Aunque la rusofobia tiene sus orígenes varios siglos atrás, este sentimiento alcanza una categoría casi ideológica con Zbigniew Brzezinski, el politólogo estadounidense de origen polaco que planteó destruir a Rusia para que Estados Unidos consolidara su imperialismo.
Desde muy joven, su interés por
Moscú fue notorio. La tesis con la que se graduó en la Universidad de Harvard, en 1953, trató sobre el camino que tomó el marxismo-leninismo en Rusia, de la explosión de una causa obrera como la
Revolución de Octubre a la instauración de un régimen como la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Rusia, de uno u otro modo, estuvo presente en su mente y en su pluma, casi siempre desde un ángulo crítico, aunque no exento de polémica.
De hecho, sus estudios sobre la realidad rusa rebasaron un umbral cuando sus ideas se incrustaron en las altas esferas de la política estadounidense, sobre todo del lado del Partido Demócrata. Su primer gran paso fue haberse convertido en el consejero de seguridad del expresidente
Jimmy Carter (1977-1981). Desde ese momento,
Brzezinski se convirtió, gradualmente, en
el ideólogo antirruso de Washington por excelencia.
¿Resentimiento polaco?
La especialista en geopolítica de Europa del Este asegura que, buena parte de las ideas antirrusas de Zbigniew Brzezinski, provienen de su origen polaco.
marzo de 1928. Hijo de un diplomático alemán, buena parte de su infancia la vivió entre su país de origen y Alemania. Sin embargo, en 1939, año de la
invasión nazi a Polonia, él y su familia se encontraban en Canadá, de donde no pudieron volver hasta que se calmaran las turbulencias. Tampoco regresó a su tierra cuando ésta fue controlada por la
URSS.
Lejos de Polonia —al menos geográficamente—, Brzezinski labró una trayectoria de modo que su trabajo siempre llegara a los pasillos de la Casa Blanca. Su lucha, sin embargo, no sólo fue académica: el activismo político le resultó esencial para posicionarse en un peldaño de poder.
Y es que Brzezinski fue uno de los grandes defensores de la
Guerra de Vietnam y fue miembro del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado. Además, fue detractor de la
Nueva Izquierda, un movimiento que, entre las décadas de 1960 y 1970, luchó por causas como el feminismo, los derechos de los afroamericanos, el aborto y la legalización de las drogas. Paradójicamente, fue muy cercano a
Barack Obama, el primer presidente negro en la historia de Estados Unidos.
Sus investigaciones para Harvard y otras prestigiadas instituciones académicas siempre giraron en torno a los totalitarismos, aunque siempre muy enfocado en criticar a la Unión Soviética. Fue así como
criticó los sistemas de poder basados en una ideología, un partido único, una policía terrorista, una economía centralizada y un monopolio de las comunicaciones, de acuerdo con el ensayo
Ficción y poder, del politólogo Jesús Silva-Herzog Márquez.
Aunque los libros y artículos de Brzezinski fueron publicados en varias naciones, la realidad es que sus análisis siempre estuvieron enfocados a influir en la política exterior de Washington, no a propiciar una discusión intelectual sobre el papel de Estados Unidos en el teatro internacional. En ese sentido, las funciones de este pensador obedecían más a las de un operador político que a las de un académico.
«Los artículos de Henry Kissinger, Zbigniew Brzezinski o Stanley Hoffmann tienen el objetivo principal de influir en el proceso de toma de decisiones del Gobierno estadounidense y sólo de manera indirecta en la perspectiva de los intelectuales de otros países. Es un debate en el que, la mayor parte del tiempo, el resto del mundo sirve de trasfondo o de pretexto, pero rara vez de contraparte», escribió Jaime López-Aranda Trewartha, internacionalista y experto en políticas de seguridad por la Harvard Business School, en su ensayo Una historia americana (2003).
Sin EEUU, no hay orden mundial
No se necesita un título en Cambridge para percibir que la narrativa estadounidense es apabullante. Sus películas dominan la taquilla internacional, sus cadenas de noticias operan en prácticamente todo el mundo, sus redes sociales funcionan en el sitio más recóndito del planeta y sus hamburguesas de McDonald’s se venden hasta en África. Nadie está exento de comprar —o desear— un iPhone o una Coca Cola. Y en las grandes ciudades, ya es un hábito solicitar un Uber, hacer un pedido en Amazon o ver una serie en Netflix.
Sin embargo, este poderío de
Estados Unidos se queda corto a la ideología propuesta por
Zbigniew Brzezinski en su libro
El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geostratégicos,
publicado en 1997, seis años después de la disolución de la
Unión Soviética, el momento perfecto para que Washington se planteara de qué forma retomaría el control mundial.
Tras
la caída del Muro de Berlín y la desintegración del bloque soviético a inicios de la década de 1990, Brzezinski propaga la idea de que
la Unión Soviética es una especie de «hoyo negro» que puede absorber a todos los territorios que la rodean, lo cual generó temor entre buena parte de la sociedad estadounidense, que veía con malos ojos al comunismo por tratarse de un sistema productivo que había fracasado.
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