Este 8 de marzo, la bandera feminista será la bandera de Palestina.

Palestina es una cuestión feminista.

por Irene Zugasti /Ctxt. 

Nuestras condiciones de vida están profundamente afectadas por la forma en la que los Estados compiten entre sí, las alianzas que eligen, cómo se hacen la guerra o la paz y a través de qué relatos aceptamos ese orden.

“Palestine is a feminist issue”. Es obvio, ¿no? o quizá no tanto. Al fin y al cabo, ¿qué tendría que ver con nosotras un genocidio a miles de kilómetros? ¿En qué afecta a nuestros debates políticos de andar por casa, a nuestros malestares, a nuestras demandas, a los derechos que nos quedan por disputar? La respuesta es sencilla: todo. Tiene que verlo todo. Lo internacional es político, así que lo personal también es internacional. O, simplificando el palíndromo, como decía Cynthia Enloe en aquel ensayo maravilloso, una comprensión feminista de la política internacional es aún más clara si la formulamos al revés: “Lo internacional es personal”. Nuestras condiciones de vida, nuestra cotidianidad más ordinaria y simple, está profundamente atravesada por la forma en la que los Estados compiten entre sí, las alianzas que eligen, cómo se hacen la guerra o la paz y a través de qué relatos aceptamos –o no– ese orden internacional y el lugar que ocupamos en él.  

Este 8 de marzo de 2024, a seis meses del inicio del genocidio más letal de lo que llevamos de siglo, urge que las feministas nos articulemos en clave internacional e internacionalista, porque la potencia de un internacionalismo feminista por la paz es inmensa y la única vía posible para construir una alternativa al régimen de guerra al que quieren abocarnos. Que Palestina es una cuestión feminista no es solo un eslogan, y he aquí cuatro ideas para explicarlo:
 
En primer lugar, porque el régimen de guerra global al que Occidente parece dirigir todas sus fuerzas necesita el orden de género para funcionar y legitimarse; por eso debemos romperlo, abolirlo, desmontar sus lógicas. Necesita jóvenes dispuestos a ser carne para la picadora, mártires, héroes, y necesita a mujeres dispuestas a ser descanso del guerrero, cuerpos a disposición del Estado y sus aparatos, víctimas necesarias e inevitables a las que vengar. Necesita la explotación y la violencia las mujeres para justificarse –no olvidemos las agresiones sexuales como gran “argumentario” de Israel en la justificación de su masacre– y necesita que los hombres sigan sintiéndose seguros sabiéndose soldados frente al colapso de la masculinidad que supone sufrir una guerra en tus carnes. El apartheid israelí y su violencia busca agotar hasta extinguir a aquellas comprometidas con la reproducción social, con la vida y la supervivencia en Palestina: por eso ataca hospitales, convoyes y corredores humanitarios, infraestructuras básicas, el agua, la tierra, los colegios, las universidades, los centros comunitarios, hasta desfondar a quienes las sostienen y borrarlas, metafórica y literalmente, del mapa. Necesita unas fuerzas de ocupación que les nieguen su acceso a la salud, a la educación, a sus derechos reproductivos, su libertad de movimiento, el ejercicio de hasta las más básicas libertades. Necesita netanyahus, bidens, borreles, la senectud vestida de camuflaje, en toda su escala de posiciones, que llenen de argumentos y razones sus casus belli y justifiquen que van a multiplicar el gasto en armamento, seguridad y defensa pudiendo hacerlo en sanidad pública, vivienda o en abordar la crisis climática. Necesita medios de comunicación y analistas –abrumadoramente hombres, esos geopolitibros de cabecera– que jaleen la guerra y sus lógicas narrando cada ofensiva y convirtiendo los muertos en contadores sin historia para que, si no llenas la cesta de la compra, si no puedes alquilarte una casa ni pagar la luz, si te mueres alcanzando la orilla de Europa, sea culpa de la “tensión internacional” y de unos pocos tipos malos que cambian según las necesidades del guión. Necesita “valores” –como la igualdad o los derechos de las mujeres– retorcidos y esgrimidos como excusa para ennoblecer sus genocidios o sus matanzas en las fronteras, para hacer digna e irremediable la barbarie. El pasado carnaval, en mi barrio en Madrid, me crucé con un grupo de hombres jóvenes, casi adolescentes, disfrazados de militar: cascos, gafas, guantes, mochilas tácticas, fusiles de asalto hiperrealistas, botas. Posaban disparando al aire, simulando arrestos, colocándose en formación: eran indistinguibles de las fotos de los soldados israelíes de su misma edad que circulan por la red y que también juegan a las batallas, pero con muertos de verdad, y cuelgan en TikTok sus atrocidades. El régimen de guerra es también eso: que tu hijo prefiera, de entre todas las cosas que podría ser en el día en el que uno puede ser lo que quiera, performar el Call of Duty
 
En segundo lugar, porque las resistencias palestinas en Estados como el español y en muchos otros lugares del mundo en diáspora están siendo impulsadas por mujeres que nos hablan de colonialidad, de migraciones, de clase, de racismo, de familia, de las violencias sin nombre que se ejercen contra ellas. Donde ellas se arremanguen, debemos estar todas. Las veo en las manifestaciones, algunas llevan velo y otras no –para escándalo de la blanquitud ilustrada–, otras se anudan la kufiya a la cabeza, algunas ya nacieron aquí, otras llevan el exilio en los talones. La historia de las organizaciones de mujeres palestinas es larga y compleja, y han enfrentado sus propios debates internos, como en todas las luchas anticoloniales: no necesitan lecciones de nadie. Nos recuerdan que allí, en su casa, en la tierra de la que han sido expulsadas, hay mujeres sosteniendo sus comunidades, hay madres que son figuras fundamentales para la construcción comunitaria y política; están las que continúan operando en hospitales en ruinas, dando clase en escuelas que vuelan por los aires, siendo torturadas en cárceles por su activismo político, asesinadas mientras hacen periodismo. La trampa discursiva que las presenta –una vez más– como mujeres sin palabra ni agencia, “mujeres y niños” en un contador, funciona muy bien para la propaganda de los “salvadores blancos”, y también se sostiene sobre la estereotipación del hombre árabe como “salvaje”, como si los civiles palestinos no fueran también merecedores de piedad, de solidaridad y de justicia. Las asunciones que desde Occidente construimos sobre sus sociedades –y sobre Israel como la “única democracia” de la región– refuerzan los propios elementos patriarcales internos y son una estrategia del propio sinónimo para aislarlas y marginarlas en los debates internacionales. El silenciamiento de las voces de las mujeres palestinas es también aviso a navegantes, porque en su activismo se juegan mucho más que la palabra: en Alemania, ese país de memoria selectiva, arriesgan detenciones y deportaciones por defender su causa. En Reino Unido, algunas enfrentan procesos judiciales por manifestarse, por ejemplo, frente a la fábrica de Elbit (sí, la empresa de material defensa a la que España ha continuado adjudicando jugosos contratos públicos incluso tras el 7 de octubre de 2023) o son acusadas, directamente, de terrorismo. En Estados Unidos, defender públicamente a Palestina puede costarte no sólo una persecución política, sino tu empleo en una universidad, en un medio de comunicación, en el cine o en un puesto de trabajo cualquiera tan pronto como caiga sobre ti la sombra de la sospecha de la nueva caza de brujas. Hablar por las que no pueden hacerlo no equivale a hablar en su nombre, sino encontrarnos en la denuncia de lo que el proyecto colonial sionista, como elemento clave del capitalismo internacional, supone para sus vidas y para las resistencias.
 
En tercer lugar, porque como feministas, vinimos a disputarlo todo y la última frontera en liza es la política exterior, nunca mejor dicho. Es innegable el denodado esfuerzo por mantener fuera del circuito de las relaciones internacionales y de la política exterior a los activismos feministas, construyendo –ahí sí– un cordón sanitario que garantice el estado de las cosas dentro de sus cancillerías, sus embajadas y sus organizaciones. La “diplomacia feminista” que han desplegado varios Estados europeos –Alemania o España entre ellos– funciona como complemento adorno de sus estructuras excluyentes y jerárquicas a la interna y refuerza una “acción exterior” basada en reforzar las estructuras de dependencia, de colonialidad, de fronteras, y el paradigma humanitario como único modelo frente a una sororidad entre iguales –paradigma, además, cada vez más dependiente de la filantropía privada o del vaivén de los gobiernos de turno, como estamos viendo con la UNRWA–. Una diplomacia feminista que se invoca en embajadas donde los canapés te los sirven criadas migrantes con cofia, que se congratula de la enésima cumbre internacional en la que se aplaude a las mujeres del “tercer mundo” por su “empoderamiento” o su “construcción de la paz” que se han echado a la espalda frente a los conflictos y situaciones que el que “primer mundo” ha creado para ellas. Las “mujeres por la paz” autoorganizadas son así desposeídas de su potencial político y transformador y relegadas a la muy humanitaria y necesaria labor de reconstruir el territorio y de cuidar las comunidades, eso sí, una vez que los objetivos de guerra han sido consumados. Como disidencia controlada, la legitimación del régimen de guerra se articula también a través de fórmulas del feminismo neoliberal, como la celebración de la paridad y de la presencia femenina en las estructuras bélicas o militares: las valientes soldados israelíes, Wonderwoman, las ministras de Defensa o alguna que otra analista internacional que les compre el discurso por la tele. El feminismo institucional de Occidente y las fuerzas políticas que lo representan no solo no van a dar la pelea, sino que harán lo que sea necesario para legitimar el statuquo
 
Pinkpurple o greenwashing mediante. Al fin y al cabo, el régimen de guerra garantiza su supervivencia. Von der Leyen y su sionismo militante, Margarita Robles y sus presupuestos militares, Hillary Clinton –convenientemente abucheada por las valientes estudiantes de Columbia– y sus históricos récords de compra y venta de armas, todas ellas son necesarias –junto al silencio de las otras– para permitir el genocidio y sobre todo, para evitar que nazca cualquier alternativa. “Por favor, no saques a Palestina en tu discurso. Esta es una conferencia de mujeres, no de política”: eso es lo que Betty Friedan espetó a Nawal el Saadawi durante la Conferencia de Nairobi de 1985. Para la autora de La mística de la feminidad, el conflicto árabe-palestino poco tenía que ver con ella y con sus preocupaciones. El feminismo institucional de la paridad, de los debates sobre quién se queda el despacho, ese que no tiene interés ni le importa la disputa internacional, o la deja para la filantropía del día después, no me interesa. Un feminismo que prefiere escandalizarse por una canción de Eurovisión antes que por el genocidio de decenas de miles de personas, que hace matemáticas electorales con las muertas, o que directamente, desprecia cualquier lucha decolonial como un asunto menor y molesto en su agenda de libertades, no nos convoca ni merece mayor atención ni respeto. Pero hay una política exterior feminista –o una geopolítica feminista, si lo preferís– diferente, que late y se extiende y que no cabe en sus embajadas, la que generó hace pocos años redes de solidaridad internacional para denunciar las violencias sexuales o la que hoy han construido en todo el mundo las palestinas desplegando un activismo multitudinario y poderoso, a costa, precisamente, de no ser demasiado diplomáticas.
 
En último lugar, Palestina es una cuestión feminista porque las feministas sí tenemos una alternativa a su régimen de guerra, pero ellos no tienen ninguna. Como dicen las mujeres del Palestine Feminist Collective, la lucha palestina establece y redefine prácticas y principios que beben de los movimientos decoloniales de todo el mundo, y que está construyendo, aún bajo las bombas, “una filosofía de liberación y práctica necesaria para crear el mundo en el que queremos vivir”. Principios como el de la justicia internacional, encarnada en ese alegato de dignidad que fue la causa sudafricana en la Corte Internacional, o prácticas como el boicot de consumo, que nos recuerda cómo un acto tan sencillo como no comprar o no contratar es un acto de amor hacia el otro lado del planeta, priorizando cuidar sobre consumir, demostrando que no somos indiferentes. El genocidio palestino y sus lógicas de resistencia nos han abierto los ojos ante un Occidente que es un viejo egoísta, codicioso y decadente, como la mayoría de sus líderes, pero también nos han invocado a preguntarnos cuáles son los otros caminos y mundos posibles.  

Al enfrentar las violencias, siempre tuvimos meridianamente claro que si nos tocaban a una, nos tocaban a todas. También a las que dan a luz en tiendas de campaña y entre escombros, a las que agreden en los checkpoints, a las que silencian y reprimen o a las que asesinan. La paz es nuestro más urgente horizonte feminista: no una paz a medida de Occidente y sus amos y señores, no una paz domesticada y cómoda, ni una paz aplazada y sumisa que pueda encajar en su business as usual, sino una paz que arrastre consigo a los genocidas, una paz justa sobre la que construir nuevas reglas y relaciones, una paz en la que la justicia social, los derechos humanos y la reparación les derriben de la silla y les desnuden como los arquitectos de barbarie que son, han sido, y serán si nosotras no lo evitamos. Desde el río hasta el mar, y hasta donde podamos empujar. Una paz frente a quienes quieren ver el mundo arder y beneficiarse recogiendo las cenizas. Salvar Palestina es salvarnos un poco a todas, porque sí, lo internacional es personal y esa paz es, más que nunca, una cuestión feminista. 

Fuente: https://ctxt.es/es/20240201/Firmas/45638/Irene-Zugasti-feminismo-gaza-genocidio-israel-palestina.htm


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