PLEBISCITO DEL DOMINGO 17 Nov.: GANÓ EL MODELO.
Digamos que ha sido una vuelta en redondo. Por más que se le restriegue a la ultraderecha como una derrota, no lo es. Si se considera que sigue vigente la Constitución de Pinochet/Lagos: un engendro ilegítimo que ha permitido el ensañamiento de los poderosos contra el pueblo desvalido: la venganza de los poderosos que ya dura medio siglo, las cosas siguen como han sido el último medio siglo.
Como sucede en cada elección en que todos de alguna manera se las arreglan para ganar, en efecto, todos han ganado. Digamos, los dueños del poder: los perdedores han sido los de siempre: los malditos de la cultura neoliberal, los engrupidos de siempre, los manipulados por las industrias del buen mentir y por quienes escriben con la izquierda y se peinan con la derecha, los que ponen el lomo y financian el sistema.
Aun así, el modelo hace agua por todos lados: la crisis del capitalismo huele a podrido en donde quiera que haya un aroma.
Campea la corrupción, instituida como una cultura, a niveles nunca vistos, lo que en este país de corruptos es demasiado. El narcotráfico se adueña de poblaciones, la violencia es pan de cada día, el Estado cojea en todo lo que le es consustancial, arrecia la explotación, los bajos sueldos y las alzas injustificadas que hacen de la vida de la gente un viacrucis cotidiano mediante deudas infinitas. El país sigue entregando sus riquezas al extranjero y se afirman como pingües negocios, la salud, la educación y la previsión miserable de quienes trabajan.
Lo que sucede no es sino una muestra de la crisis de un orden que ya no se resiste como dogma dominante.
Lo malo está en que no existe una contraparte que sea capaz de agudizar esa crisis y ofrecer una opción diferente. No hay quienes propongan una idea, que indique un camino, que sintetice una estrategia, que, por último, dibuje una utopía, así sea que no sirva para otra cosa que para caminar. Que entregue una esperanza.
Por esta razón es que la derecha campea a sus anchas. Por esta razón la izquierda neoliberalizada no es capaz de decir esta boca es mía.
No es por otra cosa, ni por sus éxitos ni porque la gente viva bien, que el sistema logró zafarse de un atolladero que, de haber habido una izquierda como la que necesita el momento, la cosa sería de otro color y olor. De haber habido dirigentes sociales con un mínimo de agallas habría sido diferente. Con solo algo de decoro y, por sobre todo, con un desarrollado y honesto sentido de la política.
Enredados en manglares indescifrables y médanos ideológicos absurdos, por una parte, y por otra, entumidos por las garantías en contante y sonante que entrega el poder, la izquierda se yergue como la responsable de lo que hay y de lo que no hay.
Su ausencia, la renuncia a sus consignas históricas, al achanchamiento que produce el buen sueldo del servicio público. Esa izquierda que se asila en la inercia que impone el impulso del propio modelo y que se acomoda de los más bien a los corcoveos que de vez en cuando desestiban la comodidad del buen pasar.
Las organizaciones sociales han desaparecido del concierto bullanguero con sus batucadas y pañuelitos. Vea que las organizaciones de trabajadores han sido aniquiladas por una legislación que hizo lo suyo sin prisa, pero sin pausa, ante la inacción de sus dirigentes.
Así, no es casual que el enemigo de la humanidad duerma contigo cada noche.
Abajo, muy abajo, casi inadvertido, al margen de la historia oficial, de los titulares y los banquetes, el pueblo rumia su rabia y su orfandad. Ya casi no existe en el lenguaje cotidiano.
Este viraje en trescientos sesenta grados del domingo pasado [17 de nov., editor CT] no es una derrota del sistema: es un momento que reinaugura aquello que viene cojeando hace años. Le ofrece el soporte de muchos millones de ciudadanos votando porque las cosas sigan tal cual o peor.
Que casi la mitad de los ciudadanos voten por la ultraderecha, ¿no es para tener miedo? ¿No es acaso una manera de retroceso brutal?
¿Es que se cauterizado para siempre la opción popular? Desde el punto de vista del pueblo maltratado, abusado mil veces mentido y explotado, ¿qué sentido cobra esa mayoría que votó en contra? ¿Cuánto avanzó el pueblo castigados en pro de sus derechos?
¿Pudo ser peor? Pudo. ¿Desde ahora será mejor? No. Desde el punto de vista del pueblo es muy difícil que las cosas mejoren. Vea como quedan las cosas, sin ir más lejos, con la reformas a las pensiones. Vea quienes son los que vuelven a ganar. Vea quienes son lo que vuelven a perder.
No queda sino como esperanza lejana, abandonarse a la memoria histórica anidada en aquella parte más consciente del pueblo que no ha tenido una oportunidad. El pueblo allendista que espera en lo más recóndito.
Los acontecimientos de los últimos treinta años inducen a crear la idea de que este modelo es único e inamovible y que toda opción diferente es una ilusión barata y sin asidero en la realidad.
En ese dominio la derecha y la izquierda neoliberalizada ha ganado la baza.
Ante tanta derrota y fracaso, ante tanto renunciamiento y traición, pocas veces el cielo se ha visto más oscuro. Y a pesar de que no se ven esperanzas ni ilusiones, solo queda resistir e insistir desde abajo y hacia los lados, intentando construir elementales modos de articulación popular que por nada intente remedar en la forma y fondo la manera en que el statu quo reproduce su poder.
Y, por sobre todo, decidirse a la disputa política con todas las armas legítimas disponibles. Todo proyecto político, necesariamente, es la disputa por el poder.
Se trataría de generar un poder diferente asentado sobre la centenaria tradición de lucha del pueblo, su inevitable sentido de lo solidario, de lo mancomunado y profundamente humano, ahora con los pies bien puestos sobre la lacerante realidad que aplasta y diluye, y sabiendo muy bien el enemigo multicolor que se tiene enfrente.
Caminar por propio pie y pensar por propia cabeza es un recurso imbatible que aún busca su espacio.
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