Antoine Artous discute críticamente las tesis de Silvia Federici sobre «la esclavitud y la aniquilación de mujeres» que habrían definido la acumulación primitiva y el período de transición del feudalismo al capitalismo. Se ofrece aquí la Primera de dos partes.
A propósito de Calibán y la bruja, de Silvia Federici.
por Antoine Artous (*)/ Traducción: Valentín Huarte.
«No hay nada de natural en la familia, en el trabajo, ni en los roles sexuados», explica Silvia Federici al comentar la traducción al francés de su libro, devenido uno de los clásicos de la literatura anglosajona sobre la opresión de las mujeres durante la transición del feudalismo al capitalismo. Destaca también ciertas similitudes entre aquel período y la mundialización neoliberal. Si bien no pretendo poner en cuestión esa analogía, me interesa debatir la tesis de que, desde el siglo XV, las mujeres habrían sido transformadas en simples «máquinas-útero» dedicadas a producir fuerza de trabajo para el capital. La discusión que me interesa concierne a la historia —especialmente la de la acumulación primitiva y la invención de la familia moderna—, pero también a los análisis de Marx, en particular al concepto de «trabajador libre», rechazado por Silvia Federici.
Calibán y la bruja [CB, Tinta Limón, 2010], es un libro interesante y merece ser debatido. Es un libro que hay que leer. Silvia Federici aborda la historia de la denominada «acumulación primitiva» (que se extiende, a grandes rasgos, desde fines del siglo XV hasta fines del siglo XVIII) para mostrar en simultáneo los efectos que tuvo sobre las clases populares —principalmente los campesinos— y las dinámicas que asumió el conflicto. Pero su análisis se destaca porque integra en detalle, no solo la historia de las mujeres de dichas clases sino la reorganización general del estatuto de las mujeres, que habría conducido, mediante un largo proceso de sometimiento, a recluirlas en los estrechos límites de la familia moderna con el fin de producir y reproducir la fuerza de trabajo.
El primer capítulo, titulado «El mundo necesita una sacudida» (CB: 37-97), trata de las luchas sociales que marcaron el final del medioevo. El segundo, «La acumulación de trabajo y la degradación de las mujeres» (CB: 97-201), se centra en las dinámicas generales de expropiación que comenzaron a desarrollarse en Europa a fines del siglo XV. Luego sigue «El gran Calibán» (CB: 201-247) —con dos apartados bajo los subtítulos «La lucha contra el cuerpo rebelde» y «La gran caza de brujas en Europa» (CB: 247-323)—, trabajo de síntesis histórica de la autora que intenta integrar la historia del sometimiento de las mujeres a la historia de la acumulación originaria, con zooms sobre las colonias de América y algunas tesis sugerentes sobre los vínculos entre la opresión de las mujeres en Europa y la esclavitud. El libro cierra con un capítulo titulado «Colonización y cristianización» (CB: 323-361).
Baste ese breve comentario para notar que el campo abarcado por este libro de aproximadamente 400 páginas es muy amplio. En síntesis, contiene desarrollos teóricos generales, que orientan la lectura de un relato histórico plagado de ejemplos detallados, como así también toda una serie de indicaciones sobre las analogías con la actual globalización neoliberal.
A decir verdad, el conjunto es realmente impresionante. El objetivo de mi artículo es simplemente reseñar y organizar algunos temas, en función de mi propio trabajo y poniendo el acento en la crítica de la problemática general sobre la que se funda el análisis de la autora. En una entrevista con Monde des livres, Silvia Federici propone la fórmula que sirve de título a la publicación: «No hay nada de natural en la familia, en el trabajo, ni en los roles sexuados». La afirmación, sumamente importante, es un buen punto de partida para el debate.
El encabezado de otra entrevista, publicada en Contretemps, la presenta como una militante feminista marxista. Desconozco si Silvia Federici se autodenomina «marxista» y los debates de etiqueta tienen poca importancia. Pero es evidente que la autora no retoma los análisis de Marx sobre la explotación capitalista. De hecho, su punto de partida es la crítica de esos análisis. Así lo escribe en el prefacio de su libro: «en este proceso, las categorías marxianas que habíamos recibido se demostraron inadecuadas. Entre las “bajas”, podemos mencionar la identificación marxiana del capitalismo con el advenimiento del trabajo asalariado y el trabajador ‘libre’» (CB: 14). Por el contrario, Silvia Federici se sitúa con toda claridad en la historia del movimiento feminista. Se cuenta entre las integrantes del Colectivo Feminista Internacional nacido en los años 1970 bajo la consigna: «Un salario para el trabajo doméstico». Hubo otras figuras que también sostuvieron esta consigna, entre ellas Selma James y Mariarosa Dalla Costa. Federici todavía sostiene aquel compromiso. Entonces, me parece importante situar su obra y su problemática teórica en la historia de los debates de esa época. Comenzaré con indicaciones en este sentido. Los años 1970 fueron la época donde se desarrollaron los primeros movimientos feministas de Europa. Lo hicieron de la mano de corrientes marxistas —generalmente radicalizadas— que participaron del proceso y sometieron a un escrutinio cuidados los análisis clásicos, especialmente el que hizo Engels en El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado.
En lo que sigue, me centraré en dos cuestiones directamente ligadas a la lectura de Marx —la acumulación originaria y el trabajador libre—, antes de retomar algunos análisis sobre el proceso histórico de sometimiento de las mujeres, vinculado con la reorganización de la esfera de la reproducción llevada a cabo por el capitalismo: el desarrollo de la familia moderna, el nuevo estatuto de las mujeres, la nueva división del trabajo y las nuevas formas de dominación de los cuerpos.
Los debates de los años 1970
La reivindicación de un salario estatal para el trabajo doméstico ha sido un punto de división política fundamental. En efecto, una cosa es no creer que —como pensaba Engels— el retorno de las mujeres a la producción social por medio de la proletarización implica de manera inmanente un proceso de emancipación. Pero otra cosa es negar que la batalla por el derecho al trabajo asalariado de las mujeres es un aspecto esencial de su emancipación. Sucede que la reivindicación de un salario para el trabajo doméstico mantiene de hecho a las mujeres en el hogar.
Si bien Silvia Federici no trata explícitamente sobre este tema en su libro, retoma en detalle el debate en una entrevista publicada originalmente en Contretemps. La reivindicación se dirigía al Estado en tanto «representante del capital colectivo» y quienes la sostenían no querían luchar por los servicios «de atención al cuidado de las criaturas». No es un asunto menor dado que, más allá de la reivindicación inmediata, se juega aquí toda la problemática de las respuestas socializadas. En lo que a mí me concierne, creo que el eje debe ser el derecho y la igualdad al trabajo, la apertura de guarderías y otros servicios, y una reducción de la jornada laboral que permita, entre otras cosas, la repartición equitativa de esas tareas denominadas domésticas.
En un texto titulado «Reproducción y lucha feminista en la nueva división internacional del trabajo», Federici señala que muchas mujeres asalariadas de los países centrales que no tienen tiempo de ocuparse de sus niños y de las tareas domésticas, hacen uso del servicio prestado por mujeres migrantes. Argumenta que los movimientos feministas de los años 1970, que no libraron la lucha por el salario doméstico, comparten cierta responsabilidad por la implementación de esa «solución colonial», y afirma que una movilización feminista que fuerce al Estado a pagar el trabajo de «reproducción» sigue siendo fundamental todavía hoy. En la entrevista con Monde des livres precisa que ella jamás le diría «a una mujer que no acepte un trabajo asalariado» —de hecho, se encontraría en ese terreno con aliados dudosos—, pero que «es erróneo plantear al trabajo asalariado como estrategia feminista, como un lugar de liberación. El lugar de combate feminista es el de la reproducción, el de la procreación. Por lo tanto, el lugar de la casa, del hogar, del dormitorio».
Para comprender una afirmación de este tipo —en efecto, no está claro por qué deberíamos oponer ambos espacios o centrarnos en la mujer aislada en el hogar— es necesario volver sobre los análisis de Selma James y Mariarosa Dalla Costa, que hicieron del hogar un centro de producción social del mismo tipo que la fábrica. En el prefacio de su libro, Silvia Federici indica muy explícitamente que su trabajo toma como punto de partida los debates de los años 1970 y su insatisfacción con los análisis de las dos grandes corrientes que, según ella, definieron el movimiento feminista: las feministas radicales y las «feministas socialistas» (en Francia se decía «marxistas»). Su desacuerdo con las primeras obedece a la tendencia a comprender la opresión de las mujeres «a partir de estructuras transhistóricas, que presumiblemente operaban con independencia de las relaciones de producción y de clase» (CB: 11-12). Las segundas no disociaban la historia de las mujeres de la de los diferentes sistemas de explotación, pero «el límite de su punto de vista, según lo entendía en ese momento, estaba en su incapacidad de reconocer la esfera de la reproducción como fuente de creación de valor y explotación» (CB: 12).
Por este motivo, la autora emprende sus investigaciones sobre la acumulación originaria bajo la influencia de Mariarosa Dalla Costa y Selma James, quienes en los años 1970 sostenían que «la explotación de las mujeres había tenido una función central en el proceso de acumulación capitalista, en la medida en que las mujeres han sido las productoras y reproductoras de la mercancía capitalista más esencial: la fuerza de trabajo» (CB: 12). Se recordará que en esa época los debates sobre el estatuto del trabajo doméstico eran recurrentes. Es interesante notar que ambas autoras comparten cierto abordaje amplio y «orgánico» de la «producción social» desarrollado por el operaísmo italiano. Sigue estando presente —aunque hasta cierto punto de forma invertida— en las temáticas de la «multitud» y del «general intellect» de Antonio Negri.
En los años 1970 todos los análisis se concentran en el proceso de producción inmediato, en la fábrica, concebida como el centro de la producción social (y como germen del comunismo). Por su parte, Mariarosa Dalla Costa y Selma James, explícitamente inscriptas en la tradición de Marx, agregan otro lugar de producción social: la familia como centro de producción de la fuerza de trabajo.
Relaciones de producción y relaciones de parentesco
En este marco, la cuestión del lugar que ocupa la reproducción frente a la producción es decisiva. Es necesario precisar, aunque Silvia Federici equipara ambos problemas una y otra vez, los mecanismos de reproducción de la relación capitalista exceden por mucho la cuestión de la familia propiamente dicha.
Como sea, es una lástima que la autora no diga nada del libro de Engels. En los años 1970, la discusión crítica de sus tesis sirvió de punto de partida a la emergencia de un feminismo marxista. La crítica contra el clásico recaía esencialmente (y con razón) sobre el tema de la periodización histórica de la opresión de las mujeres. Sin embargo, en el prefacio, hay una fórmula que la tradición marxista no integró sin afrontar muchas dificultades. Según esa fórmula, aunque el análisis materialista tiene como fundamento la producción y la reproducción de la «vida inmediata», esa producción se presenta desdoblada: «la producción de los medios de existencia» y «la producción de los hombres mismos, la propagación de la especie». De un lado, las relaciones de producción; del otro, una forma histórica dada de la «familia». Por mi parte, prefiero utilizar la categoría «relación de parentesco», aun bajo condición de otorgarle un sentido más general que el que asume en cierta antropología autosatisfecha con la pluralización de los sistemas clasificatorios. Las relaciones de parentesco de las que hablo son las que cristalizan en las instituciones ligadas a la reproducción de la especie, pero pueden englobar funciones muy amplias y a una gran cantidad de individuos (por ejemplo, la familia como «maisonnée» en el Antiguo Régimen).
Este enfoque general me parece todavía muy pertinente. Dado el rol que juegan las mujeres en la reproducción de «la especie», el análisis de la articulación entre las relaciones de producción y las relaciones de parentesco me parece decisivo a la hora de abordar la opresión de las mujeres y sus formas históricas. En todas las sociedades precapitalistas, esas esferas se encuentran encastradas una sobre la otra. Por el contrario, la relación entre el capitalismo y la reproducción se estructura «por separado», pues la familia moderna deviene una esfera completamente privada y recortada de la producción social.
La categoría de producción social, utilizada por Mariarosa Dalla Costa y Selma James, ocupa el centro del análisis de Engels, que distingue tres grandes períodos: a) El de las sociedades primitivas, donde las mujeres participan en la producción social junto a los hombres y de manera igualitaria, perspectiva que cuestionarán los antropólogos marxistas de los años 1970; b) La aparición de la propiedad privada y de la familia, que hizo «del gobierno del hogar […] un asunto privado» y de la mujer «la primera sirvienta del hombre», dos rasgos de la familia moderna, completamente separada de la producción social, que ponen fin a la equivalencia con todas las formas precapitalistas de familia; c) El advenimiento del capitalismo, donde las mujeres reencuentran el camino de la producción social —al mismo tiempo que el de su posible emancipación y, más en general, el de la desaparición de la familia— a través de la proletarización.
El problema con esta última tesis —o al menos uno de ellos— es que las mujeres son proletarizadas en tanto que mujeres —es decir, como grupo oprimido— y que, además, la familia moderna, lejos de desaparecer, termina consolidándose al interior de la clase obrera. Con todo, no debe dejar de remarcarse la radicalidad que implicaba la posición de Engels en su época, sobre todo cuando se considera que en el movimiento obrero estaba cobrando cuerpo una corriente que se oponía al trabajo de las mujeres en nombre de sus funciones «naturales» de madre y de ama de casa. Por lo demás, hacia los años 1960-1970, la tradición marxista —incluida su tradición más radical— no percibe en la familia más que la mera supervivencia de formas precapitalistas y se contenta con explicar que Engels sobreestimó los ritmos de su desaparición. Si bien es cierto que la disociación de las relaciones de producción y de las relaciones de parentesco se traduce en la emergencia de la familia, que no deja de remodelar las contradicciones de la dominación masculina, el proceso sigue generando nuevas contradicciones. Volveremos sobre el análisis de la familia moderna, pero antes es necesario analizar las cuestiones de la acumulación originaria y el trabajador libre.
La acumulación originaria
«La llamada acumulación originaria» es el título del capítulo XXIV del Tomo I de El Capital. Uno de sus mayores méritos es cuestionar radicalmente toda visión lineal del progreso histórico. Marx polemiza con Adam Smith, quien sistematizó aquella categoría típica de la economía política clásica. En un pasaje, Marx se burla de otro autor (Wakefield) para quien la humanidad se dividió en propietarios de capital y propietarios de trabajo sobre la base de un acuerdo común [ed. S. XXI, p. 958]. Sin embargo, aunque Marx no se opone en principio a un análisis histórico-genético del advenimiento del capital, toma otro punto de partida, a saber, una caracterización general del modo de producción capitalista: en el fondo del sistema capitalista, se encuentra la separación radical del productor de sus medios de producción. Solo después se adentra en esos detallados análisis históricos —desde la «Expropiación de la población rural» a «La teoría moderna de la colonización»—, que examinan la genealogía de ciertos elementos del capital.
Ese enfoque, presente en los Grundrisse pero profundizado en El Capital, originó toda una serie de debates. De hecho, aquí Marx rechaza todo «historicismo» y opera una ruptura metodológica: el análisis lógico de la estructura interna del modo de producción capitalista tiene primacía sobre el análisis histórico. En ese marco debe examinarse la categoría marxiana de «trabajador libre». Silvia Federici la coloca en el centro de su crítica, pero no se preocupa por aclarar el estatuto teórico que tiene en el análisis marxista de la relación de explotación capitalista. Por lo demás, ella tampoco se interesa en definir esa última relación, ni las formas específicas que adopta.
A pesar de remarcar la existencia de fenómenos similares en otros países europeos, Marx se concentra en el período inglés de los procesos de «cercamiento» de la tierra, durante los que los grandes terratenientes, colocando vallas, atacaron los derechos de uso de las tierras comunales campesinas con el fin de rentabilizar la cría de ovejas. Cuestionan así las formas de «posesión» de las tierras. Esta separación del principal medio de producción de la época (la tierra) reestructura la comunidad campesina, uno de los marcos esenciales que define las condiciones de socialización de los individuos. Como indica Silvia Federici, el «cercamiento», tomado en el sentido general de movimiento de privatización de tierras, se inicia en Inglaterra a fines del siglo XV y continúa durante los siglos XVI y XVII.
La autora multiplica a este respecto los zooms sobre la globalización neoliberal contemporánea. Bien entendidas, las analogías entre ciertos efectos de la globalización contemporánea y el período de acumulación primitiva analizado por Marx son posibles. En este sentido, Federici tiene razón cuando, en «Reproducción y lucha feminista en la nueva división internacional del trabajo», escribe que:
[L]a expansión de las relaciones capitalistas está firmemente sujeta (como ya lo estaba en tiempos de los cercamientos ingleses y de la conquista de América) a la premisa de la separación de los productores de los medios de (re)producción y de la destrucción de cualquier actividad económica que no esté orientada al mercado, comenzando por la agricultura de subsistencia (p. 114).
Pero, más allá de esas analogías, existe una diferencia fundamental entre los períodos de acumulación originaria de los que habla Marx y la globalización neoliberal contemporánea. En el primero, el capitalismo recién está naciendo, en el marco de un ambiente feudal todavía dominante. En el segundo, el capitalismo se estructura a través de la acumulación capitalista desplegada a escala mundial sobre la base de la relación salarial, dominante en el centro y bastante desarrollada (aunque de manera desigual) en la periferia. Entonces, el cuadro de reorganización de las relaciones sociales y de los espacios político-geográficos es totalmente diferente. Silvia Federici no aborda el tema y, tal vez por eso, no brinda ninguna periodización. De hecho, se contenta con análisis muy lineales que se despliegan en un continuum espacio-temporal casi homogéneo que abarca desde el siglo XV hasta el presente.
Por otra parte, hay que decir que las discusiones sobre el período se han reactivado. Por ejemplo, en El origen del capitalismo, Ellen Meiksins Wood revisa los debates de la tradición marxista sobre la transición del feudalismo al capitalismo, con el fin de poner en cuestión un enfoque que pretende dar cuenta de la emergencia del capitalismo en Europa como si fuera el efecto del autodesarrollo de las fuerzas productivas. Según la autora —y el argumento es muy convincente— la ruptura en el marco de las relaciones de producción se consuma en Inglaterra después del proceso de «cercamiento», acto de nacimiento del capitalismo, que se desarrolla entonces bajo una forma agraria.
Sin embargo, en el siglo XVI, el trabajo por encargo del capital mercantil, calificado a veces como manufactura dispersa, que emplea especialmente a mujeres y niños y que permite completar el ingreso de las familias campesinas, no es equivalente al asalariado capitalista analizado por Marx en El Capital. Las manufacturas ensambladas, la fábrica y el maquinismo no aparecen, ni siquiera en Inglaterra, hasta fines del siglo XVIII. Sin embargo, la argumentación de Silvia Federici se centra en el desarrollo masivo de la racionalización y de la división capitalista del trabajo, como si hubiesen reorganizado las relaciones sociales a partir del siglo XVI.
El trabajador libre
Luego, cuando se refiere a las colonias, Federici cita a Marx:
El descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras, caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de acumulación originaria (Tomo 1, Vol. 3, Ed. S XXI, p. 939).
Argumenta entonces que, si bien para Marx «la creación del trabajador ‘libre’ e independiente […] consiste esencialmente en la expropiación terrateniente europea», el autor concedería también que se articula con la dominación colonial y la reactivación del esclavismo (CB: 101). Pero, por el contrario, no dice nada sobre el proceso de sometimiento de las mujeres. Por eso —ya lo cité más arriba— propone dar de baja «la identificación marxiana del capitalismo con el advenimiento del trabajo asalariado y el trabajador ‘libre’» (CB: 14).
Volveremos sobre el «olvido» de las mujeres, pero me gustaría señalar aquí el desplazamiento operado por las fórmulas de la autora que, a nivel conceptual, tiene efectos fundamentales en la elaboración de su problemática y en la perspectiva de sus análisis. El «trabajador libre» del que habla Marx en el Tomo I de El Capital no es sinónimo de «trabajador libre e independiente», es decir, no se trata del pequeño productor o trabajador «independiente» de nuestros días. Es una figura conceptual mediante la que Marx define al asalariado capitalista, hombre o mujer, en oposición al esclavo o al siervo.
Este trabajador es libre en un doble sentido. Está desposeído de los medios de producción y no es propietario más que de su fuerza de trabajo, que vende como una mercancía. Pero al mismo tiempo, es considerado como un propietario libre e igual a los otros propietarios, aun cuando la otra cara del «trabajador libre» sea el «despotismo fabril». Desde el punto de vista de las lógicas de emancipación implicadas en la lucha de clases, la generalización de la relación salarial capitalista se traduce en una dialéctica de la égaliberté —para retomar la fórmula de Étienne Balibar— o en una dialéctica de la igualdad ciudadana. Ese horizonte es imposible en las sociedades precapitalistas. Debe agregarse también que la igualdad entre hombre y mujer —o el derecho de las mujeres a disponer de su propio cuerpo— son impensables en las sociedades precapitalistas, y que las posibilidades de realizarlos guardan sin duda relaciones determinadas con el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas.
Por ejemplo, las mujeres siempre recurrieron a saberes prácticos para intentar controlar su fecundidad. Pero el desarrollo masivo de los métodos anticonceptivos implica una ruptura histórica. Como escribe Mireille Laget: «Nuestras sociedades contemporáneas otorgan a la vida amorosa de la pareja un valor propio, absolutamente disociado del número de niños que se desee tener» (Naissance, l’accouchement avant l’âge de la clinique, Seuil, 1982, p. 15). Pero antes de tratar este tema es necesario abordar el análisis lógico de la relación de explotación capitalista. Aun cuando insiste fuertemente en las condiciones socioeconómicas y en la explotación en general, Silvia Federici nunca aborda el tema en detalle. De aquí sus conclusiones precipitadas y sus sorprendentes vaivenes históricos. Por ejemplo:
Si la respuesta a la crisis de población en Europa fue la supeditación de las mujeres a la reproducción, en la América Colonial […] la respuesta fue la trata de esclavos que proveyó a la clase dominante europea de una cantidad inmensa de mano de obra. Ya en el S. XVI, aproximadamente un millón de esclavos africanos e indígenas estaban produciendo plusvalía para España (CB: 175).
Evidentemente, la autora pretende aquí presentar una problemática general de la acumulación capitalista y situar en el mismo movimiento histórico la asignación de las mujeres a la reproducción y el desarrollo de la esclavitud colonial. El problema es que —volveremos sobre esto más adelante— dicha asignación, legible en la figura del ama de casa, no existe en aquella época. Por otra parte, la plusvalía (al menos para Marx) remite a la forma específica que toma la explotación capitalista. En la España del siglo XVI —y esto en general no se discute— dicha relación es totalmente marginal. Un poco más adelante, la autora presenta la plantación como «la primera prefiguración de la fábrica». Sin embargo, esta última no aparece más que a fines del siglo XVIII, justamente sobre el fundamento del «trabajador libre», mientras que la plantación como trabajo forzado reposa sobre la coerción directa.
Una vez más, comprobamos que las cuestiones —decisivas para Marx— del análisis de las diferentes formas de explotación (es decir, de apropiación del plustrabajo), no le interesan a Silvia Federici. Para ella la «esclavitud» parece ser la figura central de la explotación. En ese sentido, la autora toma el ejemplo de Inglaterra:
‘Un hombre casado […] tenía derechos legales sobre los ingresos de su esposa’. Esta política, que hacía imposible que las mujeres tuvieran dinero propio, creó las condiciones materiales para su sujeción a los hombres y para la apropiación de su trabajo por parte de los trabajadores varones. Es en este sentido que hablo del ‘patriarcado del salario’. También debemos repensar el concepto de ‘esclavitud del salario’. Si es cierto que, bajo el nuevo régimen de trabajo asalariado, los trabajadores varones comenzaron a ser libres sólo en un sentido formal, el grupo de trabajadoras que, en la transición al capitalismo, más se acercaron a la condición de esclavos fueron las mujeres trabajadoras (CB: 166).
Volveremos sobre la cuestión del patriarcado del salario, pero hasta aquí podemos decir que, para Federici, es como si existiera un vasto sistema esclavista que jerarquiza el estatus de los individuos en función de la categoría de esclavo. El mecanismo analítico es claro: el capitalismo y su nueva división del trabajo superponen los espacios sociogeográficos. Luego, aunque la producción asalariada capitalista se encuentra en el centro, es alimentada por dos espacios distintos: uno interno, el de la producción/reproducción de la fuerza de trabajo, y uno externo, de rasgos periféricos y coloniales. Para designar a los individuos explotados y dominados por ese sistema, la autora utiliza la categoría genérica de proletariado, que incluye en términos estructurales a tres conjuntos: a) los trabajadores asalariados (casi siempre blancos); b) las mujeres (semiesclavas); y c) los esclavos en sentido estricto (casi siempre negros). Aunque el conjunto del proletariado tiene un enemigo común —el capitalismo—, los varones asalariados se benefician —y participan— de la dominación.
Fin Primera Parte.
(*) Antoine Artous: Doctor en Ciencia Política y miembro de la redacción de la revista ContreTemps (Francia). Autor de numerosos libros, entre ellos «Marx, el Estado y la política».
Fuente: https://jacobinlat.com/2023/07/02/a-proposito-de-caliban-y-la-bruja-de-silvia-federici/
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