La última revolución tecnológica se configura arrebatando más derechos comunes y sociales a los ya perdidos en la privatización paulatina de los servicios del Estado del bienestar desde finales del siglo pasado.
El cambio de paradigma energético del carbón y la potencia hidráulica al petróleo y la electricidad indujo a una gran evolución tecnológica, cuya expresión económica más intensa se produjo en los 25 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Los cambios tecnológicos, aun cuando suponen una avance científico y técnico indudable, en términos generales, se enmarcan en la disputa de la empresa capitalista por alcanzar una mayor cuota individual de ganancia en el mercado, propósito que se consigue mejorando los costes por unidad de producto en la elaboración de las mercancías. Y ese progreso lucrativo puede realizarse de dos maneras. La primera es reduciendo el coste del trabajo, que sube con la producción, si es que ésta es intensiva en mano de obra. La segunda opción, es aumentando el capital fijo para escalar la producción, esto es, producir más a un mismo coste invirtiendo en maquinaria, herramientas, energía, automatización, digitalización, informatización, etc. Las revoluciones técnicas se despliegan y promueven como alternativas de acumulación y herramientas para incrementar la productividad.
Por eso la actividad industrial, la producción de mercancías a gran escala, que distingue al modo de producción capitalista, nunca está cómoda con la tecnología vigente, no la considera como definitiva. El capitalismo revoluciona permanentemente la base técnica y de infraestructuras sobre la que se organiza la producción y el consumo. Renueva sin solución de continuidad las mercancías destinadas a la venta. Los productos nacen con fecha de defunción bien por obsolescencia técnica programada, bien por alteraciones formales inductoras de más consumo. El objeto buscado siempre es el mismo, vender y vender, reciclar la ganancia en el ciclo de acumulación de capital.
La actividad industrial, la producción de mercancías a gran escala que distingue al modo de producción capitalista, nunca está cómoda con la tecnología vigente.
La primera y segunda revoluciones industriales capitalistas promovieron los servicios y las infraestructuras del estado del bienestar.
Las revoluciones industriales, las innovaciones tecnológicas promovidas por el modo de producción capitalista, son siempre una combinación funcional de demanda intensiva de materias primas, de perfeccionamiento técnico y científico, de nuevos bienes de consumo y de las infraestructuras asociadas al conjunto de la actividad económica.
La primera y la segunda revolución industrial se sostuvieron energéticamente en la explotación descontrolada de energías fósiles, como combustibles primarios, y en la provisión de herramientas y maquinarias empujadas por la fuerza motriz del vapor y la electricidad, como energía secundaria. La electricidad supuso un extraordinario salto industrial pues liberó la localización de las fábricas de las fuentes de energía y aproximó la producción al consumo. Las familias compraron automóviles, equiparon la cocina y el hogar con productos de la línea blanca, la electrónica de consumo, entre otros.
Todo ello, además, sirvió para liberar a las economías familiares de las tareas domésticas de mantenimiento y las dispuso como mano obra de reserva a la producción, posibilitando así el abaratamiento del coste de la fuerza de trabajo. La fragmentación productiva en nuevas ramas industriales requirió de una racionalidad social más articulada del trabajo, la producción, la distribución y la venta de bienes y servicios. Más y distintos servicios o funciones intermedias en la actividad económica se hicieron imprescindibles para tejer una relación más productiva y eficiente entre un capital crecientemente desagregado, un trabajo socialmente troceado, y un consumo más diversificado.
Por eso, después de la Segunda Guerra Mundial, es decir en la segunda mitad del siglo XX, la economía capitalista desarrolló un amplio entramado de servicios e infraestructuras de carácter público y universal: carreteras y autopistas, transporte de ferrocarril, puertos, centrales eléctricas, redes de distribución de energía, servicios bancarios, telecomunicaciones, comercios, acueductos, alcantarillados, etc. Las nacientes áreas y funcionalidades económicas surgidas con el cambio tecnológico, subsidiariamente pudieron satisfacer derechos vitales y básicos de la población: electricidad, saneamiento, agua, telefonía, etc. Los llamados Estados del Bienestar, en el marco de economías capitalistas avanzadas, se sustentaron en el suministro universal de estas funciones, los servicios intermedios.
Después de la Segunda Guerra Mundial la economía capitalista desarrolló un amplio entramado de servicios e infraestructuras de carácter público y universal.
Sin embargo, por encima de la atomización o desmembramiento de la producción y el trabajo, el capital tendió a la centralización y la concentración. Muchas de aquellas infraestructuras, como la energía en general y las telecomunicaciones, se constituyeron en monopolios naturales, la mayoría de ellos estatales. Los extraordinarios costes fijos de estos sectores económicos eran de largo recorrido de recuperación y exigían el concurso de las finanzas públicas.
Es decir, los desarrollos de infraestructuras para el bien común fueron constitutivos de la segunda revolución industrial. Sin duda, también, el patrón tecnológico del uso intensivo de energías fósiles, presente en el desarrollo industrial capitalista, condujo al cambio climático y un proceso creciente de expoliación de la biodiversidad y la naturaleza.
La economía neoliberal y el cambio de paradigma tecnológico derrumba el Estado del bienestar e incrementa la desigualdad social.
Ahora bien, la caída del lucro capitalista derivado de la creciente competitividad del capital, que como señalamos al principio, está en el origen del modo de producción capitalista, llevó al agotamiento de la onda larga de crecimiento económico de la posguerra. Las políticas neoliberales de fines de siglo XX constituyeron la respuesta del capital. La promoción, entre otras, de políticas económicas dirigidas al cambio en la propiedad de las infraestructuras de servicios, de las funciones intermedias del capital, fungió como una respuesta rápida al estancamiento. El objeto final de esta apropiación privada de los monopolios naturales de servicios básicos universales fue adueñarse de una sola vez de los ingresos cautivos de las empresas que los prestaban.
Pero es la explosión cibernética y la automatización[1]simultánea al paradigma neoliberal, la revolución tecnológica, la que provoca un salto fantástico en la racionalización de la economía capitalista, al modificar extraordinariamente las formas de producir, trabajar, consumir, distribuir y comunicarse. Es un orden capitalista disruptivo que nos obliga a una presencia casi continua en el ciberespacio tanto para producir como para consumir. Y esto es completamente nuevo.
El modo de producción capitalista no ha cambiado, porque ese cibermundo está dominado por las mismas relaciones sociales de propiedad y explotación impuestas por la economía capitalista desde hace casi dos siglos. Pero, sin embargo, tiene actores, manifestaciones y ámbitos de actuación completamente diferentes. Como los oligopolios dueños y gestores de las plataformas “on line”, los emergentes oficios digitales, la organización y sincronización de las tareas de dirección y fabricación, la robotización de la producción, las formas de vender y consumir, los procedimientos de distribución, etc.
Además, esta última revolución tecnológica se configura arrebatando más derechos comunes y sociales a los ya perdidos en la privatización paulatina de los servicios del Estado del bienestar desde finales del siglo pasado.
Esta última revolución tecnológica se configura arrebatando más derechos comunes y sociales a los ya perdidos en la privatización paulatina de los servicios del Estado de Bienestar.
La población está siendo obligada a consumir y/o utilizar las plataformas operativas de los grandes monopolios tecnológicos privados para resolver asuntos económica básicos, incluso el más elemental de esos éstos, como es el de disponer de los ingresos y rentas dinerarias que les corresponden. Aun cuando los bancos privados son intermediarios necesarios para esta finalidad, el depósito, custodia y tránsito por las entidades de los ingresos monetarios de las personas y las familias se hacía con parámetros de servicio público. Se remuneraba el ahorro temporal y no había dificultades para la movilización del efectivo.
La “financiarización”, el predominio del negocio financiero promovido por el neoliberalismo y la cibernética dominante tiende a una extraordinaria monopolización del sistema financiero privado y a la casi desaparición total de la banca pública. Todo ello termina desahuciando financieramente y en forma global a la población vulnerable.
La tecnología y la innovación están mediatizando privadamente parte de la infraestructura pública, imprescindible para la gestión cotidiana digna de la ciudadanía. Y además opera, este nuevo capitalismo cibernético, digitalizado y automatizado, con la manipulación privada e incontrolada de los datos de las personas.
Será difícil alcanzar los objetivos de recomposición del Estado del Bienestar con estos nuevos patrones de funcionamiento de la economía capitalista. Se está configurando una desigualdad social mayor, la inequidad en la distribución del ingreso y la riqueza económica ha aumentado significativamente en los últimos años. Es prioritario recuperar ya el valor de lo público en materia de infraestructuras de forma global, los servicios tradicionales y los nuevos tecnológicos apropiados por el capitalismo de las plataformas digitales.
Nota:
[1] Hay una variedad enorme de denominaciones: capitalismo de plataformas, economía digital, capitalismo “on line”.
(*) Rodolfo Rieznik. Economistas sin Fronteras y Plataforma por la Justicia Fiscal
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