paliativos de crisis al sistema y modelo capitalista al uso, prontos para desflecarse, clientelizarse, inactivarse, despotenciarse y licuarse tan pronto se logre reestablecer “la normalidad” del sistema preexistente, aún con reformulaciones y adecuaciones parciales y aún costosas para sectores del capital.
Pensando en intervenir en este debate, encontré un texto que preparamos para la realización de un taller, en el primer Foro Social Mundial, realizado en Enero del 2001 en Porto Alegre. En esa ocasión, conocí al senador del PT brasilero Eduardo Suplicy, quien realizó un taller casi idéntico al nuestro, y juntos improvisamos a continuación un tercer taller conjunto. Poco más de un año después, Lula ganó las elecciones y asumió su primera presidencia; el proyecto de Suplicy de Ingreso Ciudadano universal e incondicional fue ley, pero nunca se reglamentó. En cambio sí se aprobó e impulsó el programa “Bolsa Familia”, que no es un ingreso ciudadano sino una política asistencial focalizada, pero que tuvo un alto impacto en impulsar el ascenso de millones de brasileros a una nueva clase media, y a mejorar las condiciones del conjunto de los sectores populares.
Lo que sigue, es el texto base de aquellos talleres realizados en aquel primer FSM, con pequeñas modificaciones; nos pareció que mantenía plena vigencia para el debate presente, y el valor agregado de aquellos encuentros y debates precursores.
1. ¿De qué hablamos al hablar de Ingreso Mínimo o Renta Básica Ciudadana?
Estamos hablando de la creación de un INGRESO MÍNIMO CIUDADANO (I.M.C.), o RENTA BASICA DE CIUDADANÍA, de carácter Universal, Igual, Incondicional y Permanente, de la cuna a la tumba, para todas y todos los habitantes. El I.M.C. sería la herramienta y expresión MONETARIA concreta de una redistribución del ingreso, de recreación del tejido social solidario, y de formación de un mercado de demanda interna de productos y servicios.
Es mínimo, o básico, expresión monetaria de una «Canasta Básica Mensual Per Cápita», porque debe ser capaz de cubrir mensualmente las necesidades personales básicas de alimentación, vivienda, vestido, movilidad, salud y educación de cada un@ y de tod@s l@s habitantes. Es ciudadano, o mejor aún, de ciudadanía, porque es la expresión monetaria del derecho a la ciudadanía, y del derecho humano a la vida; y constituye la garantía de reproducción de la vida individual y social. No se trata de un subsidio, compensatorio, de emergencia, transitorio o permanente. Se trata de un derecho adquirido (a la vida) de todos los habitantes, y una obligación de la sociedad y del estado para con todos sus integrantes. Solo el cumplimiento efectivo de la garantía de vida para todos los individuos, funda y sostiene el pacto social de convivencia pacífica; solo con el cumplimiento de esta obligación contractual, la organización social y el estado adquieren legitimidad. Es la regla que sostiene todas las reglas: la que establece la diferencia entre civilización (pacífica, solidaria y cooperativa) o barbarie (competitiva, violenta, antropofágica; “homo homini lupus”).
Es Universal, Igual, Incondicional, y Permanente, porque no depende, no está mediada ni se subordina a ninguna condición o circunstancia individual, social o ambiental. Niña, adulta o anciana; mujer o varón, ocupada o desocupada; pobres o ricas; tengan o no otros ingresos; todas las personas vivas del territorio (municipio, estado, país, región, mundo) tienen derecho a percibir su I.M.C. Justamente por no tratarse de un subsidio de emergencia o compensación, sino de un derecho de ciudadanía, el I.M.C. alcanza a todas y todos, en igual forma y medida. También es incondicional el destino, aplicación o forma de gastar el I.M.C. por parte de cada ciudadano adulto (en el caso de menores, ancianos o incapacitados, que están bajo tutela de otro ciudadano apoderado, éste sí estará sometido a controles sobre el gasto del I.M.C. de la persona a su cargo).
La asignación es individual y monetaria, y por razones prácticas y de economía administrativa, y fundamentalmente para eliminar toda posibilidad de paternalismo o clientelismo, estará bancarizada la distribución y cobro mensual del I.M.C., cuyo importe se depositará en cuentas individuales; de tal modo que cada ciudadano pueda retirar su asignación mensual de cualquier cajero electrónico.
2. ¿Cómo se define el concepto de Básico, de Ingreso, Renta o Canasta Básica? ¿Y sobre todo, quién define ese concepto, y el monto que lo representa, es decir, la cantidad de la asignación mensual individual?
La idea de qué es básico para la vida, para la reproducción cotidiana y de la especie, es una construcción social en la que intervienen por un lado las necesidades materiales, alimentarias, de vestimenta y alojamiento, las necesidades sanitarias y educativas; la valoración o ponderación que cada sociedad y cultura determinadas realizan acerca de lo que es o no necesidad básica; las posibilidades «objetivas», materiales, de satisfacer un monto de necesidades; y las circunstancias «subjetivas», propiamente las relaciones sociales y políticas, que establecen aquí un campo de fuerzas en tensión. Sin dudas que este es un espacio de lucha social y política. Y por eso, pasando a responder quién define el concepto y el monto mensual del ingreso básico, resulta imprescindible garantizar la más amplia participación democrática en esta definición. Podríamos imaginar, por ejemplo, una especie de Consejo Multisectorial del I.M.C., en cuyo seno se discute y se negocia un consenso, que luego es definido por el poder legislativo. O quizás mucho mejor aún: que el I.M.C. sea discutido y asignado como parte del presupuesto anual, por toda la sociedad, como parte de un sistema de Presupuesto Participativo. Eso permitirá, año a año, rediscutir y establecer los ajustes en el concepto y monto del I.M.C., que reflejen los cambios de valoraciones de la sociedad, los cambios en sus posibilidades materiales, y los cambios en las correlaciones de fuerzas sociales. Como las necesidades de las personas de hecho son variables y diferentes (según edad, sexo, territorio, etcétera, y según circunstancias particulares que plantean necesidades especiales, no universales), deberá implantarse, adicionalmente a la renta básica universal, rentas focalizadas según necesidades sectoriales o hasta personales, que igualmente constituyen derechos.
3. Ese carácter “universal” e “incondicional”, ¿significa que alguien que está trabajando y tiene ingresos; o personas de ingresos medios o altos, o incluso los riquísimos; todos cobrarían por igual?
Por un lado, el I.M.C. se agrega a cualquier otro ingreso que tenga la persona; de este modo, aumenta la base imponible de esa persona, ya que todas las ciudadanas y ciudadanos, a la vez que recipientes incondicionales del I.M.C., son contribuyentes impositivos al sistema de redistribución social de ingresos públicos, en forma proporcional al conjunto de sus ingresos. En este sentido, parece importante que se perciba que hablamos de un sistema redistributivo que tiene dos caras que son inseparables, la percepción del I.M.C., que es universal e incondicional, y la contribución impositiva al fondo de redistribución social ciudadano, única manera de financiar el sistema de manera genuina. Como ciudadana cobra su IMC, y como ciudadano paga su impuesto, en forma proporcional a sus ingresos totales. En este sentido, el sistema es una suerte de continuum solidario de percepciones y contribuciones impositivas, con un piso básico que es el I.M.C.; lo cual implica también establecer límites a los ingresos máximos, o mejor dicho, establece una suerte de relación de implicación solidaria entre el nivel del I.M.C. y el nivel de ingresos individuales máximos compatibles con la necesidad de financiamiento genuino del primero. Es decir, este vínculo implica un modo de acordar un rango de desigualdad social, dado por una escala de ingresos desiguales; por ejemplo, una relación máxima de 4 a 1, como se dice que existe en Cuba; o podría ser una relación mayor, de 6, 8 o 10 a 1. Todo esto debe ser materia de discusión, debate y decisión social democrática, en función, por una parte, de las necesidades y posibilidades de financiamiento del sistema, que debe ser prioritario, pero por otra parte, de la necesidad de sostener un sistema de premios y estímulos que premien diferencialmente la contribución también diferencial de cada quien, la dedicación, la creatividad, la toma de riesgos, la iniciativa, etcétera.
Inclusive en el arreglo institucional concreto sería bueno que un mismo organismo, sea un banco central, un banco o agencia de redistribución social, sea el encargado de recaudar los impuestos, y de mantener abastecidos los cajeros automáticos con las sumas mensuales disponibles para cada ciudadano. Quizás sea una sorpresa para muchos enterarse (lo fue para nosotros), que el pope neoliberal Milton Friedman propuso hace ya más de treinta años, la idea de un «impuesto negativo«, es decir, que debajo de cierto ingreso personal, en lugar de pagar impuesto, el individuo percibía una suma que elevaba su ingreso a un piso mínimo. Más allá de otras implicancias polémicas de las propuestas de Friedman, lo que resulta atractiva de la misma es el vínculo sistémico que establece entre contribuciones y percepciones.
4. ¿Qué diferencias hay entre el I.M.C. y los subsidios a la pobreza, planes sociales, etc.?
Un subsidio, por definición tiene un carácter específico, no universal, se refiere siempre a una situación o categoría particular, a la que se quiere proteger o promover. Un subsidio puede ser compensatorio de una situación desfavorable (por catástrofe natural; por situaciones personales; por maternidad, etcétera); puede ser complementario del I.M.C. u otros ingresos que no alcanzan a cubrir todas las necesidades (por ejemplo medicación especial, atenciones diferenciales, situación geográfica desfavorable, etcétera). También puede ser un subsidio promocional (becas, estímulos productivos, etcétera), siempre que la sociedad y el estado quieren reconocer o impulsar conductas o actividades que considera valiosas para la comunidad.
Pero el I.M.C. es la expresión de una condición universal y permanente, como es la ciudadanía; por eso, el I.M.C. no entra en el rango de los subsidios (aunque no los excluye de modo alguno). Los subsidios son decisiones de política; forman parte de políticas públicas específica.
El Ingreso Ciudadano NO es una política; es un derecho humano inalienable, basal, constitucional, preexistente y anterior a toda política.
5. Si el I.M.C. es permanente y no conlleva ninguna condicionalidad, obligación de trabajar, de prepararse y formarse para la inserción laboral; si no implica ninguna contraprestación; ¿Cuál es el estímulo para trabajar; para qué emplearse si de todos modos se cobra el I.M.C.? ¿No se estaría subsidiando el parasitismo social, desestimulando el trabajo? ¿Y cómo se sienten las personas «cobrando porque sí», a cambio de nada? Justamente, la gente, en las protestas sociales, las manifestaciones y cortes de ruta, dicen claramente que lo que quieren es trabajar, que el gobierno les de empleos o cree la posibilidad de empleos; por lo menos en el discurso público, el hecho de cobrar sin trabajar aparece como una posición devaluada, de minusvalía social, aceptada o reclamada apenas como situación transitoria, como una emergencia.
Ese es el meollo de la cuestión, el aspecto más subversivo de esta propuesta, que consiste en des-vincular, producir un des-enganche y una ruptura radical, en la relación de mediación entre «trabajo» y «vida», el «derecho al trabajo», y el «derecho a la vida». En la ideología o cultura dominante, este vínculo está naturalizado; más aún, se establece una relación de causalidad y subordinación entre ellos: la «vida» (la producción y reproducción de la vida individual y social) se hace depender del «trabajo», en realidad, “empleo”, que no es lo mismo. «Tener o no tener empleo, esa es la cuestión»; la gente se muere de hambre y enfermedad porque «falta empleo (trabajo)»…. entonces….»hay que crear y distribuir empleos”. Y eso es lo que demanda «la gente», inclusive los algunos políticos y partidos «progresistas», “nacional populares” o de «izquierdas». «Pleno empleo» esa es la demanda común, y la promesa principal y repetida de todas las ofertas políticas; estado de pleno empleo, horizonte utópico del sentido común impuesto por la ideología dominante; o mejor dicho, de la «melancolía» dominante, porque se trata de una «utopía conservadora», un estado ideal que se visualiza y ubica en el pasado.
Pero además, por otro lado, ¿cuál es ese trabajo que tanto se demanda y anhela, del que depende no solo la subsistencia y continuidad de la vida, sino la misma dignidad de la persona? Se trata de «empleo», esto es, del trabajo-mercancía, de la fuerza/tiempo de trabajo que su titular consigue vender en el mercado, y de cuya retribución depende para, a su vez, comprar (los insumos necesarios para) la continuidad y reproducción de su vida. Empleo-trabajo-mercancía que, como sabemos, solo logrará vender, solo encontrará comprador, si es capaz de producirle a éste un excedente, una ganancia. El lenguaje no es inocente, y permanentemente se confunde “trabajo” con “empleo”.
El empleo es trabajo enajenado, deshumanizado, cosificado; ha perdido su cualidad verbal y subjetiva, para convertirse en una cosa, un sustantivo, «El empleo», «El trabajo», algo que «se tiene o no se tiene «, peor aún, algo que «alguien da» o «no se da» (fulanito de tal, el empresario tal, el gobernante cual, “Crean”, «dan», mucho trabajo); y de cuya posesión o desposesión depende el vivir o el morirse de hambre, enfermedad y violencia [una observación similar hemos venido realizando en relación a «poder» (verbo) y «EL poder» (sustantivo); la cosificación del poder como lugar, cosa que se conquista, se retiene y administra mediante «la política»; hemos planteado la re-verbalización y re-subjetivación de «poder» y «política» como acto, capacidad humana en ejercicio de transformación de la realidad]. «El trabajo»-empleo-cosa-mercancía, nada tiene que ver con el trabajo como acto-verbo-capacidad (y derecho) humana subjetiva, como acción propia (y exclusiva) del sujeto humano, de objetivarse en la realidad transformándola, creando y re-creando su mundo y a sí mismo, produciendo y re-produciendo su vida individual y comunitaria. Este trabajo, liberación soberana de la capacidad y fuerza productiva y reproductiva de cada persona, así definido, puede o no tener «precio de mercado»; puede o no «encontrar comprador» (empleador); pero es soberano, no requiere de nada exterior a sí mismo para realizarse, en tanto se lo libere de su doble condición de mercancía, y de mediador necesario para «ganarse» la vida. Los llamados «trabajos invisibles», los que no tienen reconocimiento ni retribución salarial (como los trabajos domésticos, de cuidados; muchos trabajos comunitarios; trabajos voluntarios; mucho trabajo artístico, etcétera); serán invisibles para el mercado, pero ¿son o no son acaso trabajos de primera clase? Pues bien, el I.M.C. viene a producir esta liberación del trabajo, este desenganche entre trabajo y «ganarse la vida», sencillamente, porque la vida ya no habrá que «ganársela» individualmente, a nada ni a nadie, sino que estará sostenida y garantizada por el conjunto de la sociedad y su instrumento institucional, administrador de la recaudación y la redistribución.
No hay ninguna minusvalía social en el I.M.C., y por esto es tan importante que sea asignado universalmente, como derecho ciudadano expresado monetariamente, independiente y anterior a cualquier otro ingreso o circunstancia.
La crítica que descalifica el I.M.C. como un «desestimulo al trabajo», como una invitación a la vagancia y el parasitismo social («se van a gastar el I.M.C. en droga y tetrabrik»), esconde, en primer lugar, el temor de los dueños del capital de perder el arma del chantaje y extorsión del hambre, exclusión y violencia que hoy provoca el desempleo; el «terrorismo de mercado» perdería de este modo su instrumento principal de disciplinamiento social y devaluación permanente del trabajo y el medio ambiente. Evidentemente, con un I.M.C. asegurado, las personas aumentarían sus opciones de decidir si emplearse o no, y en qué condiciones. El poder de negociación de los trabajadores aumentaría sustancialmente, al romperse la encerrona de explotación o exclusión; salarios, honorarios, horarios y condiciones laborales podrían ser negociados desde una posición enormemente más firme, al tener un piso (el I.M.C.) donde pararse, en vez del actual vacío sin fondo. En segundo lugar, la crítica del «desestimulo al trabajo» conlleva la idea de trabajo como explotación, y por lo tanto, como maldición de la que todos querrán huir si pueden hacerlo; por lo tanto, esta gente piensa que si tienen un ingreso incondicional, las personas preferirán no trabajar, quedarse en casa, dormir todo el día, desarrollar conductas y vicios antisociales. Este es un pensamiento típicamente «realista», y como tal, reaccionario, de quienes no pueden concebir el trabajo liberado como actividad humana creadora, amorosa, deseable, integradora, comunicativa. ¿Por qué alguien no querría trabajar en estas condiciones? Es claro, no se pasa de una a otra cultura del trabajo de manera lineal y automática; un proceso de profundo cambio, liberación y resocialización cultural habrá de irse procesando; y no es imposible que en este profundo proceso de cambio se produzcan desvíos más o menos transitorios, burbujas antisociales (¿más aún de las que ya existen actualmente?); que deberán ser tratadas como tales, con diagnósticos y terapéuticas de recuperación apropiadas. Es parte de la magna tarea a ser encarada por los sujetos sociales y políticos que construyan participativamente esta transición.
6. ¿Qué pasa entonces con los diagnósticos que señalan la desocupación, el desempleo, como principal problema y causa de la pobreza, el hambre, la marginación de miles de millones? ¿Qué pasa con las demandas de pleno empleo para todos; las propuestas de reducción de jornada laboral para redistribuir el trabajo «escaso»? ¿Qué se le dice a la gente que clama por un empleo; que está dispuesta a aceptar uno en cualquier condición de explotación; que idealiza el empleo «en blanco», legal, estable, si fuera posible, como un matrimonio, «para toda la vida»?
Creo que se debe decir algo así: «No pidan empleo; exijan recursos»; «no pidan trabajo asalariado: de eso hay y habrá probablemente cada vez menos; es un recurso escaso, deteriorado, en manos de pocos; no pidan ser explotados; no pidan la esclavitud; cada vez que salen a pedir eso, están aumentando el poder de quienes pueden darlo o negarlo, están construyendo el poder de sus enemigos, de quienes los van a chantajear, a humillar, a expoliar«. No pidan empleo; exijan recursos; recursos reproductivos, aquellos que, en dinero o especies, sirvan para alimentarse, cobijarse, vestirse, educarse, sanarse, tener y criar hijos; recursos productivos (tierra, energía, medios de producción, capacitación), aquellos que les sirvan para trabajar, para producir. Exijan recursos; exíjanlos porque los recursos están, de eso hay; y si no se los entregan, tómenlos: tomen la comida; tomen la tierra; tomen lo que necesiten para la vida, podrá no ser legal (las leyes las hacen ellos), pero sin dudas será legítimo (los dueños del orden quedan deslegitimados porque no garantizan la vida de todas). El I.M.C. es la respuesta legal y legítima a la provisión universal e incondicional de los recursos reproductivos. Es un programa deseable y posible. Lo otro, lo actual, es inviable, conduce al desastre social y ambiental.
Mientras el desarrollo del capitalismo, aún con sus crisis cíclicas (muchas veces terribles), requirió de la mercancía trabajo como insumo insustituible de su propia lógica, la asociación trabajo-salario-vida, pleno empleo-bienestar social, resultaba viable en términos funcionales (aun cuando fuera cuestionable en términos de una filosofía de la praxis, o de una ética humanista del trabajo) y el pleno empleo constituía un programa de acción posible. Pero a partir de la creciente disociación de la lógica de acumulación capitalista respecto de la mercancía trabajo, y la consiguiente desvalorización extendida y abrupta de la misma, la «recuperación de la vida» (la reintegración de la persona y la sociedad) ya no puede ser planteada en términos de recuperación del empleo, y menos aún, a través de la recuperación del crecimiento económico, toda vez que se ha demostrado que esto último puede producirse sin mayores repercusiones positivas sobre el primero.
En otros términos, tanto el discurso del establishment sobre recuperación del empleo, condicionado al crecimiento, el cual a su vez está subordinado a la inversión y sus prerrequisitos (flexibilización laboral, ajuste fiscal, etcétera); como por otro lado la demanda de fuerte tono reivindicativo que exige «Trabajo/Empleo YA!», aun perteneciendo a campos sociales, políticos y culturales diferentes o antagónicos, comparten la misma concepción del trabajo como mercancía, o peor aún, como una maldición consustancial al ser humano, inscripta en la cultura occidental desde los mandamientos bíblicos («ganarás el pan con el sudor de tu frente»). Solo que esta concepción (además de indeseable), ya no puede ser viabilizada ni garantizada dentro del orden económico vigente. Estamos ante una tremenda crisis, verdadera amenaza de muerte para la humanidad o buena parte de ella; pero también, verdadera oportunidad de vida, y de construcción de un orden capaz de sustentarla. Pero en el principio de esta oportunidad, está la liberación y desenganche conceptual entre trabajo y vida, entre derecho al trabajo y derecho a la vida, la ruptura de la relación de necesidad que las une en la lógica mercantil («el que no trabaja no come-no vive»)
¿Por qué no plantear directamente el derecho a la vida? Vida YA! Vida para todas y todos YA! ¿Por qué no demandar (y comprometer) que la sociedad y el estado deben garantizar ese derecho a todos sus miembros, como primerísimo derecho, antes aún que el derecho al trabajo (Hablamos ahora del derecho al trabajo, ya no como mercancía, sino como derecho a objetivarse como sujeto y transformar la realidad, más allá de que ese trabajo encuentre o no una retribución en el mercado, sea o no mercantilmente necesario)?
7. ¿Qué pasa con los trabajadores, con la clase trabajadora; es ella el sujeto de esta transformación?
Sí, claro, la clase trabajadora también. Pero no de una manera hegemónica, sobredeterminada, vanguardista. Aun haciendo una redefinición extensiva, como hacen algunos compañeros sindicalistas, del concepto de clase trabajadora, incluyendo en ella a los desocupados o a los jubilados (lo cual es correcto, porque estos toman su identidad, se estructuran y forman parte del «mundo del trabajo», pasado, presente o potencial); existen varios otros sectores o actores sociales que confrontan con el capitalismo, que padecen exclusión, explotación, marginación, expropiación o negación de sus derechos: las mujeres; los niños; los campesinos, los pueblos originarios; las futuras generaciones (a quienes se expropia hoy de sus recursos y derechos de mañana), los migrantes, etcétera. La opresión no pasa solo, ni principalmente, por el mundo del trabajo, por la relación laboral activa ni pasiva (desocupados, jubilados). La relación laboral, la explotación por contrato del trabajo humano comprado en el mercado de trabajo, está desbordada y estallada como núcleo productor y articulador hegemónico de la conflictividad social. Por fuera de la relación laboral, arriba, abajo y a sus costados, otros actores, otros conflictos se despliegan en otros ejes de significación y articulación. Es la condición de ciudadanía la que hoy incluye, reúne y define el conflicto central con la lógica del capitalismo transnacionalizado; porque es por dentro, pero principalmente y cada vez más, por fuera de la relación laboral, que el capital realiza su lógica explotando y oprimiendo al conjunto de la humanidad y de la naturaleza, es decir, el capital crece a costa de la ciudadanía, de los derechos de los ciudadanos actuales y futuros, de los ecosistemas y los bienes comunes. Y es el amplio espectro del arcoíris ciudadano el que se rebela, cada cual con su propio color y longitud de onda, contra el caos global capitalista.
8. ¿Y cuáles serían las condiciones de posibilidad para establecer un I.M.C.?
La condición de posibilidad «objetiva» o «material» (perdón por la grosera simplificación) para la aplicación del I.M.C. en una sociedad determinada, está dada, en principio, por una ecuación bastante simple: que el ingreso promedio per cápita de dicha sociedad sea mayor o igual que el costo de una canasta de bienes y servicios que garanticen la vida individual y social en el contexto histórico y cultural concreto de dicha sociedad. La condición de posibilidad «subjetiva» -social, cultural y política,- (otra vez perdón por el esquematismo), tiene que ver con la construcción de una potente trama de consensos culturales, redes sociales y articulaciones políticas, por fuera y por dentro de las instituciones y del estado, en condiciones de implementar las profundas transformaciones requeridas en la estructura de ingresos, y su sostenimiento en el tiempo. Lo que significa plantear una sociedad y una fuerza política en condiciones y voluntad de afrontar (minimizando en lo posible, pero no paralizando la decisión) la casi inevitable conflictividad que una transformación de esta magnitud habrá de implicar.
La superación, de la crisis capitalista de empleo y marginación social, se plantea entonces en el campo de la equidad social, en el terreno de la radical redistribución de la riqueza personal a través del instrumento impositivo; de la existencia de condiciones materiales objetivas suficientes, y la construcción de una voluntad social y política consistente con tal desafío. Afirmamos que la Argentina reúne esas condiciones materiales objetivas, y que («apenas», «solamente») hace falta construir la fuerza y la voluntad capaz de implementar la transformación.
Es desde la condición de ciudadanos (ni desocupados, ni trabajadores, ni mujeres, ni niños, ni jubilados, ni ninguna otra condición singular, muy respetables pero adjetivas) que puede y debe sostenerse esta demanda, que es una demanda de derecho humano a la vida y la ciudadanía.
* Pablo Bergel, vecino de Colegiales, sociólogo, activista ecopolítico, ex diputado de la legislatura porteña.
17 de abril, 2020.
Fuente: http://lobosuelto.com/ocho-preguntas-y-respuestas-sobre-el-ingreso-minimo-ciudadano-o-renta-basica-pablo-bergel/
Renta Básica e individualismo, una relación compleja.
Por Nuria Albao*/ Revista Minerva.
La obra de David Casassas Libertad incondicional supone una aportación fundamental al debate sobre la renta básica universal (RBU) al defender esta medida desde la noción de libertad, un concepto que habitualmente no está muy presente en las discusiones sobre políticas públicas. De este planteamiento surgen preguntas esenciales que nos permiten avanzar en la discusión sobre el horizonte de transformación posible y deseable y cómo interaccionarían en él lo común y la libertad. ¿Serviría la RBU para potenciar ambos?
Casassas lo tiene claro, la renta incondicional es un paso hacia la libertad, pero no una varita mágica: «Puede garantizar parte de las condiciones materiales y simbólicas de la libertad, pero no conduce inevitablemente a escenarios sociales de naturaleza postcapitalista», escribe. Por tanto, es esencial que se conciba como parte de una estrategia de más largo alcance, acompañada de otras luchas, y no como lugar de llegada. Hoy hay voces que reivindican también una RBU desde el ámbito neoliberal, en los que esta medida estaría destinada a superar las contradicciones sociales originadas por el advenimiento del «fin del trabajo» y donde estaría asociada a una contracción mayor del Estado del bienestar. Para pensar una RBU como palanca de transformación y no como innovación destinada a actualizar un capitalismo en crisis, Casassas propone tres elementos que deberían estar asociados a su reivindicación. Por un lado, lo que llama «la reapropiación de la economía» –incluso de los mercados y de «una economía política popular» de carácter cooperativo–. «La economía popular de la renta básica ha de ayudar a alimentar verdaderas culturas políticas para la organización colectiva del trabajo libre o libremente asociado», señala. Además, en segundo lugar, este tipo de economía no se plantea como una estrategia política autista, sino que se tendría que vincular a la defensa de mecanismos indirectos de distribución de la renta y, por tanto, a la preservación y la ampliación del Estado del bienestar. En tercer lugar, la RBU como herramienta de transformación social debería estar acompañada de mecanismos que restrinjan la acumulación de riqueza en manos privadas.
Cuando hablamos de economía popular estamos hablando de redistribuir recursos, pero también de democracia, de una democracia construida desde abajo, de carácter autogestionario. Estas instituciones sociales de carácter alternativo o popular dan forma, además, a un universo propio de cooperativas –y sus redes–, centros sociales, espacios de ayuda mutua, etc. Una institucionalidad que, aunque no se diga en el libro, funcionaría también como contrapoder del mismo Estado, porque la autonomía nunca viene dada, es una conquista que tiene que estar continuamente reafirmándose. En el fondo, esta discusión que plantea el libro no es otra que la de cómo pensar el comunismo hoy, cómo imaginar alternativas posibles al capitalismo –o la posibilidad quizás de un reformismo radical– y si la RBU podría contribuir a esos horizontes que imaginamos. ¿Cómo reapropiarnos de recursos y redistribuirlos reforzando al mismo tiempo lo colectivo? ¿Podría funcionar esta medida como palanca de liberación de la cooperación social? Para Casassas, la RBU –situada entre el Estado y la autogestión– podría reforzar la autoorganización al liberarla del estrecho marco de actuación que genera la necesidad –fundamentalmente, de rentas– y ser, por tanto, precondición de libertad. «La naturaleza obligatoria del trabajo asalariado bloquea toda una miríada de entornos productivos y reproductivos de factura autónoma que solo pueden emerger sin la obligación de trabajar», señala el autor.
No es una cuestión sencilla. Es posible que la renta básica pueda ayudar a construir alternativas en comunidades políticas ya existentes, en ciertos entornos ya estructurados, pero en un sentido más profundo, sería difícil defenderla como solución al problema de cómo construir lazo social. ¿Qué vincula a las personas? ¿Son las instituciones sociales? ¿Es el mercado? ¿O quizá sea la necesidad? Es cierto que la necesidad puede ser una cárcel que imposibilite una autonomía mínima necesaria para emprender en el mundo cooperativo, pero en un sentido amplio también hay que reconocer que la necesidad genera vínculo social. El libro de Casassas pone el ejemplo de la práctica de la «gorra», que se daba en el mundo fabril del movimiento obrero fuerte. Era una práctica que se activaba cuando algún trabajador enfermaba. Se pasaba una gorra y todos aportaban una parte de sus jornales diarios, lo que permitía al trabajador o trabajadora enfermos sostenerse –y a su familia si la tenía–. Esta es una costumbre surgida de la necesidad; una necesidad que se superaba mediante el esfuerzo colectivo y la corresponsabilidad. De hecho, muchas de las instituciones de ayuda mutua sobre las que se funda el Estado del bienestar se iniciaron en esos espacios de necesidad a los que dota de densidad y articulación la organización obrera.
Lo que hoy llamamos sindicalismo social funciona a través de un mecanismo parecido. Podemos hablar aquí, por ejemplo, de cualquier ocupación de la obra social de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). En los bloques ocupados de Gran Canaria, por ejemplo, más de doscientas cincuenta personas que los habitan han generado una comunidad política de resistencia basada en el hecho original de que no tenían dónde vivir y se juntaron para solucionarlo. Si hubieran tenido vivienda, esa comunidad no existiría. En América Latina, en lugares donde el Estado se ha retirado o su acción no llega, como los barrios de favelas, se generan comunidades fuertes sobre la base de necesidades que requieren de una gestión común. Allí, los vecinos se juntan para llevar tendido eléctrico o agua corriente a sus casas en lo alto de las laderas, para arreglar las calles o resistir a los desalojos. No es una situación tan distinta de los mecanismos que daban forma a algunos de los nuevos barrios obreros de las ciudades españolas en la década de 1970. Esta es una de las paradojas del bienestar: algunas de nuestras conquistas suponen un freno a determinadas articulaciones de la comunidad. Las cooperativas de trabajo funcionan de forma parecida. En mi experiencia, el hecho de que quienes las integran necesiten un salario las hace perdurar más que los colectivos que se agrupan únicamente sobre la base de aspiraciones abstractas como «cambiar las cosas» o «luchar contra la injusticia».
Las comunidades –también las del ámbito de la autonomía política o las cooperativas– son sistemas de intercambio o de relación que se vinculan generando un común. Este común implica unas normas propias de gestión, una cultura que lo haga posible y un sistema de reciprocidad específico que da forma a la comunidad y establece los límites de lo que está dentro y fuera de ella (algo que se ha estudiado en la gestión de los llamados «bienes comunes», por ejemplo, en la obra de Elinor Ostrom, El gobierno de los bienes comunes.) Hay que señalar que este sistema de reciprocidad establece también obligaciones, no es un ámbito de pura libertad irrestricta –o de la libertad individual tal como la concibe el liberalismo–. Este es el modelo que aparece, por ejemplo, en Ensayo sobre el don, donde Marcel Mauss, a partir del análisis de instituciones sociales procedentes de sociedades estudiadas por la antropología, nos habla de economías que no están basadas en la acumulación de beneficios, sino en sistemas de intercambio, en la noción del regalo. Esta obra nos ayuda a entender cómo se generan los vínculos sociales. El don que se ofrenda en estas formas institucionalizadas de intercambio –como el potchlach de los indios del noroeste de Norteamérica o el kula en las islas del Pacífico occidental– no es una ofrenda puramente gratuita y totalmente desinteresada, sino que exige una cierta devolución, genera, por tanto, una deuda. Este principio de la deuda –y todas las mediaciones culturales a las que da lugar– están en el corazón de la sociedad. Las relaciones sociales están basadas en el principio de dar y recibir; es decir, de obligaciones a partir de las cuales se generan vínculos. No sería pues el reino de la «libertad», sino el de la responsabilidad para con los demás. Por eso hay una crítica habitual que dice que la RBU podría debilitar el lazo social y contribuir a reforzar el individualismo, precisamente porque al eliminar la necesidad se corre el riesgo de minar lo colectivo.
Pero es que a la RBU no se le puede exigir también que solucione el problema de la atomización social, no es exactamente esa su función. Para encarar esa cuestión, tendremos que dar otras batallas, que precisamente Casassas reivindica en su libro. Por tanto, cuando hablamos de la necesidad de libertad creo que podríamos distinguir entre la libertad individual y la comunal. La primera, la que se basa en la concepción del sujeto universal del liberalismo y la economía clásica, es una quimera. La economía feminista se ha encargado de poner en evidencia que todos somos seres interdependientes y que el individuo atomizado, listo para participar en el mundo de la producción, es una invención. Detrás de esos seres concebidos como totalmente autónomos está el trabajo de reproducción social –de cuidados– que estaba asociado a las mujeres y que todavía realizamos mayoritariamente de forma gratuita. A partir de esta división sexual del trabajo que asignaba a las mujeres a estas tareas de cuidado desvalorizadas, que permanecían en el ámbito privado, se establecieron el resto de las jerarquías que separan los géneros y mantienen a las mujeres en una posición subordinada. La escala es la de los trabajos que cuentan, los salarizados, y los que no, los gratuitos, que se realizan «por amor». Las tareas de reproducción social –en términos marxistas, de reproducción de la fuerza de trabajo– también contribuyen al sostenimiento de las comunidades –como ocurre, por ejemplo, en el ámbito familiar–. Por tanto, más que reivindicar la libertad individual –la persona concebida como «trabajador» y como ser atomizado– la RBU debería asociarse a una libertad pensada en términos colectivos. La libertad comunal estaría atravesada entonces por la idea de corresponsabilidad, sin la cual no existe lo social. Es una libertad condicionada, sí, pero a un sistema de reciprocidad, a obligaciones que surgen en cualquier comunidad y que precisamente son las que la estructuran y le permiten sostenerse en el tiempo. El orden del mundo nuevo que queremos fundar tendrá que basarse en la interdependencia.
No podemos decir, por tanto, que la renta básica por sí sola vaya a generar más lazo social, pero esta tarea –la de reconstruir lo común que el neoliberalismo ha contribuido a arrasar– es una tarea de época, un problema de rango civilizatorio. Ninguna política pública nos va a ofrecer una solución. Quizás a la RBU haya que pedirle otras cosas, además de la más evidente, que es proveer un sostenimiento mínimo a las personas, algo que debería ser concebido como un derecho humano básico y un principio de la democracia. A lo que deberíamos aspirar tal vez es a que la RBU contribuya a diluir las jerarquías entre trabajo y no trabajo, o entre trabajo pagado y todas aquellas tareas de sostenimiento de lo colectivo que realizamos –o las propias tareas de cuidado– y que ahora permanecen desvalorizadas. En este sentido, habría que exigir la RBU como retribución de todo el trabajo no pagado, de toda la producción social sin la cual el capitalismo no funcionaría. En definitiva, creo que hay que agradecerle a Casassas esta excelente oportunidad para profundizar en estas cuestiones que son centrales para imaginar utopías que atraviesen los problemas de nuestro tiempo.
*Nuria Alabao (València, 1976) es una escritora, periodista e investigadora en la Universitat de Barcelona. La responsable de coordinar la sección de Feminismos de Ctxt
Fuente: https://cbamadrid.es/revistaminerva/articulo.php?id=771
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