Darío Fo, un juglar contra la hipocresía.

Fallece en Milán el dramaturgo y Premio Nobel de Literatura Dario Fo.

Por Irene Hernández Velasco. / Fuente: Polítika.

«Ha sido un gran final», decía ayer en clave teatral Jacopo Fo para describir la muerte de su padre, Dario Fo. Un gran final porque Dario Fo se ha ido con la cabeza alta, lúcido, activo, desbordando la misma pasión que siempre le ha caracterizado. Pero más que el final lo que en realidad se puede calificar de grande, de inmenso, son los 90 años de vida de ese personaje poliédrico, de esa especie de artista renacentista y hombre cultísimo que hacía de todo, que sabía de todo, y que no se casaba con nadie.

Era dramaturgo, actor, director, escritor, autor, ilustrador, pintor, escenógrafo… Pero no sólo era un gigantesco contenedor de sabiduría. Lo que distinguía a Dario Fo, lo que lo hacía realmente único y especial, era su rebosante vitalidad y su compromiso político y social. Era el juglar popular que hacía temblar a políticos y a jueces, el que le metía el dedo en el ojo a la Policía y las fuerzas de seguridad del Estado, el que arremetía contra la burguesía, el que enfurecía con sus irreverencias al Vaticano, el que embestía sin piedad contra el Partido Comunista Italiano acusándole de haber traicionado sus principios… Uno, en fin, que no dejaba títere con cabeza.

El caso es que su vocación inicial iba encaminada hacia la pintura. De hecho estudió en la escuela de Bellas Artes de Brea, en Milán. Pero ya entonces llevaba metido en el cuerpo el amor por el teatro y el afán por contar historias. Fue su padre, jefe de una estación ferroviaria y actor en sus horas libres en una compañía de teatro aficionado, el que le transmitió el gusanillo de las tablas. Y de su abuelo materno heredó la fascinación por contar, ya que el hombre le contaba sin cesar historias, historias de todo tipo –cuentos, fábulas, sucesos, noticias, anécdotas…– que de niño Dario Fo escuchaba embelesado.

Con todo ese bagaje, y con esa vena humorística que siempre tuvo, a los 24 años comenzó a trabajar para la RAI, la radiotelevisión pública italiana. Interpretaba monólogos satíricos ante los micrófonos de la RAI y también participaba en revistas teatrales. La suya era ya entonces una comicidad inteligente pero muy ligada a la mímica y a su aspecto físico: altísimo, esmirriado, torpe y con una nariz gigantesca.

Y entonces, en 1954, se cruzó con una rubia guapa, maravillosa, inteligente, irónica y mordaz que descendía de una familia de actores cómicos: Franca Rame. Una mujer de tomo y lomo que no tenía problemas en reconocer que había sido ella la que tomó la iniciativa cuando un día, entre bambalinas, le plantó un beso en los morros a Dario Fo. Se casaron el 24 de junio de ese mismo año por la Iglesia en Milán y a partir de ese momento no se separaron jamás, convirtiéndose en compañeros de vida, de trabajo y de militancia política. Y eso que ella, cansada de las numerosas aventuras de él, un domingo por la tarde anunció en riguroso directo en un programa de televisión de Raffaella Carrà que estaba harta y que lo plantaba. Pero no lo hizo.

Se convirtieron en pareja artística, tuvieron juntos a su único hijo, Jacopo, y comenzaron a trabajar en equipo, fundando su propia compañía. Ella hacía sobre todo de rubia tonta, él de histrión y de payaso. Él escribía los textos, se ocupaba de la escenografía y diseñaba el vestuario. Ella se encargaba de la contabilidad. Hacían comedias, farsas, sainetes satíricos en los que lo mismo se mofaban de usos y costumbres que, entre carcajadas, hacían crítica social. Y les fue bien. Llenaban las salas, llenaban de dinero la caja. Hasta les llamaron de la televisión, concretamente del programa de variedades más importante en aquel momento en Italia, Canzonissima. Y, en esto, llegó Dario Fo y en clave de humor se puso a hablar en la caja tonta de mafia, de los muertos a causa de la falta de medidas de seguridad laborales y de otros temas espinosos. La tele no estaba habituada a esas sátiras despiadadas, así que sus intervenciones eran censuradas cada dos por tres. Y los grandes teatros también comenzaron a cerrarles las puertas.

Todo eso hizo reflexionar hondamente a Dario Fo, quien se percató de la enorme contradicción que suponía que se dedicara a arremeter en sus espectáculos contra la sociedad y que ésta recibiera sin embargo sus críticas con carcajadas y aplausos. «Me había convertido en el alka seltzer de la burguesía», concluyó en referencia al conocido fármaco contra la acidez de estómago que uno toma después de pegarse un atracón. Y se rebeló, decidió tomar distancias de lo que denominaba el teatro burgués.

Comenzó así a actuar en lugares alternativos, en plazas, casas del pueblo, fábricas y otros lugares en los que podía llegar a una audiencia distinta de aquel que generalmente tenía acceso a los teatros. Se trataba de devolver el teatro a su auténtico público, el pueblo, y recuperar toda su dimensión social. Y, con ese objetivo, en 1968 Dario Fo y Franca Rame fundaron el grupo teatral Nueva Escena.

Las sátiras despiadadas, pero llenas de fantasía, comenzaron a fluir. Militares, capitalistas, sacerdotes, poderosos de todo pelaje y condición… A todos ellos el juglar Dario Fo les dio su merecido. Y en 1969 llegó ‘Misterio bufo’, una obra tan divertida como mordaz en la que un único actor, el propio Dario Fo, recuperaba los textos con los que en la Edad Media los juglares hacían mofa de los misterios evangélicos para llevar a cabo una crítica de las injusticias sociales y el poder de la jerarquía eclesiástica. Una obra que hizo que el Vaticano pusiera el grito en el cielo y que Fo siguió interpretando (y transformando) hasta el fin de sus días.

Sólo un año después de Misterio bufo, en 1970, llegó ‘Muerte accidental de un anarquista’, una obra de contenido fuertemente político inspirada en la muerte de Giuseppe Pinelli, un anarquista detenido en relación con un atentado cometido según muchos por la ultraderecha italiana y que, según la versión policial, perdió la vida al caerse fortuitamente por una ventana de la comisaría central de Milán.

El compromiso político de Dario Fo y de Franca Rame, sus puyas sociales, comenzaron a levantar ampollas. A la compañía no sólo le llovían las demandas y las querellas, sino que Rame y Fo eran con frecuencia víctimas de intimidaciones y amenazas. Incluso les colocaban bombas artesanales en los lugares donde iban a actuar. Pero nada comparado con lo que sucedió en 1973, cuando Franca Rame fue secuestrada por cinco neofascistas que la violaron por turnos y que nunca fueron condenados por ello. Su crimen concluyó en 1998 con la prescripción del delito.

La animadversión, por no decir el odio, que Fo ha generado siempre en ciertos sectores de la sociedad quedaron de nuevo patentes cuando en 1997 recibió el Premio Nobel de Literatura. El argumento que dio la Academia Sueca para otorgarle ese galardón -«porque, siguiendo la tradición de los juglares medievales, se mofa del poder devolviendo la dignidad a los oprimidos»- era justo lo que ponía de los nervios a sus detractores. «Conmigo han querido premiar a la gente de teatro», aseguraba Fo, que se tomó el premio con el mismo sarcasmo que se tomaba casi todo y que destinó buena parte del jugoso galardón a ayudar a organizaciones de discapacitados.

El Nobel, desde luego, no le cambió. Siguió haciendo teatro, siguió embistiendo contra el poder en general y contra Silvio Berlusconi en particular (ahí están Ubu rois, Ubu bas o El anómalo bicéfalo), siguió pintando, siguió escribiendo e incluso se lanzó a probar suerte con la novela, escribiendo dos de ellas. Y siguió comprometido con la política, apoyando públicamente en los últimos años a Cinco Estrellas, el movimiento anticasta y anticorrupción fundado por el cómico Beppe Grillo al grito de Todos a casa.

«Si tuviera 20 años estaría ahora mismo en la calle gritando con todas mis fuerzas contra estos tipos, exigiéndoles cuentas», aseguraba a EL MUNDO en una entrevista el año pasado. «El trabajo es la única cosa que me mantiene en pie en estos tiempos terribles».

El dramaturgo y Premio Nobel de Literatura Dario Fo, nacido el 24 de marzo de 1926 en Sangiano (Italia), falleció ayer jueves 13 de octubre a los 90 años en un hospital de Milán.


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