Bienes comunes, autogestión y participación.

por Montserrat Galcerán (*) / El Viejo Topo.

Organizado en Barcelona por La Hidra Cooperativa, y en el marco de los cursos “Nociones Comunes” se llevó a cabo el denominado curso “La participación ciudadana a debate. Del ‘No nos representan’ al autogobierno.” Montserrat Galcerán participó en él con la ponencia que aquí reproducimos. (Nota de Viejo Topo).

En los últimos tiempos autogestión y participación se están convirtiendo en palabras fetiche de las políticas puestas en marcha por las nuevas corporaciones municipales, por lo que despiertan un interés generalizado, no exento de crítica. Esta se centra en la insuficiencia de las formas institucionales de participación que limitan y, en cierta forma, pervierten el autogobierno.

La idea tradicional del autogobierno reposaba en la premisa de que la propiedad privada de los medios de producción era el mayor impedimento para que la sociedad se autogobernara, de modo que se suponía que una vez eliminada esa propiedad sería posible construir una sociedad entre iguales. Ahora bien, los cambios en la propiedad, no solo de los medios de producción sino en la relación entre propiedad y clase, la emergencia de la producción en común (bienes comunes) y el papel del Estado como contratante con las empresas privadas de servicios a la comunidad, nos exigen replantear estas cuestiones, puesto que el capitalismo ha evolucionado notablemente, alterando los parámetros clásicos.

Como ya se ha dicho sobradamente, las políticas neoliberales en los últimos decenios han consistido justamente en una operación imprevista, consistente en supeditar los poderes y las administraciones públicas, por tanto aquéllas que gestionan “lo que es de todxs”, a la obtención de una rentabilidad económica que repercute sólo sobre una capa social, la de los propietarios privados, ya sea de las empresas encargadas de esa gestión de lo público, ya sea de aquellos que tienen acciones en esas empresas; sólo colateralmente y en pequeño grado, en los trabajadores de las mismas. Las administraciones públicas, y puedo dar fe de ello, son grandes contratistas que ofertan contratos de lo más diverso en cuanto a los servicios que precisa viva-la-comunauna comunidad (seguridad de los edificios, limpieza, servicios sociales, escuelas infantiles, programas de abstención, programas de salud, etc., etc.) a empresas privadas que operan como grandes holdings: Eulen, OHL, Ortiz, etc.

Se genera así un ciclo perverso: las Administraciones públicas consiguen a través de los impuestos los recursos monetarios necesarios para poner en marcha los servicios que atienden a las necesidades de la población, pero encargan la prestación del servicio a entidades privadas, sin que puedan interferir en las condiciones de prestación de los mismos por parte de los trabajadores de éstas. Dadas las condiciones de precarización existentes, las entidades someten a sus trabajadores a condiciones penosas sin que la Administración intervenga pues, en el fondo, se entiende que esto conlleva un abaratamiento del servicio en el que la propia Administración está interesada. El resultado es que el dinero público sirve para alimentar a entidades privadas sin que el servicio esté bien cubierto ni los trabajadores bien pagados, o sea sin atender debidamente a lxs ciudadanxs en su vertiente de usuarixs y/o trabajadores.

El Estado del bienestar gestiona “capitalistamente” es decir, con el objetivo de obtener un lucro de ello, aquellas áreas del vivir de las poblaciones que aseguran su continuidad y su reproducción, las cuales se han transformado en un nicho apreciable de negocio. Mientras que en aquellos ámbitos de la vida social en los que es difícil hacer negocio, se considera que los servicios suponen un gasto y se opta por adelgazarlos al máximo posible.

Como señala Nicolas Sgiglia: “conviene recordar que las instituciones de lo público no sólo se han retirado de sectores estratégicos para la reproducción de la sociedad y las garantías de acceso a los derechos más elementales, sino que han sido impulsoras del proceso de privatización y mercantilización que atraviesa cada vez más el proceso de la vida en nuestras ciudades, permitiendo las condiciones de posibilidad para un régimen de acumulación que ha transformado sociedades ricas y enormemente productivas en un paisaje desolador, marcado por la escasez, la inseguridad y la precariedad generalizada… se trata pues de señalar la inoperancia de la distinción entre público y privado en las formas de explotación contemporánea, reconocer la crisis de legitimidad y operatividad de las instituciones públicas y atender a la creación, por parte de sujetos heterogéneos, de formas novedosas de participación y acción colectiva basadas en una gestión radicalmente democrática de lo común”1.

Entendemos ahí por común aquellos elementos o espacios compartidos que las poblaciones precisan para su vivir, que se producen o mantienen “cooperativamente” y que pueden ser usados por quien los necesite. Su definición dice que “no siendo privativamente de alguien puede ser usado por varios”, pero no precisan necesariamente tener una dimensión universal sino que pueden ser gestionados por un grupo o una colectividad.

La reflexión contemporánea señala diversos tipos de “comunes”. En su texto Commowealth Negri y Hardt definen el término diciendo “por «el común» entendemos en primer lugar la riqueza común del mundo material –el aire, el agua, los frutos de la tierra y toda la munificencia de la naturaleza– que en los textos políticos clásicos europeos suele ser reivindicada como herencia de la humanidad en su conjunto que ha de ser compartida. Pensamos que el común son también y con mayor motivo los resultados de la producción social que son necesarios para la interacción social y la producción ulterior, tales como saberes, lenguajes, códigos, información, afectos, etc.”2. Otros autores como A. Calle distinguen 1) aquellos que son recursos como el agua o el aire o las semillas o la información y la cultura. En ese ámbito se trataría más bien de “democratizar el acceso” garantizando unos mínimos tales como sanidad, educación, renta básica, economía solidaria, etc. 2) aquellos que consisten básicamente en espacios y servicios para una socialización igualitaria que combaten formas de segregación espacial o urbanística, formas educativas discriminatorias, etc. y 3) aquellos que desarrollan formas participativas de deliberación y toma de decisiones (exigencia de referendums, formas de mediación judicial, etc.)3. En todos ellos sin embargo es importante destacar que ya la producción es colectiva y que por tanto no se trata sólo de distribuir entre todxs algo producido individualmente, sino de proteger las formas colectivas de producción y consumo analizándolas, identificándolas y defendiéndolas. Tendríamos ejemplos en licencias como creativ commons, en prácticas de defensa como las que se están dando en los desahucios, en experimentos como La casa invisible en Málaga (centro social), en las Oficinas de derechos sociales, en las redes migrantes, etc.

1. Producir y gestionar en común.

¿Cómo gestionar eso común? La autogestión es una forma de hacerlo. Aunque fuera una práctica relativamente antigua, el término se puso de moda en los nuevos movimientos sociales a partir del 68, que retomaron algunos de los debates clásicos sobre las colectivizaciones de los años 20 y 30. En ellos se trataba de partir de la crítica del “socialismo de Estado” e introducir prácticas de apropiación y gestión directamente colectiva de los recursos.

Por autogestión se entiende la intervención directa de los agentes o afectados por una determinada situación en la gestión de la misma. Eso no significa que, especialmente en el ámbito de la producción, sus resultados siempre sean positivos. Es decir, puede albergar posiciones corporativas o sectoriales que intenten preservar determinados privilegios; pueden darse tendencias que intenten preservar ese ámbito local de participación en beneficio de sus agentes directos y en detrimento de otros sectores o de intereses ajenos, incluso perdiendo de vista el horizonte en que estas intervenciones se sitúan, o puede incluso que determinados sectores sea imposible gestionarlos en forma autogestionada, por ejemplo espacios con una logística compleja como puede ser un aeropuerto. Inclusive las prácticas de autogestión pueden no poner en cuestión en absoluto la gestión capitalista global y ser introducidas parcialmente en un marco capitalista como los grupos de trabajadores en las plantas japonesas, como muestra el toyotismo.

Y sin embargo, la autogestión unida a la potencia de los movimientos sociales puede suponer un contrapoder efectivo a las políticas económicas capitalistas. La tesis de que podemos autogestionar los comunes se sustenta en la experiencia de que el capitalismo contemporáneo ha sido capaz de desarrollar exponencialmente la producción de bienes y servicios pero al tiempo ha sido capaz también de subdesarrollar la capacidad de los trabajadores para apropiarse colectivamente de esa riqueza, lo que pone en cuestión uno de los axiomas tradicionales del marxismo según el cual el desarrollo capitalista favorecía el de la clase llamada a eliminarlo. En palabras de André Gorz “el capital ha hecho crecer al mismo tiempo la capacidad técnica del proletariado en su conjunto (del «trabajador colectivo») y la impotencia de los proletarios como individuos, equipos o grupos”4. Ha aumentado al máximo la capacidad técnica del trabajo pero ha limitado también al máximo la autonomía de los propios trabajadores generando una sociedad globalmente dependiente del capital, en su forma actual del capital financiero. En la medida en que la única institución colectiva existente es el Estado, esa dependencia se traduce en una exigencia “hacia el Estado” para que controle la voracidad del capital y atienda a las demandas de los trabajadores. Pero esa exigencia, siendo legítima, choca con la escasa fuerza de las “poblaciones dependientes” y pone en cuestión la doctrina tradicional sobre el Estado como representante de la sociedad y gestor del interés común. Puesto que, como ya he señalado, las Instituciones estatales y la Administración en su conjunto puede ser que intenten satisfacer algunas de esas demandas, pero lo hacen traduciéndolas en servicios mercantilizados y cubiertos por la oferta de las empresas actuantes en el ámbito. Con ello la gestión capitalista de “lo social” se amplía exponencialmente.

Resumiendo, podríamos decir que el desarrollo del capitalismo contemporáneo socava la existencia de aquellos núcleos de socialidad compartida de los trabajadores que podrían actuar como focos de resistencia, de tal manera que el trabajador individual, perdido en la anonimidad de la sociedad contemporánea, raramente encuentra un espacio de comunidad con otrxs desde el que actuar colectivamente.

Pero al tiempo la transformación en los sistemas de producción, especialmente la inserción directa del trabajo “cognitivo” (gestión de información, de códigos, herramientas informáticas, comunicación, etc) que ha producido hasta ahora una precarización constante de sus agentes, desprovistos de la capacidad de presión colectiva de las antiguas capas obreras (Sindicatos especialmente), permite pensar en procesos de producción de riqueza social gestionadas por los propios productores directos: por ejemplo, radios y televisiones locales, mantenimiento incluso a nivel infraestructural de centros sociales, autogestión agraria en los huertos ecológicos, iniciativas de autoformación, etc.

Esas prácticas se esfuerzan menos en reapropiarse y gestionar unidades productivas de gran tamaño, pensadas bajo el modelo de la rentabilidad capitalista, cuanto de poner en marcha proyectos de mediana escala capaces de atender a las necesidades de una parte de la población pero gestionándolas bajo el presupuesto de que actualmente es la combinación social de los diversos trabajos lo que produce la riqueza. La gestión capitalista supedita esa combinación virtuosa (que produce riqueza) a su interés de ampliar la acumulación, mientras que la autogestión refuerza esa producción social combinada y la orienta hacia la satisfacción de las exigencias de la población. En la coyuntura actual las nuevas Instituciones se tropiezan con el problema de propiciar esa gestión novedosa no empresarial en el sentido estricto del término, lo que tropieza con fuertes reticencias y precisa de movimientos sociales de mayor calado.

Para ello se precisa de la construcción de un sujeto político de nuevo cuño.

2. Excurso teórico. Dos caminos para pensar la política.

Entre las múltiples maneras de pensar el sujeto político quería insistir en dos formas diversas y en cierta forma contrapuestas. Podríamos esquematizarlas como las posiciones de Laclau y de Deleuze (con derivados en Negri y Hardt). Hay otras posiciones, pero para no extenderme me concentraré en éstas.

Laclau no rompe con la concepción hegeliana clásica del sujeto. Incorpora la dimensión teleológica de la crítica habitual al hegelianismo pero no pone en cuestión la categoría básica de identidad e individualidad. Tampoco pone en cuestión el modo en que estas categorías funcionan en el pensamiento de Lacan. Pero introduce en su análisis la dimensión derivada del análisis lingüístico, incluida la idea de que el discurso crea realidad.

Como consecuencia entiende que lo fundamental en la política es la creación de identidades políticas, en lugar destacado su categoría central, que es la de “pueblo”. El “pueblo” es siempre el resultado de una operación discursiva que logra establecer un “corte inmaterial” entre “nosotros” y “ellos”: “nosotros” formamos parte de un “pueblo” a través de un proceso de identificación; pero la identidad colectiva a la que pertenecemos es siempre fallida, puesto que supone una comunidad armónica inalcanzable. Aún así es esta idea la que permite establecer lo que Laclau denomina una “cadena equivalencial” de demandas al poder que, en tanto que quedan insatisfechas, permiten construir un universal. Éste, de modo análogo al universal hegeliano, se caracteriza por su ausencia de concreción –no es resultado de lo que tienen en común las demandas particulares que en cuanto que heterogéneas no tienen nada en común– sino del hecho de que se postule una identidad común de la que participan pero que las trasciende. Esta identidad está representada, encarnada en el líder que es quien nombra el universal subyacente –la comunidad del pueblo siempre ausente.

Esta lectura, que aquí resumo, es la que se utiliza para explicar el fenómeno Podemos, su necesidad de liderazgo y su irrupción por fuera del marco de las instituciones, pero también relativamente externa a los movimientos.

El otro camino es el que se postula a partir de Deleuze/Guattari (Negri y Hardt): parte de la pregunta: ¿qué pasaría si no partiéramos de una inmersión convivial, de una especie de armonía primigenia, de la que se precisa un distanciamiento y una negación, sino de una heterogeneidad de partida, es decir, de la existencia de múltiples centros, prácticas, discursos y cuerpos que se tropiezan y se encuentran, o se desencuentran, unos con otros, de modo que en vez de partir de “la conciencia” partiéramos de la totalidad del ser humano (cuerpo) conectado a través de los sentidos con todo lo que le rodea y expuesto a los afectos que produce y que recibe?

En vez de partir de la imagen de un mundo de oposiciones binarias, ya sea mi conciencia y la del otro, o el yo y el mundo, o el “nosotros” y “ellos”, de los cuales uno es la negación del otro, siendo la capacidad negadora la fuerza del sujeto, partir de la multiplicidad heterogénea de los muchos, que como digo no son sólo conciencias, en el sentido anteriormente expuesto, sino cuerpos pensantes, sintientes y hablantes. En este caso no podemos acudir a la negación como primer operador de transición puesto que las negaciones respectivas son parciales y en cierta forma se neutralizan recíprocamente, es decir, no se puede ser-sujeto con conciencia de tal en un esfuerzo totalizador puesto que un cuerpo sintiente, pensante y hablante no es lo contrario y por tanto no es la negación de ser-objeto, sino que parcialmente al menos es también objeto, es decir objeto de las prácticas que construyen la subjetividad y éstas no son sólo de negación. Lo mismo entre yo y el otro; yo es el otro de muchos con los cuales las relaciones no son sólo de negación, sino también de contigüidad – estamos situados en el mismo plano–, de cooperación –o sea interacción no negadora–; de intersección –coincidir sólo en parte–; de oposición frontal –en cuyo caso funcionaría la negación, pero no de esencia sino de posición.

Eso nos obliga a pensar las transformaciones sociales de otra forma. Hegel es el pensador de una revolución triunfante que, como toda revolución, tiene que ocultar la violencia de sus orígenes con la mistificación. Y lo hace con un procedimiento doble: por un lado justifica la violencia negadora, la fuerza destructiva que da lugar a la revolución y la transforma en un operador metafísico. Por otra reduce la revolución a una especie de restauración cuyo origen, por ser justamente aquella fuerza negadora, surge ahora de la propia revolución. Así mistifica su fuerza física como fuerza espiritual, transmuta los límites del proceso revolucionario en consentimiento de los derrotados y en reconciliación. Ése fue en su momento el núcleo de la crítica de Marx que, sin embargo, seguía considerando importante la contradicción y la negatividad como motores de un proceso, que en su caso ya no era de cambio de interpretación, sino de transformación social, económica y política.

Por el contrario, en la filosofía de Spinoza no cabe esa forma de negatividad. Sí puede haber oposición entre unos elementos u otros –entre unas ideas u otras o entre unos afectos y otros, incluso entre unos cuerpos singulares y otros. Pero en estos casos la oposición es entendida como una “oposición real” que deberá resolverse por “composición”: “Si en un mismo sujeto son suscitadas dos acciones contrarias, deberá necesariamente producirse un cambio, en ambas o en una sola de ellas, hasta que dejen de ser contrarias”5. La oposición no se agudiza en contradicción y conflicto abierto, en guerra; no se resuelve por victoria de una de las partes y por rendición de la otra y se mistifica como reconciliación, sino que la oposición se mantiene en tanto que una de las partes o las dos no cambien, puede exacerbarse como consecuencia de las pasiones tristes pero sólo podrá resolverse introduciendo cambios que generen una nueva composición.

Con ello cambia totalmente el concepto de sujeto y subjetividad. Sujeto no es el concepto de un ser que sabe de sí como fuerza de negación de un mundo dado al que opone su fuerza creativa de otra realidad, ni tampoco la reconciliación de nuestra individualidad con un universal que nos engloba, sino el nombre que damos a una práctica que se despliega constituyendo un mundo.

De ahí resulta la posibilidad de una política “democrática”, que se formula justamente como aquella composición colectiva, común y compartida, que aumenta la potencia común. Democrática porque está construida por medio de sus componentes, los cuales nunca pierden su carácter de “cuerpos singulares” ni transfieren su poder de preservarse y defenderse a sí mismos a la autoridad común. Interactúan unos con otros y podríamos decir que amplían o restringen, potencian o despotencian. La política es así el arte de aumentar la potencia colectiva, no el arte de imponer la ley, que no es más que una consecuencia de aquélla.

Por otra parte la multiplicidad de agentes colectivos a través de los cuales discurre la política atestiguan que no es posible transferir totalmente los derechos en una instancia política, a no ser que se introduzca la negación del propio poder por medio de la construcción de una subjetividad sometida.

Ese cambio da lugar a nuevos problemas, pero al tiempo desbroza el camino para las revoluciones venideras a las que sustrae del horizonte de la negación y la restauración para colocarlas en el espacio de la construcción de comunes políticos o, dicho de otra forma, de nuevas instituciones.

Y se distancia también del populismo defendido por Laclau para quien “el común” será siempre el nombre de un vacío inalcanzable que debe ser necesariamente nombrado en el discurso político y personalizado por el líder pero siempre soslayado en su actuación práctica.

3. La impronta feminista en este proceso.

Y es ahí donde se inserta la mirada feminista. En la acampada Sol un gran cartel proclamaba que “la revolución será feminista o no será”. ¿Por qué la revolución debe ser feminista so pena de no poder transformar la sociedad, so pena de no ser una revolución?, ¿qué papel jugamos las mujeres en todas esas transformaciones?, ¿por qué es tan importante la dimensión feminista en todos esos cambios?, ¿tenemos las mujeres algo importante que decir en todo ello y por qué?

Obviamente no tengo yo todas las respuestas pero voy a intentar explicar por qué la impronta feminista es fundamental. Eso tiene que ver con dos dimensiones del capitalismo global: la dimensión “biopolítica”, o sea el hecho de que rentabilice los procesos de reproducción del vivir tanto en las sociedades capitalistas maduras, intentando privatizar y convertir en espacio de negocio los procesos de reproducción social y humana, como en sociedades capitalistas productoras de materias primas o reservas ambientales donde lo que se trata es de privatizar los recursos, el agua, la madera, los conocimientos biomédicos, etc., pero subordinándolas a la acumulación de capital a través del mercado, en vez de colocar el mantenimiento de la vida en el centro como reclama la economía feminista.

Eso permite explicar la extraordinaria virulencia y la agencia política de muchos movimientos de mujeres en nuestra época en todo el globo y la incidencia de un cierto protagonismo femenino. Ello trastoca la tradicional agenda según la cual las luchas económicas y políticas pasaban a primer plano mientras que cuestiones que afectan a esos otros ámbitos se entendían como consecuencia de la victoria en los primeros. Sólo después de tomar el poder, plantearon los clásicos de la revolución, podrían abordarse esas otras cuestiones. Ese modelo hay que ponerlo radicalmente en cuestión pues sólo en la medida en que ponemos en marcha nuevas formas de enfrentarnos a los problemas comunes, seremos capaces de oponernos a las políticas rapaces de las actuales élites económicas. Y ahí que la defensa y la remodelación de esos ámbitos es una tarea de primerísima importancia. Es cierto que esa proliferación de movimientos, de puntos de anclaje y de diversidad nos desorienta, pero es el terreno sólo sobre el cual puede crecer una alternativa exitosa al poder concentrado de las elites capitalistas. La tarea es encontrar formas de generar puntos de encuentro y alianzas duraderas en esa multiplicidad.

4. Experiencias anteriores.

Vayamos entonces a algunas experiencias anteriores, por si pueden aportarnos alguna enseñanza.

Tenemos unas primeras bases desde las que partir: la experiencia de un capitalismo que subordina a través de las instituciones democráticas de gobierno la satisfacción de las necesidades del vivir colectivo a los intereses de obtención de beneficio; un cambio epistémico que nos impide pensar el sujeto agente de las transformaciones democráticas como un “sujeto” colectivo dotado de conciencia y que por tanto problematiza el “auto” del autogobierno; y la necesaria puesta en cuestión de experiencias anteriores. Vamos entonces a esta última cuestión.

En la tradición revolucionaria europea –dejemos a un lado las experiencias pre-modernas y de sociedades no europeas– las experiencias clásicas son la Comuna de París (1871), los primeros soviets bolcheviques (años 20 del siglo pasado) y las experiencias de autogestión anarquistas durante la guerra civil (1937-9).

La Comuna de Paris (1871) es la primera experiencia interesante en el mundo moderno. Como es sabido uno de los textos clásicos sobre la Comuna es el famoso de Marx, titulado La guerra civil en Francia (1871). En él señala que lo nuevo es justamente que desarma el concepto clásico de Estado como representante del interés general –gestor de ese supuesto interés general– y lo sustituye por una acción política directa de los afectados. Entre sus medidas está un gobierno directo, con cargos rotatorios, cuyos salarios no excedan de los salarios medios, que rindan cuentas de sus decisiones a los gobernados, con eliminación de los cargos vitalicios, etc. Se trata de un “pueblo que se gobierna a sí mismo” según sus propias palabras. El objetivo es evitar que el Estado se convierta en un aparato superpuesto a las propias poblaciones y lograr que éstas ejerzan el control sobre quien toma las decisiones. Por supuesto el sustrato común de la colectividad es el trabajo. Marx dice que “a todo ser humano capaz de trabajar le será obligado trabajar para mantenerse, y con ello se eliminará la única base del predominio y de la opresión de clase”6, es decir el poder que algunos tienen de que otros trabajen para ellos. Se trataría de una forma de organización descentralizada, constituida por comités directamente elegidos, ligados a las organizaciones de base, que permitiría eliminar el Estado como “sobrenatural aborto de la sociedad”; con ello el pueblo recuperaría el control sobre sí mismo, pero no se detalla más la composición de este mismo “pueblo”, las tensiones y conflictos entre unas capas y otras, las formas y modalidades de ese proceso de auto-gestión. A su vez ese pueblo tiene una base de sustento “natural” en el trabajo agrícola e industrial-manufacturero, como si en el caso de que esas comunas urbanas o rurales se hubieran sacudido el control y la explotación del capital pudieran, por sí mismas, organizarse y dirigirse.

A pesar de que la Comuna de Paris siguió siendo una referencia permanente en la tradición revolucionaria europea, su carácter efímero y la enorme represión que siguió no permitieron desarrollar su sistema de gobierno, que quedó como un intento interrumpido prematuramente. Pero no dejó de alimentar la idea de que, una vez desaparecida la propiedad privada, las sociedades podrían funcionar como conjuntos relativamente armónicos donde las disparidades no crearían antagonismos irreconciliables.

La segunda experiencia es la de los primeros soviets, cuando al peligro del corporativismo de los soviets se enfrenta el poder político de un Partido que se arroga la capacidad de interpretar los intereses comunes.

Como sabemos los soviets fueron las formas espontáneas de organización de los trabajadores durante las revoluciones rusas, tanto la primera de 1905 como la de 1917. En un primer momento los bolcheviques los potencian, pero a finales del 18 Lenin se tropieza con el gran problema que supone la indisciplina de los trabajadores en plena guerra civil y con la economía arruinada.
Bienes comunes, autogestión y participación

Las primeras medidas tomadas tras la revolución como el decreto sobre el control obrero (noviembre de 1917) y sobre las nacionalizaciones (diciembre, 1917) empiezan a diseñar lo que Lenin denomina “capitalismo de Estado” presocialista; son normas por medio de las cuales se nacionalizan algunas grandes empresas y bancos, poniéndolos bajo el control del Estado e intentando con ello disminuir el poder de los comités de fábrica que habían surgido en el proceso revolucionario. Estas medidas fueron fuertemente criticadas por los comunistas de izquierda, entre ellos Bujarin, pero la dirección del Partido bolchevique, bajo el liderazgo de Lenin, sostuvo que ese poder obrero autónomo creaba una gran dispersión y provocaba el caos en la dirección de la industria; además era campo abonado para las maniobras de los viejos poderes, entre otros la propia burguesía desplazada ahora del poder. Posteriormente se crea el Consejo Superior de economía nacional y las Comisiones de planificación, a las cuales van a estar subordinados los órganos de control obrero. El conflicto se prolonga y acabará estallando en el invierno de 1920-1921 con huelgas en las fábricas de Petrogrado y Moscú, así como sublevaciones campesinas a las que siguió la insurrección de Kronstatd. La intervención militar del poder soviético acabó con estos intentos e impidió que se extendieran por todo el país en plena guerra civil.

En este contexto la denominada “oposición obrera”, una de cuyas líderes era la feminista Aleksandra Kollontai, se manifiesta desde 1918 a favor de aumentar el poder obrero y sindical, en contraposición a la política leninista de reforzar la posición de los poderes políticos del Estado y en especial el del Partido Comunista. El VIII Congreso (1919) había reivindicado una mayor presencia de obreros y sindicalistas en el partido y una mayor incidencia de los soviets, pero sus tesis quedaron en minoría. Lo mismo ocurrió en el X Congreso (1921); coincidió con los conflictos sociales antes señalados, lo que ayudó a que se impusiera la tesis de la defensa de la unidad del partido frente a cualquier otra consideración. A partir de ese momento las tendencias quedaron prohibidas en el partido comunista ruso y su poder extraordinariamente aumentado.

El conflicto se sustancia con una pérdida de poder de los sindicatos y de los soviets. La lógica tanto de Lenin como de Trotsky es que los trabajadores no están maduros para una revolución obrera. Dejado a su lógica sindical, el movimiento obrero sería capaz de poner en jaque la revolución, porque privilegia sus reivindicaciones propias frente a los intereses generales. Como Lenin no se cansa de repetir, la lucha económica de los trabajadores tiene un límite y debe estar supeditada a la lucha política que a su vez encuentra en el partido su mejor valedor.

Como manera de salvar la distancia entre ambas perspectivas la tradición marxista utilizó la cuestión de las fases. Por el momento la revolución rusa debía encarar la cuestión de la acumulación de riqueza relanzando la producción. Posteriormente llegaría un momento en el que la riqueza acumulada se distribuiría, aunque hoy sabemos que esa fase nunca llegó. A la larga, la eliminación de los órganos directos de los trabajadores o de los propios sindicatos produjo un debilitamiento de esos órganos y un debilitamiento del sistema en su conjunto. La inicial capa burocrática se convirtió en una elite, que a su vez actuaba como una especie de burguesía que en un determinado momento fue clave para la transición al capitalismo. La propiedad colectiva de los medios de producción que había impuesto la revolución se transformó de nuevo en propiedad privada y los viejos burócratas ocuparon en muchos casos el lugar de los nuevos capitalistas7.

Por último, la tercera experiencia importante es la de las empresas expropiadas y autogestionadas en Catalunya durante la guerra civil. La cuestión de las expropiaciones se había planteado en el Congreso de Bruselas (1868) de la AIT, y acarreó enormes problemas a los socialistas de la época, hasta el punto de decidir la separación de los sectores obreros de los partidos demócratas, constituyendo el núcleo de los posteriores partidos obreros.

El “colectivismo”, defendido por Guesde (fundador del PSF), no se diferencia, dice éste, del “comunismo científico” defendido por Marx. Los anarquistas o “socialistas anti-autoritarios” se declaran colectivistas en su mayoría, si bien posteriormente el debate sobre el modo de distribución les lleva a la conclusión de que tanto la producción como el reparto deben ser colectivos, en función de las necesidades. (El término “comunismo anarquista” aparece por vez primera en 1876, año del Anti-Dürhring). Éste se inscribe en el programa de la CNT en el Congreso de la Comedia en 1919.

Posteriormente la experiencia de la revolución rusa y del sindicalismo revolucionario francés (Sorel) ejerció también su influjo. Esta última corriente preconizaba la formación de comités en los talleres, consejos de fábrica, creación de uniones sindicales en la industria, así como la formación de granjas y explotaciones agrarias colectivas. Poco antes del inicio de la guerra, en el Congreso de Zaragoza de mayo de 1936, se adoptó una resolución sobre el “comunismo libertario” que proclamaba la intención de abolir el dinero y sustituirlo por un carnet de productor. Según esa tesis la producción debería organizarse de acuerdo a un sistema de organizaciones horizontales, agrupadas por ramas industriales (sindicatos de industria) que planificara y eliminara la competencia entre empresas. La dirección del trabajo quedaba asegurada a través de los organismos sindicales.

Después del golpe del 18 de julio, en Catalunya empiezan a producirse las expropiaciones. El mecanismo era relativamente sencillo: el comité de fábrica se dirigía al propietario y declaraba la fábrica expropiada apoyándose en un decreto de la Generalitat. A partir de ese momento el propietario o bien se marchaba –en muchos casos se había marchado ya y la fábrica estaba abandonada– o bien, si se trataba de pequeños propietarios, seguían trabajando en la empresa como un trabajador más.

Se nacionalizaron los sectores vitales de la economía: metalurgia, transportes, fuentes de energía, comunicaciones, comercio, abastecimientos. En Barcelona se expropian los ferrocarriles catalanes y los ferrocarriles del Norte, que pasan a manos de la UGT y la CNT; la telefónica quedó en manos de la CNT, lo que tuvo su importancia posteriormente en los acontecimientos del 37; el agua, gas y electricidad fueron incautadas a finales de julio; grandes almacenes como El Siglo y El Águila lo fueron en noviembre del 36. Las barberías y peluquerías se colectivizaron a mediados de agosto; también la cervecería Damm o la cervecería El Borne. Se creó también un comité de espectáculos que se ocupaba de las salas de cine, teatro, variedades, etc. A ello se añadieron otras fábricas y empresas como la Hispano-Suiza, el metro de Barcelona, la compañía Transatlántica, la compañía de tranvías, etc8

Se trataba de una colectivización controlada por los sindicatos –la UGT y la CNT– que a través de sus organismos locales y federaciones regionales establecía los salarios, las condiciones de trabajo, los intercambios, etc. Este proceso se extiende por muchos pueblos de la comarca, especialmente en Aragón, donde las colectividades agrarias constituyeron federaciones regionales, tenían dinero propio y establecían intercambios reglados entre unas comunidades y otras.

Siendo una experiencia única y digna de estudio resumiría algunos aspectos:

Los sindicatos se hicieron con el sistema productivo y lo gestionaron directamente. Surgieron entonces problemas en el establecimiento de los salarios: se mantenían las diferencias salariales, especialmente las que afectaban al trabajo de los técnicos, así como incentivos a la producción; se crea también el carnet del trabajador en el que constaban los diferentes puestos de trabajo que había ocupado, algo así como una “historia laboral individualizada”. Las retribuciones entre los trabajadores, así como las relaciones entre técnicos y obreros, fueron causa de fricciones como lo habían sido en la revolución rusa.

La iniciativa se basaba en tres pilares: la introducción de métodos técnicos y estadísticos de control de la producción, lo que implicaba una cierta burocracia (por ejemplo la realización de fichas que los comités respectivos no siempre cumplimentaban); la potenciación de mejoras técnicas relativamente avanzadas para la época, que demostraba la mejor calidad de la gestión técnica obrera, y la introducción de cambios culturales que acompañaran todo el proceso (programas en las escuelas, iniciativas culturales de diverso tipo, “escuelas nuevas”, etc)

Por último se planteó la diferencia entre las organizaciones campesinas y los sindicatos obreros, incluido el tema de la participación de los campesinos propietarios.

Resumiendo, diría que se trata de una experiencia de corte sindical basada en la colectivización del trabajo y su organización sin propiedad privada, que deja abiertos problemas importantes de gestión de la producción y de distribución de la riqueza.

5. Autogestión y participación social

Ahora bien, ¿qué tienen que ver todas estas experiencias con la situación actual? Actualmente la interacción entre las Administraciones públicas y las empresas a la que me he referido al principio nos plantea la necesidad de recuperar las instituciones públicas y ponerlas al servicio de la reproducción social, potenciando un tejido socio-económico más rico y plural. Ahí es importante crear una empresarialidad nueva, ligada al tejido social y capaz de desarrollar esas tareas.

En segundo lugar el agente de las transformaciones no puede ser un agente de tipo clásico sino que tiene que ser un agente en proceso, que se construye al tiempo que desarrolla estas prácticas.

Por último y para terminar quiero referirme a formas actuales de gestión en común y de participación social que no tienen esa dimensión revolucionaria pero que nos plantean de nuevo los problemas de una política desde abajo.

Modalidades de participación, aspectos concretos.

La participación, además de ser columna vertebral de nuestro proyecto, empieza a ser palabra de moda, por lo que conviene diferenciar varias modalidades de participación y analizar esta cuestión en concreto, puesto que además la creación de este nuevo agente necesita de las prácticas participativas y de sus metodologías.

Entre las cuestiones a analizar cabe distinguir:

– Las metodologías participativas, su importancia y su relativo éxito en la puesta en marcha de los proyectos. El uso de esas microprácticas es fundamental para crear agentes colectivos que no están previamente diseñados sino que se van haciendo a lo largo de todo el proceso.

– Las dificultades estructurales para la participación democrática en el marco de la Institución: contamos con Instituciones muy verticalizadas y focalizadas en lo representativo, por lo que se generan disfuncionalidades que no siempre son fáciles de desbloquear.

– La cuestión de la participación reglada como los foros de participación, presupuestos participativos, etc. Se trata de formas promovidas por las Instituciones que más que iniciativas de autogestión, lo son de participación (limitada) en la gobernanza. En ellas prima pues el vector de arriba hacia abajo y pueden convertirse en mecanismos de legitimación.

– La participación en iniciativas ciudadanas de auto-gestión desde abajo. Hipotéticos apoyos institucionales y dificultades para ello. Puntos de interacción y de encuentro (o desencuentro). Esta es la parte en la que me parece quizá más interesante seguir experimentando siguiendo nuestra estrategia de las “instituciones monstruo”. No me parece admisible que con lo que ya habíamos avanzado en este aspecto, volvamos ahora hacia atrás por miedo de una contaminación de “los nuestros”.

Podríamos decir que desde que hemos llegado a las Instituciones el conflicto social se traslada a su interior, de modo que a pesar de la espectacularización que allí tiene lugar, los debates sobre privatización y externalización cogen cierto vuelo. El problema está pues en explorar formas de interacción productivas que no subordinen a los movimientos sociales ni a las diversas cooperativas o formas de economía social a la agenda de las Instituciones pero de tal modo que éstas incentiven esas nuevas formas de gestión y las apoyen. Eso implica romper con criterios ahora dominantes y, tal vez, introducir criterios de excepción y de discriminación positiva. Para ello se precisa de una fuerte experimentación que nos permita armar prototipos que vayan desbrozando el camino para esas nuevas formas de gestión, de participación y de decisión. Con ello tal vez logremos avanzar hacia nuevas formas de autogobierno.

 

Notas

1. “Libertad, autonomía y procomún” en Calle, A., Democracia radical, Barcelona, Icaria, 2011, P. 178. Madrid, Akal, 2011, p. 10.

2.V. Calle, A., “Aproximaciones a la democracia radical”, en Democracia radical, op. cit, p. 39. Adieux au proletariat, Paris, Galilée, 1980, P. 35.

3.Ética, V, axioma 1. Para más datos Galcerán, M., Deseo[y]libertad, Madrid, Traficantes de sueños, 2009.

4. La guerra civil en Francia. Hay múltiples ediciones, aquí uso la de Marx-Engels- Werke, T. 16. Para más datos v. Galcerán, M., La invención del marxismo, Madrid, Iepala, 1997.

5. Hay numerosa bibliografía sobre la historia de la revolución rusa. Uno de los textos clásicos es el de Bettelheim, Ch., Las luchas de clases en la URSS, Madrid, S.XXI de España, 1976

6. Se encuentran muchos datos sobre estas experiencias en Mintz, F., La autogestión en la España revolucionaria, Madrid, la Piqueta, 1977.

 

Fuente: http://www.elviejotopo.com/articulo/bienes-comunes-autogestion-y-participacion/

(*) Montserrat Galcerán Huguet. Catedrática de filosofía y activista española, concejal del Ayuntamiento de Madrid desde 2015.  Nacida en Barcelona en 1946, se licenció en Filología Clásica y Filosofía en la Universidad de Barcelona y se doctoró en Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Es catedrática de Filosofía en la UCM. Miembro de Ganemos Madrid,5 resultó elegida concejal por la candidatura de Ahora Madrid en las elecciones de mayo de 2015. Se le asignó la concejalía-presidencia de los distritos de Moncloa-Aravaca y de Tetuán


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