«El capitalismo no puede pasar de ese montaje que es llamado democracia, el “gobierno del pueblo”
por Marcelo Colussi/Guatemala
Pero además, cuando se trata de reprimir la protesta con violencia, el sistema también lo sabe hacer, cada vez con mayor eficiencia. Las armas anti-manifestaciones con las que hoy cuentan las fuerzas represivas verdaderamente nos sorprenden, asustan. Y logran paralizarnos, sin dudas.
La clase trabajadora mundial, ante el panorama que abrieron los planteamientos neoliberales de las décadas de los 70 y 80 del siglo XX en adelante, queda cada vez más atada de pies y manos, desorganizada, sin referentes creíbles para la lucha emancipadora. Tener un puesto de trabajo es hoy ya un “lujo”, que debe ser cuidado como el mejor tesoro. Si “el fantasma del comunismo” recorría Europa a mediados del siglo XIX, el fantasma de la desocupación es el monstruo que asola a trabajadoras y trabajadores hoy.
“La clase trabajadora «clásica» (fabril) se descompone, se desestructura, se vuelca en las apps, las bicicletas Glovo y los coches Uber. La economía -y con ella la clase trabajadora- se plataformiza. El movimiento sindical está en crisis y tiene enormes dificultades para organizar a la gente. Las desafiliaciones son masivas. Los sindicatos se vuelven ajenos a la clase trabajadora y a su vida cotidiana. Pocos responden a sus convocatorias. La propaganda neoliberal enfrenta a unos trabajadores con otros. Los huelguistas son «vagos», sobre todo los empleados públicos, que son «privilegiados» y «no quieren trabajar»”,
describe el panorama actual muy acertadamente el brasileño Henrique Canary.
En este capitalismo crecientemente salvaje, explotador, que busca optimizar a un grado sumo su ganancia llevándose por delante población humana y naturaleza, sintiéndose triunfador en este inicio de siglo XXI luego de la reversión de las primeras experiencias socialistas, las luchas revolucionarias actuales no encuentran exactamente su camino. Una vez más la pregunta entonces: ¿cuál es el sujeto de la revolución hoy: la clase obrera industrial urbana? Esa parece ser una especie en extinción, dada la creciente automatización y robotización. Con la deslocación -eufemismo perverso por decir traslado del proceso productivo fuera de las metrópolis a países llamados periféricos, donde se ensamblan piezas siempre en una situación de dependencia de los centros imperiales, y donde a la clase trabajadora se la super hiper explota, sin mayores beneficios ni posibilidades de sindicalizarse, en general sin pagar impuestos y sin ningún control para el cuidado medioambiental- el proletariado industrial de las potencias capitalistas se adelgaza. ¿Es el sujeto revolucionario el gran campesinado de los países agrarios empobrecidos? O, tomando lo expuesto más arriba con el concepto de “pobretariado” ¿es esa masa de sub-ocupados que va encontrando, como puede, estrategias de sobrevivencia -la “uberización” de los trabajadores, como se ha dicho- la llamada a constituirse en el fermento anticapitalista? La pregunta está abierta, y es una imperiosa necesidad reformular con precisión eso en el momento actual, dado que pareciera ir triunfando en el mundo la egocéntrica máxima de “sálvese quien pueda”. La oenegización actual, aunque se presente con una máscara de progresismo, abona esa tendencia (en muchas de ellas, o la mayoría, se incumplen los derechos laborales históricos, apelando a la paparruchada de “trabajar con mística”, similar a “la milla extra” que hoy exigen las patronales en la peor versión del capitalismo depredador).
Ante este panorama, bastante desolador por cierto, con riguroso espíritu autocrítico y constructivo, vale preguntarse entones: ¿cómo caminamos hacia el socialismo? La lucha armada, valga decirlo, vemos que no prospera hoy. Si dio resultado varias décadas atrás en países agrarios donde una guerrilla rural podía moverse con facilidad acumulando fuerzas en el movimiento campesino (Cuba, Vietnam, Nicaragua), en la actualidad está descartada. Por otro lado, las guerrillas urbanas (habidas en varios países europeos y sudamericanos) fueron totalmente barridas, y nadie querría repetir ese fracaso, que dejó un tan mal sabor de boca. El poderío militar del sistema creció de tal manera que en estos momentos es imposible plantearse una lucha en relativa igualdad de condiciones en el plano bélico. Desde satélites geoestacionarios volando en órbita baja y con inteligencia artificial los poderes dominantes detectan y neutralizan el más mínimo movimiento sospechoso. El camino sigue siendo la organización popular. Pero ¿cómo? Los planteos socialdemócratas han quedado siendo una opción partidista más dentro del marco de las democracias burguesas, donde es radicalmente imposible cambiar las relaciones de fuerza con la emisión de un sufragio. Los partidos de la socialdemocracia -capitalismo con rostro humano- ya no son hoy, en absoluto, una opción para la revolución. Nunca lo fueron en realidad, pero a principios del siglo XX se presentaban como una importante fuerza popular, al menos en Europa, pudiendo obtener/arrancar algunas mejoras a los capitales. La historia ha enseñado, lamentablemente, que no pasan de constituirse, en el mejor de los casos, en reformistas tibios del sistema, sin atacar sus cimientos. L
a participación en la arena de la política “profesional” burguesa, la llamada democracia representativa, no puede ir más allá de ser un engaño bien pergeñado -difundido hoy de manera global con la mayor fuerza por la clase dominante-. Esa política “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”, tal como mordazmente dijo Paul Valéry. Deberíamos agregar: “haciéndole creer que sí decide algo”. La política en manos de una casta profesional de políticos termina siendo una perversa expresión de manipulación hecha por los grupos de poder a través de esos operadores, los políticos “de profesión” -los muñecos del ventrílocuo-, lo cual no tiene absolutamente nada que ver con la repetida idea de democracia como gobierno del pueblo. Aunque votemos cada cierto tiempo haciéndosenos creer que así decidimos algo, las reales relaciones de poder van por otro lado, no se deciden ni remotamente en una urna. Que quede claro: esa práctica política de “técnicos profesionales” acostumbrados a la mentira, a la manipulación y a la pirotecnia verbal, que pasan buena parte de su vida ocupando cargos públicos, está absolutamente reñida con la verdad, con una actitud crítica, acuciosa o epistemológicamente seria. Son los “espejitos de colores” con que se maquilla el ejercicio de poder de la clase dominante; de ahí que los políticos, quienes dirigen las palancas de los Estados capitalistas, puedan proferir sin vergüenza las tonteras más grandes: “La guerra a veces está justificada para mantener la paz” (Barack Obama, Estados Unidos), o “Sí, robé; pero poquito. Lo que con esta mano me robaba, con la otra se lo daba a los pobres” (Hilario Ramírez, México), “Las leyes son como las mujeres, están para violarlas” (José Manuel Castelao, España), “La democracia es el caldo de cultivo del comunismo” (Augusto Pinochet, Chile), “La oposición dice que me vaya a mi casa: ¿A cuál?, tengo veinte» (Silvio Berlusconi, Italia), “El indio ha cambiado, está evolucionando y convirtiéndose cada vez más en un ser humano como nosotros” (Jair Bolsonaro, Brasil), y otras preciosuras por el estilo.
Vivimos en un mundo complicado donde cuesta muchísimo ver por dónde buscarle las grietas al capitalismo. Obviamente las tiene; más aún: está montado sobre una colosal grieta, una falla tectónica horrorosamente terrible, porque mientras sobra comida, mucha gente padece hambre. La cuestión es cómo transformar esa injusticia -y todas las otras conexas que se anudan intrincadamente: racismo, patriarcado, imperialismo, homofobia, adultocentrismo, verticalismo autoritario-, porque los hambrientos -dado el fabuloso juego de complejos algoritmos con que la humanidad es manipulada- es más probable que salgan a la calle a festejar el triunfo por un partido de fútbol, o asistan a una iglesia neoevangélica -al menos en Latinoamérica- a que se movilicen en pos de una transformación revolucionaria. Ahí radica otro problema capital: si la gente sale a la calle o toma los caminos rurales protestando por las penurias en que vive -tal como pasa a menudo a lo largo y ancho del mundo-, no hay fuerza política de izquierda organizada hoy que esté en condiciones de transformar ese enorme potencial de cólera y frustración en una propuesta sólida de cambio. Recuérdese el caso del movimiento zapatista, por ejemplo. No se le permitió pasar de ser un gesto heroico, romántico si se quiere, pero sin posibilidades de crecer constituyéndose en un proceso sostenible a nivel nacional que pudiera construir una propuesta anticapitalista válida, sostenible, haciendo colapsar al gobierno central. Si Cuba socialista es una isla, la región de Chiapas lo es infinitamente más; si no la aplastan las fuerzas militares mexicanas es porque la apuesta es dejar a que muera sola esa iniciativa, como pareciera que ya está sucediendo.
Los proyectos anticapitalistas deben hacer colapsar al sistema, destruir el aparato de dominación de clase que es el Estado, mostrar un verdadero poder popular que no negocia migajas. Si no, indefectiblemente será fagocitado por el mismo sistema. Tomando un ejemplo aleccionador: el movimiento hippie de los años 60 del siglo pasado hacía un llamado definitivamente anticapitalista. Propiciaba una crítica al consumismo en el país capitalista más consumista de la Tierra llamando a un estilo de vida más frugal, sin tantas compras superfluas. Surge entonces la Operación CHAOS, mecanismo encubierto de la CIA para neutralizar al movimiento hippie y a toda protesta juvenil. Y la aparición masiva de drogas es un hecho. Se cambia un consumo por otro; el sistema, definitivamente, sabe lo que hace. Hasta The Beatles, icónica banda británica lanzada como punta de lanza por Londres para recuperar cierto terreno perdido en la arena mundial ganado por su ex colonia, ahora gigante mundial, establecen un encomio de las sustancias psicoactivas con su canción “Lucy en el cielo con diamantes” (Lucy in the Sky with Diamonds), mensaje apologético del ácido lisérgico, LSD-25. La orientación es: “hay que consumir drogas. Eso sirve para desconectar”. Como dice Charles Bergquist -citado por Noam Chomsky- en su obra “Violence in Colombia 1990-2000”:
“la política antidrogas de Estados Unidos contribuye de manera efectiva al control de un sustrato social étnicamente definido y económicamente desposeído dentro de la nación [población negra, y luego la juventud en su conjunto], a la par que sirve a sus intereses económicos y de seguridad en el exterior.”
En esa sintonía agrega Isaac Enríquez Pérez:
“Es conveniente para las mismas estructuras de poder y riqueza que los jóvenes vivan presa de las adicciones y permanentemente drogados a que se despojen de su social-conformismo y muestren su inconformidad ciudadana por los cauces de la praxis política y la organización comunitaria.”
En otros términos: o la propuesta anticapitalista va a los cimientos, o no prospera. La droga -que hoy pasó a ser sinónimo de moda “progresista” en las juventudes, algo “cool”, es otra estrategia más de control que implementa el capitalismo desarrollado.
Las juventudes -innegable fermento de rebeldía, de lucha y de acción crítica en todo momento histórico- han sido domesticadas, amansadas y despolitizadas en estas últimas décadas. “Los jóvenes que en el pasado lucharon por cambiar su país, ahora luchan por cambiar de país”, expresó con amargura Fabio Barbosa Dos Santos. Una vez más: el sistema sabe lo que hace, y tiene mucho, demasiado que perder.
Hoy el espejo donde la clase trabajadora mundial, el pobrerío generalizado que es mayoría, podía mirarse, ya no existe. La derecha le ha robado la iniciativa a la izquierda. El puro espontaneísmo no lleva muy lejos. Se puede incendiar un país, se puede apedrear hasta el cansancio la casa de gobierno, pero eso solo, esa reacción visceral de gente enardecida -por el hambre, por penurias varias, por todos los innumerables malestares que atraviesan la vida cotidiana- no alcanza para transformar la sociedad si no se cuenta con un proyecto vertebrado, orgánico, y una fuerza capaz de liderar esa energía.
“La historia nos grita que para lograr cualquier cambio profundo y positivo no basta ni con las buenas intenciones, ni con creativas consignas, y ni siguiera con una gran vocación de sacrificio personal. Sin una organización ciudadana, real e independiente de los poderes oligárquicos y corporativos, las más sinceras y genuinas luchas de la gente fácilmente se convertirán en un material para la manipulación mediática y política, que es cada vez más profesional y eficiente”,
afirma categórico Oleg Yasinsky.
Está más que claro que por vía electoral es radicalmente imposible llegar a construir el socialismo. Sobran los ejemplos que demuestran que cualquier gobierno progresista arribado al poder a través de esa vía, si intenta ir algo más allá de lo que los límites de esa democracia representativa le permiten, es sacado a las patadas, con golpes de Estado cruentos, sangrientos, con los tanques de guerra en la calle. O ahora, con esta nueva modalidad que el capitalismo global, capitaneado por Estados Unidos, ha diseñado: con los golpes de Estado suaves.
Últimamente la Casa Blanca, después de haber impulsado durante casi todo el siglo XX esas criminales dictaduras en Latinoamérica, África y Asia dócilmente favorables a su hegemonía planetaria (“Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, dijo el presidente Roosevelt), ha ideado nuevas formas de lucha política, supuestamente no violentas, tendientes a revertir procesos que no son de su conveniencia. Se abandonaron aquellos procesos militares porque les resultaban muy caros a Washington, económica y políticamente:
“Invertimos en los ejércitos de Latinoamérica, y aunque sabemos que ese dinero en términos militares está tirado a la basura, esos ejércitos son nuestro mejor aliado político”,
dijo John Kennedy siendo senador, en 1959. Hoy día, la estrategia ha variado. Se prefieren los “golpes suaves”, disfrazados de “explosiones cívico-democráticas” a los tanques en las calles.
El ideólogo que le dio forma a este nuevo tipo de intervenciones es Gene Sharp, escritor estadounidense visceralmente anticomunista, autor de los libros “La política de la acción no violenta” y “De la dictadura a la democracia”, quien fuera nominado en el 2015 al Premio Nobel de la Paz. Paradojas del destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta de Mahatma Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las bases para que la CIA y otras agencias estatales norteamericanas (USAID, NED, algunas Fundaciones de fachada) desarrollen sus intervenciones en distintas partes del mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington (¡en modo alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp, deben seguir este patrón:
Generación de protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulándola) sobre la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento antigubernamental no violento. Así, un cambio de gobierno se enmascararía como resultado de una protesta popular espontánea.
Eso se complementa, como parte de estos golpes de Estado “suaves”, con el trabajo disuasivo realizado por la corporación mediática comercial, siempre alineada con los grandes capitales y posiciones conservadoras pro sistema. Trabajar sobre la corrupción, denunciando y magnificando hasta el hartazgo hechos corruptos por parte de los funcionarios “díscolos”, consigue resultados: dado que es un tema sensible, o incluso sensiblero, las poblaciones responden siempre visceralmente cuando se azuza el tema. Eso se probó en Guatemala en el 2015, lográndose sacar de en medio al por entonces binomio presidencial de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti (Pérez Molina, general de ejército, importante pieza en la lucha contraguerrillera del país en la década de 1980, era cuadro de la CIA, pero el poder no dudó en desecharlo cuando ya no le servía), implementándose luego en Brasil (mandando a la cárcel a Lula y a Dilma Rousseff por presuntos hechos de corrupción), en Argentina (magnificando exponencialmente malos manejos del kirchnerismo propiciando así el triunfo del neoliberal Mauricio Macri), al igual que en Ecuador, donde se montó una fenomenal campaña contra el presidente Rafael Correa, cuyo progresismo fue posteriormente aplastado por el retorno de políticas ultraliberales.
En esa lógica de “golpes blandos”, supuestamente amparados en una defensa de la democracia (democracia de mercado, por supuesto, donde interesa solo el mercado y no la democracia), también se puede apelar a perversos mecanismos como el decretar un gobierno paralelo a la administración vigente. Eso es lo que, por ejemplo, se hizo en Venezuela, desconociendo al legítimo presidente Nicolás Maduro, reconociendo en su lugar a ese engendro impresentable de un “presidente alterno” como Juan Guaidó (luego también desechado). O lo que se intentó en Rusia, propiciando la candidatura de un agente de la CIA como Alexei Navalny, disfrazado de oposición democrática al legítimo mandatorio del Kremlin.
Esas estrategias, que dieron lugar a las llamadas “revoluciones de colores” en las ex repúblicas soviéticas y también en otros países, se intentan repetir en cualquier nación que resulta un estorbo para el proyecto geohegemónico de Estados Unidos. Esas revoluciones de colores (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución Twitter en Moldavia, revolución azafrán en Birmania, revolución del Cedro en Líbano, revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela, o las “Damas de blanco” en Cuba) están impulsadas por fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses de la clase dominante de Estados Unidos. Su discurso -guión ya muy estudiado y manoseado por la Casa Blanca hasta el hartazgo- se basa en repetir altisonantes palabras como “democracia” y “libertad”. Pero sabemos que esas palabras se tornan vacías: Ronald Reagan en su momento -cuando la lucha antisoviética en Afganistán- recibió a los talibanes en la casa presidencial tratándolos de “luchadores por la libertad”, así como a la Contra nicaragüense que accionaba contra la Revolución Sandinista.
Del mismo modo, dentro de este nuevo esquema de apoyo a las ¿democracias?, se ha pergeñado el mecanismo de guerra jurídica (lawfare). De esta manera -y aquí aparece nuevamente la sacrosanta cruzada contra la corrupción- se impulsan dinámicas que funcionan como distractores, que sirven para ocultar el verdadero motor de la historia. La corrupción es una conducta humana posible de ser encontrada en cualquier contexto; es una forma de transgresión, la cual hace parte de nuestra humana condición, de nuestra normalidad. La corrupción es como las cucarachas: en tanto haya seres humanos, las habrá, porque viven de nuestros desperdicios; y el ser humano siempre, al vivir, genera basura. Es inevitable. Dicho de otra manera: la transgresión es el precio de humanizarnos, de vivir en el medio de códigos que nos construyen: los respetamos, pero siempre existe la tentación de violarlos. Y, de hecho, en mayor o menor medida, lo hacemos. Aunque se terminaran las prácticas corruptas por parte de los gobernantes, la situación socioeconómica de base no varía. Dar la lucha dentro de los marcos de esa democracia, en definitiva, no puede ser nunca un camino revolucionario. Quizá, a un nivel micro -alcaldías municipales, por ejemplo- puede ser importante presentar batalla, como una forma de acumular fuerzas en lo local, lo que serviría para la organización política comunitaria para un posterior proyecto anticapitalista más general. Pero no más que eso. La democracia burguesa no puede pasar de ser una mentira bien empaquetada.
Para demostrarlo, véase este patético recuerdo: durante su campaña proselitista en 1983 el entonces candidato, luego presidente argentino, Raúl Alfonsín, anunciaba pletórico: “con la democracia se come, se cura y se educa”. Años después, constatando el desastre económico que cundía en su país a partir de los planes neoliberales que se habían introducido -con gente saqueando zoológicos para comer un poco de carne en el otrora “país de las vacas”-, aún con esa democracia que lo llevó a la casa de gobierno, en 1992 rectificó aquella frase, para agregar: “Creo que con la democracia, se come, se cura y se educa, pero no se hacen milagros.” Por supuesto que no se hacen milagros. Las penurias de las poblaciones -que llevaron a robarse una jirafa o una cebra para comer, dado el precio prohibitivo de la carne vacuna- no se arreglan con un sufragio. La hipocresía del discurso de la derecha es proverbial.
“Las elecciones abiertas y competitivas son consideradas la forma institucional de la democracia; sin embargo, lo que ocurre en realidad es el control de la misma por el capital, de manera que quienes disponen de mayor cantidad de recursos tendrán más opciones de hacerse con el poder, con lo cual en realidad este tipo de sistema debería llamarse “democracia del dinero”. (…) La realidad del mundo muestra con extrema crudeza esta aseveración: hambre, miseria, represión, desigualdad y guerra son expresiones claras de lo que la democracia electoral ofrece”,
expresa con total acierto Sergio Rodríguez Gelfenstein. Como dicen Marx y Engels, el Estado y las formas jurídicas de esta democracia burguesa no constituyen más que “el consejo de administración de la clase propietaria”.
Como el capitalismo llamado “occidental” se impuso en el mundo en estos dos últimos siglos, obligando a la prácticamente totalidad de la humanidad a mirar ese modelo como el único viable y exitoso, la democracia formal pasó a ser, supuestamente, el comodín, el instrumento clave para llegar a la prosperidad. Quienes no siguen ese modelo son -para este discurso de derecha- atrasados, bestiales, autoritarios. Las experiencias socialistas, por supuesto, reciben todos esos epítetos, y otros más, menos suaves. Lo curioso es que solo en esas iniciativas populares se pudo acercar a procesos genuinamente democráticos, de base, donde la población realmente tomó decisiones (los consejos obrero-campesinos, la democracia de base, las asambleas populares y cabildos abiertos). El capitalismo no puede pasar de ese montaje que es llamado, en forma altisonante, el “gobierno del pueblo” … ¡pero solo a través de sus representantes! Si el pueblo se dice que es el “soberano”, eso no pasa de humor negro, mordaz y perverso. ¿Cuándo la gente decide algo importante para sus vidas? Con el capitalismo: ¡jamás!
En el vocabulario político actual “democracia” es, sin lugar a dudas, la palabra más utilizada. En su nombre puede hacerse cualquier cosa (invadir un país, por ejemplo, o torturar, o mentir descaradamente, o llegar a dar un golpe de Estado); es un término elástico, engañoso en cierta forma. Pero lo que menos sucede, lo que más remotamente alejado de la realidad se da como experiencia constatable, es precisamente un ejercicio democrático, es decir: un genuino y verdadero “gobierno del pueblo”. Esto de la democracia es algo muy complejo, complicado, enrevesado. Es, en otros términos, sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como “lo bueno” sin más, contrapuesta -maniqueamente- a “lo malo”. Siendo prudentes en esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, el italiano Norberto Bobbio, que con objetividad dirá que
“el problema de la democracia, de sus características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve, tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido repropuesto y reformulado en todas las épocas.”
Es obvio que si democracia se opone a autoritarismo, la vida en regímenes dictatoriales torna la cotidianeidad mucho más dura. En ese sentido, sin lugar a dudas vivir bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado, torturado, asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante, un calvario. Las penurias económicas son terribles; pero por supuesto una dictadura antidemocrática es peor: morirse de hambre, aunque sea escandaloso, no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura.
Sin embargo, en ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD- en el 2004 en países de Latinoamérica donde se destacaba que el 54,7% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (“La solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así. Democracia formal sin soluciones económicas no sirve; la inversa, si faltan las libertades civiles mínimas, tampoco es el camino. Años después, en el 2022, la encuestadora CID-Gallup realizó una investigación similar en doce países de la región, encontrando resultados análogos: la media de conformidad con la democracia como solución a los problemas cotidianos no supera el 50%. Debe entenderse en ese contexto que ahí “democracia” es sinónimo de acto electoral, y no más que eso. Por eso a las poblaciones, ese ritual repetido cada tanto tiempo no le soluciona sus problemas más acuciantes; de ahí estos resultados.
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Parte II de IV (leer parte I aquí)
Fuente: Recibido por CT 02-07-2024
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