León Rozitchner. Guerra defensiva, guerra de los débiles, una guerra eminentemente política.

ROZITCHNER ESPAÑOL [una excusa para poner la política y la guerra sobre la mesa, Editor CT].

por Amador Fernández ­Savater (*)-

INTRODUCCION

Una de las cosas que me atrapó en la lectura de León Rozitchner, sugerida por las amistades políticas argentinas, fue lo siguiente: su capacidad para echar una luz distinta a la historia política española de las últimas décadas. Pienso concretamente en el pasaje entre Dictadura y Democracia, cuya descripción  oficial se relataba en términos de una discontinuidad radical. Y también en la secuencia abierta por el movimiento 15M de 2011 («los indignados»), cuando, por fuera completamente de la política tradicional de los partidos, salta por los aires esa descripción oficial al grito de «lo llaman democracia y no lo es».

Es lo que buscamos desplegar en las páginas que siguen: lo que la mirada de Rozitchner nos habilita a ver en la coyuntura política española de los últimos 45 años. No lo que se resulta si «aplicamos» sus categorías al caso español, lo que daría a entender que hay una masa de datos ya listos esperando su interpretación, sino los nuevos datos y conexiones que aparecen si usamos esas categorías como lentes. Lo nuevo que podemos ver y nombrar. El resultado es una visión histórica alternativa y polémica (con usos políticos inmediatos) a partir de lo que podríamos llamar «una teoría de las fuerzas».

Pero, ¿cómo es posible que la interrogación política de Rozitchner ilumine la historia española, cuando se desarrolló existencialmente tan pegada al material argentino, como sabemos? ¿Significa que estamos ante dos procesos sustancialmente idénticos aunque cambien los actores y las apariencias? ¿O bien es señal de que estamos forzando las cosas? Me parece que no, diría que en la meditación filosófico-política de León, en la estela de Maquiavelo, Spinoza y Clausewitz, hay un núcleo trans-histórico, intempestivo. Es decir, que su obra se ha convertido en un clásico: una fuerza siempre activa, con algo que decir para cada época, para cada situación histórico-social.

PRIMERA SECUENCIA: LA «DEMOCRACIA ATERRORIZADA»

«La democracia actual fue abierta desde el terror y no desde el deseo». León Rozitchner (2015, p. 57) habla así de la democracia argentina, pero bien puede aplicarse a España. En Argentina, la democracia surge de la derrota de una guerra: Malvinas. En España surge de una derrota de otro tipo: Franco muere en la cama. Es decir, no hay huelga o insurrección general que provoque la caída del régimen, ninguna Revolución de los Claveles en el origen de la democracia española, como soñó la oposición al franquismo desde siempre.

La Transición española es un proceso «de la Ley a la Ley». No una ruptura sino una reforma, si hablamos con los términos del debate de entonces. Es decir, no hay destitución radical (hasta la raíz) de las bases del franquismo y construcción de nuevas instituciones desde un fundamento radicalmente distinto, sino modificación del régimen político dentro de un contexto más amplio que no se toca. Los privilegios de los poderes fácticos – económicos, políticos, judiciales, religiosos, etc.- son a la vez blindados y aggíornados a la nueva situación. Constituirán a partir de ese momento sus límites absolutos: los de una «democracia aterrorizada» en términos de Rozitchner.

La fuerza no sólo quiere ser obedecida por el miedo, sino también amada y respetada. Hay que hacer parecer justo lo que es fuerte. Es la función de la cultura consensual ­convencional, según enseña Rozitchner: proporcionar legitimidad y justificación a lo que se instaló por la fuerza y el miedo. El relato consensual del «pacto voluntario entre ciudadanos libres e iguales» borra el secreto de los orígenes: el orden reposa en la fuerza, la paz civil se instituye sobre un fundamento de violencia y terror, la democracia tiene límites severos -son los límites impuestos por todos esos poderes fácticos que quedaron intocados en el proceso de Transición.

Volver a oír el rugido del león rampante
León Rozitchner

Esta historia, esta historicidad, es indispensable para entender la «baja intensidad» de la democracia española en los últimos 45 años -su carácter de régimen oligárquico atado siempre al poder de los fuertes. Y, por tanto, para entender también la radicalidad de la consigna «Lo llaman democracia y no lo es» que brota desde las plazas de toda España en el año 2011. Lo que gritaron entonces las plazas, donde se reunía un común transversal a la población mucho más amplio que la mera oposición de izquierdas, era un secreto, el secreto tapado por la cultura convencional-consensual, compartido de pronto a voces.

NI PAZ NI GUERRA: LA «TREGUA»

Inspirado por la reflexión de Clausewitz, León Rozitchner propone llamar «tregua» a lo que solemos llamar simplemente «democracia» o «paz civil». ¿Cuál es la productividad de esa nominación, concretamente para el caso español? Una tregua no es exactamente la paz. Pero tampoco la guerra. El término nos invita a pensar con mayor sutileza (y realismo) las relaciones entre paz y guerra, dictadura y democracia, violencia y derecho. Complejizar allí donde solemos establecer cortes abruptos y tajantes, compartimentos estancos. En dos sentidos al menos:

-La tregua no es la paz: no es el cese de las hostilidades, sino su reacomodo a una nueva situación.

Lo que aparece en el nivel consensual o liberal como libre de violencias está atravesado de lado a lado por los efectos de una guerra anterior: el Estado y la ley no son simplemente campos neutrales de juego, sino la cristalización de una relación de fuerzas que los preexiste (Rozitchner, 2015b, p. 144 ). El terreno (jurídico y legal) de lo posible está acotado por el poder del vencedor. El Derecho es sólo, como dice Paul Valéry, «un descanso de las fuerzas», esa cristalización siempre transitoria.

Esta es la realidad de la democracia en España desde la Transición: hay condiciones, privilegios y pactos preexistentes que no deben tocarse. Límites económicos, límites políticos, límites en el encaje territorial que, en adelante, serán las condiciones a priori del juego democrático. El conjunto constituye el famoso «consenso» que delimita desde hace décadas lo posible en España, cuyo marco intocable es la Constitución votada en 1977. La política se restringe a la acción de los partidos, que se reparten el poder en el interior del marco autorizado. Esta arquitectura política se conoce -ya popularmente desde el 15M- en España como «régimen del 78».

El miedo nunca desapareció del mapa, sino que permaneció como amenaza contra todo aquel que se animase a cuestionar los límites de lo posible: no hay que ir demasiado lejos, no hay que tomarse demasiado en serio la democracia como poder del demos, no hay que cuestionar sus pilares fundadores -esos límites intocados que venían de la Dictadura. Un «franquismo de retaguardia» puebla el inconsciente del Estado y la sociedad española. Resurge cuando son cuestionados los fundamentos disimulados del orden. Es lo que explica la aparición del partido de extrema derecha Vox, una respuesta defensiva al desafío al régimen del ’78 que han supuesto tanto el 15M como los nuevos partidos políticos que surgen a su calor (Podemos, municipalismos) y el movimiento independentista catalán de 2017.

-La tregua no es la guerra: abre una nueva situación que puede ser aprovechada por las fuerzas de transformación social si es reconocida como tal.

La tregua no es sólo una concesión del fuerte, que tras exterminar a todos sus enemigos en la guerra puede ahora prescindir de ella para mantener sus privilegios, sino que también es efecto de la resistencia de los débiles. El dominio del vencedor nunca es absoluto y total: el que se defiende pone límites, también ca-produce y ca-determina la tregua.

El pasaje entre la dictadura y la democracia en España está afectado por mil luchas y conflictos, empezando por el empuje revolucionario de una buena parte del movimiento obrero durante la Transición. La instancia política, en condiciones de tregua, está secuestrada por los poderes fácticos y oligárquicos, pero también obligada a rendir cuentas a los ciudadanos. La tregua ha sido siempre un equilibrio movedizo entre fuerzas desiguales y heterogéneas. Hay que tener esto en cuenta, nos advierte Rozitchner, para no mirar siempre el mundo desde el punto de vista de los fuertes como si eso fuese el colmo de la lucidez crítica.

La tregua abre por tanto un espacio ambivalente que puede asumirse positivamente desde la transformación social si se piensa en sus justos términos. No es «la paz» por fin alcanzada de la que nos habla la cultura consensual-convencional, pero tampoco la «trampa» de una Dictadura disfrazada de Democracia. Hay violencias, estructurales, culturales y directas, que ratifican y reaseguran cotidianamente los poderes fácticos y los monopolios oligárquicos sobre lo común, pero también nuevas posibilidades para la acción colectiva de emancipación.

LA ILUSIÓN DE LA POLÍTICA SIN FUERZA

Para habitar la tregua como un campo favorable a la transformación social, explica Rozitchner, hay que disolver primero dos ilusiones: la ilusión de la política sin fuerza y la ilusión de la fuerza sin política. Sin embargo, estas fueron las dos ilusiones predominantes entre las fuerzas políticas hegemónicas de la oposición durante la Transición. Vamos a verlo detenidamente en dos casos: la acción del Partido Comunista Español (PCE) y la de la organización armada vasca Euskadi Ta Askatasuna (ETA).

La ilusión de la política sin fuerza supone la creencia de que con la democracia se abre un terreno de juego completamente diferente en el que ya no hay violencias y amenazas, sino un nuevo reparto de cartas en el que todos los jugadores están en igualdad de condiciones. Es la ilusión de una discontinuidad absoluta entre paz y guerra, violencia y derecho, dictadura y democracia.

Asumir estas ilusiones como propias implica entrar a jugar ingenuamente en un tablero inclinado y desentenderse del problema de constitución de una nueva fuerza. Pensar la democracia simplemente en el marco del formalismo jurídico, el respeto a las leyes y las instituciones, la apelación abstracta a la igualdad y los medios de comunicación como espacio público de debate.

Esta fue sin duda la actitud de PCE durante la Transición, una historia magistralmente reconstruida por el historiador Juan Andrade en su libro El PSOE y el PCE en (la) transición (2012), al que tal vez le faltaría una pizca de la filosofía rozitchneriana para ir más allá de la historia y convertirse en auténtica «crítica política».

En el arranque del proceso de transición, el PCE cuenta con una gran fuerza propia: ha estado involucrado masivamente en la resistencia antifranquista, dispone de legitimidad, militantes, apoyo intelectual, bases materiales, infraestructura organizativa.

Una fuerza insuficiente sin embargo, consideran sus dirigentes, para empujar un proceso de ruptura con el régimen que dinamite sus cimientos a través de una gran acción de masas, como una huelga general. A partir de ese cálculo se abandona la vía de la ruptura y se acepta la negociación del cambio con el gobierno heredero del franquismo.

Se entra así en un proceso de intercambio de fuerza por reconocimiento y uno a uno se van aceptando todos los límites de lo posible que se van imponiendo desde arriba, lo que supondrá la inmolación casi total del PCE en un tiempo récord. Prácticamente desaparece en las elecciones de 1982.

Reconocimiento jurídico y político: el PCE considera que debe salir cuanto antes de la marginalidad de la vida clandestina. Con el fin de conseguir su legalización trata de convencer a los poderes fácticos de que no supone ninguna amenaza para sus privilegios y de que es capaz de mantener el orden en la calle. Una de las grandes pruebas de fuerza de esta capacidad fue la organización del funeral callejero tras la matanza de los abogados laboralistas de Atocha por un grupo fascista en 1977.

Reconocimiento de los poderes económicos: el PCE acepta y hacer aceptar los Pactos de la Moncloa de 1977 entre sus bases obreras, desmovilizando luchas y desactivando desbordes autónomos. A través de esos Pactos, el movimiento obrero queda sometido a la representación sindical oficial, que debe velar porque las movilizaciones sean siempre ordenadas y las reivindicaciones no desestabilicen los límites inflacionarios previstos. A cambio, los trabajadores podrían disfrutar de las nuevas libertades políticas y los derechos sociales de la Democracia.

Reconocimiento mediático: el PCE entra a disputar la hegemonía comunicativa con el PSOE y muestra para ello una imagen cada vez más «moderna y moderada». Acepta la monarquía, abandona el leninismo, desarrolla la línea eurocomunista. Pero nada de ello como decisiones autónomas, tomadas en función de un proceso y un pensamiento propio, sino como tácticas para ganar cuotas de visibilidad en la sociedad del espectáculo donde, se supone, se dirime ahora fundamentalmente la política.

El PCE rinde su capacidad de comunicación directa con la población, que había tenido tanta potencia en la clandestinidad, en lugar de renovarla y actualizarla en la nueva situación. El pueblo se vuelve electorado. Las decisiones empiezan a tomarse para ser proyectadas mediáticamente. El diseño de imagen con el fin de atraer votos es ahora lo prioritario, la vida interna del partido (militancia activa, participación) debe someterse a las exigencias del cálculo hacia afuera. La voluntad de ser «un actor significativo en la coyuntura» implica el sacrificio de lo más propio y singular, los principios internos y los elementos de identidad, en los altares mediáticos. La primacía de la lógica espectacular instala en el partido un cerebro distinto, otro modo de pensar y de tomar decisiones.

El PCE funciona durante todo el proceso de transición como un poder estabilizador, que reconduce todo el rato las energías hacia el marco de lo posible, lo cual le gana los elogios (envenenados) de todos los demás partidos consensuales hasta el día de hoy. Pero a pesar de todas esas contorsiones y sacrificios, o seguramente por ellos, será barrido por el PSOE en las elecciones de 1982. Siempre es mejor el original que la copia.

El PCE entrega toda su fuerza singular -capacidad de movilización y de comunicación directa, universo intelectual propio- para entrar a disputar en el marco de la sociedad del espectáculo y acaba siendo devorado por el nuevo código consensual. Como explica Rozitchner (2015, p. 446), los partidos revolucionarios subsisten sólo como «castrados» en la tregua: se les tolera en la medida en que ceden su impulso primero. Pueden continuar con su retórica y sus promesas para movilizar al electorado pero sin desafiar nunca en los hechos el marco de lo posible.

LA ILUSIÓN DE LA FUERZA SIN POLÍTICA

En realidad, no ha cambiado nada, la tregua sólo es un espejismo, todo continúa igual por detrás de la fachada democrática: vivimos en una «dictadura encubierta». Esta es, a grandes rasgos, la argumentación que legitima según la dirección política de ETA la continuación de la lucha armada tras la dictadura. La democracia española es una estafa y un lavado de cara. Por debajo se libra la misma guerra de siempre: terrorismo de Estado, torturas. En la política como en la guerra, a la fuerza que domina ha de oponérsele otra fuerza igual pero de signo contrario.

La ilusión de una fuerza sin política es la ilusión de la continuidad absoluta entre paz y guerra, violencia y derecho, dictadura y democracia.

¿Cómo pensar la guerra? León Rozitchner encuentra en la obra clásica de Clausewitz dos teorías: la primera es la guerra ofensiva o de conquista. Es la más conocida, el modelo según el cual se piensa toda guerra. Esta guerra se propone objetivos positivos: ocupar el territorio del enemigo, depredar sus riquezas, rendir su voluntad y su cuerpo. Es la guerra de saqueo, de colonización, de dominación. La guerra de los fuertes, basada en la fuerza de los fuertes.

La guerra ofensiva toma la siguiente forma: en primer lugar, es un duelo entre jefes o estados mayores, sin contar con el pueblo, que queda como espectador o rehén, medio o elemento sacrificable.

En segundo lugar, tiende hacia la escalada o «ascensión a los extremos» (Rozitchner, 2012, pp. 116 y ss.): la conquista de los centros neurálgicos del enemigo mediante la radicalización del ataque. Cuantos menos impedimentos morales haya, mejor. El principal recurso es el terror: demostrar la fuerza y golpear donde más duela («golpea a uno, educa a cien»).

En tercer lugar, la ofensiva busca resolverse en una batalla decisiva: todo o nada, ahora o nunca, victoria o muerte, es el «punto culminante de la ofensiva» (Clausewitz).

Y cuarto y último, se privilegia la guerra sobre la política: en la creencia de que la victoria reside en las armas, la potencia de fuego, el baño de sangre.

La acción terrorista imita en espejo esta concepción de la guerra. ETA se instituye como vanguardia armada cada vez más separada de los entramados colectivos de la vida cotidiana. Practica la pedagogía de la crueldad, la llamada «socialización del sufrimiento» (ataque a civiles), como modo de radicalizar el ataque. Convierte el terror en espectáculo comunicativo y pedagógico («golpea a uno para educar a cien»). Y subordina completamente el elemento político-civil al elemento militar, el partido (que conocerá muchos nombres, Herri Batasuna, etc.) a la vanguardia armada.

Esta guerra de los fuertes ha sido muy bien descrita por Simone Weil (2023) en su comentario a La 1/íada como «poema de la fuerza». ¿En qué consiste? Es lo que hace de quien quiera que esté sometido, una cosa. Al ejercerse hasta el extremo, se obtiene el punto máximo en la cosificación del otro: un cadáver. Pero nadie posee o ejerce realmente esa fuerza, sino que es ella quien nos posee al ser ejercida. El que mata, para demostrar que es el amo, se convierte él mismo en cosa: elimina su vida interior, su singularidad y su deseo. El héroe, a quien tenemos por dominador del destino, es en realidad el primer esclavo, una marioneta de la fuerza. Como enseña la misma Ilíada, en realidad no hay héroes, sólo hay «cosas» arrastradas por turnos tras el carro del vencedor encima del polvo.

La fuerza de los fuertes se embriaga de sí misma. El que va ganando se toma por invencible, cuando en realidad ninguna victoria es absoluta y ninguna aniquilación es total. No sólo gana, sino que cree llevar toda la razón. Eleva a derecho lo que ocurre de hecho: el débil es inferior y merece ser aniquilado. En la embriaguez y la alucinación, el fuerte mata desconociendo la existencia real y concreta del débil: la humanidad común y compartida. Las modernas ideologías del poder y la muerte multiplicarán al infinito los efectos cegadores de la embriaguez de la guerra: entre el otro y yo, nada en común.

La ilusión de la fuerza sin política desconoce la especificidad de la tregua, perdiendo de vista su potencial, con idea de que el franquismo permanece tal cual tras la democracia formal. La llamada estrategia de acción-represión-acción de ET A en los años 80 presupone que las ekintzas (acciones) desencadenarán la represión del Estado fascista y la gente contemplará entonces el «verdadero rostro» de la democracia, movilizándose en consecuencia. El único resultado de esa estrategia será muerte y dolor por todas partes, héroes y mártires arrastrados tras los carros por el polvo, más resentimiento y victimización, el mejor carburante de esta guerra simétrica. Esta ilusión desastrosa achicó durante décadas en España las potencialidades del espacio de tregua democrática, redoblando la credibilidad de la amenaza disuasiva emitida desde el Estado: «o nosotros o el caos».

SEGUNDA SECUENCIA: LA FUERZA DE LOS DÉBILES

De la fuerza bruta de la Dictadura pasamos a la amenaza disuasiva de la Democracia aterrorizada, pero nunca salimos del famoso «laberinto español»: una cierta administración del miedo como elemento privilegiado de cohesión social. Votes a quien a votes no hallarás salida de este laberinto, sólo modulaciones de lo mismo, pasadizos interiores. La democracia aterrorizada se presenta como un juego cerrado, con límites y reglas intocables, sostenido por una amenaza de muerte («o esto o el caos»).

El grito de «Lo llaman democracia y no lo es» hace un agujero por el que vuelve a entrar el aire. Todo se pone en cuestión, hay que discutirlo todo de nuevo. Es la potencia de escándalo y redefinición de la realidad del movimiento 15M que estalla en España en 2011 contra la gestión neoliberal de la crisis económica que arrancó unos años antes.

El 15M no sólo designa para nosotros ese primer gesto de ocupación de las plazas en mayo de 2011, sino el despliegue de la energía por todos los rincones de la sociedad los dos años sucesivos: desde las mareas en defensa de lo público hasta la Plataforma de Afectados por la Hipoteca contra la política de desahucios, pasando por las mil iniciativas menos conocidas que entonces se activaron. 15M es el nombre de un clima de politización general de la sociedad, el momento en que se reabren las preguntas sobre la vida común que habían estado selladas durante décadas por los consensos de la democracia aterrorizada. ¿Si no es democracia, entonces qué es? ¿ Y qué otra cosa podría ser? ¿Cómo vivir juntos de otra manera?

Pero, ¿de dónde extrajo el 15M su fuerza de desafío? Un movimiento recién creado, sin apoyo institucional, sin dinero, sin nada de lo que en este mundo se considera un poder, sacude en un mes el muro que la izquierda -oficial, extraparlamentaria o armada- no había podido fisurar en décadas. ¿Cuál es la fuerza de los que no tienen ningún poder? Una fuerza que no es un poder, la fuerza de los débiles. Es lo que podemos pensar con el concepto de «estrategia defensiva» de León Rozitchner.

 

UNA FUERZA DE NATURALEZA DIFERENTE

Rozitchner no encuentra en Clausewitz una sola teoría de la guerra, sino dos. En un momento muy particular de su vida, en el que las figuras de autoridad vacilan, el general prusiano se ve asaltado por la pregunta siguiente: ¿cómo es posible que los débiles sean capaces de desafiar a los fuertes? ¿Cómo es posible que los que no tienen nada de lo que se considera un poder -potencia de fuego, un ejército profesional, dinero o tecnologías de muerte ­resistan y, a veces, incluso, venzan a los poderosos? ¿De dónde extraen su fuerza? Clausewitz piensa en la experiencia de la guerrilla española contra la ocupación francesa y en la resistencia rusa contra Napoleón que conoció de primera mano. A partir de ambas experiencias, relativiza la primera teoría de la guerra (juzgada «abstracta») y desarrolla una segunda: la guerra defensiva, basada en otra fuerza, otra estrategia y otra eficacia.

No hay sólo una fuerza, corrige Rozitchner a Simone Weil, sino al menos dos. La fuerza de los fuertes y la fuerza de los débiles. La diferencia no es la que suele argumentarse entre la violencia del opresor y la violencia del oprimido: la fuerza de los débiles no es la fuerza de los fuertes pero empuñada desde abajo, sino una fuerza de naturaleza diferente. Está hecha de otra pasta, adopta otras formas, tiene otros valores, produce distintos efectos. Los fuertes y los débiles no están en una dialéctica, sino que pertenecen a dos universos distintos. Es decir, las dos fuerzas producen, al ejercerse, mundos diferentes.

La defensiva no es una guerra de conquista. Sus objetivos son «negativos»: conservar una forma de vida y un territorio. No aniquilar a un adversario, ocupar su territorio o depredar sus riquezas, sino proteger lo propio. El centro de gravedad no es el enemigo sino el modo de vida que se quiere preservar. Es una guerra de no-dominación, una experiencia de nodominación.

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La estrategia de la defensiva es radicalmente diferente a la ofensiva: en primer lugar, no es un duelo entre jefes o estados mayores, sino que el protagonista de la resistencia es el elemento popular mismo: las energías del cuerpo colectivo, su iniciativa, su creatividad y su valor. Si en la guerra ofensiva todo gira en torno a las virtudes de los jefes de guerra, la defensiva reconoce al pueblo como el fundamento de la fuerza.

En segundo lugar, la defensiva no escala hacia los extremos, sino que se desenvuelve más bien en un juego de tácticas de ataque y defensa en un tiempo dilatado y complejo. «La forma defensiva no es un simple escudo, sino un escudo que va acompañado de golpes asestados con habilidad» (Clausewitz). Sus recursos no son la sangre y el terror, sino el apoyo de la población (ganar a la mayoría) y el conocimiento del terreno (usar las ventajas del tiempo y el espacio).

En tercer lugar, la defensiva no busca la batalla decisiva o el golpe final, sino, más bien, organizar una duración. La batalla decisiva se considera más bien una trampa mortal del fuerte, el que tiene más fuerza de choque y, por tanto, todas las de ganar ahí. El objetivo del débil es poner el tiempo del propio lado de modo que desgaste y erosione al adversario.

Por último, la guerra no prima sobre la política: la defensiva es una guerra política de cabo a rabo. La victoria no se confía a la fuerza física y destructiva, a la potencia técnica y al número de soldados, sino a la activación del pueblo, a su capacidad de movilización, al amor que profesa a una forma de vida o un territorio, a la capacidad colectiva de autoorganización. Los medios expresan ya los fines, son ya los fines.

Ante el 15M, nos repetimos la misma pregunta que se hizo Clausewitz: ¿cómo es posible que un movimiento de gente cualquiera, la mayoría sin experiencia de politización previa, haya conseguido desafiar la democracia aterrorizada y abrir el candado del régimen del ’78? Respondemos con Rozitchner: estaba impregnado de la fuerza de los débiles, cuyos ingredientes son la activación de los afectos y los vínculos, la elección autónoma de los tiempos, el valor de la igualdad y la pluralidad.

LA RED DE AFECTOS

El principio de la fuerza de los débiles es sensible, no doctrinal. Los que no poseen nada, tienen al menos la fuerza de sus afectos: pelean por lo más propio, desde lo más propio y en común. La fuerza de los fuertes puede ser desafiada por la activación de una subjetividad individual y colectiva: es lo que los teóricos de la estrategia han conceptualizado como elemento moral de la guerra. «Las fuerzas espirituales son las más importantes» (Clausewitz).

¿Cómo nos «educa» el miedo? El miedo es, ante todo, según Rozitchner, una marca en el cuerpo. Es decir, lo que es sometido o aterrorizado es un cuerpo, lo que reproduce el orden establecido son cuerpos sometidos y aterrorizados. No un estado de conciencia alienado o mistificado, que podríamos corregir con dosis de ideología o pedagogía, sino un estado del cuerpo. La amenaza de muerte imprime los límites de lo posible en nuestra propia piel: hasta aquí lo que puede hacerse, más allá hay peligro de muerte. Y es nuestro propio cuerpo el que no se anima a franquear los límites. El miedo los incorpora.

El miedo nos educa desafectando. El afecto es la fuerza que da lugar, que nos pone en movimiento, que nos hace hacer. Es la fuerza que nos puede llevar más allá de nosotros mismos, poniéndonos en conexión con otros. El miedo congela los afectos y bloquea de ese modo cualquier desborde, personal o colectivo. Encoge y paraliza, aísla e insensibiliza. Sin recursos propios, ni lazos con otros, obedecemos, nos volvemos dóciles.

Sólo un despertar de los cuerpos puede desafiar y desplazar los límites de lo posible. Y es precisamente lo que ocurre el 15M, un movimiento mucho más definido por la potencia del encuentro físico que por cualquier ideología. Una activación del cuerpo en relación a sí mismo (a lo que siente y lo que puede) y en relación a los otros (empatía o sentimiento común). La famosa consigna del 15M «dormíamos, despertamos» sólo puede entenderse así: no como un mero despertar de la conciencia, sino como un despertar físico de la capacidad de acción y afectación personal. Es este acuerpamiento común lo que exorciza el miedo de la amenaza disuasiva: «o nosotros o el caos».

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Mujeres en la guerra del pueblo kurdo.

LA AUTONOMÍA DE LOS TIEMPOS

Dice Clausewitz: «el tiempo es el santo patrón de la defensa». Los que no poseen nada, pueden poner sin embargo el tiempo de su lado. Mientras que los fuertes tientan al débil a jugárselo todo en el instante de una batalla decisiva, la fuerza del débil pasa por no copiar a su adversario y durar. El objetivo del débil no es ganar, sino no perder: la victoria de la resistencia es su propia existencia material, la preservación del mundo que se defiende. Esa no-derrota puede traer consigo de manera indirecta la derrota del conquistador, por desgaste, usura, erosión, gota a gota.

El 15M supo poner en sus mejores momentos el tiempo de su lado. Un recuerdo personal de la puerta del Sol de Madrid: cuando alguien se ponía nervioso en una asamblea porque no llegábamos a una decisión inmediata, siempre había otro que respondía: «estamos aprendiendo». El aprendizaje del proceso importaba tanto como la propia decisión: ganábamos una experiencia. La consigna que se repetía entonces era «vamos despacio porque vamos lejos», tomada de los zapatistas, maestros en el arte de la duración que han hecho de la perseverancia uno de los principales rasgos de su fuerza.

Un segundo recuerdo: en noviembre de 2011 hay elecciones generales, el PSOE se hunde por su gestión de la crisis y la derecha del Partido Popular arrasa. La opinión convencional sentencia: «el 15M no ha servido de nada, la derecha ha triunfado de calle». Y, sin embargo, en el interior del 15M no hay abatimiento o depresión. ¿Por qué? Se está empezando a construir una fuerza. Esa fuerza, si se cuida el proceso y se le da tiempo, producirá sus propios efectos, como espuma de una ola de fondo. Hay que resistir a la exigencia inmediata de resultados: sin entrar en el tiempo de los procesos, sin crear bases y condiciones, no hay más que gesticulación desesperada, efectos de superficie, ansiedad permanente sobre arenas movedizas, política de Twitter.

Frente a la eficacia neoliberal que exige resultados claros, tangibles e inmediatos, hay otra eficacia que confía en los procesos. Frente a la movilización de la urgencia, hay una temporalidad de la emergencia. Frente a la productividad del tiempo, hay una fecundidad del tiempo.

EL VALOR DE LA IGUALDAD Y LA PLURALIDAD

Los débiles no tienen poder, armas, dinero, un ejército profesional. Extraen su fuerza del despertar de los afectos, de los vínculos sensibles, de la autonomía en la elección de los tiempos. No constituyen un bloque homogéneo y verticalizado, como un ejército o un partido, sino, más bien, una guerrilla-movimiento: un ecosistema, una red autoorganizada, un mundo en marcha.

Una red no es una totalidad cerrada, esa estructura hecha de partes donde cada una de ellas es equivalente e intercambiable con las demás, siendo su sentido un efecto del conjunto. Una red no tiene centro: un punto elevado y exterior desde el que verlo todo, saberlo todo y decidirlo todo. En la red hay igualdad (inteligencia distribuida por cada punto) y pluralidad (diferentes iniciativas, formas de vida).

El desafío organizativo es articular lo diferente en tanto que diferente. ¿Cómo componer las diferencias en una fuerza mayor? ¿Cómo construir una fuerza que no es exactamente una organización? ¿Cómo coordinarse sin coordinadora?

La misma intensidad afectiva de la revuelta se dispone como red eléctrica por donde circulan las energías sin necesidad de mediaciones centrales. En el clima social creado por el 15M, los gestos y los saberes circulan a increíble velocidad: entre plazas y barrios, entre las distintas mareas en movimiento, las consignas y las formas de acción se pasan, se copian y se contagian. ¿Cómo puede explicarse que el mismo «prototipo» de la acampada se replicase en apenas unas horas sin ningún plan o programación previa, sin ningún manual de por medio, como si mil «células durmientes» despertasen todas a la vez el 15 de mayo? Hay una telepatía colectiva que responde a un clima afectivo común: ¿será la misma «sincronicidad» que describe Jung a propósito de los estados amorosos intensos? Desde luego, la intensidad de los afectos entonces era muy alta.

LA DERROTA DEL 15M: EL PROBLEMA DEL «SEGUNDO NACIMIENTO»

A finales de 2013, tras dos años muy intensos de manifestaciones y mareas, de paralización de desahucios y construcción de mil iniciativas, se percibe claramente un enfriamiento de la energía del 15M. Un despoblamiento de los espacios colectivos, una repetición de los lenguajes y los gestos, una frustración por la continuidad implacable de las políticas macro, un cierto cansancio y desorientación. La fuerza imprevisible se vuelve previsible, el movimiento detiene su metamorfosis, deviene reivindicativo y nostálgico. Es lo que en su momento se llamó internamente «el impasse», una vacilación de las energías.

Una crisis de este tipo puede ser ocasión para lo que León Rozitchner (2012b) llama «un segundo nacimiento». ¿De qué se trata? El segundo nacimiento es una prolongación de la primera energía, pero transformada. Una renovación y actualización del primer impulso.

El primer nacimiento tiene algo de encuentro o acontecimiento imprevisto. La efervescencia que nace entonces hace su propio recorrido, pero se topa finalmente con algún obstáculo. Es el momento de reafirmarse: afirmar la primera afirmación, hacerse según el deseo que te ha hecho, ser dignos del acontecimiento que nos constituyó. O abandonar.

Ese segundo nacimiento es un ejercicio de «adensamiento»: la densidad es algo del alma que sintetiza el cuerpo y le da una nueva fuerza, dice Rozitchner. ¿Cómo podemos entender esto? Yo lo hago así: el adensamiento pasa por dotarse de una racionalidad capaz de registrar y elaborar la experiencia para prolongarla. Darse un nuevo saber, pero un saber del propio cuerpo: encontrar las ideas en las prácticas, las ideas de la práctica.

El impasse de 2013 no se resuelve por adensamiento, sino mediante una fuga hacia adelante. No se elabora un nuevo saber, una nueva racionalidad política, modos de ver y valorar la potencia de lo que ya se estaba haciendo. Ese es el punto de fracaso del 15M: la cara subjetiva de la derrota, aquello que no es tan sólo el efecto de la presión del afuera (represión policial, cierre institucional, precarización general).

El impulso queda así fragilizado. ¿Por qué? Si no se es capaz de desplegar la razón de la propia práctica, se pensará y juzgará la práctica según esquemas que vienen de otro sitio y resultarán por ello necesariamente inadecuados. La singularidad del propio impulso no se tomará a sí misma como punto de partida, sino solamente cómo déficit y falta con respecto a algún modelo o «deber ser». El resultado será tristeza e impotencia.

La fuerza de naturaleza diferente no se dio a sí misma su propia racionalidad, primer paso para construir nuevas formas organizativas (tácticas, estratégicas, etc.). Empezó a mirarse en los viejos espejos de la vieja política y a verse fea, pobre e incapaz. A avergonzarse de sí misma. A dejar de pensar con su propio cerebro, a empezar a pensar con el cerebro del adversario.

ENCERRADOS CON UNA SOLA FUERZA

La hipótesis que se impuso casi por reflejo en el impasse es la del «techo de cristal»: las mareas en movimiento chocan contra el muro de impasibilidad del sistema de partidos, pero este muro no cede ni un ápice. No hay ningún cambio en la orientación general de las políticas macro: prosiguen los desahucios, los recortes, las privatizaciones, los ajustes.

La vía electoral se plantea como el único camino posible. Hay que crear dispositivos capaces de conquistar los votos del descontento y alcanzar con ellos el poder político. Desde ahí se podrán desbloquear los techos y dar paso a los cambios que la calle demanda. Podemos y las candidaturas municipalistas canalizan electoralmente, con modos y estilos distintos, la insatisfacción y el deseo de cambio. Es el llamado «asalto institucional» de la «Nueva Política».

El asalto institucional quiso trasladar al tablero político -blindado, sordo e insensible a los movimientos de la calle- demandas y deseos que nacieron o se hicieron colectivos durante el 15M. Pero esa traducción institucional termina borrando la energía propia del 15M: el ritmo, la vibración, las marcas mismas del 15M. Se traducen demandas, pero se desactivan los modos de hacer y pensar. Se mantiene la fachada, pero se reforma el interior. Se representa una fuerza que ya no se ejerce.

Se empieza a jugar al juego de la política convencional, con sus actores privilegiados (líderes y comunicadores), sus tiempos privilegiados (la aceleración de la coyuntura electoral) y sus espacios privilegiados (medios de comunicación e instituciones). Esa traducción institucional del movimiento borra los ingredientes de la fuerza de los débiles: trata a los sujetos como espectadores y potenciales votantes, asume el calendario del adversario como temporalidad propia, reduce la pluralidad y verticaliza la política. La energía de la movilización callejera se seca, se desertiza, se detiene.

La Nueva Política, que sorprende a todos alcanzando poder en el Parlamento y numerosas alcaldías, queda sin embargo encerrada en el tablero inclinado de la política sin la única fuerza que podría contrabalancearlo. Esta especie de «auto-castración» es el problema de fondo de las experiencias de gestión institucional a escala local y nacional en estos últimos años. Sin arraigo en una fuerza que sostenga y empuje más lejos, sólo queda gestionar lo que hay. Se puede conseguir algún cambio en el interior del marco, pero nunca un cambio de marco. La nueva política queda fijada así como la «variante débil del neoliberalismo» (Sztulwark, 2019) -la opción «más progresista» de gestión de las leyes de hierro de la economía global.

Democracia aterrorizada, tregua, ilusión de la política sin fuerza, ilusión de la fuerza sin política, defensiva, segundo nacimiento … Estas categorías filosófico-políticas prueban su fecundidad al contacto con el material vivo de la política española, hasta un punto casi asombroso de profundidad y detalle que nos lleva a hablar de un «Rozitchner español». No sólo habilitan una nueva mirada que permite reconstruir el relato de lo sucedido estas últimas décadas, sino que plantean una exigencia política urgente para el presente: pensar la política como relación de fuerzas, sí, pero no al interior de una sola fuerza de la que hay que apoderarse, sino entre dos. Fuerza de los fuertes y fuerza de los débiles: dos éticas, dos eficacias, dos mundos asimétricos. La primera, vinculada al poder: del dinero, de las tecnologías, de lo cuantitativo. La segunda, residiendo en los cuerpos y sus afectos. Sólo ellos habilitan la activación de una fuerza capaz de cortocircuitar la reproducción del poder y del miedo como vínculo sensible con los demás. Son la base de otra concepción política, a la vez como idea y como engendramiento.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Andrade, Juan (2012) El PCE y el PSOE en (la) transición Madrid: Siglo XXI. Rozitchner, León (2012) Perón, entre la sangre y el tiempo, Buenos Aires, Biblioteca Nacional.

Rozitchner León (2012b) Filosofía y emancipación. Simón Rodríguez, el triunfo de un fracaso ejemplar, Buenos Aires, Biblioteca Nacional.

Rozitchner, León (2015) Escritos políticos, Buenos Aires: Biblioteca Nacional Rozitchner, L_eón (2015b) Escritos psicoanalíticos, Buenos Aires, Biblioteca Nacional. Sztulwark, Diego (2019) La ofensiva sensible, Buenos aires, Caja negra.

Weil, Simone (2023) La Ilíada o el poema de la fuerza, Madrid: Trotta.

(*) Amador Fernández-Savater. Investigador independiente (amador@sindominio.net). Actualmente investiga el cruce entre erótica, estética, psicoanálisis y política. Es investigador independiente, activista, editor, «filósofo pirata». Ha publicado recientemente Habitar y gobernar; inspiraciones para una nueva concepción política (Ned ediciones, 2020) y La fuerza de los débiles; ensayo sobre la eficacia política (Akal, 2021 ). Sus diferentes actividades y publicaciones pueden seguirse en www.filosofiapirata.net.

Fuente: https://www.revista.diferencias.com.ar/index.php/diferencias/article/view/298/203

Fernández-Savater, A (2023). Rozitchner español. Diferencia(s). Revista de teoría social contemporánea, 17, 17-32.


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