Balance de una conmemoración: Justificación, contexto y deuda de la posdictadura.
por Mauro Basaure*/ Ciper Chile.
Días después de las actividades oficiales por el medio siglo del Golpe de Estado, ¿qué nos dice la nueva discusión asociada a ese hito sobre nuestra relación con la memoria histórica y los principios intransables de la democracia? ¿Sobre aquello que se permite decir y lo que conviene callar? Responde en columna para CIPER un investigador académico (COES): «Mientras hubo una apariencia de consenso en torno a la no justificación del Golpe, a su carácter evitable, o mientras las voces que decían lo contrario se expresaban en espacios bien circunscritos; mientras así fue no hubo problema. […] Pero había una falla interna, un trabajo de limpieza que nunca se hizo, un muerto fétido escondido en el sótano, y que hoy sale a la luz porque en realidad solo esperaba su oportunidad para expresarse.»
La discusión pública en torno a los cincuenta años del Golpe de Estado se caracterizó por dos fenómenos. El primero, ya bien discutido, es que se instaló en la discusión de las elites —a gran escala y por primera vez— la cuestión de los antecedentes de ese Golpe. Esto marca una diferencia notable con las conmemoraciones anteriores, centradas más bien en las consecuencias del Golpe, en la violación de los derechos humanos (ámbito, este último, en que no hay que dejar de destacar el Plan Nacional de Búsqueda). Lo central y característico, sin embargo, es el mencionado desplazamiento desde las consecuencias del Golpe a sus antecedentes, y al significado mismo del 11 de septiembre.
Este desplazamiento es parte consustancial de un segundo fenómeno: hay un escenario muy particular en que tuvieron lugar los infructuosos esfuerzos del gobierno por establecer lo que se denominó un «consenso mínimo» (en torno al no quebrantamiento de la democracia y la violación de los derechos humanos). Todo ello es signo de que la estructura normativa que sustentaba ese supuesto consenso se resquebrajó. Cuando ello ocurre, los actores se sienten libres de decir o hacer cosas que, en otro contexto, no hubiesen dicho o hecho por temor a sanciones sociales. Ambos fenómenos están íntimamente relacionados: plantear la cuestión de los antecedentes del Golpe en clave de su justificación e inevitabilidad —como se hizo muchas veces en torno a estos cincuenta años— supone un alto grado de desinhibición por parte de ciertos actores. Ello supone a su vez la percepción de que las repercusiones negativas por sus dichos son menos probables, y ello es posible únicamente cuando las mencionadas estructuras normativas pierden autoridad sobre los individuos.
Es un fenómeno, en todo caso, colectivo, como diría Durkheim. Si el punto periodístico es qué dijo tal o cual actor (si justificó de este u otro modo el Golpe, si afirmó que fue inevitable, etc.), el punto sociológico relevante es distinto: se trata de qué contexto, qué régimen del decir, ha habilitado tal audacia y desembarazo en la toma de la palabra; cuáles son las condiciones históricas de emergencia de este nuevo régimen discursivo. Estas son cuestiones que requieren una investigación de más largo aliento. Aquí solo cabe plantear algunos puntos de modo general.
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Este nuevo contexto de habla sobre el Golpe y sobre la UP no se produjo de un día para otro, sino que se fue generando de manera paulatina. Se trata de un proceso complejo, que se va retroalimentando y que no tiene un causante único. En el pasado más inmediato, la derrota política y moral del 4 de septiembre; los errores, vaivenes y problemas de corrupción del gobierno de Boric; el ascenso estrepitoso de la derecha: todas esas cosas (sin duda, encadenadas entre sí) son hitos clave. Como si se tratase de una ecología del discurso político, cuando el adversario enfrenta un escándalo moral o ético, los opositores encuentran el espacio y oportunidad para avanzar en sus agendas. Además, y como si se tratase de un efecto de canon coral, quienes se han atrevido a justificar el Golpe de Estado o han dicho que fue un hecho inevitable, han ido autorizándose mutuamente en el sentido de que se contribuye a la generación de una sensibilidad colectiva propicia para ello. Un paso intelectual fundamental en este sentido fue el que dio Daniel Mansuy con su libro sobre Salvador Allende [ver reseñas del historiador Marcelo Casals en CIPER-Opinión 28.07.2023, y del autor de esta columna]. Queda trabajo por hacer aún para desmontar la inteligente trama urdida por este autor, que lo lleva a la sorprendente conclusión de que el responsable del Golpe de Estado es Allende, y no quienes lo acometieron. Es urgente comprender por qué las élites hicieron una verdadera apología de ese libro, y también analizarlo en profundidad para desmontar el artilugio conceptual que lo lleva a tamaña conclusión. Es necesario estudiar cuál es el mensaje oculto en ese libro. Pero volvamos al punto: como ocurre siempre en los procesos de configuración de la opinión pública, se trata de un fenómeno en que participan actores múltiples, con fuerte influencia de las élites y los medios de comunicación, alimentada también por la polarización y la comunicación bidireccional. No hay un responsable. Los aportes cuantitativos particulares instauran un escenario global cualitativamente distinto al que existía.»
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Más interesante son, sin embargo, las condiciones de mediano plazo que contribuyeron a la configuración de este nuevo escenario. No se trata tanto de un momento negacionista, pues el discurso negacionista de las violaciones a los derechos humanos se mantuvo dentro de cierta marginales, y sin legitimidad colectiva. Tampoco es un momento revisionista en sentido estricto, porque nunca llegó a estabilizarse un discurso sobre el Golpe de Estado en Chile. Ni consenso roto ni hegemonía desbaratada puede alegarse al respecto. Entonces, ¿en qué consiste este nuevo régimen del decir, que autoriza a justificar el Golpe, a declararlo inevitable; que permite vender como autenticidad y honestidad discursos reñidos con el universalismo moral (democracia) y con la propia lógica (afirmar la inevitabilidad de hechos históricos)? Así como debe reconocerse que simbólicamente ha logrado construirse un consenso normativo en torno a la cuestión de la inviolabilidad de los derechos humanos, así también debe reconocerse el fracaso en torno a la sanción moral del Golpe militar. Lo que se ha desestructurado en el perímetro histórico de los cincuenta años no es un consenso previamente vigente, respecto del cual se haya retrocedido y que cabía volver a poner en palabras y firmas. No es un fenómeno contingente o de corta duración. Ello supondría que de pronto los actores cambiaron de opinión, quebrando el consenso existente hasta ahí. Ese no ha sido el caso.
En realidad, estamos frente a un fenómeno de más larga data. Lo que ocurrió es solo que quienes siempre han pensado lo mismo se han sentido ahora masivamente en libertad de expresar sus visiones públicamente. Lo que ocurre en el contexto de los 50 años hay que considerarlo «un momento de verdad». Asistimos solo a una destabuización. Ha emergido a la luz pública lo que siempre estuvo ahí. Se ha cerrado un ciclo; ya no hay apariencias. A este respecto nunca salimos de 1973.
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La transición fracasó en este aspecto clave referido a la inviolabilidad de la democracia. Ese es el balance que realizar. Pero tampoco es de extrañar. La transición hizo de la inviolabilidad de los derechos humanos una política de Estado. Pero nunca hizo lo mismo con el Golpe de Estado. Hoy se paga el precio de no haber hecho ese trabajo de memoria histórica. Se optó por una afirmación parcial de la memoria: la cuestión de la violación de los derechos humanos. En el contexto transicional, esa era la vía más expedita, pues era más fácil encontrar consenso interno en torno a ello. Así, los informes Rettig y Valech entregaron rápidamente la posibilidad de establecer un cerco normativo y poner a quienes negaban esos hechos del lado del negacionismo. Ese trabajo fue arduo, complejo, perdura hoy, y ha dado sus frutos. Pero el trabajo de memoria en torno al Golpe se puso debajo de la alfombra. Sin duda que era más desafiante, pero el consenso internacional sobre el significado del Golpe indica que tiene un estatus equivalente al consenso sobre la no violación de los derechos humanos. El problema estaba en Chile. Cómo no, si ponerlo sobre el tapete significaba exponer al primer presidente de la transición, Patricio Aylwin, quien había justificado el Golpe abiertamente y nunca dejó de hacerlo; significaba exponer definitivamente las figuras de Frei padre y de Jaime Guzmán, de Onofre Jarpa y de Agustín Edwards, así como de la Democracia Cristiana (respecto de cuyo rol en todo ese proceso, anterior y posterior al Golpe, existe un enorme vacío de investigación). Tal vez por lo mismo, nunca ha habido un trabajo de memoria verdadero sobre los cómplices civiles. Son trabajos que nunca se hicieron y cuyas ausencias reclamarán en su momento —hoy, mañana— su cruel presencia. Hay que poner atención al último libro de Michael Lazzara, Obediencia civil.
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La controversia en torno al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, el lugar más reconocido e importante de trabajo estatal sobre la memoria reciente en Chile, nos enseña mucho sobre el escenario actual. Recordemos que la muestra permanente de ese museo parte el día del Golpe y no dice nada sobre el periodo que le antecede. Este hecho ha conducido a una controversia que ha abarcado toda la segunda década del siglo XXI, que gira en torno a la ausencia de contexto del 11 de septiembre. No cabe duda de que ese museo ha sido una política exitosa en relación con configurar una narrativa oficial sobre el valor universal de los derechos humanos. El Estado ha sido claro en este punto, cuestión de la que pueden dar fe Mauricio Rojas y Carlos Williamson, cuyos cargos en las carteras de Cultura y Educación respectivamente fueron abortados por haberse expresado en sentido negacionista contra ese museo. Como ciudadanos pudieron decir lo que pensaban al respecto, pero cuando se acercaron al campo de fuerza normativo del perímetro institucional, este los expulsó violentamente. Muchos —entre ellos, Daniel Mansuy— salieron en su defensa, pero eso era una cuestión menor y sin destino.
La mencionada controversia en torno a dicho museo nos enseña sobre los dos motivos que planteo en este texto. De una parte, nos muestra que la cuestión del Golpe, el esfuerzo por darle un significado oficial —por determinarlo a partir del otro gran valor universal que es la democracia— se dejó de lado. Una narrativa oficial del Golpe de Estado, que desmonte sus justificaciones, simplemente no existió ni existe. Esta crítica se sustenta en el hecho de que el Estado tiene toda la legitimidad para cumplir esa tarea. Este no es un tema de pluralismos. En este tema sí hay superioridad y universalidad moral. No se trata de lo que José Joaquín Brunner ha llamado «Operación 50 años», pues no se trata de la reivindicación de Allende ni del gobierno de la UP. Se trata solo de la defensa del principio democrático, expresado como crítica moral a su interrupción como Golpe de Estado. En ello hay una deuda que hoy se paga con relativismo. Sin duda que llevar a cabo esa tarea no era fácil, pero tampoco lo fue la cuestión de los derechos humanos. Esa negligencia en el trabajo sobre la memoria se expresa también en el currículo de historia y geografía, limitado a mostrar las diferentes versiones de por qué sobrevino el Golpe de Estado y, por tanto, los niños tienen siempre la posibilidad de reivindicar la posición aprendida en casa como su versión. El Estado de Chile no cumplió su rol de «gran definidor» (como le llama Sheldon Wolin) en torno a este tema, y dejó en estado de naturaleza los discursos circulantes, todos en igualdad de posiciones como versiones posibles y en pugna.
Este relativismo, defendido como autenticidad, experiencia y pluralismo, es el problema; problema que no logra ver Brunner en su texto sobre la operación 50 años, demasiado comprometido con mostrar los fracasos del gobierno de Boric. En este marco es que el libro de Peter Kornbluh, Pinochet desclasificado [ver extracto en CIPER], adquiere el carácter de un «informe de verdad». En términos de su aporte y valor, el Informe Kornbluh es a la cuestión del Golpe de Estado, lo que el Informe Rettich y Valech son a la cuestión de la violación de los derechos humanos. Todos ellos insuficientes, pero completamente necesarios. Por supuesto que no se trata de asumir la lógica según la que la derrota de la UP se debió a la conjura externa del imperialismo, sino que de comenzar a configurar una memoria equilibrada y multifactorial de los antecedentes del Golpe de Estado, que no deje nunca de puntualizar que este fue contingente; es decir, producto de una decisión que siempre pudo ser distinta.
En 2018 se hizo un esfuerzo por plantear esta cuestión desde el mismo corazón del Museo de la Memoria; ello, con un seminario y un libro titulado ¿Fue (in)evitable el Golpe? (Basaure/Estévez). La respuesta del libro es clara, y de orden lógico e historiográfico. El Golpe de Estado, como todo hecho histórico, es evitable, en la medida que depende de decisiones y actores y no de fuerzas que los superan. Ese libro, que adelantó el escenario actual en cinco años, fue recibido ya sea con indiferencia o rechazo, y tuvo ribetes de escándalo en ese momento pues la propia pregunta resultaba inconcebible, sobre todo si era pronunciada por quienes estaban a favor de la labor de esa institución. Esa era una pregunta de la derecha, se decía, que no debía ni siquiera plantearse. Mejor no hablar de este tema, esta fue la perspectiva oculta, que, de hecho, se mantuvo sin problemas durante mucho tiempo. Parecía ser parte de un pacto transicional subrepticio. A cincuenta años del Golpe, en un nuevo contexto, la cuestión estalla.
Lo segundo que nos enseña la mencionada controversia en torno al Museo de la Memoria es que esas voces golpistas, hoy desinhibidas, siempre estuvieron ahí, y con los mismos argumentos. Esa controversia deja registro de que esas voces se expresaron sistemáticamente, pero de modo más bien tímido en ese reducido espacio de controversia pública. Se trataba entonces de un habla menor. Esa controversia fue durante mucho tiempo una válvula de escape que mantuvo a discreción y en un espacio bien circunscrito esas voces de justificación del Golpe, que hoy, bajo un nuevo contexto, se escuchan por doquier.
La conclusión es clara. Las consecuencias de no haber realizado un trabajo sobre la memoria oficial sobre el Golpe de Estado hoy saltan a la vista. Mientras hubo una apariencia de consenso en torno a la no justificación del Golpe, a su carácter evitable, o mientras las voces que decían lo contrario se expresaban en espacios bien circunscritos; mientras así fue no hubo problema. Parecía que, de los treinta a los cuarenta, y luego a los cincuenta años del Golpe todo se desarrollaba según lo dicta el reforzamiento de los valores clave de la civilización occidental: democracia y derechos humanos. Pero había una falla interna, un trabajo de limpieza que nunca se hizo, un muerto fétido escondido en el sótano, y que hoy sale a la luz porque en realidad solo esperaba su oportunidad para expresarse. Da un poco lo mismo que esa oportunidad se la diera el cómo ha sido evaluada la izquierda y su gobierno en los últimos años. En algún momento esto debía ocurrir. No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague.
Escandaliza, sí. Duele, claro. Pero, por mucho que se desee algo distinto, por terrible que parezca, esa es la verdadera memoria histórica del Chile reciente. En política, como enseñan Hobbes y Maquiavelo, hay que partir de lo que hay y no de lo que se querría que hubiese. Sea lo que sea que hagamos como comunidad política de aquí en adelante, debe partir de este facto. Aquí reside la importancia de cualquier intervención que permita construir la memoria del Golpe de Estado como injustificable y, por supuesto, como evitable. Esa es nuestra herencia, pero también nuestro desafío.
Fuente: https://www.ciperchile.cl/2023/09/22/balance-de-una-conmemoracion/
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