Extracto del libro “Chicago Boys”: el joven Sergio de Castro arriba al Ministerio de Economía
«Fíjenlo ustedes, yo como gobierno no lo voy a fijar». Así habló el joven economista Sergio de Castro ante los empresarios del aceite, que pidieron una audiencia en el Ministerio de Economía a poco tiempo de ocurrido el Golpe de Estado. Querían saber sobre los precios que se establecerían para comercializar su producto. Con pocas semanas como asesor de esa cartera, Sergio de Castro ya instalaba una de las principales enseñanzas que se trajo de la Universidad de Chicago, donde tuvo como profesor a Milton Friedman. CIPER reproduce este capítulo del recién lanzado libro «Chicago Boys», escrito por la periodista Carola Fuentes, que relata la llegada al gobierno de uno de los principales cerebros del modelo económico chileno, y sus dificultades a la hora de imponer su pensamiento ante militares y empresarios que no confiaban en la desregulación económica. «Chicago Boys» está basado en el documental homónimo, codirigido por Carola Fuentes. El volumen (Debate, 2021, 236 páginas) ya está a la venta.
El viernes 14 de septiembre de 1973, a mediodía, Sergio de Castro abordó su Fiat 125 y bajó de Las Condes al centro. A pesar de las celebraciones que tuvieron lugar en el barrio alto, donde él y la mayoría de los profesores de la Católica vivían, la ciudad no ofrecía un aspecto alegre. Patrullas armadas hacían redadas y controles a plena luz del día. La Moneda había sido bombardeada y en las fachadas de los edificios públicos se advertían los impactos de proyectiles de grueso calibre.
De Castro había sido citado al Ministerio de Defensa por el almirante Merino, comandante en jefe de la Armada y miembro de la nueva Junta de Gobierno. No sabía el motivo, pero como economista y académico debió adivinarlo. En los pasillos del ministerio imperaba un ambiente de tensión y De Castro se sintió nervioso por la manera en que los guardias lo observan. Recuerda a un soldado que lo escoltó en el ascensor, casi apuntándolo con su ametralladora.
Lo hicieron esperar durante varios minutos en una sala de reuniones, hasta que apareció Merino y, sin más preámbulo, le anunció que sería asesor del ministro de Economía.
Y eso fue todo.
«Yo no alcancé a decir ni sí ni no», recuerda.
Tras una nueva espera, el marino regresó acompañado por un oficial de Ejército: el general Rolando González Acevedo, flamante ministro de Economía del nuevo gobierno castrense. Hizo las presentaciones de rigor y luego volvió a desaparecer.
De esta manera, un tanto torpe, comenzó la carrera de Sergio de Castro en el sector público. Duraría casi nueve años, al cabo de los cuales las estructuras jurídicas y administrativas que vinculan al Estado con la sociedad civil cambiarán de forma drástica. Incluso más que con la UP.
«Agudo polemista, enérgico, mordaz, usuario de epítetos y de convincente exposición… Seguro de sí mismo, descalificador de sus adversarios, dogmático y terco».[1] De Castro tenía treinta y tres años y de inmediato congenió con el militar por una razón sencilla: este nunca le llevó la contra ni fingió saber algo de economía. Su función como ministro de Economía en aquellos primeros días era netamente política y De Castro, según sus propias palabras, comenzó de inmediato a «venderle la pomada». La de Chicago, claro está.
El gobierno de la junta militar había heredado de su predecesor una situación económica desastrosa, pero también un aparato administrativo muy pesado, compuesto por miles de funcionarios y decenas de empresas.[2] Muchas arrojaban pérdidas que abultaban el ya elevado déficit fiscal, el que a su vez se financiaba mediante emisión monetaria. No había suficiente ahorro y crédito interno, y menos inversión extranjera para hacerlo de otro modo. Inflación y déficit eran, por lo tanto, dos aspectos de un mismo problema, y los primeros equipos económicos de la dictadura se quebraban la cabeza en busca de una manera de cortarlo.
Según Ricardo Ffrench-Davis, al terminar el gobierno de Allende «la economía no estaba destruida, estaba desorganizada, indisciplinada, nadie mandaba». La junta militar significó para muchos que alguien llegaba a mandar, «bien o mal, pero mandaba y puso orden, y la gente se puso a trabajar».
De Castro recuerda que la primera prueba para la nueva política económica fue un asunto más bien modesto: la fijación del precio del aceite. Había más de tres mil precios fijados para distintos productos, algunos de manera específica para cada provincia y ciudad del país. Los empresarios del aceite pidieron audiencia con el general González, quien delegó en De Castro la tarea de recibirlos, escucharlos y darles una respuesta. Llegaron a la reunión con un voluminoso estudio de costos para la fijación del precio oficial, que De Castro ni siquiera abrió.
«Fíjenlo ustedes, yo como gobierno no lo voy a fijar», les dijo devolviéndoles el estudio por sobre el escritorio.
Todos se miraron desconcertados. Existían leyes y decretos que regulaban la fijación y el monitoreo de los precios al detalle.[3] De Castro, un joven y desconocido asesor del ministerio estaba haciendo como si no existieran dichos mecanismos, dándose así poco menos que atribuciones legislativas que nadie le había otorgado. Los empresarios se retiraron de la reunión para regresar con nuevas propuestas, que fueron devueltas con el mismo gesto y la misma frase: «Fijen el precio que ustedes quieran… y así empezó la libertad de precios».
Pero poco después comenzaría para De Castro una especie de déjà vu de la fallida campaña de Alessandri con el nombramiento de un hombre que representaba todo lo que el joven académico detestaba: estatismo, planificación, cautela y gradualidad.
Raúl Sáez Sáez tenía en su currículum varios hitos de la ingeniería nacional, como el plan de electrificación, el desarrollo de la siderurgia, la industria azucarera y la torre Entel. En esta labor desarrollista figuraba además la «epopeya del Riñihue», la operación de ingeniería que salvó la ciudad de Valdivia de ser arrasada por un alud después del terremoto de 1960. En ella, Sáez trabajó mano a mano con Gustavo Leigh, entonces un piloto de helicóptero de la FACH. El golpe de Estado los volvió a unir.
En aquellos primeros días de octubre de 1973 Sáez asumió como una suerte de superministro coordinador de asuntos económicos, sin gabinete y con una oficina informal en el Club de la Fuerza Aérea, frente al Teatro Municipal.
Respecto de la liberación de precios, Saéz era un gradualista. Tras gastar en vano todos los argumentos técnicos aprendidos de Friedman y Harberger, De Castro amenazó con renunciar. El viejo ingeniero lo hizo entrar en razón y le informó que pronto se nombraría a un ministro civil con el que podría resolver ese y otros temas de manera satisfactoria.
El 9 de octubre el general González dejó el ministerio y fue nombrado por la junta militar para asumir el cargo de embajador de Chile en Asunción. En su lugar fue nombrado Fernando Léniz, un viejo conocido de los Chicago Boys.
Con De Castro se conocían de los tiempos de los cursos de capacitación de la Católica en la SOFOFA y luego durante la campaña de Alessandri. Alto ejecutivo de la Papelera y luego del grupo Edwards, Léniz tenía una trayectoria y una personalidad que De Castro respetaba. Hicieron una buena dupla: el vehemente De Castro porfiaría por soluciones radicales inspiradas en la doctrina de Chicago, mientras que el diplomático Léniz se encargaba de explicarlas de manera pedagógica, haciéndose cargo de las resistencias de los militares y de los sectores más conservadores del empresariado en materia de apertura y desregulación económica.
No fue fácil. Tenían que convencer a los muy conservadores empresarios del agro, reunidos en la Sociedad Nacional de Agricultura; los industriales de la Sofofa, que esperaban recuperar a la brevedad las empresas intervenidas por la UP; los comerciantes, que debían aplicar las drásticas regulaciones de la Dirinco en materia de precios.
Esta última cuestión quedó zanjada en un almuerzo al que asistieron De Castro, Léniz y Raúl Sáez. Tuvo lugar en el Club de la Fuerza Aérea y Sáez llegó armado de toda clase de material de apoyo.
«Traía una cantidad inmensa de libros y de estadísticas, y yo me dije “pucha, esta discusión va a ser tremenda”», recuerda De Castro.
Pero sus temores eran infundados. «Nos tomamos un pisco sour, almorzamos, conversamos, nos reímos y nos fuimos. Y no se habló nada de precios».
Había ocurrido algo más importante y sutil. Con su tacto político, Léniz le había dado garantías a Sáez para obtener su visto bueno para una primera acción de desmantelamiento. La desregulación de los precios no sería inmediata ni a rajatabla, como hubiera querido De Castro, pero tendría la velocidad y la profundidad necesarias para obtener buenos resultados en términos de normalización del comercio y la producción.
«Nos juntamos gente de economía con gente del Banco Central, como Pablo Baraona, y empezamos a analizar el tema», cuenta De Castro.
El equipo elaboró una lista de precios. Primero estaban aquellos que correspondían a industrias monopólicas; luego a industrias con mayor competencia, responsables de artículos de primera necesidad, y por último productos suntuarios.
Los primeros siguieron siendo regulados, los segundos comenzaron a ser fijados por los propios productores, pero debían ser informados en caso de modificación. La gran mayoría de los precios de la economía quedó entregada al libre juego de la oferta y la demanda.[4]
La dupla Léniz-De Castro había logrado su primer triunfo: abrirle camino al nuevo sistema económico que nacía de las cenizas del anterior.
No todos los Chicago Boys entraron a trabajar al gobierno militar después del golpe. Algunos se habían ido del país durante la Unidad Popular y no volvieron de inmediato. Álvaro Donoso justamente estaba a punto de partir a Chicago para iniciar su maestría. Fue testigo de cómo, por intercesión de Roberto Kelly, el exmarino cercano a Merino y a Agustín Edwards, se cursaron las primeras «invitaciones» para sumarse a lo que se denominaba entonces «la reconstrucción nacional».
Pedro Jeftanovic siguió impartiendo clases en la Católica y, pese a no haber sido nunca una persona de izquierda, los primeros meses del gobierno fueron duros para él. La presencia de patrullas de militares revivió sus traumas de la Segunda Guerra Mundial y el fusilamiento de su padre a manos de las tropas de ocupación nazi.
Rolf Lüders, quien había partido a Estados Unidos durante la UP para trabajar en Washington, también fue invitado a sumarse al gobierno militar. Lo llamó precisamente Fernando Léniz, pero él declinó por motivos personales y, sobre todo, económicos. «Lo que en ese momento ofrecían como remuneración para un cargo de asesor en el gobierno era un monto extremadamente bajo y eso a mí, con los compromisos que tenía, no me permitía vivir», afirma cuarenta años después.
Luego recibió una oferta más tentadora de otro Chicago Boy, Manuel Cruzat Infante: tomar a su cargo la dirección del departamento de estudios del grupo BHC. Lüders aceptó y aterrizó en el país en octubre de 1974. Asumió también un cargo en el directorio de CTI, una compañía que fabricaba electrodomésticos y línea blanca, cuya razón de ser era la sustitución de importaciones que sus compañeros de escuela buscarían a toda costa eliminar.
Los grupos económicos se estaban rearticulando después del período de la UP y BHC era uno de los más grandes. Fundado por Fernando Larraín Peña, Javier Vial y Ricardo Claro, se le conocía popularmente como «los piraña», metáfora de un cardumen de pequeños y voraces peces capaces de devorar a los más grandes. El mote tenía origen en la rápida expansión que habían vivido a partir de la década de los sesenta, aprovechando los pocos espacios que dejaba el modelo económico estatista, el control cambiario, los precios fijados y la sustitución de importaciones.
Hacia fines de la década y en vísperas del triunfo de Allende, los piraña controlaban bancos, financieras, empresas de construcción, importadoras de autos y maquinaria. Tenían también intereses en la industria manufacturera, la agroindustria, la pesca y los medios de comunicación. Larraín, Vial y Claro se habían autoexiliado durante el gobierno de Allende dejando a Manuel Cruzat, un Chicago Boy y cuñado de Larraín, a cargo de las empresas y su defensa ante el empuje nacionalizador y estatizador de Allende, cuya primera medida económica apenas asumido el gobierno fue la estatización total de la banca.
Los piraña no siguieron juntos tras la llegada de los militares al poder. Extinguida la amenaza socialista, el grupo BHC estaba en proceso de divorcio. Cruzat y Larraín, que eran cuñados, habían decidido formar su propio grupo, lo mismo que Ricardo Claro, el más cercano a la junta. Javier Vial, el otro piraña, conservó la sigla original, asociada a uno de los bancos del grupo, el Hipotecario de Chile. Rolf Lüders permaneció con este último en una decisión que, como veremos más tarde, le costaría cara.
Durante aquellos años difíciles, mientras sus compañeros de generación entraban al gobierno, a los ministerios o al Banco Central, ganando sueldos modestos y completando sus ingresos con clases en la Católica, Lüders tenía oficina propia y un equipo de jóvenes ingenieros comerciales. Entre ellos se destacaba Juan Andrés Fontaine, el futuro ministro de Economía de Sebastián Piñera, y un muchacho de apellido pituco y simpatías izquierdistas.
Sebastián Edwards Figueroa había iniciado sus estudios en la Universidad de Chile. El 11 de septiembre su vida dio un vuelco dramático. «Muchos de mis compañeros fueron apresados, torturados e incluso algunos desaparecieron», cuenta. «Yo, perfil bajo, me quedé en mi casa y quemé algunos libros y documentos».
Tras el golpe la escuela de Economía de la Chile fue clausurada y sus estudiantes sometidos sin excepción a sumarios administrativos. Edwards recuerda a los fiscales nombrados por la nueva rectoría y el humillante proceso para obtener un certificado de buena conducta que les permitiera retomar sus estudios en otra universidad sin la sospecha de «ser terroristas o maleantes».
Certificado en mano y con sus antecedentes de buen alumno y ayudante de matemáticas y estadísticas, Edwards logró matricularse en la Católica. «Fue como llegar a la casa de los vencedores», recuerda de su ingreso a la antigua sede de Los Dominicos. «Había un ambiente de triunfo».
La recepción de sus nuevos compañeros no fue precisamente cálida. «Éramos los traidores de la clase que no estábamos recibiendo el castigo merecido», recuerda.
La única posibilidad de salir adelante era estudiando duro. En Lüders encontró un aliado que, ya en vísperas de terminar su carrera, lo invitó a trabajar con él en el departamento de estudios del grupo BHC. La decisión cambiaría su vida y, de paso, sus ideas.
Algunos democratacristianos participaron en el gobierno militar durante aquella primera etapa. Juan Villarzú, vinculado también a la elaboración de El ladrillo, entró al Ministerio de Hacienda como director de Presupuestos. Raúl Sáez, entre tanto, trajo a Carlos Massad de asesor y por momentos pareció que ambos se consolidarían como los zares de la dirección económica del gobierno.
En todos los frentes había problemas graves, desequilibrios macroeconómicos muy complejos de abordar como el déficit fiscal, la elevada inflación y el endeudamiento externo. Sáez tuvo que salir a renegociar compromisos con la banca privada, incluyendo los que derivaban de la nacionalización del cobre, y buscar apoyos internacionales para asegurar financiamiento en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
El contexto era adverso por varios motivos, entre los que figuraba no solo la mala imagen del régimen en Europa y Norteamérica por las violaciones de los derechos humanos.[5] También la economía mundial pasaba por su peor momento desde la Segunda Guerra Mundial.
Las regulaciones financieras internacionales, establecidas en el acuerdo de Bretton-Woods (1944), habían fijado los valores de todas las monedas respecto del dólar estadounidense, el que a su vez era la única moneda convertible en oro a una tasa fija. En la práctica el marco alemán, el yen, la libra esterlina estaban amarrados al dólar y este al oro. Pero los enormes gastos de la guerra de Vietnam y la carrera espacial hicieron crecer el déficit fiscal y comercial de Estados Unidos, debilitando la posición del dólar frente a estas monedas. Las reservas de oro comenzaron a disminuir de manera acelerada hasta que, en 1971, el gobierno de Richard Nixon suspendió temporalmente la convertibilidad. El golpe definitivo contra el sistema fue el embargo petrolero decretado por los países productores de la OPEP, un mecanismo de presión contra Estados Unidos y su política cambiaria que hizo explotar los precios del barril a partir de octubre de 1973.
La recesión duró en Estados Unidos entre noviembre de aquel año y marzo de 1975, casi dieciocho meses. Para los países latinoamericanos, independientemente de sus regímenes políticos, todo esto tuvo consecuencias durísimas.
Massad afirma haber terminado su participación en el gobierno en 1974 por solidaridad con el exsenador democratacristiano Renán Fuentealba, miembro del Grupo de los Trece, el único sector de la DC que condenó públicamente el golpe. Sus críticas contra el régimen le valieron ser expulsado del país.
«Yo no me puedo quedar», le dijo Massad a Raúl Sáez. «Esto me afecta a mí personalmente, Renán es mi amigo y yo sé que no es ningún revolucionario; estas teorías de las conspiraciones para botar al gobierno con él no corren».
Sáez lo llevó a plantearle el problema al propio Pinochet, quien se comprometió a corregirlo. No lo hizo. Las represalias contra los democratacristianos disidentes incluso aumentaron.
En julio de 1975 tuvo lugar en Colonia Tovar, una idílica ciudad patrimonial ubicada en el estado de Aragua, Venezuela, una reunión muy especial y altamente preocupante para la dictadura militar.
Fue el primer encuentro formal entre dirigentes de la DC y de la UP. Con apoyo del Partido Socialdemócrata Alemán, asistieron Renán Fuentealba, Clodomiro Almeyda, Anselmo Sule, Sergio Bitar y varios militantes del Partido Socialista, el Radical y la Izquierda Cristiana. Fuentealba lo recordaría muchos años más tarde en estos términos:
«Creo que esta reunión fue el primer y más valioso aporte a la lucha por la concertación de las fuerzas políticas y sociales para restaurar la democracia y dar gobierno a Chile. Se redactó un documento y desde allí comenzaron todo tipo de encuentros en diferentes partes del mundo tras el mismo objetivo. Yo diría que allí nació la Concertación de Partidos por la Democracia».[6]
Tres meses más tarde, uno de los asistentes al encuentro, Bernardo Leighton, ministro del Interior de Frei Montalva y uno de los fundadores del Partido Demócrata Cristiano, fue baleado por la espalda en Roma. Junto con él cayó su esposa, Anita Fresno. Ambos sobrevivieron, pero con secuelas de gravedad para el resto de sus vidas.[7]
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