«Este capitalismo sabe ir buscando los antídotos para la revolución social .. sabe hacer la guerra ideológica»
por Marcelo Colussi/Guatemala
Hay quien cree que es más fácil que termine el planeta a que termine el capitalismo. Sin dudas, este modo de producción ha crecido de una manera increíble, y el poder tecnológico alcanzado empalidece a todos los estadios de desarrollo anteriores en la historia. En la actualidad su capacidad para mantenerse vivo como modelo es infinitamente superior a cualquier momento anterior en la larga marcha de la humanidad. Nunca antes como hoy una construcción social había desarrollado tantos antídotos ante el cambio como el capitalismo. Su productividad y eficiencia se amplió en forma descomunal no solo en el ámbito de las cosas materiales sino -quizá especialmente- en los mecanismos psicológico-culturales para manejar grandes masas poblaciones, motivarlas a consumir y silenciarlas en la protesta.
El “pan y circo”, los “espejitos de colores”, o si se quiere también: las religiones (“conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, según dijera el teólogo Giordano Bruno, lo cual le valió la pira inquisitorial), las diversas formas de distractores y control social que las clases dominantes se han dado a través de la historia, nunca habían llegado a un grado de profundidad y efectividad como las modernas técnicas de manipulación que fue creando el capitalismo. A partir de la máxima del Ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels, aquella de mentir infinitamente hasta que la mentira se convierta en una verdad, esta “ingeniería humana” a la que asistimos en forma creciente en la actualidad -fundamentalmente de cuño estadounidense- ha llegado a un grado de perfeccionamiento realmente sorprendente. El mundo capitalista globalizado se maneja crecientemente con estos criterios de “guerra psicológica-mediático-cultural”, a tal punto que la manipulación ni siquiera se vive como imposición, sino que, por el contrario, es esperada y festejada. Es por eso que consumimos lo que la machacona publicidad nos dice -obliga- que consumamos, y pensamos políticamente lo que la corporación mediática comercial nos dice que pensemos.
“En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”,
expresó con absoluta claridad uno de los más conspicuos ideólogos de esta derecha radical: el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, miembro de poderosos tanques de pensamiento y asesor del gobierno, siempre con posiciones de ultraderecha.
Si lo comparamos con los primeros tanteos balbuceantes del socialismo, que nunca pasaron de un siglo de duración hasta ahora, el capitalismo muestra una mucha mayor solidez. Pero no debe olvidarse que este sistema puso sus primeras semillas en el siglo XIII a partir de los primeros comerciantes acaudalados en el norte de Europa. Necesitó crecer, ampliarse, y después de cuatro o cinco siglos comienzan sus primeras revoluciones para establecerse como modelo dominante (Inglaterra, Francia, Estados Unidos), aplastando a la nobleza medieval en el Viejo Mundo -cortándole la cabeza en algún caso, para que no queden dudas de quién manda-, o creando un mundo nuevo sobre la sangrienta masacre de pueblos originarios en América del Norte. Más de dos siglos después de esa mayoría de edad en términos políticos, desde el siglo XVIII a la fecha, recién ahora, con la caída del bloque soviético puede decirse que se siente ampliamente triunfador (con su grito triunfal de “la historia ha terminado”), aunque viendo con mucho recelo a China, su modelo alternativo, y siempre continuándose cuidando de la sublevación popular. Si bien todavía pueden sobrevivir por allí rémoras feudales, medievales, milenarias incluso -las aristocracias y las casas reales europeas o medio orientales, la Iglesia Católica, el Islam, formas primitivas de gobierno y el patriarcado sangriento en el mundo árabe, y quizá no tan sangriento en Occidente, pero igualmente injusto y pernicioso, derecho de pernada (ius primae noctis) en la profundidad rural de algún país centroamericano remedando al señor feudal con las doncellas, hasta incluso esclavismo moderno (30 millones de personas esclavizadas, según la Organización Internacional del Trabajo -OIT-), reminiscencia milenaria de prácticas anteriores al feudalismo, y algún que otro etcétera-, el mundo está totalmente marcado por los valores capitalistas, salvo algún minúsculo grupo humano en ciertos parajes selváticos, viviendo aún en situación pre-agraria, en el estadio neolítico. Desde los albores del capitalismo hasta el grito triunfal de Fukuyama debieron pasar 700 años. Eso significa mucha, muchísima acumulación de infinita cantidad de cosas: riquezas materiales, poder, mañas varias para saber defenderse y perpetuarse. El sistema, o mejor dicho: su clase dominante, hoy convertida en una pequeñísima élite global, no está dispuesta a perder ni un milímetro de todo esto que ha conseguido. Por supuesto que, en la comparación con sus propios parámetros en relación al socialismo, sale ganador. Pero repitámoslo: en los países donde triunfó la revolución obrero-campesina el “éxito” no se mide por el automóvil Ferrari sino por un transporte público de calidad (el metro de Moscú, verdadera obra de arte digna del más afamado museo -bautizado “palacio subterráneo”-, mantuvo el precio de un viaje desde 1917 hasta la caída de la URSS en 1991, siendo el sistema de transporte subterráneo que más pasajeros transporta en el mundo).
En el capitalismo, asumiendo su ideología y todos sus valores, digamos desde el Renacimiento europeo a la fecha, han pasado al menos 25 generaciones, o quizá 30 -y así todo, aún persisten resabios feudales: véanse las parásitas monarquías europeas, por ejemplo-; en los países socialistas con mayor antigüedad no han transcurrido siquiera tres generaciones. Las ideas de igualdad entre todos los seres humanos no son nuevas; en China, por ejemplo, en el siglo V a.C., el filósofo Mozi ya hablaba de ello. Pero debieron pasar más de dos milenios para que esa perspectiva tomara cuerpo con la formulación conceptual del socialismo científico por Marx y Engels, recién en el siglo XIX. Implementar un mundo donde eso sea una realidad incontrastable, por lo que vemos, es aún un camino a recorrer, largo y tortuoso camino, plagado de numerosos inconvenientes. El individualismo y la noción de poder ligado a la tenencia de bienes materiales lleva existiendo muchas generaciones; lo contrario, el esperado “hombre nuevo” (“hombre” como sinónimo de humanidad, ¿no se filtra allí un prejuicio machista-patriarcal?), es una agenda pendiente, muy balbuceante aún, que dio unos primeros tímidos pasos, pero a la que se le pusieron muchos obstáculos para que siguiera avanzando.
Como se viene diciendo en páginas anteriores, no hay nada que impida concebir conceptualmente un mundo de justicia, horizontal, con nuevos valores centrados en la solidaridad -digamos: el transporte público de excelencia, tomando el ejemplo anterior- y no en la tenencia de un automóvil de super lujo como marca de “distinción superior”. Alguna vez Lenin definió el socialismo -definición que puede entenderse como una consigna política, básicamente, dicha en el fragor de la lucha- como “el sistema donde el Primer Ministro puede ser cocinero y el cocinero puede ser Primer Ministro”. Eso, la experiencia lo demuestra, no es imposible. El verdadero obstáculo para conseguirlo es el propio sistema capitalista.
La élite planetaria que maneja a buena parte de la humanidad después de estos largos siglos de acumulación -“El 0,000001% aparece en nuestras listas. El resto nos lee. Revista Forbes”, dice una repulsiva publicidad donde no se esconde esa injusta, terriblemente asimétrica arquitectura global- ha atesorado enorme poder, riqueza y dominio en esta historia de desarrollo capitalista. Definitivamente está dispuesta a hacer cualquier cosa para no perder ese sitial. Incluso la guerra nuclear limitada -locura extravagante- es una de sus estrategias, tal como se filtró de la agenda que trataría el Grupo Bilderberg en el 2022, reunido en Washington en esa ocasión, poniendo la “gobernabilidad post guerra nuclear” como un escenario posible. La historia -ese continuo “altar sacrificial”, siguiendo a Hegel, por cierto, siempre anegado de sangre- se escribe en términos de esta lucha a muerte, lucha de clases, guerra de clases más correctamente dicho, donde quien detenta el poder prefiere inmolarse antes que perderlo. Esa clase dominante, la élite mundial: financiera, industrial, terrateniente, es la que intenta impedir el socialismo. Y por lo visto, sabe cómo hacerlo.
Si la primera mitad del siglo XX mostraba ese avance popular, con las primeras revoluciones socialistas y todas las luchas más arriba mencionadas, con un movimiento sindical vigoroso y un ideario socialista que barría buena parte del mundo, sus últimas décadas mostraron una reacción fenomenal del sistema, que al día de hoy ha logrado retrasar de un modo terrible la perspectiva de una transformación radical. De “trabajadores” nos ha convertido en “colaboradores”. La protesta social queda criminalizada, y la organización popular de base -aunque se hable ostentosamente de derechos humanos– queda virtualmente neutralizada. Es ahí donde puede verse que esa idea occidental de “derechos humanos” se puede usar bastante antojadizamente, siendo un barniz que vino a introducirse sin que con ello se aporte algo realmente nuevo y transformador, porque se consagran por igual tanto el derecho a la vida como a la propiedad privada. El supuesto paladín mundial defensor de estos “sacrosantos” derechos, es uno de sus principales violadores (posiciones racistas extremas con un supremacismo blanco indefendible -80% de la población carcelaria es negra-, prohibición del derecho de aborto, tortura a mansalva en las cárceles que mantiene fuera de su territorio, como la base de Guantánamo en Cuba, o centros clandestinos de detención y tortura de la CIA en Europa -Polonia y Rumania como mínimo-, grupos de civiles armados avalados por los gobiernos para “cazar” inmigrantes ilegales en la frontera sur, brutalidad policial en las detenciones única en el mundo). Los preconizados derechos humanos, al igual que las tan manoseadas “libertad” y “democracia”, no pasan de ser términos vacíos, utilizados en forma perversa en la lucha contra cualquier ataque antisistémico.
El modo de producción capitalista, que sigue basándose en la extracción de plusvalía a la clase trabajadora -eso no ha variado-, la cual se realiza luego en el circuito de la circulación transformándose en dinero, y que sigue acumulando capital habiéndose transformado ya desde hace mucho tiempo en capitalismo monopolista e imperialista -la libre competencia quedó en la historia-, se ha reciclado y ha desarrollado nuevas formas, novedosas variantes desconocidas en épocas de los clásicos fundadores del socialismo científico, que fuerzan a reposicionar las luchas.
Hoy un sinnúmero de novedades puebla la vida de la humanidad, cosas impensables algunas décadas atrás, elementos de una envergadura notable, que cambian lo hasta ahora tenido por normal cotidianeidad abriendo interrogantes a futuro. Novedades que inauguran nuevos escenarios, complejos, muy complicados, donde la clase trabajadora mundial y las izquierdas no tienen claro aún cómo moverse. O, en todo caso, donde se mueven en forma reactiva, pero sin un definido proyecto transformador como sí pudo existir décadas atrás. Para enumerar algunos de esos nuevos elementos:
Robótica e inteligencia artificial, que van haciendo a un lado al trabajador/a de carne y hueso, desarrollando procesos de control social que asustan (desde satélites geoestacionarios que orbitan nuestro planeta saben a cada instante qué hacemos, dónde estamos y -aunque parezca ciencia-ficción- qué pensamos). Ante ese avance arrollador de la ultramecanización de los procesos productivos, el capitalismo dominante ya ve que se perderán numerosos puestos de trabajo; ante tanta desocupación -y el potencial peligro que ello encarna- crece la idea de una “renta básica universal”, un subsidio a cargo de los Estados nacionales para tanta gente que será desplazada del mercado laboral. De esa cuenta, la clase trabajadora se adelgaza a tal punto que no se ve cómo sería el fermento revolucionario de cambios. Los robots no protestan, no hacen huelga, no piden aumento de salarios ni se organizan en sindicatos.
Algoritmos que nos conocen hasta el más mínimo detalle a nivel subjetivo y deciden/imponen por dónde tenemos que seguir caminando. Mundo virtual, teletrabajo, metaverso, todo lo cual nos va alejando crecientemente de la posibilidad de contacto humano cara a cara. ¿Cómo armar sindicatos así? Todo es a distancia, todo es virtual: trabajo, estudio, compras, contactos, diversión. Hasta incluso un sexo virtual, cibernético, aplaudido en más de un sentido, porque asegura la asepsia, la imposibilidad de enfermedades de transmisión sexual y los embarazos no deseados, pero que podría tornar la relación cuerpo a cuerpo como algo en vías de extinción. ¿Cómo será en un futuro la reproducción de la especie? La Demografía dice que la humanidad seguirá creciendo hasta el 2050 (4 nacimientos por segundo, 345.000 por día actualmente) para llegar a 10.000 millones de habitantes, momento en que luego comenzará a descender. ¿Humanoides clonados a la vista?
Del mismo modo, como algo novedoso pero que ya se ha impuesto sin miras de cambio: primado de lo superficial, de la inmediatez banal, con noticias que no son noticias, sino fake news, habiéndose llegado a hablar de post verdad -¿ya no hay criterio de veracidad?, ¿todo puede ser un holograma, una mentira bien empaquetada?-. En esa lógica se inscribe la apología de la imagen, siempre retocada, falseada; ahí están las redes sociales que permiten la tergiversación de lo que se ve llevado a un grado máximo con filtros y triquiñuelas varias: un obeso puede parecer delgado, una anciana puede parecer una quinceañera, etc. Aparece ahí, por ejemplo, la queratopigmentación, el procedimiento quirúrgico para el cambio de color de ojos, o toda la parafernalia cosmética que transforma cuerpos para mostrarnos “perfectos” -implantes de silicona, botox y ácido hialurónico mediante-. ¿No se puede creer ya en nada? ¿Habitamos en una nube digital donde los poderes dominantes nos viven confundiendo, el feo parece hermoso y las asimetrías socioeconómicas se presentan como inexorables y naturales? “No hay alternativa”, vociferaba la Dama de Hierro. Ahí están los net centers, creadores de opinión pública a partir de viles mentiras (recuérdese la cita de Brzezinsky). Las redes sociales, de las que cada vez pareciera que se puede prescindir menos, pues cada vez más se vive “conectado”, han pasado a ser la nueva biblia social… montando mentira tras mentira, banalidad tras banalidad.
Todo está en la red, y San Google -ahora también San ChatGPT- pasaron a ser la nueva deidad. No debe olvidarse, no obstante, que buena parte de la humanidad no tiene de momento acceso a estas tecnologías (muchos, incluso, ni siquiera acceden a energía eléctrica). ¿Poblaciones “sobrantes” entonces? Gente que no consume productos elaborados tecnológicamente, pero que “roba oxígeno y agua dulce”. ¿Hay que eliminarles según la lógica del capital? La aparición del VIH en África fue denunciada por la ecologista keniana Wangari Muta Maathai, Premio Nobel de la Paz 2001, como un arma bacteriológica desarrollada por las potencias occidentales para despoblar el continente africano -y quedarse con sus recursos naturales-. Aunque suene difícil de creer, los manejos que hace el gran capital para seguir manteniendo su tasa de ganancia autorizan a concebir barbaridades de ese tenor.
Como otros elementos novedosos que marcan el capitalismo hiper tecnológico actual, que prescinde de la gente y de las verdades, ahí están las y los influencers vendiendo ilusiones, así como el aumento exponencial de las llamadas drogas ilegales (el alcohol sigue siendo legal), con una narcoeconomía que ya se ubica como uno de los principales negocios del mundo, abriendo nuevas relaciones políticas y sociales, actuando sobre las juventudes adormeciéndolas, separándolas de cualquier planteamiento crítico, y permitiendo la militarización de los “países descertificados” por Washington en su lucha contra el narcotráfico, por ser ellos la “manzana podrida” que hay que atacar. Dicho sea de paso: quemar sembradíos en el Tercer Mundo no reduce el problema del consumo, pero permite vender muchas armas al Norte, e instalar, por ejemplo, 7 bases militares en Colombia, o militarizar Ecuador, para desarrollar una guerra contra un “flagelo” que no se detiene, cuando la verdadera piedra angular del asunto pasa por trabajar la demanda. El mundo de las drogas ilegales es un problema nuevo que complejiza el panorama para la revolución socialista. Buena parte de la juventud actual las tiene ya como una mercadería más a consumir. ¿Sutil mecanismo de control social?
E igualmente surgen otros nuevos paisajes sociales, que tornan más enrevesada, de un modo mayúsculo, la realidad sociopolítica: migraciones masivas (más de 3.000 personas diarias que se mueven desde el Sur global hacia las supuestas islas de esplendor: Estados Unidos y Europa Occidental), creando dinámicas deformadas, difíciles de abordar -¿dónde quedó el internacionalismo proletario?-, con una actitud de rechazo de parte de los trabajadores del Norte hacia los “invasores” de los países pobres (los “países de mierda”, según Donald Trump). Se ha denunciado que en el Río Grande, o Río Bravo -que forma frontera entre México y Estados Unidos- la guardia fronteriza de este último país echó cocodrilos al agua, para atemorizar y evitar así el paso de migrantes. Parece que la caridad cristiana, aquello de poner la otra mejilla si nos pegaron en la primera, queda solo para el show religioso.
Algo también nuevo en estas dinámicas es la creciente inseguridad ciudadana por la delincuencia cotidiana -esto es más característico del Sur-, lo que lleva al endurecimiento policial, el “gatillo fácil” y el pedido de “mano dura”, constantes que complejizan aún más el panorama. La lucha de clases queda opacada -o, al menos, eso quiere hacernos creer la corporación mediática capitalista- por el problema del narcotráfico, o por las migraciones, o por la delincuencia callejera desatada. ¿No hay posibilidades de revolución entonces? Eso pareciera ser el mensaje, transformando en nuevos monstruos a vencer lo arriba mencionado, o incluso la corrupción, todo lo cual sirve para olvidar la verdadera cara del capitalismo, haciendo pasar por los principales problemas del mundo asuntos que son derivados de la propia estructura del sistema.
El mundo contemporáneo, marcado a sangre y fuego por una cultura capitalista, consumista, casi hedonista, pretende ya no hablar de “lucha contra las injusticias” sin de “lucha contra la pobreza”. Y ahí están a la orden la cooperación internacional y ese cáncer reciente que son las organizaciones no gubernamentales -ONG’s-, que sirven para dividir esfuerzos en el campo popular, propiciando agendas tan hiper especializadas que no permiten luchas integradas: por un lado la lucha contra el patriarcado, por otro la reivindicación de la diversidad sexual, más allá las reivindicaciones étnicas, más acá la preocupación por la degradación ambiental, todas luchas decididamente importantes pero que, así fragmentadas, contribuyen a la parálisis -“divide y reinarás”-, faltando el elemento aglutinador de la lucha de clases. La lucha no puede ser “contra la pobreza”, sino contra las causas que la crean, ¡lucha contra las injusticias estructurales!
Esos mecanismos, que en buena medida funcionan como distractores pensados desde la lógica de dominación de la clase dominante, se encargan de “aguar” las luchas, enfriarlas, desviarlas. Para muchas de las reivindicaciones arriba mencionadas -por supuesto, muy necesarias todas- se depende de fondos donados por las potencias capitalistas, o por fundaciones que funcionan como mecenas. Por supuesto es radicalmente imposible cambiar algo de raíz si el esfuerzo comprometido en ello está financiado por fundaciones como la Ford, Rockefeller, Melinda y Bill Gates o Soros, que son la representación por antonomasia del sistema, instancias para evadir impuestos y dar una cara de solidaridad y altruista preocupación social, realmente inexistente.
La derecha, hoy día triunfante, hasta se permite tomar prestada de la izquierda cierta impostura, cierto discurso pretendidamente con preocupación social. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, expresiones máximas de la banca capitalista privada de Occidente, se golpean el pecho hablando de la pobreza en el mundo, ofreciendo datos elocuentes de la situación de asimetría. Su “lucha”, de todos modos, es contra la pobreza, pero no contra las causas que la originan. En ese discurso engañoso, un funcionario del sistema como Christopher Ailmanel, director de inversiones de la empresa Calstrs, la mayor compañía de capital de riesgo en el mundo (300.000 millones de dólares en inversiones), pudo decir que
“Los ejecutivos de capital privado necesitan compartir la riqueza que crean con los trabajadores de las empresas que compran. (…) El capital privado no ha compartido suficientes ingresos. Hay que repartir la riqueza con los trabajadores”.
¿El mundo al revés, o la derecha que sabe acoplarse a los tiempos anticipándose a la izquierda? (obviamente no para impulsar la revolución, sino todo lo contrario: ¡para impedirla!)
Como otro ingrediente de esos bien montados distractores que pueblan nuestra vida actual -sin negar en lo más mínimo la pertinencia de esas luchas, pero cuestionando la forma en que se impulsan- aparece el actual combate contra la corrupción. Estrategia muy bien montada que sirve para “movilizar” ciudadanos -que no es lo mismo que movilización popular de obreros y campesinos-. Con un sutil trabajo mediático, la corrupción ha venido entronizándose como el enemigo a vencer, y nadie, ni explotadores ni explotados, puede estar a favor de ella. En tal sentido, tocando fibras morales de la población, se pone este problema -que sin dudas lo es- como el núcleo de las penurias del mundo, con lo que se escamotea la verdadera causa: la injustica estructural.
En este capitalismo que sabe ir buscando los antídotos para alejar la revolución social, han aparecido estas últimas décadas -magistralmente implementadas- las religiones fundamentalistas: las sectas neoevangélicas en Latinoamérica y las escuelas coránicas en Medio Oriente. Con ello, manipulado por las agencias de seguridad de Estados Unidos, se descentra el problema terrenal llevándolo a cuestiones teológicas, supra terrenales, dejando para el más allá la superación de los problemas que nos aquejan aquí y ahora.
No hay dudas que el sistema sabe muy bien lo que hace. Su preocupación máxima, en lo que pone todo su empeño, es lograr que nada cambie. Puede permitirse cambios cosméticos, superficiales; gatopardismo en definitiva: cambiar algo prescindible para que no cambie nada en las raíces. En ese sentido, con varios siglos de acumulación -de riquezas y de sabiduría- sabe cómo seguir saliendo airoso y resistir revoluciones y todo tipo de intento de transformación. Si nosotros, campo popular e izquierdas varias, no sabemos bien qué hacer en este momento, no es porque seamos simplemente tontos. “Nuestra ignorancia está planificada por una gran sabiduría”, dijo muy acertadamente Raúl Scalabrini Ortiz. Los manejos ideológico-culturales están hechos a la alta escuela. ¿Qué otra cosa son, si no, las llamadas neurociencias? ¿Cómo es posible que la gente, las grandes masas populares, siempre sojuzgadas por el sistema, no piensen en cambiar el estado de cosas sino en divertirse viendo alguna simpleza en televisión (“La televisión es muy instructiva, porque cada vez que la prenden me voy al cuarto contiguo a leer un libro”, dijo sarcástico Groucho Marx), o en las redes sociales? La guerra ideológico-cultural no da tregua: maneja muy bien “las mentes y los corazones”. “El mal gusto está de moda”, pudo decir agudo Pablo Milanés. Un miembro de la Contra Nicaragüense, preguntado sobre por qué se integró a esa fuerza, respondió: “Porque vienen los piricuacos [sandinistas] y te ponen una inyección que te vuelve ateo y comunista.” La guerra ideológica da esto como resultado. Decididamente: saben hacerla.
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Parte I de IV
Fuente: Recibido por CT 02-07-2024
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