por István Mészáros (*)
A la memoria del general Vasco Goncalves, 1922-2005, primer ministro del gobierno revolucionario portugués comprometido profundamente con el socialismo radical.
1.
En 1995, dos años antes de la formación del gobierno de Toni Blair en Gran Bretaña, escribía muy negativamente sobre «la pírrica victoria electoral que se avecina» del «Nuevo Laborismo». Mi preocupación, al anticipar un desastre político y social tras el autoengaño de la «victoria, no afectaba exclusivamente a la situación del Partido Laborista Británico sino que tenía un significado mucho más amplio sobre los acontecimientos políticos de los que tendríamos que ser testigos durante mucho tiempo, y habrían de tener como consecuencia unas auténticas transformaciones reaccionarias no sólo en el Reino Unido sino en el movimiento obrero occidental en general. Aducía [entonces] que tal como está la situación hoy, el trabajo como enemigo del capital se ve obligado a defender sus intereses no sólo con una sino con las dos manos atadas a la espalda. Una de ellas, amarrada por fuerzas abiertamente hostiles a los obreros y la otra por su propio partido reformista y los dirigentes de los sindicatos.» [1] Y concluía mi razonamiento con estas líneas:
«Ante esta situación, la alternativa a la que se enfrenta el movimiento obrero es o bien resignarse y aceptar esas imposiciones o bien dar los pasos necesarios para unir sus fuerzas, sin importar lo difícil que pueda resultar hacerlo. En la actualidad, los antiguos dirigentes reformistas del laborismo admiten públicamente, de la misma manera que lo hizo Toni Blair en un discurso pronunciado en Derby, muy adecuadamente el 1 de abril, día de los inocentes, que ‘El Partido Laborista es el partido de las empresas e industrias modernas en Gran Bretaña’ [2] Lo que supone la fase final de la traición total al patrimonio íntegro de la tradición socialdemócrata … La única pregunta que queda por hacer es ¿cuánto tiempo permitirá la clase obrera que se la trate como en aquel Día de los Inocentes de abril?, ¿por cuánto tiempo continuará la estrategia de capitular ante las grandes empresas tras «la próxima pírrica victoria electoral» [3]
Como todos sabemos, han pasado ya más de diez años desde el establecimiento del «nuevo gobierno laborista» y la pírrica victoria electoral resultó peor que cualquiera de las execrables expectativas. Todas las medidas legales contra los trabajadores, adoptadas por el gobierno conservador más reaccionario que ha existido durante décadas (el gobierno de Margaret Thatcher, denunciado enérgicamente por el Partido Laborista en la oposición), fueron asumidas por el nuevo Gobierno, con la complicidad absoluta de los líderes de los principales sindicatos, mientras que algunos representantes de las grandes empresas se vieron recompensados no sólo con significativas prebendas económicas y financieras sino incluso con puestos clave y permanentes en los ministerios y en los órganos asesores. Sin embargo, quizás, lo más desastroso del gobierno del «Nuevo Laborismo» ha sido el total servilismo – y el cinismo envuelto en una hipocresía pringosa para el consumo de la opinión pública- con el que ha participado, y continúa haciéndolo, en las aventuras genocidas del ejército estadounidense, sin hacer caso, de la forma más autoritaria, de las protestas de millones de personas que se manifestaron contra ellos. Y no existe diferencia en el hecho de que las órdenes provinieran del «fraternal» presidente demócrata Bill Clinton o del responsable del gobierno republicano más radical de la historia, George W. Bush. Al parecer, la única coherencia que se pide es la conformidad con las órdenes trasatlánticas de la forma más sumisa e hipócrita, incluso cuando lo que está en juego es una destrucción bélica innegable y creciente.
Existe la tendencia a atribuir las deplorables características del desarrollo social y político a aberraciones personales y a traiciones, fundamentando voluntaristamente su solución en algunos cambios de personas en el futuro. Hasta cierto punto, resulta comprensible porque al personalizar el problema de esta manera se mantiene en el marco de explicación al que la gente implicada está bien acostumbrada. No obstante, exigir una forma muy diferente de aproximarse al problema no quiere decir que se niegue el papel desempeñado por los errores personales y las traiciones en el campo de la política. Existen demasiadas canonjías que inducen a los políticos a perpetuar el orden establecido. Estas prebendas son inseparables del carácter alienado de la política institucionalizada en nuestras sociedades, divorciada de la gran masa del pueblo y por ello usurpando con gran facilidad el papel de la toma de decisiones. Pero, debido precisamente a esa determinación sistémica, sería bastante equívoco atribuir lo persistentemente negativo del desarrollo político a traiciones personales, incluso si en un cierto nivel de compensaciones políticas su significativa participación resulta innegable. En cuanto a la uniformidad con la que persisten estas características en las sociedades capitalistas, pone de relieve la necesidad de una explicación muy diferente. Las contradicciones y valores subyacentes son mucho más graves para hacerlos inteligibles simplistamente en términos personales.
Cuando hablamos sobre el más problemático, sin duda, desarrollo del movimiento laborista reformista en el siglo XX, resulta necesario afrontar los graves problemas estructurales de nuestra «política democrática» si queremos encontrar una explicación más plausible sobre lo que sigue funcionando mal y sin esperanzas, en relación con las auténticas expectativas socialistas, hay que ir más allá de atribuir la responsabilidad al fracaso de la «personalidad» y a la corrupción que la acompaña. Esos problemas estructurales se remontan en el pasado histórico a una época muy anterior al siglo XX y, lo que es peor, siguen ejerciendo hoy su negativo impacto con mayor intensidad que nunca. Es absolutamente necesario enfrentarse a ellos. En cuanto a los profundamente arraigados determinantes sociales que favorecen la aparición de la personificación de la voluntad del capital también en puestos de responsabilidad en el movimiento obrero- lo de menos es que estén claramente identificados- deben contestarse sobre bases permanentes si queremos impedir su reaparición en la próxima ocasión en que se produzcan cambios más o menos rutinarios de personas en el marco del sistema político parlamentario que regula nuestras «sociedades democráticas».
Por desgracia, en relación con ello, nos encontramos con dos dificultades fundamentales que se oponen a la crítica radical. La primera, la acostumbrada auto referencia del discurso político, que ofrece al mismo tiempo diagnóstico y soluciones estrictamente confinados a la aceptación de las decisiones políticas institucionalizadas e ignora la forma en la que los intereses materiales básicos del metabolismo social dominante determinan el resultado de los conflictos y antagonismos renovados. (Naturalmente, la personalización unilateral de las traiciones políticas está en sintonía con la auto- referencialidad de la política.) La segunda dificultad se deriva de la manera en que el sistema parlamentario es tratado en sí mismo en el discurso político tradicional, ya que tiende a proclamarse como el imprescindible centro de referencia de cualquier cambio legítimo. La crítica sólo es admisible en relación con sus detalles insignificantes, previendo potenciales correcciones concretas con el propósito de poner parches hasta un cierto punto al marco establecido de la política parlamentaria, incluso cuando es imposible negar su creciente vacuidad [4] para dejar el bien estructurado proceso de decisión tal como estaba antes. En otras palabras, el Parlamento, considerado como un tabú, excluye la legitimidad de defender el establecimiento de una alternativa radical viable a la trampa parlamentaria de la política de la clase obrera. Se trata de un asunto muy grave. Porque sin llevar a cabo una alternativa radical al parlamentarismo no existe esperanza de sacar al movimiento socialista de su actual situación a merced de la personificación de la buena voluntad del capital en sus propias filas.
La necesaria alternativa al parlamentarismo está íntimamente vinculada con la cuestión de la participación real, definida como la total y autónoma autogestión de su sociedad por los productores libremente asociados en cualquier terreno, mucho más allá (obviamente durante el tiempo que sea necesario) de los impedimentos intermediarios del Estado político moderno.
A primera vista, la principal diferencia entre nuestra preocupación por la participación y la necesidad de encontrar una alternativa viable al parlamentarismo es que mientras que la participación total es un principio absolutamente fundamental y permanente de las interrelaciones socialistas- sin que importe lo avanzado o lo distante que esté un tipo de sociedad socialista- la necesidad de elaborar una alternativa estratégicamente sostenible al parlamentarismo es acuciante, inevitable y urgente. Sin embargo, éste es sólo el aspecto más evidente del importante problema de cómo liberar al movimiento socialista de la camisa de fuerza del parlamentarismo burgués. Tiene además otra dimensión, relativa al mucho más amplio y en última instancia no menos inevitable desafío al que en la literatura socialista se acostumbra a definir como » la extinción [5] del Estado».
Las aparentes insalvables dificultades son válidas con la misma relevancia y peso tanto a la participación como al modo permanente de unificar la esfera de lo productivo material y la esfera política como la alternativa radical previsible al parlamentarismo. En efecto, cuando consideramos la histórica tarea de hacer real «la extinción del Estado», la autogestión por medio de la participación total y la sustitución permanentemente sostenible del parlamentarismo por una estructura sustantiva- opuesta a lo políticamente limitado de lo formal/ legal- de toma de decisiones resultan inseparables.
La necesidad de instituir una alternativa válida al parlamentarismo, como planteamiento, surge de las instituciones históricamente específicas de nuestra época, tal como han ido evolucionando – en gran medida para peor, hasta el punto de convertirse en una fuerza paralizante, en lugar de un potencial progreso- durante el siglo XX, defraudando amargamente todas las esperanzas y expectativas generadas por el movimiento radical socialista en otros tiempos. Así vemos como el irónico y, en muchos aspectos, trágico resultado de largas décadas de lucha política en el seno de las instituciones políticas al servicio del capital, han ocasionado que en las ahora predominantes condiciones, la clase obrera haya sido privada completamente de sus derechos ciudadanos en todos los países capitalistas desarrollados y en lo no tan avanzados. Estas circunstancias se caracterizan por la completa conformidad de los representantes de las distintas organizaciones obreras con las «reglas del juego parlamentario». Como es natural, el juego parlamentario está fuertemente preestablecido contra la fuerza del trabajo organizada, mediante las antiguas, y renovadas constantemente, relaciones de poder establecidas sobre la base del dominio del capital sobre el orden social en su conjunto. En este sentido, la capitulación socialdemócrata, mientras afirmaba representar «los verdaderos intereses de la clase obrera», de hecho cerraba el círculo vicioso de este proceso de total desposesión de derechos ciudadanos del cual no puede escaparse sin erradicar- de una forma permanente- el histórico y anacrónico sistema parlamentario en sí mismo.
El contraste entre las actuales circunstancias de nuestra época y las promesas del pasado no puede ser mayor. En particular, cuando nos acordamos de los procesos políticos del último tercio del siglo XIX y de la esperanza que los trabajadores pusieron en ellos. Como todos sabemos, bastante antes de aquella época, el movimiento obrero había hecho su aparición en el escenario histórico y había conseguido avances como movimiento extraparlamentario. El último tercio del siglo XIX, no obstante, produjo un cambio significativo en este sentido con la formación y reforzamiento de los partidos obreros de masas que empezaron a orientarse, en su mayoría, hacia la conquista gradual del control político a través de las elecciones, para introducir- por medio de actuaciones legislativas consensuadas- las necesarias reformas permanentes de gran alcance en las estructuras de la sociedad en su totalidad. En realidad, según iba pasando el tiempo, los partidos de masas de la clase obrera fueron capaces de conseguir algunos éxitos espectaculares en términos estrictamente electorales, adoptando y fomentando, por consiguiente, la anticipación de un éxito «poquito a poco» también en las relaciones materiales de poder en la sociedad. Así fue como el reformismo socialdemócrata se convirtió en fuerza dominante en los partidos obreros de los más poderosos países capitalistas, dejando de lado al mismo tiempo al ala radical del movimiento obrero durante varias décadas.
Pero el «poquito a poco» en el que se confiaba nunca llegó y nunca habría de llegar. El establecimiento de un orden social radicalmente diferente desde el interior de los parámetros egoístas del control social metabólico del capital no podía ser, desde el principio, nada más que una contradicción en términos. Con independencia de que la estrategia social y política defendida fuera denominada por Bernstein y sus seguidores «socialismo evolucionista», o «la conquista de los puestos de mando de la economía», según Harold Wilson y otros, la largamente tierra prometida repetidamente anunciada con semejantes estrategias sólo podía ser la marcha tranquila hacia la tierra de nunca- ninguna parte de un futuro ficticio, al final abandonada clamorosa y completamente por el «Nuevo Laborismo» británico- de la misma manera que el partido alemán y muchos otros partidos socialdemócratas de todo el mundo- sin que nunca se acercase a ella ni una sola pulgada.
Además, lo que agrava este problema en mayor medida es que alguno de los partidos más importantes y con mayor éxito electoral de la izquierda radical, integrados en la Tercera Internacional, que condenaron rotundamente el irreversible fracaso histórico de la Segunda Internacional socialdemócrata, han continuado- en esta ocasión verdaderamente «poco a poco» las mismas desastrosas vías que los partidos a los que denunciaron enérgicamente y despacharon enseguida. A este respecto, basta con recordar la «vía parlamentaria hacia el socialismo» seguida por los partidos comunistas italiano y francés. De hecho, el Partido Comunista italiano (que fue el partido de nada menos que un revolucionario como Antonio Gramsci), tras complacerse en otra fantasía estratégica, la del «Gran Compromiso Histórico, desdeñando o quizás olvidando realmente que son necesarios al menos dos para firmar un compromiso, ya que si no uno sólo puede comprometerse consigo mismo, se rebautizó como «Demócratas de Izquierda», para acomodarse totalmente al democrático orden social del capital. Y cuando recordamos que Mijail Gorbachev, Secretario General del partido soviético- un partido que en tiempos fue el partido del propio Lenin- se atribuyó el poder y el derecho a disolver el Partido por Decreto, y pudo realmente seguir adelante con semejante actitud autoritaria en nombre del «glasnost»/»transparencia»/ y la democracia, debería ser una clara señal de que algo fundamentalmente equivocado debería corregirse en estos temas. Pero la nostalgia del pasado no va a ofrecer solución alguna a las cuestiones subyacentes.
Todo esto no se dice con visión «revisionista»: una expresión habitualmente utilizada para desviar la crítica y justificar las estrategias equivocadas del pasado, al lado del papel desarrollado por las personas responsables de imponerlas, como si no hubiera otra alternativa salvo seguir el curso de los acontecimientos hasta el momento en que el «revisionismo»- ahora, incluso dejado de lado y descalificado con sarcasmo auto-justificativo-apareció en el horizonte. La situación real de la cuestión, históricamente documentada, no podía ser más diferente. Respecto a los defensores con más visión y más profundamente comprometidos con la alternativa radical socialista, que estaban en activo en el momento en que el profético descalabro del movimiento socialista organizado comenzaba concitar acuerdos- Lenin y Rosa Luxemburgo- diagnosticaron claramente los peligros inminentes, demostrando no en retrospectiva sino en el momento preciso la vacuidad teórica y política de las fórmulas «evolutivas» inalcanzables. Y cuando en una etapa incluso más antigua de este proceso de integración sumisa al sistema parlamentario burgués, Marx hizo su inconfundible advertencia en su Critique of the Gotha Programme, su insistencia en que no debería haber compromisos sobre los principios fue como una voz en el desierto.
Las fuerzas organizadas del trabajo tuvieron que pasar por su propia experiencia por muy amarga que pudiera resultar al final. Durante un largo periodo histórico dio la impresión de que para la gran mayoría del movimiento obrero no existía alternativa sino seguir la evasiva promesa de «la postura de la menor resistencia». Las promesas y tentaciones de resolver los enormemente complejos problemas de la sociedad por medio del relativamente sencillo proceso de las leyes parlamentarias fueron tan grandes como para no tenerlas en cuenta o evitarlas hasta que la amarga experiencia en sí misma revelara que las relaciones materiales de poder y las y la desigualdad estructuralmente firmemente enraizadas a favor del capital, tenían que prevalecer también en el institucionalizado ajuste político, a pesar de las ideas de «elección democrática» y de «igualdad» electoral garantizada, que en realidad eran estrictamente formales y jamás sustantivas. De hecho la caída en la trampa institucional, objetivamente garantizada, del trabajo se vio mucho más complicada por el impacto corruptor de la maquinaria electoral y de la ideología apologética de la «búsqueda de la mayoría» a ella asociada. Rosa Luxemburgo caracterizaba así hace mucho tiempo estos aspectos del problema:
«El Parlamentarismo es el lugar de cultivo de todas las tendencias oportunistas que existen ahora en la Socialdemocracia occidental… ofrece el terreno para las ilusiones del oportunismo actual como la supervaloración de las reformas sociales, la colaboración entre partidos y clases sociales, la esperanza de un desarrollo pacífico hacia el socialismo, etc… Con el crecimiento del movimiento obrero, el parlamentarismo se convierte en un trampolín para los arribistas políticos. Esa es la razón de porqué tantos ambiciosos fracasados de la burguesía afluyen a cobijarse bajo las banderas de los partidos socialistas …. [ el objetivo es] diluir al sector más activo y con mayor conciencia de clase del proletariado en la masa amorfa del ‘electorado’ [6]
Naturalmente, la perversa ideología de la auto-justificación del supuesto respeto democrático por el mítico «electorado» podía ser utilizada convenientemente con el propósito arbitrario, y por lo general corrupto, de controlar a los propios partidos políticos y anular cualquier posibilidad de establecer siquiera mínimas «reformas graduales», tal como los deprimentes hechos históricos del siglo XX han demostrado con claridad, con el resultado de la completa privación de derechos a la clase obrera. Por ello, no ha sido accidental que los intentos de introducir cambios sociales importantes- en los últimos quince años en Latinoamérica, por ejemplo, y en particular en Venezuela y ahora en Bolivia- se hayan visto acompañados de una crítica rotunda del sistema parlamentario y de la formación de Asambleas Constituyentes como primer paso hacia las transformaciones de largo alcance que se pretenden.
3.
De forma bastante significativa, la crítica del sistema parlamentario es casi tan antigua como el propio Parlamento. La denuncia de sus limitaciones irremediables desde una perspectiva radical no comenzó con Marx. Ya estaba expresada rotundamente en los escritos de Rousseau. Partiendo del principio de que la soberanía pertenece al pueblo y por ello no puede ser enajenada con justicia, Rousseau argumenta que por esa misma razón no puede convertirse en ningún tipo de renuncia representativa:
«Los diputados del pueblo, por consiguiente no son y no pueden ser sus representantes; son meros administradores y sólo pueden tomar medidas provisionales. Toda ley no ratificada por el pueblo directamente es nula e ilegítima, y ni siquiera puede considerarse ley. El pueblo inglés se considera libre pero está muy equivocado; sólo es libre durante la elección de los miembros del Parlamento pero una vez que son elegidos, se convierte en esclavo, ya no es nada. El uso que hace de los escasos momentos de libertad de los que disfruta muestra que merece, por cierto, perderla.» [7]
Al mismo tiempo, Rousseau plantea la importante reflexión de que aunque el poder legislativo no puede estar separado del pueblo ni siquiera por medio de la representación parlamentaria, las funciones administrativas o ‘ejecutivas’ deben considerarse de manera muy diferente. Tal como lo expresó: «en el ejercicio del poder legislativo, el pueblo no puede ser representado pero en el ejercicio del poder ejecutivo, que consiste en aplicar las leyes, puede y debe ser representado». [8] En este sentido, Rousseau propuso un ejercicio del poder político y administrativo mucho más viable de lo que por lo general se le atribuye o, en realidad, de lo que le acusan sus detractores incluso de la izquierda.
En la tendenciosa falsificación de la posición de Rousseau, estos dos vitalmente importantes principios de su teoría, útiles una vez adaptados adecuadamente también para los socialistas, han sido descalificados y desechados. Sin embargo, la realidad es que, por una parte, el poder de tomar decisiones fundamentales nunca debería estar alejado de las masas populares. Al mismo tiempo, por otra, la ejecución de las funciones específicamente administrativas en todos los ámbitos del proceso social reproductivo puede en efecto ser delegado en miembros de una comunidad determinada, a condición de que se haga de acuerdo con las normas adoptadas de forma autónoma y sea controlado por los productores asociados en todas las etapas del proceso sustantivo de toma de decisiones.
De manera que las dificultades no se encuentran en esos dos principios fundamentales en sí mismos, tal como los formuló Rousseau, sino en la forma en que deben relacionarse con el control material y político del capital sobre el proceso social metabólico. El establecimiento de una forma socialista de toma de decisiones, acorde con los principios del poder inalienable que establecen los dos principios inalienables del ejercicio del poder (es decir, la «soberanía » del trabajo no como una clase especial sino como la condición general de la sociedad) y la delegación de trabajos y funciones específicas ajustadas a normas que requerirían abordar y reestructurar radicalmente el control material antagónico del capital. Un proceso que, de hecho, debería ir más allá de lo que podría ser regulado con éxito por las consideraciones derivadas del principio roussoniano de la soberanía popular inalienable y de su corolario delegatorio. En otras palabras, en un sistema socialista el proceso legislativo tendría que estar imbricado con el propio proceso de producción, de tal manera que la necesaria división horizontal del trabajo [9] debería complementarse adecuadamente con un sistema de coordinación auto-gestionada del trabajo, desde el ámbito local al mundial.
Esta relación se encuentra en absoluto contraste con la perniciosa división vertical del trabajo [10] del capital, complementado por la «separación de poderes» en un alienado e inalterable «sistema político democrático» impuesto a las masas obreras. La división vertical del trabajo, según las normas del capital, afecta necesariamente también a la división horizontal del mismo, desde las tareas productivas más sencilla al proceso de equilibrios mucho más complicado de la jungla legislativa. Esta última es una jungla tan intrincada, no sólo debido a que su incesante multiplicación de normas e instituciones tiene que desarrollar sus funciones vitales para mantener férreamente controlados el comportamiento real o potencialmente provocador de la clase obrera recalcitrante, vigilando los debates concretos de los trabajadores y garantizando el control absoluto del capital sobre la sociedad en general. También, de alguna manera, ellos deben conciliar en un momento determinado del actual proceso histórico- en la medida en que esa conciliación sea posible- los diferentes intereses de la pluralidad de capitales con las incontrolables dinámicas del capital social total inclinándose hacia su definitiva autoafirmación como una entidad mundial.
Por supuesto, los cambios fundamentales necesarios para garantizar y salvaguardar la transformación socialista de la sociedad no pueden lograrse en el seno del ámbito político, tal como se ha establecido y fosilizado a lo largo de los últimos cuatrocientos años de desarrollo capitalista. El desafío inevitable en este sentido precisa solucionar un problema más desconcertante: que el capital es la fuerza extra-parlamentaria por excelencia de nuestro orden social, y que, al mismo tiempo que controla absolutamente el Parlamento desde fuera, pretende ser una mera parte de él, actuando supuestamente sobre las bases de una igualdad total al relacionarse con las fuerzas políticas alternativas del movimiento de la clase obrera.
Aunque en su apariencia esta situación resulte profundamente engañosa, nuestra preocupación no es simplemente una cuestión de apariencias engañosas de las cuales los representantes políticos del trabajo sean víctimas. Es decir, no se trata de una situación de la que el ahora desengañado pueblo pudiera, en principio, concienciarse mediante las adecuadas informaciones ideológicas y política, sin necesidad alguna de cambiar en su totalidad el bien enraizado orden social reproductivo. Desgraciadamente, es mucho más grave que eso, ya que las falsas apariencias en sí mismas surgen de las determinaciones estructurales objetivas, y se refuerzan constantemente con las dinámicas del sistema capitalista con todas sus transformaciones.
4.
En cierto sentido, el problema subyacente puede ser caracterizado brevemente como la históricamente establecida separación de la política – que sigue en el Parlamento y en sus diversas instituciones derivadas- de la dimensión reproductiva material de la sociedad, mientras esta última está imbricada y se renueva prácticamente en las muchas empresas productivas. Como tema que forma parte de un desarrollo histórico circunstancial, el capitalismo en cuanto a orden social reproductivo tuvo que desarrollarse y afirmarse contra las entonces predominantes imposiciones del feudalismo y sus condiciones de reproducción material. Al principio, no tomó la forma de una fuerza política unificada, enfrentada frontalmente al orden político feudal. Eso se produjo relativamente tarde, en el periodo histórico específico de las revoluciones burguesas que se impusieron en algunos de los países más importantes, en los que en aquella época las condiciones materiales que favorecían el proceso capitalista estaban ya muy avanzadas en sus sociedades. Las primeras incursiones del desarrollo del capitalismo se llevaron a cabo a través de la aparición múltiple de empresas productoras, libres en sus ámbitos locales de las coacciones políticas de la servidumbre feudal. Y se fueron haciendo más relevantes durante la conquista material de una parte cada vez más importante del dinámico proceso de reproducción social en su totalidad.
No obstante, el progreso de las unidades de reproducción material por sí mismas estaba muy lejos del fin de su historia, a pesar de las conceptualizaciones teóricas unilaterales, ya que la dimensión política siempre estuvo presente de alguna manera. De hecho, tuvo que jugar un papel mucho más importante, a pesar de su peculiar articulación, cuanto más se desarrollaba el sistema capitalista. La gran multiplicidad de las unidades centrifugas de reproducción material tuvieron, de alguna forma, que unirse ante la estructura política de mando del Estado capitalista, para que el orden social metabólico del capital no se viniera abajo por falta de una dimensión cohesiva.
La presunción voluntarista de una todopoderosa «mano invisible» reguladora apareció como una explicación alternativa conveniente al papel realmente importante de la política. Las ilusiones necesariamente asociadas a los desarrollos capitalistas en curso quedaron bien ilustradas por el hecho de que en el momento justo, cuando el sistema se estaba consolidando aún más y también se sentía garantizado por el Estado capitalista, tras la derrota del adversario feudal un siglo antes en la guerra civil y en la «gloriosa revolución», una figura excepcional de la economía política clásica, Adam Smith, quiso prohibir totalmente que «los hombres de Estado, consejos o senados» tuvieran una participación significativa en los asuntos económicos, calificando la misma idea de semejante participación como «una locura peligrosa y una osadía» [11] El hecho de que Adam Smith adoptara esta postura era muy comprensible habida cuenta de que mantenía la opinión de que el orden reproductivo capitalista representaba «el sistema natural de la libertad y de la justicia perfectas.» [12] En consecuencia, en una concepción semejante del orden reproductivo no podía haber ni necesidad ni un espacio conceptual admisible para la intervención reguladora de la política. Según la opinión de Smith, la política sólo podía interferir en semejante «sistema natural»- que tenía que estar en consonancia total con las exigencias de libertad y justicia- en sentido negativo y perjudicial, ya que aquél estaba de antemano configurado idealmente para el bien de todos por la propia naturaleza y la «mano invisible» en ese sentido lo administraba perfectamente.
Lo que faltaba por completo en la descripción de Adam Smith era la cuestión siempre crucial de las relaciones de poder existentes e inherentemente conflictivas, sin las que la dinámica del desarrollo capitalista no puede comprenderse en absoluto. Sin embargo, el reconocimiento de esas relaciones conflictivas haría absolutamente esencial ofrecer también una explicación política apropiada. Es comprensible que el gran economista escocés no pudiera darla. En la teoría de Smith, el lugar de las conflictivas relaciones sociales de poder fue ocupado por el míticamente inflado concepto de la «situación local», acompañado de la idea de las empresas privadas locales cuyos propietarios egoístas inconscientemente- y sin embargo idealmente en beneficio de toda la sociedad- administraban su capital productivo guiados misteriosamente por la «mano invisible». Esta concepción local individualista- que de forma armoniosa y completa beneficiaba a todo el mundo- de la imposibilidad del capital para superar las conflictivas relaciones de poder estaba muy alejada de la realidad incluso en los tiempos del propio Adam Smith, por no hablar de su «globalizada» modalidad de hoy.
El gran defecto de las diversas concepciones de este tipo de las que ha habido muchas, incluso en el siglo XX, fue su imposibilidad de reconocer y explicar teóricamente la inmanente conexión objetiva – que siempre debe prevalecer a pesar de la engañosa apariencia de diferencias inalterables- entre la reproducción material del sistema capitalista y la dimensión política. De hecho, sin la relación inmanente de las dos dimensiones, el orden social metabólico establecido no podría funcionar y sobrevivir por mucho tiempo.
No obstante, resulta igualmente necesario subrayar en el mismo contexto que la paradójica interrelación de las dos dimensiones fundamentales del sistema del capital -engañoso en apariencia pera enraizado en determinaciones estructurales objetivas- tiene implicaciones de gran alcance también para el establecimiento satisfactorio de la alternativa socialista. Es inconcebible superar sustancialmente el orden establecido simplemente derrocando al Estado capitalista [13], y menos aún obtener la victoria sobre las fuerzas explotadoras en el marco establecido de la legislación parlamentaria.
Esperar la solución de los problemas estructurales básicos principalmente a través de la remoción del estado capitalista no puede resolver a largo plazo la desconcertante conexión compartimentada pero imprescindible entre la heredada reproducción material del sistema capitalista y la dimensión política. Esa es la razón de por qué la históricamente viable reconstitución radical de la indisoluble unidad de la reproducción material y de la esfera política sobre bases permanentes es y sigue siendo la exigencia esencial del modo socialista de control del metabolismo social.
5.
Ignorar o desdeñar la dura realidad de las relaciones conflictivas de poder del capitalismo, desde las primeras etapas de la aparición del sistema hasta el «democrático» presente y, por encima de todo, transformar el autoritario sometimiento y la despiadada dominación de los trabajadores en el marco de esas relaciones de poder en una pretendida «igualdad» de todos los individuos, ha sido un fenómeno inevitable de la forma de entender el mundo desde el punto de vista del capital, incluso en los escritos de los intelectuales más progresistas de la burguesía. Lo que se ha tenido que olvidar desde el principio, al adoptar el ventajoso punto de vista del capital, ha sido la historia empapada de sangre de la acumulación primitiva [14], en la que nueva clase dominante que emergía continuó las muy asentadas prácticas de explotación de la que la precedió – la propiedad feudal de la tierra. Esta perversa dominación estructural tuvo que conservar las normas generales, incluso aunque tuviera que asumir una nueva apariencia, de ahí que pusiera de manifiesto, una vez más, la significativa continuidad histórica de las distintas variedades históricas de opresión y de explotación.
Sobre los puntos comunes de aquella afinidad, muy apropiadamente redefinida de acuerdo con la naturaleza del capital, la permanentemente necesaria presuposición del nuevo orden productivo del «trabajo libre» tenía que perpetuarse violentamente, a pesar de la proclamada creencia en «la libertad y la igualdad». La necesaria suposición práctica más allá del mito del «trabajo libre» fue, por supuesto, la propiedad exclusiva de todos los medios de producción más importantes por una minúscula minoría, y la simultánea exclusión de la abrumadora mayoría – en último término controlada por la garantía política del Estado. Al mismo tiempo, la realidad brutal de la exclusión material /reproductiva y político /ideológica de la abrumadora mayoría del pueblo del control de los poderes del orden social- que no podía estar más alejado, sino que era opuesto diametralmente, de cualquier idea de un auténtico «Estado ético»- hubo de mantenerse bajo el sello de un profundo silencio en la auto-representación del nuevo control del metabolismo social. Esto se produjo incluso en las mejores auto representaciones concebidas desde el punto de vista egoísta del capital. De esta manera es como la desconcertante separación de la política y de la dimensión reproductiva material han podido realizar su conservadora función ideológico-cultural y al mismo tiempo ser considerados como algo que jamás podría superarse. Hegel, por ejemplo, presentó en su sistema la más ingeniosa y filosóficamente absoluta separación entre la realidad material abiertamente egoísta de la «sociedad civil» y el «Estado ético» político que postulaba como el correctivo ideal para los defectos inevitables de la «sociedad civil».
Invirtiendo el orden causal real, Hegel de forma desconcertante describió la determinación vital del egoísmo como si fuera algo intrínseco a los propios individuos cuando en realidad era inmanente a los fundamentos ontológicos del capital. Esos fundamentos ontológicos históricamente constituidos fueron en realidad impuestos a los individuos que no podían escapar del marco establecido en el proceso metabólico social. En consecuencia, los individuos tuvieron que interiorizar el imperativo objetivo auto-expansionista del sistema- sin el cual semejante sistema como tal no podría sobrevivir- como si surgiera de las más profundas aspiraciones objetivas personales, al igual que Palas Atenea se supone que emergió completamente armada de la cabeza de Zeus. En este sentido, Hegel fue capaz de producir no sólo un dualismo filosóficamente absoluto del orden social del capitalismo (su «sociedad civil» y su «Estado político ético») sino también de alabar a la vez el desarrollo histórico correspondiente a la proclamada «consecución de la libertad» en su seno como la auténtica Teodicea: La justificación de Dios en la historia.» [15].
La crítica de estas concepciones, en todas sus variantes hoy resulta muy relevante. Mantener la concepción dualística de las relaciones entre la sociedad civil y el Estado político sólo puede provocar estrategias desorientadoras, con independencia de cuál de las dos visiones se adopte con preferencia sobre la otra en el curso previsto de la acción. La irrealidad de las proyecciones parlamentarias que nos son familiares se ve acompañada por la absoluta fragilidad de las expectativas asociadas a la idea de resolver nuestros problemas principales a través del contrapoder institucional postulado como la «sociedad civil».
La adopción de una postura semejante sólo puede tener como consecuencia el caer en la trampa de una concepción muy ingenua de la naturaleza de la «sociedad civil» en sí misma y en una actitud absolutamente no crítica hacia la gran multiplicidad de ONG que, renegando de su autodefinición como «Organizaciones No Gubernamentales» son capaces de coexistir felizmente con las retrógradas instituciones estatales de las que dependen para su subsistencia económica. E, incluso, cuando pensamos en algunas organizaciones mucho más importantes que las ONG, como los sindicatos, la situación no es mucho mejor a este respecto. Por consiguiente, tratar a los sindicatos, al contrario que a los partidos políticos, como pertenecientes sólo a la «sociedad civil», debido a lo cual pueden ser utilizados contra el Estado político para una transformación socialista profunda, no es sino un romántico deseo idealista. En la realidad el círculo institucional del capital está formado por totalizaciones recíprocas de la sociedad civil y el Estado político que se encuentran profundamente imbricados y se apoyan con fuerza uno a otro.
No puede existir una estrategia realista de transformación socialista sin perseguir con firmeza la consecución de la unión de las dimensiones política y de reproducción material también en el ámbito organizativo. De hecho, el gran potencial emancipatorio de los sindicatos reside precisamente en su capacidad para asumir (al menos, al principio) un papel político radical mucho más allá de la función conservadora que en su lugar, ahora en tu totalidad, tiende a desempeñar – en un intento consciente de superar la fatídica separación del «brazo industrial» de los trabajadores (ellos mismos) y de su «brazo político» (los partidos parlamentarios)- división que se ha producido bajo el disfraz capitalista de ambos mediante la aceptación por la mayoría del movimiento obrero, del dominio parlamentario a lo largo de los últimos ciento treinta años.
La aparición de la clase obrera en el escenario político fue sólo un inconveniente tardío para el sistema parlamentario. Un sistema establecido mucho antes de que las primeras fuerzas organizadas del trabajo consiguieran proclamar públicamente los intereses vitales de su clase. Desde el punto de vista del capital, la respuesta inmediata a aquel inconveniente pero creciente «fastidio» fue el insostenible rechazo y la exclusión de los grupos políticos obreros implicados. Después, no obstante, las personalidades más flexibles del capital adoptaron otra idea mucho más complaciente: la de domesticar de alguna forma la fuerza del trabajo, que en principio adoptó la forma del protección paternalista del Parlamento de algunas de las exigencias de la clase obrera por parte de partidos burgueses relativamente progresistas, y más tarde con la aceptación de los partidos políticos obreros en el propio Parlamento, si bien, naturalmente, en una forma estrictamente limitada, obligándoles a aceptar «las reglas democráticas del juego parlamentario».
Inevitablemente, ello supuso para los partidos obreros nada menos que «asumir libremente» su propia adaptación, incluso aunque pudieran mantener durante bastante tiempo la ilusión de que con el paso del tiempo podrían cambiar radicalmente la situación por medio de actuaciones parlamentarias que les favorecieran. De esta manera la original, y potencialmente fuerza alternativa extraparlamentaria del trabajo se convirtió en una organización parlamentaria permanentemente en desventaja. Aunque el desarrollo de los acontecimientos podría explicarse en su inicio por la evidente debilidad del trabajo organizado, alegando y justificando de esta forma que lo realmente ocurrido era simplemente irremediable en las circunstancias del momento y llevaba al callejón sin salida del parlamentarismo socialdemócrata. La alternativa radical del refuerzo del trabajo mediante la organización y afirmación de sí mimo al margen del Parlamento- en contraste con la estrategia derrotista seguida durante muchas décadas, hasta la total exclusión de la clase obrera con la excusa de «reforzarse»- no puede despacharse tan alegremente, como si una fuera imposible a priori una verdadera alternativa radical. Especialmente, habida cuenta de que la necesidad de actuaciones extra-parlamentarias continuadas es absolutamente vital para el futuro de un movimiento socialista radicalmente rearticulado.
6.
La irrealidad de proponer una solución permanente a los graves problemas de nuestro sistema social en el seno del marco legal/ formal, y con las correspondientes restricciones, de la política parlamentaria surge de la incomprensión fundamental de las determinaciones estructurales del dominio del capital, representada en todas las teorías que afirman el dualismo de la sociedad civil y del estado político. La dificultad, insalvable en el seno del Parlamento, es que dado que el capital realmente controla todos los elementos vitales del metabolismo social, puede permitirse definir la esfera de la legitimidad política aisladamente, como un asunto exclusivamente formal/ legal, y así excluir necesariamente la posibilidad de ser legítimamente desafiado por las políticas parlamentarias en su esfera sustantiva de la reproducción socioeconómica. Directa o indirectamente, el capital lo controla todo, incluido el proceso legislativo parlamentario, incluso si este último se supone que es totalmente independiente del capital en muchas de las teorías que de forma ficticia dan existencia material a la «igualdad democrática» de todas las fuerzas políticas que participan en el proceso legislativo. Para emprender una relación muy diferente con las fuerzas que toman las decisiones en nuestras sociedades, ahora completamente dominadas por el capital en cualquier terreno, es necesario desafiar radicalmente al propio capital en cuanto regulador total del metabolismo de la reproducción social.
Lo que empeora el problema para todos aquellos que aspiran a un cambio significativo dentro de los márgenes del sistema político establecido es que este último puede reclamar para sí mismo la auténtica legitimidad constitucional de su actual forma de funcionar, basada en la inversión históricamente constituida de la situación actual de las cuestiones de reproducción material. Puesto que el capitalista no es sólo «la personificación del capital» sino que funciona simultáneamente también «como la personificación del carácter social del trabajo, o del lugar de trabajo como un todo» [16], el sistema puede atribuirse la representación del poder vital de producción de la sociedad frente a los individuos como eje de la existencia continuada de estos, al incorporar el interés de todos. De esta manera, el capital se reafirma no sólo como la fuerza de facto de la sociedad sino también de jure, en su capacidad, objetivamente dada, de condición imprescindible de la reproducción societal y, a partir de ella, en la base constitucional de su propio orden político.
El hecho de que la legimitidad constitucional del capital se haya basado históricamente en la expropiación despiadada de las condiciones del metabolismo de la reproducción social- los medios y materiales del trabajo- de los productores y de ahí que la proclamada «constitucionalidad» del capital (como el origen de la mayoría de las constituciones) sea inconstitucional, es una desagradable verdad que se desvanece en la bruma de un pasado remoto. Las «poderes productivos sociales del trabajo, o poderes productivos del trabajo social, se desarrollaron al principio con el modo de producción específicamente capitalista, de ahí que parezca algo inmanente en las relaciones del capital e inseparable de él». [17] Así es como el modo capitalista de reproducción social metabólica se convirtió en algo eterno y legitimado como un sistema legalmente indesafiable. El desafío es admisible como legítimo sólo en relación con algunos elementos menores de la estructura total inalterable. La situación real del tema en el plano de la reproducción socioeconómica- por ejemplo, el verdadero ejercicio del poder productivo del trabajo y su necesidad absoluta para asegurar la propia reproducción del capital- desaparece de la vista. En parte, debido a la ignorancia del origen muy poco legitimable históricamente de la «primitiva acumulación» del capital y el fenómeno concomitante y a menudo violento, de la expropiación de la propiedad como precondición del actual modo de funcionar del sistema; y en parte debido a la naturaleza mistificadora de las relaciones establecidas de producción y distribución. Las condiciones objetivas del trabajo no aparecen subsumidas en el trabajador sino que es éste quien queda subsumido en ellas. El capital emplea mano de obra. Incluso esta relación en su simplicidad constituye una personificación de las cosas y una cosificación de las personas». [18]
Ningún aspecto de esta relación puede ser desafiado ni corregido en el marco de la reforma política parlamentaria. Sería bastante absurdo esperar la abolición de la personificación de las cosas y de la cosificación de las personas mediante un decreto político e igualmente absurdo esperar la proclamación de una reforma tan deseada en el marco de las instituciones políticas del capital. Porque el sistema capitalista no puede funcionar sin el perverso vuelco de las relaciones entre personas y cosas: las fuerzas alienadas y cosificadas del capital que dominan a las masas. De igual manera, sería un milagro si los trabajadores que se enfrentan al capital en el proceso laboral como «obreros aislados» pudieran recuperar el control de las fuerzas sociales productivas a través de una resolución política, o incluso por medio de una serie completa de reformas parlamentarias promulgadas de acuerdo con las normas de control social metabólico del sistema capitalista. En estas cuestiones no existe modo de evitar el conflicto irreconciliable de los intereses materiales del «o uno u otro».
El capital no puede ni renunciar a sus usurpados poderes sociales productivos en favor del trabajo, ni compartirlos con él, a través de algún voluntarista pero totalmente ficticio «compromiso político», porque son la esencia del completo poder de control de la reproducción social en forma de «dominio de la riqueza sobre la sociedad». De manera que no es posible escapar, en el ámbito del metabolismo social fundamental, de la rígida lógica del o uno u otro. O la riqueza, en forma de capital, sigue dominando la sociedad humana, llevándola al borde de la destrucción, o la sociedad de los productores asociados aprende a imponerse a la riqueza alienada y cosificada, con poderes productivos que surjan del trabajo social autodeterminado de sus individuos, pero ya no más tiempo como miembros aislados.
El capital es la fuerza extraparlamentaria por excelencia que no puede ser reprimida políticamente por el Parlamento en su función de control del metabolismo social. Esta es la razón de que la única forma de representación política compatible con la forma de funcionar del capital es la que efectivamente rechaza la posibilidad de enfrentar su poder material. Y precisamente debido a que el capital es la fuerza extraparlamentaria por excelencia, no tiene nada que temer de las reformas que puedan promulgarse en el seno de su ámbito político parlamentario. Habida cuenta de que la cuestión vital sobre la que gira todo es que «las condiciones objetivas del trabajo no están subsumidas en el trabajador» sino que por el contrario «el aparece subsumido en ellas» ningún cambio significativo es viable sin abordar esta cuestión tanto en una forma de política capaz de enfrentarse a las fuerzas extraparlamentarias del capital y modos de actuar, como en el control de la reproducción material. De manera que el único desafío que podría afectar permanentemente al poder del capital es aquel que de forma simultánea tenga como objetivo asumir las principales funciones productivas del sistema y a conseguir el control sobre los procesos de toma de decisiones políticas en todos los ámbitos, en lugar de verse sometido, sin esperanza alguna, por el círculo vicioso de la actuación política institucional, a las leyes parlamentarias. [19]
Existen muchas y muy justificadas críticas de antiguas personalidades políticas de izquierda, y de sus ahora acomodaticios partidos, en los debates políticos de las últimas décadas. No obstante, lo que resulta problemático en esos debates es que al enfatizar el papel de la ambición personal y su fracaso, por lo general, en ellos se sigue afrontando la solución de la situación en el mismo marco político institucional que de hecho favorece en gran medida a las criticadas «traiciones personales» y a los penosos «percances del partido». Por desgracia, los cambios personales y de gobierno, defendidos y esperados, tienden a reproducir los mismos lamentables resultados.
Todo esto no debería resultar muy sorprendente. La razón por la que las actuales instituciones políticas se resisten con éxito a cambios significativos para mejorar, es que ellas mismas son parte del problema y no la solución, ya que, en su naturaleza inmanente, son la encamación de las determinaciones y contradicciones estructurales subyacentes, por medio de las cuales el moderno estado capitalista- con su ubicua red de instituciones burocráticas- se ha articulado y estabilizado en el curso de los últimos cuatrocientos años.
Naturalmente, el Estado no se constituyó como resultado mecánico unilateral sino a través de su interrelación recíproca imprescindible con las circunstancias materiales del desarrollo histórico del capital, ya que no sólo se veía conformado por éste sino que de forma activa lo determinaba en la medida históricamente viable según las circunstancias predominantes y que, precisamente al mismo tiempo cambiantes a través de esa relación recíproca. Dada la insuperable configuración centrífuga del microcosmos productivo del capital, incluso en la esfera de las empresas multinacionales casi gigantescas, sólo el Estado moderno podría asumir y cumplir la función precisa de ser la estructura de mando total del sistema del capital. Inevitablemente, ello suponía la completa alienación del poder de tomar decisiones de los productores. Incluso «las personificaciones particulares del capital» estuvieron (y están) estrictamente obligadas a actuar de acuerdo con los imperativos estructurales de su sistema. En consecuencia, el Estado moderno, en cuanto se constituye sobre la base material del sistema del capital, es el paradigma de la alienación en lo relativo a los poderes de la toma de decisiones abarcadora / totalizadora. Sería, por ello, sumamente ingenuo imaginar que el Estado capitalista pudiera voluntariamente entregar los poderes alienados de toma de decisiones sistémica a cualquier otro agente rival que se mueva en el marco legislativo del Parlamento.
Así que, para abordar un cambio social significativo e históricamente duradero, es necesario someter a una crítica radical tanto las indeterminaciones reproductivas materiales como las políticas del sistema en su totalidad, y no simplemente algunas de las prácticas políticas contingentes y limitadas. La totalidad combinada de las determinaciones materiales reproductivas y la estructura totalitaria de mando político del Estado, juntas constituyen la realidad del dominio del sistema del capital. En este sentido, a la vista de la inevitable pregunta que surge del desafío de las determinaciones sistémicas, en relación con la reproducción socioeconómica y el Estado, la necesidad de una transformación políticas total- en estrecha unión con el significativo ejercicio de las vitales funciones productivas de la sociedad sin las cuales el cambio político duradero y de gran alcance es inconcebible- es inseparable del problema calificado como la extinción del Estado. En consecuencia, en la tarea histórica de alcanzar la «extinción del Estado», la autogestión por medio de la participación plena, y la superación del parlamentarismo de forma permanente y sostenible mediante una estructura de toma de decisiones sustantiva, son inseparables tal como se ha indicado anteriormente en el inicio de la sección 2.
Se trata de un asunto vital y no de una «fidelidad romántica al sueño irrealizable de Marx», tal como algunos intentan desacreditar y descartar. En realidad, «la extinción del Estado» no se refiere a algo misterioso o remoto sino a un proceso perfectamente tangible que debe iniciarse precisamente en nuestro tiempo histórico, lo que quiere decir en lenguaje llano, la progresiva recuperación del alienado poder de toma de decisiones políticas por los individuos en sus empresas, para dirigirse hacia una sociedad auténticamente socialista. Sin la recuperación de estos poderes- a los que se oponen básicamente no sólo el Estado capitalista sino también la paralizante inercia de las prácticas reproductivas materiales muy bien consolidadas estructuralmente- no se puede concebir ni una nueva forma de control político de la sociedad en su conjunto por sus miembros, ni tampoco las actuaciones diarias de las unidades de producción y distribución no como adversarias sino en consecuencia como operaciones planificadas cohesivamente mediante la autogestión de los productores libremente asociados. Superar radicalmente la adversariedad, y como consecuencia asegurar las bases políticas y materiales para una planificación global viable- es una necesidad absoluta para la propia supervivencia de la humanidad, y no digamos ya para la autorrealización personal potencialmente enriquecida de los individuos- son sinónimas de la extinción del Estado como misión histórica en curso.
7.
Obviamente, una transformación de esta magnitud no puede llevarse a cabo sin la dedicación consciente de un movimiento revolucionario a la tarea histórica más desafiante, capaz de mantenerse frente a todas las adversidades, dado que el comprometerse en ella va a despertar forzosamente una hostilidad feroz de las principales fuerzas del sistema del capital. Por ello, el movimiento en cuestión no puede ser simplemente un tipo de partido político orientado a garantizar concesiones parlamentarias, que por lo general quedan revocadas antes o después por los derechos adquiridos del orden establecido predominante también en el Parlamento. El movimiento socialista no es probable que tenga éxito ante la hostilidad de esas fuerzas salvo que se reorganice como un movimiento revolucionario de masas, conscientemente activo en todas las formas de lucha social y política: local, nacional y mundial. Un movimiento revolucionario de masas capaz de aprovechar al máximo las oportunidades parlamentarias cuando se presenten, por limitadas que puedan ser en las actuales circunstancias, y por encima de todo, sin soslayar el imponer las exigencias necesarias de una acción extraparlamentaria desafiante.
El desarrollo de este movimiento es muy importante para el futuro de la humanidad en la presente coyuntura histórica. Porque, sin un desafío extraparlamentario, estratégicamente dirigido y permanente, los partidos que ahora se alternan en el Gobierno pueden continuar funcionando como mutuas coartadas provechosas para el fracaso estructuralmente necesario del sistema en relación con el trabajo, y en consecuencia confinar de forma efectiva el papel de la oposición de clase en su actual situación como un molesto inconveniente, pero marginalizable después de todo en el sistema parlamentario del capital. Por consiguiente, tanto en el plano de la reproducción material como en el político, la constitución de un movimiento de masas socialista y estratégicamente viable al margen del Parlamento- unido a las tradicionales organizaciones políticas de trabajadores (en la actualidad desorientadas por completo), que precisan a toda costa de la presión radical y del apoyo de esas fuerzas extraparlamentarias- es una precondición vital para enfrentarse con éxito a la abrumadora fuerza extraparlamentaria del capital.
El papel de un movimiento revolucionario extraparlamentario es doble. Por una parte, tiene que formular y defender de forma organizada los intereses estratégicos del trabajo como alternativa histórica viable del metabolismo social. El éxito de esa tarea sólo es factible si las fuerzas organizadas del trabajo se enfrentan conscientemente y niegan convincentemente en la práctica las determinaciones estructurales del orden reproductivo material establecido tal como se manifiesta en la relación con el capital y en la subordinación concomitante del trabajo en el proceso socioeconómico, en lugar de ayudar como cómplice a estabilizar al capital en crisis, como ha sucedido invariablemente en importantes coyunturas del pasado reformista. Al mismo tiempo, por otra parte, el poder político del capital, abierto o encubierto, que ahora prevalece en el Parlamento necesita ser, y puede serlo, desafiado- incluso aunque en la actualidad sólo hasta un cierto grado- por medio de la presión que pueden ejercer las formas de acción extraparlamentarias sobre los legislativos y ejecutivos.
La acción extraparlamentaria sólo puede resultar efectiva si aborda a fondo los elementos fundamentales y las determinaciones sistémicas del capital, abriéndose camino a través del laberinto de apariencias fetichistas mediante las cuales domina a la sociedad. Porque el orden establecido reafirma su poder principalmente en y mediante la relación de capital, perpetuada sobre base de la mistificante inversión de la verdadera relación productiva de las clases hegemónicas alternativas en la sociedad capitalista. Como se ha mencionado ya, esta inversión permite al capital usurpar el papel de «productor» que, en palabras de Marx, «emplea trabajo», gracias a la incomprensible «personificación de las cosas y cosificación de las personas», y en consecuencia, se legitima a sí mismo como la inalterable precondición para la consecución del «interés de todos». Dado lo que realmente significa el concepto «interés de todos», incluso si se utiliza en la actualidad para camuflar la denegación absoluta de su esencia a la abrumadora mayoría de la gente con los pretextos formal/ legales de «justicia e igualdad», históricamente no existe una alternativa significativa y duradera al orden social establecido sin erradicar la totalizadora relación del capital en sí mismo. No se trata de una exigencia sistémica posponible. Los socialistas pueden defender, y deberían hacerlo, reivindicaciones parciales si tienen que ver, directa o indirectamente, con la exigencia fundamental de superar la relación de capital en sí misma, que constituye el corazón del problema.
Esta exigencia es totalmente contraria a lo que los ideólogos fieles al capital y las personalidades políticas permiten ahora a las fuerzas de oposición. Su principal criterio para excluir incluso las importantes reivindicaciones parciales del trabajo es precisamente el que tienen potencial para afectar negativamente la estabilidad del sistema. Así, por ejemplo, incluso «medidas industriales con motivación política» de carácter local son excluidas categóricamente (incluso ilegalizadas) «en una sociedad democrática» porque sus fines pueden tener implicaciones negativas para el funcionamiento normal del sistema. El papel de los partidos reformistas, por contraste, es bien acogido porque sus reivindicaciones ayudan a restablecer el sistema en momentos difíciles- por medio de medidas restrictivas de salarios industriales (bajo el eslogan de que «hay que apretarse el cinturón») y con acuerdos político-legislativos que frenan a los sindicatos. De esta manera, sus reivindicaciones contribuyen a la dinámica de la expansión renovada del capital, o son cuando menos «neutrales» en el sentido de que en un momento dado del futuro, o incluso en el momento de su formulación inicial, pueden integrarse en el marco estipulado de la normalidad.
La negación revolucionaria del sistema del capital sólo es concebible por medio de una intervención organizacional estratégicamente continuada y consciente. Si bien la tendenciosamente descalificación unilateral de la «espontaneidad» por motivos sectarios debe ser tratada con la crítica que merece, no es menos perjudicial subestimar la importancia de la conciencia revolucionaria y de las exigencias organizativas para tener éxito. El fracaso histórico de alguno de los principales partidos de la Tercera Internacional, que en otro tiempo profesaban los fines revolucionarios leninistas, como los partidos comunistas italiano y francés mencionados anteriormente, no deberían desviar nuestra atención de la importancia de recrear sobre bases mucho más firmes las organizaciones políticas a través de las cuales pueda conseguirse en el futuro la vital transformación social de nuestras sociedades. Evidentemente, un análisis crítico contundente de lo que ha ido mal hasta ahora constituye una parte importante de este proceso de renovación. Lo que está muy claro, precisamente ahora, es que el deslizamiento desintegrador de esos partidos por la resbaladiza pendiente de la trampa parlamentaria ofrece una importante lección para el futuro.
Sólo dos modos comprehensivos del control del metabolismo social son factibles hoy: el orden reproductivo de la explotación de clase del capital- impuesto a toda costa por la «personificación del capital»- que miserablemente frustra a la humanidad, empujándola en nuestra época al borde de la autodestrucción. Y el otro, diametralmente opuesto al establecido: el metabolismo social hegemónico alternativo del trabajo. Una sociedad gestionada por los individuos sociales sobre la base de una igualdad sustantiva que les permite desarrollar por completo sus potencialidades humanas productivas e intelectuales en armonía con las exigencias del metabolismo de la naturaleza, en lugar de empeñarse en destruirla y, en consecuencia, destruirles a ellos, tal como la forma de control del metabolismo social incontrolada del capital está haciendo a toda prisa en la actualidad. Ese es el motivo de por qué en las actuales condiciones de crisis estructural del capital nada excepto la alternativa hegemónica comprehensiva al dominio del capital- explicada detalladamente como la complementariedad dialéctica de reivindicaciones específicas concretas pero no marginalizables y los objetivos comprehensivos de la transformación sistémica- puede constituir el programa válido del movimiento organizado para una profunda transformación revolucionaria sistémica en todo el mundo.
La crisis de nuestro orden social nunca ha sido tan profunda como lo es hoy. Su solución es inconcebible sin la permanente intervención de políticas revolucionarias a una escala adecuada.
El orden imperante no puede gestionar sus asuntos, en las circunstancias de su crisis estructural cada vez más profunda, sin adoptar siempre medidas más represivas y autoritarias contra las fuerzas que se oponen a las actuales tendencias destructivas del desarrollo y sin que sus actuales potencias imperialistas dominantes se metan en aventuras militares genocidas. Sería inimaginable que un orden socioeconómico y político de este tipo se reformara a favor del trabajo cuando se ha resistido enérgicamente a la introducción de cambios significativos defendidos por el movimiento reformista a lo largo de su dilatada historia. Por ahora, el margen de ajustes aceptable es cada vez más estrecho a la vista de las incontrolables interacciones mundiales de las contradicciones y antagonismos del capital. De esta manera:
«A la vista del hecho de que la contradicción más insuperable del sistema mundial del capital es la existente entre el descontrol interno de sus elementos constitutivos y la actual ineludible necesidad de establecer mayores controles, no existe esperanza alguna de encontrar salida a este círculo vicioso en las condiciones caracterizadas por la activación de límites absolutos del capital salvo en la dimensión política del sistema. Así, a la luz de las medidas legislativas recientes que ya apuntan en esta dirección, no puede haber duda de que todo el poder del Estado se va activar para intentar cuadrar el círculo vicioso del capital, aunque ello suponga someter a toda la disidencia potencial a extremas coacciones autoritarias. Igualmente, no hay duda alguna de que el éxito o no de esa ‘medida de socorro’ (de acuerdo con los límites estructurales del sistema del capital mundial), a pesar de su carácter autoritario y posibilidades destructivas, dependerá de la capacidad o incapacidad de la clase obrera para reorganizar radicalmente el movimiento socialista como una verdadera empresa internacional.» [20]
Sin la adopción de una perspectiva socialista internacional viable, el movimiento obrero no puede conseguir la fuerza necesaria, En este sentido, el análisis crítico de la historia de las antiguas internacionales no es menos importante que la crítica radical de la «vía parlamentaria hacia el socialismo». De hecho, las promesas incumplidas de estos dos planteamientos estratégicos están íntimamente relacionadas. En el pasado, la imposibilidad de conseguir las condiciones necesarias para el éxito de uno de ellos ha afectado profundamente las perspectivas del otro y viceversa. Por una parte, sin un movimiento internacional socialista seguro de sí mismo no había posibilidad de que la perspectiva socialista se impusiera en los parlamentos nacionales. Simultáneamente, por otra, el abrumador dominio del capital en el ámbito nacional, la consiguiente adaptación a las restricciones parlamentarias de la mayoría de los movimientos obreros mejor organizados internacionalmente, y las tentaciones nacionalistas ( clamorosamente puestas de relieve por la capitulación de los partidos socialdemócratas ante sus burguesías nacionales al inicio de la primera guerra mundial), no había posibilidad de transformar a las internacionales radicales en una fuerza organizada, cohesionada y estratégicamente efectiva.
En consecuencia, la desgraciada historia de las internacionales radicales no fue en manera alguna accidental. Estuvo relacionada con su asumir irrealistamente la necesidad de una unidad doctrinal mientras se operaba en un marco político que imponía a la abrumadora mayoría del movimiento obrero la necesidad de la adaptación parlamentaria. Por ello, no resulta inexacto afirmar que la persecución de las dos líneas estratégicas de enfoque, una al lado de la otra, resultó en el pasado mutuamente excluyente y, por lo tanto, contradictoria. Por lo tanto, en el futuro, el cambio necesario no es viable sin abordar críticamente los problemas de ambos planteamientos. Sólo un movimiento revolucionario obrero conciente y encaminado consistentemente, reafirmándose como la alternativa hegemónica al orden social del capital, puede encontrar una salida a estas contradicciones.
Con toda seguridad, el movimiento del trabajo revolucionario concientemente organizado no puede estar constreñido por el restrictivo marco político de un parlamento dominado por la fuerza extraparlamentaria del capital. Ni puede triunfar como una organización sectaria auto-orientada. Puede definirse satisfactoriamente por dos principios vitales. Primero, la elaboración de su propio programa extraparlamentario enfocado hacia unos objetivos alternativos abarcadores de hegemonía para garantizar una transformación fundamental sistémica. Y segundo, igualmente importante en términos de estrategia organizacional, su activa implicación en la constitución del necesario movimiento de masas extraparlamentario como portador de la alternativa revolucionaria capaz de cambiar también el proceso legislativo en sentido cualitativo. Ello representaría un paso importante en el proceso hacia la extinción del Estado. Sólo por medio de estos desarrollos organizacionales en los que se implique también a las grandes masa del pueblo es posible enfrentar la realización de la tarea histórica de establecer la alternativa hegemónica del trabajo que sirva a los intereses de la emancipación socialista plena.
(*) Ponencia presentada en el II Encontro Internacional Civilização ou barbárie – Os desafios do mundo contemporâneo. Serpa 2007. Traducido del inglés para La Haine por Felisa Sastre. Revisado por Jesús García Brigos.
Notas:
- Beyond Capital, London, 1995. p.729
- Philip Basset, «Labour shows it means to do business with business», The Times, 7 abril de 1995. La cita se ha tomado del discurso de Tony Blair pronunciado el 1 de abril de 2005.
- Beyond Capital, 730.
- Las votaciones parlamentarias ahora se consideran una mera formalidad, como mucho. Asuntos de importancia vital jamás se debaten en el Parlamento, sino que se le imponen mediante una cínica manipulación, tal como ocurrió con la «aprobación» de la guerra de Iraq en Gran Bretaña, con el falso pretexto de que las «armas de destrucción masiva» de Saddam Hussein» estaban preparadas para lanzarlas en 45 minutos», según afirmó el primer ministro Tony Blair. Más aún, es bien sabido que de manera rutinaria las decisiones políticas ni siquiera las adoptan los miembros del Gabinete (que se limitan a estampar su firma)- sino un puñado de gentes denominados «asesores personales». Y todo ello se lleva a cabo en nombre de la política democrática parlamentaria.
- Nota de la revisión técnica de la traducción: el término «extinción» es en español lo más aproximado al término original de Marx y Engels en alemán, o el inglés- utilizado por el profesor Mészáros en su ponencia «withering away». La esencia de la concepción es un Estado que «se consume sobre sí mismo», «desapareciendo el Estado tal como existió» hasta el capitalismo como un aparato colocado por encima de la sociedad. Pero como resultado de un complejo y contradictorio proceso que no se puede identificar mecánicamente con desaparición, eliminación, y procesos semejantes, incluso con el de “extinción» en el sentido más lato de apagar algo, como un incendio, que presupone una acción desde fuera. Interpretaciones simplistas de este proceso llevan a los extremos y, sobre todo, a ignorar que se trata de un proceso que se inicia desde el primer momento en que el proletariado toma el poder, acción en la cual, de modo dialécticamente contradictorio, tiene que establecer un estado fuerte de «dictadura del proletariado» …. pero con una esencia diferente al sentido tradicional de «dictadura»: una dictadura para dejar de ser dictadura … y en general dejar de ser poder alienado.
- Rosa Luxemburg, «Organizational Questions ofthe Russian Social Democracy», in the volume The Russian Revolution and Leninism ar Marxism «, The University ofMichigan Press, Ann Arbor, 1970, p. 98.
- Rousseau, The Social Contract, Everyman edition, p. 78.
- Rousseau, lbid., p. 79.
- Tratado en el capítulo 14 de Beyond Capital.
- lbid.
- Adam Smith, The Wealth of Nations, edited by J. R. McCulloch, Adam and Charles Black, Edinburgh, 1863, p. 200.
- lbid., p. 273.
- Lenin dejó muy claro que» las revoluciones políticas no pueden, bajo ninguna circunstancia, ni ocultar ni debilitar el lema de la revolución socialista … que no debería ser considerada como un acto único sino como un periodo de turbulencias y agitaciones políticas y económicas, luchas de clases intensas, guerra civil, revoluciones y contra-revoluciones». Lenin, «On the Slogan for a United States of Europe», Collected Works, Vol. 21, p. 340.
Mientras Lenin siempre mantuvo su conciencia de la diferencia fundamental entre la política y la revolución social en curso, incluso cuando se vio irremisiblemente obligado a defender la mera supervivencia de la revolución política, tras la derrota de la oleada revolucionaria en Europa, Stalin borró está distinción vital, bajo la pretensión de que el inevitable primer paso hacia la transformación socialista era ya el socialismo, al que seguiría simplemente «la etapa superior del comunismo» en un país aislado.
- Tal como señaló Marx, en el curso de la denominada acumulación primitiva, el capital surge «bañado desde la cabeza a los pies, por todos los poros, con sangre y basura». Véase: El Capital, de Marx, volumen I, parte VIII: The So-called Primitive Accumulation».
- Hegel, The Philosophy of History, Harper Torchbooks edition, p. 457.
- Marx, Marx, Economic Manuscripts of 1861-63, en Marx and Engels Collected Works, Vol. 34, p. 457. Otra importante reserva que debe añadirse aquí es que: El trabajo productivo- en cuanto produce valor- siempre se enfrenta al capital en forma de obreros aislados, con independencia de las combinaciones sociales en las que esos trabajadores se encuentren integrados en el proceso de producción. Así mientras el capital representa a la fuerza social del trabajo frente a los obreros, el trabajo productivo frente al capital sólo representa el trabajo del obrero aislado». Ibid. p. 460. La cursiva es de Marx.
- Ibid. P.456.
- Ibid., p. 457.
- Los puntos tratados en el último párrafo están más desarrollados en el apartado 28.4 de Beyond Capital: «The Need to Counter Capital’s Extra-parliamentary Force»[«La necesidad de una fuerza extraparlamentaria para enfrentarse al capital»]
- Beyond Capital, p. 146.
Fuente: http://www.lahaine.org/b2-img/meszaros_trad_esp.pdf
Descubre más desde Correo de los Trabajadores
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
Be the first to comment