El libro “La mano” de Roberto Rivera: «El tiempo del entusiasmo, el tiempo de todas las cosas posibles».
por Ana María del Río/El Mostrador.
La reflexión final es pavorosa. Hay que aprender a vivir así, a correr en esta carrera sin meta, luchando sólo por no ser pisoteado, por no ser sepultado bajo la velocidad de los pies de los otros. Es la lucha darwinesca por la existencia en la que el débil está condenado a morir.
Un hombre, un narrador de pie ante el espejo, desnudo. Mirada taxativa, minuciosa. Poro a poro se examina. Junto con el examen de sus poros, el tiempo.
Los tiempos. Los dos tiempos.
La brecha insalvable entre el tiempo del entusiasmo por un socialismo recién instalado y el tiempo de la represión de la dictadura. Después de esos tiempos, aparece el tiempo de la transición.
Veamos cómo es este tiempo.
Es una voz.
Es la voz de un narrador obsesivo, dialogante, hablante en todos los momentos, ubicuo, presente en todos los tiempos. Todas las voces se filtran y pasan por la garganta de este ágil buhonero de palabras, acróbata de frases continuas, ferozmente temporales, que aluden al momento, a momentos precisos. Porque esta es una novela que cabalga en dos caballos, en dos tiempos absolutamente contrapuestos.
El tiempo del entusiasmo, el tiempo de todas las cosas posibles, el tiempo en que Chile fue el único país del mundo en elegir en las urnas un gobierno socialista, el tiempo de la jerga del compañero y la compañera, el tiempo de las inmensas consignas, patria o muerte venceremos, el tiempo de los Fiat 600 incendiados, el tiempo de los grandes cordones industriales, el tiempo de la intervención popular, el glorioso tiempo de las marchas sin fin, el tiempo de los acaparamientos y de los precios fijos, de los televisores Antú a luca, el tiempo del medio litro de leche neozelandesa para cada niño chileno. El tiempo del entusiasmo, de los grandes ideales. El tiempo del amor bajo los compases de las canciones de las peñas, del amor de compañero -compañera.
Ese tiempo está tatuado en la piel del narrador, quien ahora se encuentra en el otro extremo. En un tiempo antípoda que amenaza tragarlo, deglutirlo como un embudo, como un hoyo negro.
Ya ha pasado la dictadura y se vive el peligroso proceso de transición a la democracia.
El entusiasmo, el experimento del socialismo chileno ha quedado tendido en el campo de batalla. Destrozado hasta la médula. Partido en trozos, asesinado, destazado. Más de 30 mil víctimas de la dictadura, entre desaparecidos, torturados, muertos, vueltos locos, silenciados, etc.
Ahora se transita hacia la democracia.
El narrador ha sido nombrado para la misión de anular todo movimiento que tienda a ir contra este período de transición a la democracia: su misión es la de terminar con toda movilización o proyecto que tienda aún en su más mínima expresión a tratar de recuperar aquel tiempo del entusiasmo, el tiempo de las movilizaciones y del poder popular.
Esta brecha insalvable entre los dos tiempos se instala en la garganta y en la voz narrativa con una agilidad notable, –utilizando un glorioso modo indirecto libre que incluye una rigurosa y clarísima puntuación –la exactitud de las comas – y que hace intervenir a través del filtro de su propia voz narrativa una multiplicidad impresionante de voces de hablantes anónimos y con carnet, que configuran un gigantesco corifeo griego que forma el escenario contextual a este drama, a la tragedia de un narrador a caballo entre dos tiempos antípodas que tiene como misión el desbaratar conjuras que pudieran hacer retroceder este tiempo de transición a la democracia, en el que aún están frescas las huellas amenazantes de la dictadura, la represión, la delación, la traición y el escalamiento inhumano de puestos de poder.
Así lo expresa el narrador de “La mano” que habla por su herida : “La tabla rasa de la dictadura y el exilio llegó a confundir absolutamente el lugar y el nivel de cada quién”.
Nadie tiene idea de qué es lo que pasa. Nadie tiene idea de qué hacer para seguir subsistiendo. La existencia se reduce a una multitud de individuos dando palos de ciego, atarantándose en una carrera detrás del hueso, un hueso cada vez más huidizo e inasible.
El narrador circula en medio de su propio monólogo de múltiples voces. Entre ellas, destaca su relación con el sexo en este período desencantado de la transición a la democracia, donde se ve obligado a bailar un minué del cual nadie sabe los pasos.
El sexo opuesto no se opone. El sexo surge en la novela como breve panacea. Mujeres. La mujer. Calman el intenso y desesperado afán de evadir la soledad, el vacío. La posesión, el entrar en una mujer ejecutando un intenso dueto entre glandes y clítoris parece ser por momentos la intensidad que calma durante breves instantes, ese vacío devorador, esa soledad sin orillas. Pero este narrador no se cuenta cuentos. Su desolada voz da una cuenta conmovedora del vano intento por entrar verdaderamente en el otro, en la otra.
“A esas alturas, lo único que quería era entrar y entré”, dice. Y después, con una voz cautivadoramente franca y trágica, reconoce “esa sensación de no haberla, de no habernos poseído nunca de verdad es lo primero; cientos de veces, miles acaso, pero nunca, nunca quedarme con la sensación de completa conexión; haberla buscado incansable en largas y tenues sesiones con fondo de luna y Keith Jarrett, en sorpresas urgentes de media tarde, acometiendo enhiesto y firme, decidido, sin descanso, o deslizándose por el paisaje en trenes en movimiento, todo y nada, nunca. Y esa esa sensación de descrédito que comienza a infiltrarse de a poco a la espera de una próxima vez con la esperanza de que ahora sí, pero tampoco. Hasta el momento en que frente al escritorio te cae la teja, aqulla paz que no es tal. Todo terminado sin haberla poseído jamás, muy lejos de su centro, sin haber pasado ni cerca de su íntima fibra emocional”.
Esta confesión es una de las cumbres del libro, que sitúa al narrador en su exacta visión de la imposibilidad de establecer conexiones con el otro ser.
El afán de posesión íntima, no sólo sexual, lleva al narrador a definirse certeramente como personaje actuante en un triángulo sentimental. Engaña a su amigo con la mujer de este.
Y su visión es aterradoramente clara. Se autodefine –a él y a ella – como tramposos, como coleccionistas de pequeños gestos, señales, signos, como kamikases de arriesgados encuentros frenéticos en baños, ascensores, rincones, camas. Habitantes obsesivos de pequeños puntos ciegos donde el marido no puede ver y ellos viven toda la intensidad del tocarse apenas, del rozarse, del volcán del amor en un segundo.
El narrador se confiesa parte de un grupo: el de los tramposos, exiliados de vuelta al país sin daños colaterales.
Y llegan a un entorno social encabritado, pujante, en que todos los actos se comentan, se siguen, se fotografían, se difunden. Es el infierno de una sociedad de transición a una “democracia” que aún no puede abandonar su herencia dictatorial, una sociedad donde cada uno trabaja enjuiciando permanentemente a todos, a cada uno. Donde el ciudadano debe demostrar permanentemente su conducta impoluta, su intachabilidad. Es el tiempo de las feroces redes sociales, en que los pertenecientes a aquel otro tiempo, –el del entusiasmo – deben esforzarse en una loca carrera por demostrar que están conectados, que son seguidos, que son admirados que están en la cresta de la ola. Es el terreno de la competencia llevada al máximo individual. Todos corren contra todos y no importan los trucos para avanzar más rápido, aún a costa de los otros. El vocabulario y los valores han cambiado por completo. Las palabras camarada y compañero están proscritas. Sólo queda lo que algunos explotan con una sabiduría de personajes de novela picaresca: el convertirse en un revolution lover que llevan a la práctica horizontal el conocido y sobrevalorado libro de Erich Fromm: El arte de amar.
Las mujeres se suceden en esta necesidad del narrador de poner freno al aterrador vacío y soledad: Maite, Ilse, Marta, Albertina, son planetas que giran en torno a un pequeño sol central: Paula con la mágica aureola de ser “la mujer de su amigo” ejerce un poder magnético sobre el narrador.
Es una sociedad en frenesí, donde de lo que se trata es lograr ser visualizado, juntar personas, hacer eventos que compiten por su brillantez, gasto y aparición en las redes sociales. La foto sobre la idea. Lo visual sobre el pensamiento. La frase rápida sobre la reflexión. La lisonja sobre la verdad.
En todo este baile enloquecido de influencias, contactos, dineros que suben, bajan, corren y desaparecen en montos absurdos de imaginar, y acciones de poder, –y a la manera de una especie de recordatorio de ultratumba – el narrador es acometido por una imagen reiterada que lo acosa y lo acomete en los momentos más dispares, tanto en sueño como en vigilia: una mano, que lo toma del cuello, a veces unida a una voz que emite una frase fatídica: “aquí te tengo otra vez”. El narrador la teme y teme su brusca aparición sin que exista aparentemente causa para ello. Trata de racionalizar su aparición, achacando esta a errores de antepasados familiares o a los horrores y errores cometidos por miembros de generaciones anteriores. Pero no achaca la “mano” a culpas propias. Tiene una explicación fabricada para tranquilizarse: el mundo ha cambiado a una velocidad tal que no se permiten vacilaciones ni análisis moral de sus acciones. Simplemente se trata de mantenerse a flote y de no hundirse, aunque para ello haya que estar parado sobre cabezas de ahogados. El narrador se rebela a sentirse culpable. Él es un ser exitoso, que ha sabido unirse a la corriente de la transición y se mueve en aguas turbias como pez experimentado y aprovecha todo lo que puede las ventajas de su nueva situación. Se escuda en que él fue uno de los que “lo pasó mal e hizo el trabajo pesado en la dictadura, el trabajo de resistencia, rayados, marchas clandestinas, panfleteos. Se llevó el peso pesado. Y ahora le toca la revancha.
Sin embargo, una poderosa sensación de inexistencia comienza a hacer presa de él, hasta el punto en que pierde la noción exacta acerca de sus actos recientes. No recuerda si asistió a tal o cual compromiso. Tiene frecuentes discusiones con su secretaria, Patricia acerca de si asistió o no a tal o cual acto.
La época de la transición –de un individualismo imposible, de un frenesí competitivo imposible de soportar – comienza a pasarle la cuenta a este ex compañero, a este ex hombre de ideales de justicia, libertad y solidaridad, ideales que ha sabido sepultar muy en lo hondo de su ropaje.
Y es esa transición la que duele. Es esa sociedad de gente galopante que no sabe dónde va ni lo que quiere la que le duele al autor al plantear este friso descarnado de la vuelta a la democracia. Es una sociedad pequeña, burbujeante, que hierve sin cesar en medio de un sinfin de negocios armándose y deshaciéndose a la velocidad de la luz, de eternos diálogos sobre oportunidades, porcentajes, malabarismo entre datos duros, gerencias que se ofrecen y se diluyen en el aire, fundaciones fantasmas, sueldos de varios ceros, platas de campañas que se hacen y que no se hacen, gastos de representación, inversiones mineras con y sin futuro,socios extranjeros, cifras tiradas a la mesa, influencias, contactos, contactos, contactos.
Y en medio de esta transición, un personaje que transita a media agua entre su realidad y su desaparición. El narrador, testigo de sí mismo, con una pesada mano que lo toma del cuello y lo obliga a pensar en su propio “devenir personal que no me inquieta en lo más mínimo porque evoluciono en un mundo que no permite vacilaciones”.
Sin embargo, el narrador, el yo protagónico vacila constantemente, se tambalea en esta báscula entre el ideal, el espíritu y la loca carrera por las oportunidades, carrera que si no corres, te la corren otros y te precipitas en el vacío de la inexistencia.
Como colofón final a esta implacable mirada crítica de la transición, que es la novela “La mano”– el narrador advierte que en realidad la dictadura sigue. Sólo que ya no está bajo una gorra y galones militares. En vez del dictador existe el “prócer” invisible, que no se muestra. El ciudadano, el narrador y muchos como él viven un mundo de sombras, en el que, a diferencia de la caverna de Platón, que define claramente el mundo de las realidades y de las visiones , en este mundo hay sólo sombras, trenzadas en “el inflexible entramado del poder”, ante el cual no es posible erguirse en contra ni luchar de modo alguno.
La reflexión final es pavorosa. Hay que aprender a vivir así, a correr en esta carrera sin meta, luchando sólo por no ser pisoteado, por no ser sepultado bajo la velocidad de los pies de los otros. Es la lucha darwinesca por la existencia en la que el débil está condenado a morir.
Este es el mundo antes del estallido social de octubre del 19. Un mundo imposible, un mundo invivible. Casi una distopía en la que la existencia individual, pensante, tranquila del ser humano se hace imposible. El narrador se ve impelido a seguir siendo empresario, exitoso, ganador, colaborador, un ser social, un rostro para las fotos. Ya no hay vuelta atrás. Hay que correr para el prócer, ese ser todopoderoso e invisible al cual se teme y no se conocerá jamás.
Esta novela de Roberto Rivera pega el más duro golpe que he leído a la post dictadura y a todo el entramado social competitivo que se desata con ella. La insinuación de que la dictadura no ha cesado, de que seguimos sometidos a los dictados del poder económico-empresarial, de que seguimos obligados a correr una carrera en pos de un pretendido éxito inexistente es un duro golpe a las seguridades de todos, de todas, y un llamado poderoso a pararse y a reflexionar en cómo estamos viviendo nuestras vidas.
Felicito de veras a Roberto por esta novela que corre una carrera, esta novela de una agilidad brillante. “La mano” es una novela y es un remezón a nuestras vidas. Es esta mano que nos toma del cuello a cada uno y nos saca de la pista, obligándonos a pensar sobre la existencia y nuestro rol en ella.
Hay que leerla.
Fuente: https://www.elmostrador.cl/cultura/critica-opinion/2023/10/29/el-libro-la-mano-de-roberto-rivera-en-realidad-la-dictadura-sigue/
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