La pasión de José Carlos Mariátegui.
por Iosu Perales/Jacobin Lat.
El marxismo llega a América Latina en los primeros años del siglo XX, con los inmigrantes italianos y españoles que, desde un sustrato de clase importante, forman los sindicatos urbanos y los sindicatos mineros. Socialismo y comunismo no adquieren en un principio la distinción que, por el contrario, los caracteriza y enfrenta en Europa, donde son tajantes las líneas divisorias existentes entre la socialdemocracia y el marxismo-leninismo en ciernes. Los rasgos que predominan en el socialismo-comunismo latinoamericano tienen, en la época que nos ocupa, un fuerte predominio del marxismo-leninismo, con notables elementos anarquistas y anarcosindicalistas. De modo que, para ambas filiaciones ideológicas, la dinámica social se explica por la lucha de clases, la oposición de la clase obrera al desarrollo capitalista y la penetración imperialista, que hace que la lucha sea contra ambos al mismo tiempo. [1]
El marxismo de José Carlos Mariátegui (1894-1930) abandona la idea de que la unidad nacional es el principio actuante de la política, y lo sitúa en las clases sociales y su lucha. Además, la sociedad es contemplada como una estructura heterogénea con grupos subordinados a los intereses de unas élites económicamente dominantes. Como no podía ser para menos, entre los grupos subordinados está la población indígena que comparte con los demás grupos explotados dicha condición. Sin embargo, dentro de todos estos grupos subordinados, según la ortodoxia, el proletariado –léase la clase obrera— es el más importante a la hora de hacer avanzar la lucha anticapitalista y antiimperialista.
Es importante hacer notar que, desde muy temprano, la filiación socialista-comunista trata de aplicar en América Latina las ideas de modo de producción precapitalista y capitalista, entendiendo al primero como feudal, colonial e indígena, y al segundo como dependiente del imperialismo. Ello introduce una novedad, una riqueza social respecto a la ortodoxia que comienza a propagarse desde la Rusia bolchevique donde suele hablarse de un capitalismo y un proletariado a secas. Igualmente, novedosa resulta la idea de un actor indígena, cuando la ortodoxia insiste en que sólo hay una clase revolucionaria -la clase obrera- que es la única depositaria de la transformación social.
En parte, es por estos elementos «novedosos» que el socialismo-comunismo latinoamericano tiene dificultades para ser aceptado por el movimiento comunista internacional, en cuyo seno la determinación de quién es un verdadero comunista y quién no lo es, depende cada vez más de los dirigentes rusos. Habrá que esperar hasta los años treinta, cuando comienzan a establecerse los partidos comunistas, para que el socialismo-comunismo latinoamericano logre institucionalizarse. Ello obviamente supuso aceptar las 21 condiciones impuestas por la III Internacional a sus nuevos miembros, con el subsiguiente abandono –o paso a segundo plano- de los elementos más polémicos de la visión de la realidad que los socialistas-comunistas latinoamericanos comenzaban a elaborar.
El peruano José Carlos Mariátegui, fue un heterodoxo, enfrentado incluso a una buena parte del socialismo peruano que desde Cuzco proponía una línea de pensamiento tendente a la Internacional Comunista. Desde la revista Amauta, tarea colectiva en la que Mariátegui juega el papel de inspirador principal, el socialismo mariateguista resiste. En sus 39 meses de vida fue el órgano de una generación de pensadores originales empeñados en construir un proyecto autóctono, peruano. Pero el punto de partida no era en este caso el lema leninista de «sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria» sino la praxis, la acción, en primer lugar. Al menos esta fue la tensión de Mariátegui y sus amigos. De modo que la tertulia diaria en la calle Washington de Lima, con ser de intelectuales, era también un foro de conexión con los sindicatos obreros y con los estudiantes. Amauta no tenía un programa preciso sino una vocación: el estudio de los problemas peruanos.
Mariátegui busca un socialismo propio no importado. Y por ello mismo es objeto de acoso desde las corrientes que teniendo como núcleo organizador la ciudad de Buenos Aires, tratan de afincar el comunismo de inspiración soviética también en el Perú. Por otro lado, Mariátegui se confronta con Víctor Haya de la Torre. Merece la pena dedicar unas líneas a este último, intelectual y líder político vinculado desde muy joven a la lucha estudiantil, siguiendo las notas del salvadoreño Luis Armando González[2]
Su actividad política universitaria lo llevó al exilio, concretamente a México, donde estuvo desde 1923 hasta 1926. En este país formula la propuesta de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), tan importante en la historia del populismo latinoamericano. Viaja a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas -donde se familiariza con el marxismo-leninismo- y a Inglaterra -donde estudia con el autor de la Historia del pensamiento socialista, D.H. Cole.
A pesar de que en sus primeros años de militancia compartió experiencias con Mariátegui, Haya de la Torre se distancia desde un principio de la filiación marxista. Ciertamente, se sirve de muchas de sus nociones para interpretar la realidad peruana, pero lo hace siempre con una intención contraria a la que cabría esperar de un socialista-comunista; se trata en la propuesta de Haya de la Torre de potenciar un capitalismo latinoamericano, y no de establecer un régimen socialista como antesala del comunismo. Su pregunta, como la de tantos intelectuales de su época, es por la naturaleza de América Latina: ¿Qué es América Latina? ¿Cuáles son sus actores sociales fundamentales? ¿En qué dirección deben avanzar sus transformaciones socioeconómicas y políticas? Con estas inquietudes en mente, este autor peruano hizo su aporte al debate político latinoamericano.
Para Haya de la Torre, en América Latina existe un feudalismo Se trata entonces de constituir una alianza o frente único de todos estos grupos -presentes en la sociedad feudal colonial-, independientemente de su adscripción de clase, que se proponga la constitución de un Estado antiimperialista cuyo núcleo esté formado por los grupos medios que son los más lúcidos y conscientes de dicha dominación.
Mariátegui coincide con Haya de la Torre en que el sujeto histórico de la transformación revolucionaria del Perú debía ser un bloque de fuerzas populares. Pero a diferencia de Haya de la Torre, para Mariátegui el socialismo estaba a la orden del día. No se trataba de empujar el capitalismo hasta su máxima expresión y agotamiento, como una etapa necesaria, tras la cual emergería el socialismo como una siguiente etapa inevitable.
José Carlos Mariátegui asume el socialismo como una nueva vida y el marxismo como una herramienta crítica. Interroga al marxismo desde una tradición popular conformada por la religiosidad del Perú. Para Alberto Flores Galindo[3], Mariátegui está próximo a Rosa Luxemburgo en su concepción de la revolución como un acto de masas y no un hecho tramado por una minoría.
Próximo al sindicalismo de George Sorel, (intelectual y activista francés), el intelectual peruano sentado en una silla de ruedas es un agitador apasionado de la revolución que es lucha y batalla cotidiana. En un comentario de la novela El cemento para Repertorio Hebreo, expresa una visión intensa: «La revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del Renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo. Ninguna revolución, ni la del cristianismo, ni la de la Reforma, ni la de la burguesía, se ha cumplido sin tragedia. La revolución socialista que mueve a los hombres al combate sin promesas ultraterrenas, que solicita de ellos una tremenda e incondicional entrega, no puede ser una excepción en esta inexorable ley de la historia. No se ha inventado aún la revolución anestésica, paradisiaca y es indispensable afirmar que no será jamás posible, porque el hombre no alcanzará nunca la cima de su nueva creación, sino a través de un esfuerzo difícil y penoso, en el que el dolor y la alegría se igualarán en intensidad»[4].
La agonía de Mariátegui tiene que ver con la idea de que su destino es la lucha y no la contemplación. Pero es una lucha solitaria que, separándose del enfoque del Comintern y de la I Conferencia Comunista de Buenos Aires, no garantiza la consecución de sus fines. El socialismo mariateguista no significa la solución de todos los problemas ni la anulación de los conflictos. El socialismo era un ideal que permitía cohesionar a la gente, obtener una identidad, construir una multitud en marcha y dar un derrotero por el que merece la pena vivir. Era ante todo una moral y un mito colectivo; una especie de religión de nuestro tiempo. Una meta por la que luchar sin que nada garantice su consecución.[5]
El sociólogo argentino, José Aricó, defiende la idea de que en el Perú de Mariátegui se estaba produciendo, por primera vez, un marxismo enteramente latinoamericano.[6] Mariátegui logra dotar a la doctrina marxista una interpretación antieconomicista y antidogmática, ayudado por dos hechos: su formación marxista fuera del movimiento comunista oficial y la existencia de un movimiento socialista nacional peruano no sujeto a la presencia del partido comunista o a la herencia de un socialismo positivista. Aricó señala la influencia italiana sobre Mariátegui y su capacidad para amalgamarse con experiencias diversas como las de grupos indigenistas, movimientos obreros de distintas tendencias, movimientos artísticos, corrientes radicales de estudiantes, etc.
Su posición heterodoxa cuestiona el paradigma europeo (tanto del Este como del Oeste), utilizando el marxismo como un instrumento de análisis y no como una teoría prescriptiva. «Mariátegui piensa en un largo proceso de construcción de una voluntad nacional popular que se extiende a la manera del movimiento cristiano que su maestro Sorel había tomado como ejemplo para mostrar el mito de la formación de los grandes movimientos populares»[7] El socialismo de Mariátegui no podía conectar con el movimiento comunista dirigido por la Unión Soviética. Su visión no da ningún destino por trazado, choca con el marxismo de herencia hegeliana que pretende haber capturado el curso de la historia. La esperanza y la voluntad revolucionaria son valores superiores a cualquier previsión razonable.
Fuente: Alainet.org
Notas
[1] Ver ARICO, José (1995) El marxismo latinoamericano, en Historia de la Teoría Política T 4. Fernando Vallespín, (Com) Alianza Editorial, Madrid.
[2] GONZALEZ, Luis Armando (1997) Revis. ECA nº 585-586. UCA, San Salvador.
[3] FLORES GALINDO, Alberto (1991) La agonía de Mariátegui, Editorial Revolución, Madrid.
[4] Ibíd.
[5] Ver el capítulo La religión de Tawantinsuyo, en 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana , obra ya clásica de MARIATEGUI, José Carlos (1928) Biblioteca Amauta, Lima.
[6] ARICO, José (1995) Ibíd.
[7] Ibíd.
Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-pasion-de-mariategui/
El duelo de Mariátegui (sobre una pintura de Iosu Aramburu).
José Carlos Mariátegui falleció un día como hoy en 1930. Como símbolo por excelencia del marxismo latinoamericano, las transformaciones en la representación de su imagen son un reflejo de los vaivenes del socialismo en América Latina.
Presentamos en conjunto con el Archivo José Carlos Mariátegui el siguiente texto sobre las representaciones pictóricas de la muerte del Amauta. La versión completa del texto puede consultarse aquí, junto con más detalles sobre la vida y obra de José Carlos Mariátegui. (Jacobin Lat).
En la exhibición Un nuevo hombre (2019), Iosu Aramburu presentó por primera vez un cuadro entonces llamado Cortejo fúnebre [fig. 1]. La pintura presenta una masa humana que marcha hacia la morada final de los restos de alguien que, por la tela que recubre el ataúd y la bandera que escolta a sus cargadores, parece ser un comunista. Un líder, alguien con la capacidad de que una masa que excede el encuadre de la escena irrumpa en el espacio. Al atender a las figuras individuales, se advierte un delicado trabajo de construcción que especifica a cada cual, una a una, que funciona bien toda vez que la vestimenta otorga cierta homogeneidad al conjunto. Ese equilibrio entre las particularidades de cada figura que no disuelve la figura global de la masa es, acaso, el principal logro formal del cuadro.
Ello tiene especial relevancia cuando se comprende que se trata de una interpretación pictórica de una fotografía anónima –perteneciente al Estudio Fotográfico Hermanos Avilés– que captura la magnitud del acompañamiento del cuerpo de José Carlos Mariátegui hacia el cementerio Presbítero Matías Maestro el jueves 17 de abril de 1930, al día siguiente de su fallecimiento [fig. 2]. Además de la apreciable concurrencia, destaca el féretro cubierto por una bandera roja y la banderola de la Federación de Chauffeurs, quedando fuera de escena aquella de la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP), que presidía la marcha [fig. 3]. La toma muestra el paso del cortejo por la Plaza de Armas, en la esquina con calle Pescadería (hoy, Jr. Junín).
Funerales del Amauta
La muerte de Mariátegui supuso un quiebre tanto en la escena política nacional como en una vasta red internacional de intelectuales vinculados a proyectos como la revista Amauta, fundada en 1926. Los telegramas que llegaron a la redacción de la revista tras la noticia de su fallecimiento muestran los tejidos de esa red y su notable densidad en el territorio nacional.
En el ámbito político, los últimos meses de Mariátegui estuvieron marcados por un creciente aislamiento, producto del seguimiento y represión por parte del gobierno de Augusto B. Leguía y por las fracturas que la famosa polémica con la Internacional Comunista (Komintern) generó en su círculo inmediato, con quienes fundó el Partido Socialista Peruano en octubre de 1928. Como lo sugiere Alberto Flores Galindo, la dirección de la sección latinoamericana de la Internacional Comunista, por parte de Victorio Codovilla en Buenos Aires y dirigentes peruanos como Ricardo Martínez de la Torre y Eudocio Ravines, estaban entonces alineados en una posición «antintelectualista» para la que había que separar «la revista y el partido», dos dimensiones de la organización político-cultural que Mariátegui había defendido. Pero fue, sobre todo, por la represión de las fuerzas leguistas de la llamada Patria Nueva que este último preparó el traslado junto con su familia a Buenos Aires, proyecto finalmente trunco.
Tras el fallecimiento de Mariátegui, Luis E. Valcárcel escribió:
En esta década, el Perú sólo fue citado con honor cuando aparecía el nombre de José Carlos Mariátegui. Y lo que salva al Perú, lo que salva la responsabilidad de la juventud peruana, es el apostolado de Mariátegui, su obra doctrinaria, su élan de cultura y de creación, su fervor y desinterés, su apoyo del oprimido y su intuición admirable de todos los problemas cardinales de América. Mariátegui los estudia y los resuelve.
Nótese que aquí se valora tanto la doctrina como el trabajo de organización cultural, y convendría examinar mejor si ambas dimensiones han sido celebradas y desarrolladas por las organizaciones que asumen el legado del Amauta como propio. O, mejor, como lo plantea Javier García Liendo, habría que discutir si el reconocimiento de Mariátegui como un intelectual modélico significó para el socialismo solamente adoptar un conjunto de ideas y disputar su sentido o si, además, se ha recogido su insistencia –en la que coincidió plenamente con Antonio Gramsci– en intervenir y reorganizar la base material de la cultura. Esta escisión entre dos formas de interpretar el legado de Mariátegui será importante para organizar la exploración que sigue.
Ahora bien, en el ámbito internacional, en unas conferencias a un mes de la partida de Mariátegui, el abogado chileno Eugenio Orrego Vicuña describió así sus funerales:
Banderas e himnos proletarios se abatieron en las calles de Lima, plena todavía de supervivencias coloniales, sobre el féretro de José Carlos Mariátegui. Y sobre su memoria se abatió, también, irreticente, emocionado, el homenaje de todos los hombres que en el Perú tienen el hábito de pensar y el don de la sinceridad. Era, en suma, un homenaje nacional que el país tributaba al más representativo, al más austero y al más trascendente de sus hombres. Y esa consagración, un poco tardía, venía a coronar, como en la vida de todos los apóstoles, una existencia de la que nunca estuvieron alejados el dolor, la incomprensión y la pobreza, triple carga que suele fatigar los hombros de aquellos que marchan a la conquista de las alturas espirituales. Mariátegui las alcanzó, en su breve vivir, con los valores de su acción política y social, de sus virtudes privadas, de su tarea literaria y periodística, tan vasta para su juventud.
Fallecido antes de cumplir 36 años, Mariátegui recibió entonces una merecida consagración dentro de la intelectualidad latinoamericana que, hasta el presente, lo ubica como el pensador peruano más importante del siglo XX y como fundador del marxismo latinoamericano. «Su vida es nuestro ejemplo, su obra una inquebrantable afirmación, su cadáver, una protesta», reza el boletín extraordinario publicado por Amauta. ¿Cómo fue su despedida? ¿Qué pasó cuando irrumpieron esas «banderas e himnos proletarios» en la Lima de los meses finales del Oncenio de Leguía?
Tras la muerte de Mariátegui en la clínica Villarán, el velorio fue organizado en su casa, ubicada en el jirón Washington Izquierda [fig. 4]. La CGTP repartió volantes llamando a las masas a concurrir, dispuso una guardia de honor en el velatorio y distintos sindicatos ubicaron estandartes alrededor del ataúd. Según lo relatado en Amauta, al día siguiente,
[…] a partir del mediodía la concurrencia fue creciendo teniendo que estacionarse en la calle frente a la casa. El proletariado organizó el desfile, constituyendo una guardia roja para controlar el orden del sepelio y el relevo de los obreros que portaron el ataúd. Se inició el desfile minutos antes de las 4 p. m. del día 17 de abril, presidido por la [CGTP] que portaba en alto su bandera con su inscripción. La concurrencia tomó el jirón Washington hacia el Paseo Colón y antes de ingresar a este se elevó, dentro del seno de la concurrencia, en un arranque unánime, los sones metálicos de la Internacional, comunicando contagiosamente ese sentimiento sublime que expresan los acordes del himno proletario.
El 17 de abril quedó en la memoria de muchos limeños: ese día Lima, la colonial y católica, se estremeció de emoción al escuchar los cantos de la Internacional que acompañaron a uno de los hombres más significativos del Perú. […] Las informaciones recogidas de los periódicos de la época indican que entre 10.000 y 20.000 personas habían acompañado el féretro. Un dato interesante es que a las 4 de la tarde todo el tráfico de Lima quedó paralizado, porque la Federación de Transportistas decretó un paro de cinco minutos. Evento inaudito que no sé si alguna vez se ha repetido en Lima.
Su reconstrucción de los hechos permite valorar que el paso del cortejo significó una verdadera irrupción urbana de la cultura socialista a la que Mariátegui dedicó tanto esfuerzo en construir. Una irrupción pronto sofocada por la ilegalización de comunistas y apristas por parte de la dictadura de Sánchez Cerro, situación que se extendería con marchas y contramarchas hasta finales de los años cincuenta.
Javier Mariátegui Chiappe recordó que, en 1955, al trasladar los restos de su padre al Mausoleo donde se encuentra hasta la fecha, estaba intacta «la bandera roja que lo acompañara durante esos veinticinco años y que fuera llevada en su largo itinerario de la casa de Washington hasta su primera morada, cuando Lima anochecía, en hombros de obreros e intelectuales y al son de la Internacional». Desde luego, Aramburu no estaba al tanto de todo esto cuando le otorgó una especial nitidez a la bandera que, según el hijo del Amauta, al menos hasta 1955 había resistido al paso destructor del tiempo.
Homenajes
Una semana después de la muerte de Mariátegui, la revista Variedades dedicó varias páginas a homenajearlo. Aquí interesa detenerse en cinco retratos de difunto firmados por Arístides Vallejo, Camilo Blas, Carmen Saco, Julia Codesido y Artemio Ocaña [fig. 6], amigos y colaboradores cercanos del Amauta. Cada apunte ofrece distintas vistas del cuerpo yaciente, que le deben mucho a la influencia de la fotografía post mortem practicada en Lima al menos desde mediados de la década de 1850, así como a la práctica de levantar una mascarilla mortuoria del cadáver, labor que Ocaña realizó en yeso —y que se encuentra en exhibición permanente en la Casa Museo José Carlos Mariátegui—.
Frente al naturalismo inherente a ambos registros, los dibujos aspiran a trasladar una emoción, una mirada cargada de la fractura vivida por quienes vieron en Mariátegui al principal impulsor de la vanguardia artística y política. Mientras los textos exaltan la figura de Mariátegui y otras páginas presentan fotografías de distintos pasajes de su vida, los dibujos llevan a la lectoría a ser partícipe del momento mismo de su fallecimiento —en otro dibujo de Ocaña se aprecia mejor su inscripción de la hora exacta del suceso [fig. 7]—. A la vez, en sus varios ángulos, imprimen al homenaje la objetividad del hecho irrevocable de la muerte. Una gravedad suavizada por la plasticidad del dibujo o, mejor, intensificada por la impronta subjetiva de quienes, en medio del pesar, dedicaron una última mirada atenta a su cuerpo.
Al poco tiempo, Ocaña realizó una maqueta de un monumento en homenaje a Mariátegui que sale del registro descriptivo de los apuntes antes comentados, aparecida en el número 30 de Amauta [fig. 8]. En la fotografía del modelado, que aún se conserva en el Archivo José Carlos Mariátegui, se ve una composición pensada en dos planos: en la parte inferior, el cuerpo exánime del Amauta es sostenido por dos hombres que amortiguan su desvanecimiento; sobre ese primer plano, se erige una mujer desnuda que levanta la bandera de la Internacional Comunista, hacia la que se dirige desde la izquierda un contingente de obreros con los torsos desnudos.
Lo interesante son los tres hombres que median entre ambos planos, que observan la vuelta a la tierra de Mariátegui con una expresión severa. La vista general sugiere que, del cuerpo caído del Amauta, emerge el símbolo femenino de la libertad, aquí alejado del papel específico que adquirió en la iconografía de formación de los Estados nacionales y cerca de cierto neoclasicismo que estaba entonces a la base del realismo socialista —formulado posteriormente como tal por el político e ideólogo soviético Andrei Zhdánov—. Esa literalidad esconde un nivel propiamente alegórico en el que la muerte de Mariátegui es absorbida dentro de la historia global del comunismo y, a su vez, sugiere cierto proceso de conversión del duelo en pasión revolucionaria. Esta maqueta de Ocaña, entonces, plantea un deber para la moral de los productores de la que hablaba Mariátegui: honrar su vida mediante la construcción del partido.
La dimensión alegórica de su muerte se expresa también en lo dicho por Valcárcel: «Mariátegui revivirá en cada uno de los actos trascendentales que le cumple realizar a la juventud americana en su lucha titánica contra la opresión y la injusticia». Una negación de la muerte, o bien una imagen sacrificial, a tono con estas palabras de María Wiesse: «Por su nobleza, por su elevación, por su emoción el mensaje de Mariátegui está llamado a perdurar. No en vano hizo José Carlos Mariátegui el sacrificio de su vida —salud, bienestar económico de los suyos, tranquilidad, confort— a una idea».
Acaso la obra que condensa mejor esta aproximación al sentido político de la muerte de Mariátegui sea el dibujo en carboncillo Símbolo, de Nicolás González, también aparecido en el mismo número de Amauta [fig. 9], conservado actualmente en el Archivo José Carlos Mariátegui. El dibujo lleva el apunte de difunto a la figuración literal del cuerpo del Amauta como un soporte para la construcción de la masa proletaria organizada que avanza en bloque hacia el futuro.
Las obras anteriormente mencionadas están enmarcadas en una solemnidad revolucionaria, cercana con el realismo socialista soviético que sería clave en el panorama cultural de la Guerra Fría. En el contexto inmediato de la muerte de Mariátegui, esta solemnidad acompañó el nuevo proyecto de construcción del partido bajo los lineamientos de la Internacional Comunista. Aunque desarrollaron nuevos órganos de propaganda e intervención en la esfera pública, dicho esfuerzo terminaría reñido con la revista, es decir, con la búsqueda de un movimiento político-cultural de carácter socialista que recorriera los distintos grupos sociales –campesinado, proletariado industrial, artesanado, intelectuales pequeñoburgueses, etc.– y lograra «forjar la nación en los actos cotidianos, en las instituciones que constituyen la base de la sociedad y en el ‘mito’». Este objetivo, al decir de García Liendo, presupone una «estrategia socialista de comunicación» por parte de Mariátegui, que apuntaba a construir una verdadera cultura nacional de carácter socialista, y en la que estaba incluida la vanguardia plástica.
Pero veamos otra ruta de homenaje: el mismo año, Codesido ensayó otra aproximación a la misma figura del Amauta muerto, acaso tomando como base la mascarilla mortuoria realizada por Ocaña, esta vez mediante la técnica xilográfica [fig. 10]. La artista ya había retratado a Mariátegui al óleo en 1926 y, como sugiere Natalia Majluf, él mismo optó por enviar a una revista de Buenos Aires una fotografía del cuadro para acompañar un artículo, en vez de aquel retrato de 1921, pintado por el argentino Emilio Petorruti, más conocido en la escena cultural hacia la que viajaba la palabra del peruano. Esta vez, la xilografía permitía alejarse del tono verista y casi indicial del apunte publicado en Variedades, y devuelve la imagen de la muerte de Mariátegui al estilo visual que caracterizó el encuentro entre indigenismo y socialismo en las páginas de Amauta. Estilo que Majluf, con justicia, propone comprender como resultado de la participación de Codesido en la revista; en vez de identificarlo únicamente con la mirada de José Sabogal. «Sensible, alerta, esta artista presta su aporte al empeño de crear un Perú nuevo», escribió sobre ella Mariátegui, quien saludó el «gran vigor de expresión» de sus figuras.
Esta xilografía hace patente la autonomía del indigenismo respecto de la política socialista, su convergencia en pos del horizonte revolucionario que propugnaba sin perder su especificidad; y, tras la muerte de Mariátegui, dicha autonomía se convertiría abiertamente en independencia. Pero, lo interesante aquí es constatar que, en 1930, Codesido devolvió a Mariátegui al universo visual que la vanguardia indigenista definió como complemento idóneo para el encuentro entre socialismo y nación en el Perú, según la fórmula de Alberto Flores Galindo. El trazo grueso le da a la figura del Amauta yaciente un carácter casi pétreo, y la inscripción «José Carlos» al lado de la firma de la artista hace patente su vínculo personal y familiar con Mariátegui, que no se advierte en las imágenes antes exploradas.
Se trata de un adiós al socialismo por parte del indigenismo de Sabogal, Codesido y Blas? ¿Esa unión dependía de la persona de Mariátegui y de la publicación de Amauta? Tal vez. Una xilografía de Diego Kunurana, aparecida en el último número del Boletín Titikaka (Puno), sugiere que ese vínculo tenía arraigo por fuera del círculo de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima [fig. 11]. «Compañero keswa compañero aymara / que nuestra fe haga caminos / ARRIBA LOS POBRES DEL MUNDO / DE PIE LOS ESCLAVOS SIN PAN», cierra el poema «Elegía proletaria» de Alejandro Peralta, publicado en el mismo número. Pero volvamos al círculo inmediato de Mariátegui.
En 1946, el poeta Juan Ríos sugirió que «el Indigenismo peruano comienza, pues, por donde debería haber terminado». Se refiere a que, a diferencia de México, donde la Revolución llevó al indigenismo a ser producto de «la sacudida vital de la Rebelión triunfante», en el Perú empezó aunado al espíritu renovador del socialismo, pero acabó aislado en «una Escuela dogmática y estéticamente extremista, implantada en un país adormecido». A su juicio, de haber mediado una revolución socialista, el indigenismo peruano habría esquivado su destino posterior a 1930. Sería mejor reconocer que el indigenismo tuvo al menos dos facetas: de un lado, se trató de un «movimiento de vindicación social y política del indio»; y, del otro, avanzó hacia «la búsqueda nacionalista de una autenticidad cultural», y ambas fueron cambiando sus valencias en el tiempo. De todos modos, la década de 1930 muestra el desacople de lo que años antes parecía una fuerte unión entre las vanguardias artística y política.
Tras la muerte de Mariátegui, la intimidad lograda entre indigenismo y socialismo sobrevivió en el pensamiento de intelectuales como Hildebrando Castro Pozo, y se mantuvo como un eje central de la política surandina. Pero no sería hasta el resurgimiento del movimiento campesino en los años cincuenta que ese lazo volvería a estrecharse por las siguientes tres décadas en una escala genuinamente nacional. Algo del indigenismo revolucionario propugnado por el Amauta fue reformulado inclusive en el seno mismo del velasquismo, como lo muestra un diseño –cuyo autor podría ser César Gavancho– aparecido en Cusco a inicios de 1973 en Chaski, Semanario de los Pueblos Jóvenes, editado por la Orams VII del Sinamos [fig. 12].
La xilografía de Codesido interesa no como muestra del indigenismo en cuanto estética cerrada, sino como evidencia de que el realismo era una entre varias estrategias de representación a inicios de 1930, y había lugar para todas ellas bajo el rótulo de vanguardia. Para ello, es fundamental estudiar las diversas xilografías aparecidas en el quincenario Labor entre 1928 y 1929. Allí también se hace patente la ligazón de la plástica vanguardista y la praxis política bajo una impugnación compartida del imperialismo, la sociedad oligárquica y el régimen de hacienda, precisamente lo que resurge décadas después con el avance de la política socialista en el país.
En esa xilografía, entonces, Codesido rinde homenaje al Amauta en otros términos a los antes explorados, y así, por contraste, abre la pregunta sobre qué formas de homenaje estaban en juego entre las distintas colectividades que, una vez muerto Mariátegui, revelarían sus diferencias. Al igual que los años de la Guerra Fría harían del realismo —una ideología estética central en la modernidad— un estrecho marco prescriptivo, con lo que perdió aquel contexto que permitió a Mariátegui declarar, sin pedir disculpas a la estética oficial del partido: «Dentro del concepto vigente del arte, la forma es la expresión del contenido. Dentro del concepto novísimo, la forma es todo: es forma y es contenido al mismo tiempo. La forma resulta el único fin del arte». Antes de 1930, Mariátegui logró producir un espacio donde lo nuevo en el arte mostraba múltiples facetas, y donde el realismo era «tan solo una entre muchas otras opciones posibles para la formulación de una propuesta que uniera al arte con el compromiso social».
Sería imposible estudiar aquí la historia de las representaciones de Mariátegui en el arte del siglo XX peruano, pero puedo adelantar algo sobre el campo de la gráfica política. Véase la portada del periódico del Partido Comunista del Perú-Patria Roja que conmemora los 51 años de fundación del partido por Mariátegui en 1928 [fig. 13]. Un dibujo en tinta del artista arequipeño Miguel Baldárrago fue intervenido en el proceso de edición para hacer espacio entre la masa e introducir un Mariátegui compuesto por líneas rojas.
El Amauta devino en una suerte de logotipo para prácticamente todas las organizaciones de izquierda de la época, y aquí aparece rodeado por siluetas de militantes y banderas alzadas, irradiando una luz sugerida por las líneas que salen del punto focal, además de tratarse de una imagen donde se le ve jovial, afirmativo. El contraste con la maqueta de Ocaña es instructivo: si en 1930 el cuerpo de Mariátegui era transmutado en la alegoría femenina del triunfo de la revolución, en 1979 devino en centro de la imagen, el mito mismo que articula el proyecto socialista. Sin duda, la solemnidad revolucionaria no dejó de organizar buena parte de la producción cultural de izquierda en el país, aunque para comprender a fondo el resto del siglo XX haya que examinar la introducción del socialismo en el espacio mediático de la cultura de masas, aún naciente a inicios de los años treinta.
En el mismo sentido, en los años ochenta, el rostro o perfil de Mariátegui apareció en obras de Félix Rebolledo, Charo Noriega, Herbert Rodríguez y del Taller NN, entre otros, siempre en referencia al repertorio gráfico de la izquierda socialista peruana, dentro del cual funcionaba como ícono. Del lado específicamente pictórico, lo que durante la Guerra Fría fue identificado como realismo socialista –tanto en la URSS como en la República Popular China– ha sobrevivido bajo la idea más genérica de un «realismo social» o «arte popular», en un sentido distinto del que este término adoptó en el debate entre arte y artesanía.
Desde luego, los retratos de corte expresionista y rebosantes de color de Bruno Portuguez son una excepción a esta tendencia, pero se trata siempre del retrato de Mariátegui, así como de otros líderes del marxismo que el pintor ha sabido figurar de un modo menos solemne que de costumbre. De hecho, es bajo la forma del retrato que el Amauta se ha insertado en la cultura popular en el ámbito nacional, como se hace patente inclusive en algunos relatos de José María Arguedas. Las mismas tendencias se constatan en esculturas y monumentos en distintos lugares del país, a lo que se añade una peculiar historia de transformaciones y desplazamientos en Lima recientemente explorada por Teresa Cabrera. Entonces, después de 1930, ha predominado en la visualidad de izquierda esa solemnidad revolucionaria con el retrato como género dominante, subvertida en ocasiones por incursiones posmodernas, que confirman la centralidad de Mariátegui como símbolo de la izquierda peruana en su conjunto.
¿El alejamiento del socialismo peruano del arte de vanguardia después de 1930 significó una pérdida recíproca? Se puede intuir que sí, pero será mejor reservar ese desarrollo para otro lugar. Lo cierto es que el vínculo logrado por Mariátegui se distendió tras su fallecimiento en 1930, y sus posteriores rearticulaciones merecen un examen detallado.
En lo que aquí concierne, puede ser útil lo que Flores Galindo planteó sobre cómo ha operado el mariateguismo, cuya premisa fundamental ha buscado «construir un Mariátegui ‘políticamente útil’, con lo cual queda abierto el camino para emplear a su pensamiento como un megáfono de alguna organización política o como un ariete contra una posición contrapuesta». Se podría decir que esos usos de la figura de Mariátegui no estuvieron acompañados por una proliferación de formas visuales; sino, más bien, de cierta homogeneidad en cuanto a cómo figurar al Amauta. Hoy en día, la tendencia se mantiene: la discrepancia ideológica entre las organizaciones de izquierda en el Perú no ha supuesto una lucha visual por la construcción diferencial del icono de Mariátegui. Por más que todos se vean prácticamente iguales, cada organización lo considera su Mariátegui.
Fuente (extractos): https://jacobinlat.com/2021/04/16/el-duelo-de-jose-carlos-mariategui-sobre-una-pintura-de-iosu-aramburu/
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José Carlos Mariátegui junto con Julio Portocarrero, Avelino Navarro, César Hinojosa, Fernando Borja, Ricardo Martínez La Torre y Bernardo Regman, organizan el Partido Socialista del Perú el año 1928.
Eudocio Ravinez en marzo de 1930 cambia el nombre del partido por el de Partido Comunista Peruano y lo adhiere a la III Internacional. En abril del mismo año muere JC Mariátegui.