por Natalia Figueroa /R. U de Chile.
En el cuartel donde se torturó y se detuvieron a opositores a la Dictadura, hoy permanecen niños del Servicio Nacional de Menores (Sename) infractores de ley. Un recinto que a lo largo de su historia ha estado destinado al encierro de personas y que marcó una de las etapas más dolorosas del país en cuanto a la transgresión de los Derechos Humanos.
Dicen que la historia es cíclica y que los lugares tienen memoria. Pero en este caso la recurrencia no es casualidad. Una congregación religiosa llega a Santiago en la década de los 50´, construye una casona, pabellones con piezas, canchas de tenis y fútbol y otras instalaciones en una gran parcela ubicada en lo que actualmente es la comuna de San Joaquín. El lugar estaba destinado a hospedar a los seminaristas durante sus estudios universitarios. Casi dos décadas más tarde y sin hacer grandes cambios, incluso con los camarotes tal y como los habían ocupado, los sacerdotes venden el predio al Estado. Pero sin cumplir cabalmente con el propósito con que se había efectuado la venta- albergar a niños sin hogar- el inmueble es intervenido por la Dictadura para perpetrar su misión genocida. Fueron años duros, de torturas y desapariciones, que quedaron impregnados en esos muros hasta 1976. Desde ese año y hasta 1990, las voces se apagaron y el recinto queda vacío. Pero con la llegada de una democracia pactada, se reabren algunos de los antiguos edificios fiscales que se utilizaron para los fines castrenses, en este caso el cuartel “3 y 4 Álamos”. Y aquí viene un salto en el tiempo que sin reparar en el horror que subyace a esas dependencias, vuelve a ligar el centro con un programa de infancia ahora a cargo de Gendarmería y del Servicio Nacional de Menores (Sename).
El jefe de 4 Álamos fue un oficial en retiro de Gendarmería y hoy parte de quienes están a cargo de los jóvenes son funcionarios de esa misma institución. Se transita por el mismo patio, los mismos pasillos y las piezas que fueron celdas hace 40 años. Los jóvenes esperan visitas y se mantienen muchas veces con la incertidumbre sobre su próximo paradero. ¿Saldrán en libertad o los trasladarán a cumplir condena a la cárcel de Til Til? Y en dictadura era: ¿Saldrían en libertad al exilio o los devolverían a Villa Grimaldi o a Pirque? Algunos dicen que se “blanqueraron” los recintos fiscales, que la situación quedó silenciada, que mejor no hablar de lo que produce incomodidad. Otros reconocen que el miedo ha sido invariable en la historia.
Los pabellones
Es poco más de las nueve de la mañana de un sábado de octubre. Un cuidador abre la puerta que esconde un pasillo largo y estrecho. Todo está en silencio excepto por el rechinar de algún camarote o algunos tosidos que se oyen desde las piezas ubicadas a la derecha de ese corredor. Los muros de latones azulados están divididos por puertas que registran un número rojo en su parte superior. De pronto, un grito desde la última pieza quiebra la monotonía.
-¡Tío, me prende la tele!- se escucha la voz de un joven a través de la ventanilla de una de las puertas.
– Todavía no son las diez, espérate un poquito- dice el cuidador mientras mira al interior de las otras piezas.
Los pares de Nike, Adidas, Converse están alineadas afuera de cada habitación. Nadie entra con sus zapatillas. Esto es ley tratándose de un espacio tan reducido para cuatro adolescentes por pieza.
Como lo haría el inspector de un colegio, o más bien un capitán en las barracas, este cuidador revisa si están todos en las piezas y si en el transcurso de la noche las peleas no pasaron a mayores. Comenta que en el recinto los intentos de fuga son una alerta constante.
Si no fuera por una ventana que instalaron hace algunos años, el corredor sería muy oscuro. En una de las murallas de este pabellón se lee un mensaje rayado con lápiz pasta negro y con letra desordenada: “Tío Antonio, chúpalo”. Una frase que expresa la rabia, el resentimiento, las emociones contenidas por muchos jóvenes que viven el encierro durante meses.
Así comienza el día en el Centro de Internación Provisoria (CIP) de Régimen Cerrado (CRC) de San Joaquín “Ex Arrayán” del Servicio Nacional de Menores (Sename) que está ubicado en la calle Canadá con Avenida Departamental. Quizás la situación no varía tanto de otras residencias de la red, pero sí tiene una distinción: este sitio operó como un centro de detención, torturas y desaparición, entre 1974 y 1977, durante los primeros años de la dictadura cívico- militar de Augusto Pinochet. Se denominó “3 y 4 Álamos” y estuvo administrado por Carabineros y por la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), durante todo el periodo en que funcionó ese último servicio secreto.
Es decir, los muros de este recinto no sólo han confinado al aislamiento a estos jóvenes de Sename. También lo fue para las cerca de seis mil víctimas que en su momento pisaron lo que fue una cárcel política.
Un lugar de tránsito
El terreno donde se emplazó este campo de concentración tenía una extensión aproximada de dos hectáreas. Los detenidos eran ingresados por un portón metálico ubicado en calle Canadá, hoy de numeración 5351- 5359, formados en filas de hombres y mujeres. La mayoría de ellos entraba muy malheridos porque llegaban desde otros centros de torturas. Y aunque se reconoce que en este lugar se podía “descansar” en parte de los castigos – porque la tortura no llegó a los niveles de brutalidad que se aplicó en sitios como el Estadio Nacional o Villa Grimaldi-, los carabineros y militares nunca dudaron en infringir tormentos y agresiones si reconocían caras del mundo político, sindical o quienes pisaban por segunda vez el lugar. Los identificaban y, generalmente, les hacían firmar un registro de ingreso donde los prisioneros aseguraban no haber sido maltratados durante este trámite.
Shaira Sepúlveda tenía 27 años cuando fue detenida por agentes de la DINA, en julio de 1975. Vivía en Santiago y un par de años antes había terminado su carrera de medicina veterinaria en la Universidad de Chile. Comenzó a trabajar para el gobierno de Salvador Allende junto a su esposo, con quien compartía militancia en el Partido Comunista. Años después entendería que el día de su arresto iniciaba el llamado “tour de la tortura”: pasó por los centros de detención José Domingo Cañas, Villa Grimaldi, 4 Álamos, Pirque y, finalmente, por 3 Álamos.
Quienes ingresaban a este último lugar figuraban como prisioneros políticos por “posibles delitos a cometer” o por ser un “peligro público”, pero eran reconocidos en virtud a la Ley de Estado de Sitio decretada por la Junta Militar. Aquí la autoridad fue el oficial de Carabineros Conrado Pacheco Cárdenas y luego asumió el mayor Domingo Zabaleta, cercano al primero. En cambio, estar en 4 Álamos era sinónimo de clandestinidad: no había registro ni tampoco identificación de los detenidos. Era un sector dentro del campo de concentración que estaba bajo la custodia de la DINA. Su jefe fue Orlando Manzo Durán, un oficial de Gendarmería que había pasado a retiro pero que incorporaron como jefe de este campamento después del Golpe.
Pero todo se mantenía en silencio. La estadía de los prisioneros en alguna de las celdas de 4 Álamos era negada aunque hubiesen ingresado a la vista de todos. Precisamente, el Informe Rettig señala que la división de este recinto estableció un pabellón secreto de incomunicación del que nadie debía tener conocimiento. En general, los detenidos llegaban desde otros centros y ahí permanecían meses encarcelados hasta ser devueltos al sitio original o salir en libertad. De otros, en cambio, hasta hoy se desconoce su paradero.
Shaira repasa vivencias intensas por la violencia sistemática al interior del lugar y por las heridas que aún siguen abiertas. En particular, recuerda el sector de 3 Álamos donde permaneció más tiempo: la conocida “Barraca” de las mujeres. “Era una estructura de madera sobre un radier de trece o catorce piezas y los baños. Estaba rodeado de alambres de púas y había casetas de guardias”, detalla. Las celdas tenían una extensión de no más de seis metros cuadrados y contaban con literas de tres camas donde a veces dormían dos mujeres por cada una. En el patio interno se llegaron a contar más de 150 mujeres hacinadas.
En los pabellones podían permanecer solas o acompañadas, eso dependía de la cantidad de detenidas del momento. Shaira estuvo un día sola y luego compartió pieza con otras compañeras, muchas de provincia. En especial, recuerda a una que llegó desde Villa Grimaldi con su guagua de cinco meses. Los militares encargados del centro no le permitieron ingresar más que leche en polvo, entonces se organizaban entre las cuatro mujeres de la pieza para lavar los mismos pañales, para hacer dormir al niño por las noches y cuidarlo en el día. “En el fondo, eso te hacía salir de tus propios problemas”, resume.
En este sector se levantaba una muralla gris de unos tres metros cerrada por un poste que daba a un pasillo exterior. Del otro lado, era posible escuchar murmullos y personas caminando durante el día. Las prisioneras pensaban que era la calle y les silbaban a las personas para intentar comunicarse con algún vecino del barrio que pudiera avisarles a sus familiares. Después supieron que se trataba de un sector donde los detenidos pasaban a “libre plática”, es decir, les concedían el derecho a recibir visitas. Pero en absoluto era un traslado rápido: muchas mujeres pasaron bastante tiempo encarceladas solas y a oscuras en el calabozo de castigo conocido como el “chucho”. Eran semanas de noche.
Una vez dentro del campo de concentración, a las mujeres las llevaban directamente a la Barraca y a los hombres a la pieza 13 conocida como el “Terminal Pesquero” por el mal olor. La celda contigua la llamaban “La Sardina”. Carlos González estuvo detenido en este sitio, entre julio y septiembre de 1976. En esa fecha, trabajaba en el Banco de Concepción – hoy Corpbanca- y desde ahí lo trasladaron a Santiago donde estuvo un día detenido en la ex Clínica Santa Lucía y luego en Villa Grimaldi. Finalmente, lo llevaron a 3 y 4 Álamos hasta el año en que salió exiliado a Suecia. “Nos ´repasaron´ varias veces, con eso quiero decir que nos volvían a torturar en cada lugar donde caíamos”, comenta.
Lo ingresaron a la pieza siete en muy malas condiciones físicas y después de días se quitó la venda de los ojos. Había perdido por completo la noción del tiempo. Recuerda, el olor, el hedor de su cuerpo por no bañarse durante meses en el centro de detención anterior. Y, en particular, recuerda la solidaridad de uno de sus compañeros de la celda de 3 Álamos. Era un joven que viajaba a Argentina por estudios, pero que resultaba muy “sospechoso” para los militares que lo retuvieron en la frontera y lo enviaron a ese cuartel. A pesar de los golpes y de los forcejeos, él nunca soltó su bolso. Entonces, le ofreció a Carlos ropa interior, shampoo y máquina de afeitar. “¿Pero cómo vai a tener eso?”, le dijo sorprendido. “Si poh, si tengo. Si no estoy loco, mira”, contestó el muchacho mostrándole sus pertenencias siempre en voz baja para que no los notaran los carabineros desde el pasillo. Lo compartió con él y con otros prisioneros.
Carlos entró al baño y sólo en ese momento entendió la profundidad de la situación. Miró delante suyo y se preguntó: “¿Quién es el tipo que me mira con esa cara de loco, tan demacrado?”, convencido de que era una ventana y que al otro lado estaba parado otro hombre. Pero luego reparó en que era su propia imagen reflejada en un espejo. Pasó un buen rato antes de que se dijera a sí mismo: “Sí, soy yo”.
La resistencia
En este lugar se reencontraron amigos, compañeros de militancia, hermanos que habían sido detenidos en fechas cercanas pero trasladados a distintos centros de tortura. A la distancia muchas mujeres lograban reconocer a los nuevos detenidos que ingresaban, o al menos suponían quienes podían ser por la información que se manejaba gracias a Radio Moscú. Era importante abrir canales de comunicación con los otros prisioneros para dominar la información que habían entregado en los interrogatorios. ¿Era suficiente para que la DINA arrestara a otros compañeros o podían mantenerse sin alarma al menos por unos días? Era información que debían despejar antes de las visitas para que sus familiares también estuvieran al tanto y se movieran por fuera.
Pero dentro del campo los lazos se fueron estrechando. La organización que establecieron tenía como fin que todos aportaran con sus conocimientos para la buena convivencia. Se creaban comisiones, talleres de artesanías, cursos de idiomas, de política para entender el contexto nacional e internacional. Una de ellas, por ejemplo, fueron las clases de historia a cargo de Gabriel Salazar que se realizaron desde mediados de enero hasta mediados de abril de 1976. Patricio Negrón, también ex prisionero, se desempeñaba como coordinador académico y pasaba buscando pieza por pieza a quienes se habían inscrito a este curso llamado “el desarrollo del capitalismo en Chile desde 1541 hasta 1930”.
Carlos González recuerda un hecho particular: “Teníamos un compañero que había reparado todos los calefont del centro y se le pidió que hiciera una clase. Él se negaba porque decía que no tenía nada que enseñar, que tenía un lenguaje no muy especializado, pero al final lo convencimos y yo le ayude”. Ese día se sentaron en la primera fila ex ministros de la Unidad Popular, abogados, dirigentes de partidos. Al terminar todos lo aplaudieron.
Así organizaron el Consejo de Ancianos y de Ancianas compuesto por tres o cuatro presos y las carretas que eran grupos rotativos de personas a cargo de actividades específicas. Se conocía la “carreta de los puchos” donde se recolectaban todos los cigarros que les llevaban a los detenidos sus familiares y los dividían en cantidades iguales entre todos- fumaran o no-. Aunque por su estado psicológico, era un escape para la mayoría. Con ese mismo sistema se arreglaban con la alimentación, compartían las frutas y verduras para complementar la escasa comida que les daban tres veces al día.
La historia previa
Previo al Golpe este recinto perteneció a los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, una congregación católica que llegó a Chile en la década de los 50, específicamente en las regiones del norte donde iniciaron un trabajo pastoral en las oficinas salitreras. Si bien su origen es francés – fundada por un sacerdote en Marsella-, la primera casa que instalaron fuera de ese país fue en Canadá. Por lo mismo, los religiosos que llegaron a América Latina eran principalmente de esa nacionalidad.
En Santiago, la orden religiosa ocupó distintas residencias, entre ellas la ubicada en la calle Departamental con Canadá. El sacerdote Óscar González, uno de los primeros en llegar a este hogar, asocia el nombre que lleva ahora la calle – antes se conocía como calle Uno- con la anterior descripción histórica. En ese entonces, el terreno abarcaba siete hectáreas donde se construyeron las casas para los seminaristas.
A fines de los 60´, los Oblatos vendieron este espacio al Estado para destinarlo Consejo Nacional de Menores, una institucionalidad que fue creada en 1967 según la Ley de Menores, promulgada en el gobierno de Eduardo Frei Montalva. En ese mismo documento se dictó la creación de la Policía de Menores. “El lugar se vendió con el propósito de alojar a los niños que vivían en las calles y se los dejamos tal cual. Contaba con tres pabellones de 30 piezas cada uno, además de la casona donde se hospedaban los “formadores”, que eran el sacerdote superior del seminario y los educadores”, precisa el religioso. Sin embargo, el lugar cumplió por pocos meses con su objetivo inicial y una vez reacomodados los niños en otros hogares, fue intervenido por la Dictadura. Dos décadas después, el recinto volvería a vincularse con la infancia.
El sacerdote Mariano Puga Concha tuvo un doble paso por este sitio: lo visitó como seminarista y luego como detenido por los agentes del Estado. Había asumido como párroco de la Villa Francia, en la comuna de Estación Central, en los 70´ y era reconocido por su cercanía con la gente y por mantener un discurso que reivindicaba los derechos humanos. Estuvo detenido en 1974 y 1975 donde pasó incomunicado algunos días hasta que el cardenal Raúl Silva Henríquez intercedió para que saliera en libertad.
Hoy, a sus 87 años, el padre Mariano Puga recuerda una vez más las pistas que le permitieron reconocer su paradero luego del arresto. En el ropero que estaba en su celda encontró un periódico canadiense y lo asoció a la congregación religiosa donde había estado años antes. Además, por la pequeña ventana con barrotes que tenía esa pieza lograba ver la cordillera de Los Andes desde más cerca de lo que acostumbraba en el sector poniente de la capital. También advirtió que en esa celda ya habían pasado otros miembros de la comunidad “Cristo Liberador” de la Villa Francia porque sus nombres estaban grabados en el marco de la ventana de madera, posiblemente con una punta de clavo: Eduardo Lara, José Villagra y Enrique Toro. Detenidos desaparecidos hasta hoy.
Pasaban unas horas y la sobrevivencia en lugar se volvía insoportable. Después de días sin una buena alimentación, Puga recuerda haber estado en su celda y que desde el otro lado de la muralla le gritaron: “Oye cura cuando vayai al baño acuérdate de mí en el estanque”. Fue al baño y encontró una manzana podrida, negra, flotando en el agua de la taza. “Me la comí como quien devora un pastel de choclo. Son gestos humanos entre los que estábamos sufriendo horrores como estos”, comenta con una risa sutil. Nunca supo quién le había gritado.
Óscar González también cuenta su testimonio en el recinto. Las dos veces que el sacerdote fue interrogado por capitanes de Carabineros al interior del centro, le consultaron por la cooperativa de obreros “Comunidad en Acción” que había fundado en parte del terreno que pertenecía a los Oblatos. Él les dijo que conocía muy bien el lugar porque había permanecido siete años durante sus estudios de teología y filosofía en la Universidad Católica. Recuerda que era pleno invierno y él les comentó: “En ese subterráneo hay una estufa a leña que nosotros ocupábamos”. Se trataba del calabozo conocido como el “Chucho”. Los carabineros le dijeron que no sabían usarla y él se ofreció a bajar. “Pero no me la aguantaron. Claro, si en ese momento ya lo estaban usando como calabozo de tortura”, aclara.
Sin embargo, para González hay aspectos pendientes y uno de ellos es la relación que mantienen los vecinos del sector con el tema. En octubre pasado con motivo de la celebración del Día del Patrimonio, se realizó una visita a 3 y 4 Álamos y, por primera vez, los vecinos de la villa aledaña ingresaron y, con eso, entendieron parte de la historia del recinto. “Eran los hijos y nietos de los que iniciaron la cooperativa pero que por el miedo nunca se habían acercado a entender lo que había pasado en ese lugar”, señaló el sacerdote que recibió las llamadas de las personas que asistieron ese día.
El ensañamiento contra las mujeres
El perfil del jefe de 3 Álamos, el oficial de Carabineros Conrado Pacheco, era el de un hombre en particular violento con las mujeres, que las insultaba verbalmente, las hostigaba y abusaba sexualmente de ellas. Aprovechaba de desatar toda esa violencia en el calabozo donde las dejaba castigadas y él mismo las agredía. Y sus perversiones se traducían también en las órdenes que daba a sus subordinados que entraban a las celdas pateando las puertas – muchas veces por las noches- para atemorizarlas.
Una historia que conoce Soledad Castillo quien fue detenida a los 16 años por agentes de la DINA. Era una tarde de invierno de 1975, había salido del colegio y a pocos metros de su casa, ubicada en la comuna de Maipú, fue detenida por unos policías. Desde ahí transitó primero por el cuartel “La Firma” del Comando Conjunto de Carabineros, situado entonces en calle Dieciocho, en pleno centro de Santiago. Este organismo tenía como objetivo perseguir e interrogar a los miembros de la directiva del Partido Comunista (PC). Ella era presidenta del centro de alumnos de su colegio, el Liceo N° 2 de Niñas, y militante de las juventudes de esa colectividad.
Después de 15 días fue llevada a la Villa Grimaldi y, en ese intertanto, recuerda que la sacaron del cuartel y por primera vez escuchó la voz de una mujer. “Yo sentí alivio y dije ´oh, una mujer por fin´, pero después me di cuenta que fue lo peor que me pudo pasar. Era una camioneta con toldo atrás donde los subieron a todos, pero a mí me dijeron que me fuera adelante. Probablemente me tropecé y me demoré unos minutos más, pero esta mujer me agarró a combos y así me subió. Yo sangré todo el viaje”, relató la abogada de la Corporación de Promoción y Defensa de los Derechos del Pueblo (Codepu). También recuerda que cuando la detuvieron, la obligaron a que se sacara el uniforme del colegio, el jumper, porque evidenciaba que era menor de edad. “Yo era la menor del campamento”, aclara refiriéndose al centro de 4 Álamos.
Desde ahí en adelante los castigos, para ella y para sus compañeras, fueron dos: primero por profesar una ideología de izquierda y, por ende, por quebrar el “orden de las cosas” y ser una mujer que se dedicaba a la política. “´Tú tienes que estar en la casa´, ´Eres una puta´, así nos trataban”, detalla Soledad. Ahora, dice, un comentario de este tipo no tendría relevancia en su vida, pero a esa edad era un golpe emocional muy fuerte. “Conrado Pacheco era un hombre muy bruto y siempre te decía que estabas cometiendo doble delito”, remarca.
Consta en el expediente del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior una declaración dada por Águeda Jara Vaca quien relató que en el “Chucho” fue engrillada de manos y pies y sometida a golpes y malos tratos de Pacheco y otros carabineros. Luego fue sacada del sótano y un grupo de médicos le hizo un tratamiento para borrar las marcas de sus heridas en las muñecas y tobillos antes de que saliera al exilio. Una vez en Panamá señaló que “se descubrieron los efectos físicos y morales que traía. En mi caso fue más dramático porque venía con un embarazo en gestación que me hizo Pacheco y otros dos sujetos”.
En lo cotidiano, la jornada partía a las 7 de la mañana con una lista obligatoria. Los carabineros formaban en fila a las mujeres, en el patio, y las llamaban por el primer apellido y ellas, por lo general, debían responder con el segundo. Era un trato muy duro y también eran mucho más complejos los días previos a la salida al exilio, sólo por ser mujeres. Cuando los militares sabían que se estaba gestionando ese trámite las dejaban aisladas unos días para “despedirlas”. No dejaban que recibieran visitas o las vendaban por días y, finalmente, las sacaban del recinto.
Conrado Pacheco acuñó el término “fosforear” para referirse a las instancias donde se estuviera conversando sobre política, probablemente lo relacionaba con encender o agitar. Siempre decía que se iba a disolver y a castigar a todas las mujeres que “anduvieran fosforeando”. En el encierro el único medio por el que se informaban era Radio Moscú a través de unos pequeños artefactos que habían habilitado. Pero a Pacheco le enfurecía que lo nombraran en los boletines informativos. Entonces, abría la puerta del pabellón de mujeres, y gritaba: “De nuevo hablaron de mí en la Radio”. Era un motivo para que la violencia aumentara.
Pero en medio de todo, la organización siguió en pie. El 8 de marzo, la fecha en que se conmemora el Día Internacional de la Mujer, cobraba un sentido muy especial. Se hacían conversatorios sobre las lecturas de la época y se animaba a todas a reflexionar sobre el significado que adquiría el encierro en aquel contexto político. “Nos creíamos muy feministas, porque pensábamos que el socialismo venía a solucionar los problemas de las mujeres. Más tarde entendimos que subordinación no terminó con la militancia”, comenta María Isabel Matamala, doctora y activista feminista detenida en 3 Álamos entre marzo de 1975 y septiembre de 1976.
Ese último año fue muy simbólico. No hablaron durante todo el día en memoria de las mujeres detenidas, torturadas y desaparecidas por el régimen militar. Era un pacto que habían convenido hace algunos días y que todas cumplieron hasta entrada la noche. Conrado Pacheco estaba furioso y al encontrarse con alguna mujer en el patio y no obtener respuesta a sus preguntas, las zamarreaba e insultaba. “De que les sirve eso a todas estas putas”, habría dicho por los pasillos. Pero el silencio demostraba el dolor y la dignidad de las mujeres que resistían.
La memoria silenciada
A partir de 2007 con la aplicación de la Ley de Responsabilidad Penal Juvenil se anunciaban importantes cambios en los programas para los adolescentes infractores de ley. Por primera vez se reconocería a los jóvenes como sujetos de derecho, un motivo para que las autoridades del primer gobierno de Michelle Bachelet apostaran por un cambio transformador del sistema. También se definía el rol del Servicio Nacional de Menores (Sename) como responsable de materializar las penas a través de sus centros – fueran privativas o no de libertad a través de regímenes cerrado o semicerrados- en conjunto con organismos colaboradores del mundo privado.
La nueva ley exigía mejorar el estándar de las instalaciones y en varios centros se iniciaron obras de remodelación. En medio de estos cambios fue que una constructora comenzó a desmantelar una parte del centro de San Joaquín, precisamente el sector que pertenecía a la Barraca de las mujeres. Fue así como se llevaron cinco puertas que pertenecían a esa estructura de madera.
Leandro Valdivia Martínez es profesor de artes y trabaja hace 20 años en este centro de Sename. Con la idea de recuperar la memoria del sitio envió un oficio a nombre de la institución solicitando que le restituyeran las cinco puertas para así conservarlas junto a otras dos que mantenía en un taller donde imparte clases a los jóvenes.
El 11 de septiembre de este año, junto a un grupo de trabajadores del recinto- aunque reconoce que nunca ha sido iniciativa de la mayoría-, realizaron un conversatorio sobre los derechos humanos y la prisión política para conmemorar la fecha. Leandro sólo intervino una de las puertas con el mensaje: “A la memoria de los detenidos que pasaron por este lugar” y las otras quedaron tal cual. Pero en ese encuentro participaron los funcionarios, no los jóvenes.
Las puertas permanecen guardadas en el taller donde los adolescentes pasan horas aprendiendo sobre mueblería, pintura, cerámica, entre otras actividades. Son grupos de jóvenes que asisten de manera rotativa, pero que siempre expresan su curiosidad por interiorizarse en este tema. “Oye tío, y ¿de qué es esto?”, le preguntaban a Leandro al ver la inscripción en las puertas recuperadas. Pero es un tema que, en general y por orden institucional, no se aborda con ellos.
“Cuando se acercan las fechas conmemorativas siempre hay un malestar. Una vez hicimos una intervención con volantines negros y algunos profesionales, como psicólogos, decían que era contraproducente. Le temen a las descompensaciones de los chiquillos”, comenta el profesor.
No hay una línea de trabajo para contextualizar el lugar en que se encuentran los jóvenes o para explicarles la historia y, desde ahí, la comprensión de los derechos humanos. Es un tema al que las autoridades le hacen el quite. Al igual como en los colegios no existen programas de educación cívica acá, en el centro de Sename, no hay una política oficial sobre el traspaso de la memoria. Todo lo que conocen los adolescentes viene de imágenes creadas por los adultos, y muchas veces distorsionadas.
La misma opinión deslizó otra profesional (solicitó reserva de identidad para este reportaje) que trabaja directamente con los jóvenes del centro. Señala que “el no tener una línea clara respecto del cómo proceder lo vuelve un tema muy confuso. Es un tema tabú”.
Hace algunas semanas, los funcionarios de trato directo fueron emplazados a presentar una propuesta para trabajar el Día de los Derechos del Niño, este 20 de noviembre. Sin embargo, según afirmó la profesional, se les supeditó a trabajar el derecho pero sin separarlo del deber. “Se nos solicitó que entregáramos la planificación con bastante anticipación y ahí está mensaje implícito de ´no vayan a empoderar a los jóvenes´”. Para ella lo que existe es miedo.
El silencio institucional sobre el asunto ha fomentado la ignorancia sobre los derechos humanos, y eso ha creado muchos mitos. Los educadores dicen que los jóvenes fantasean con que los detenidos los van a penar, crean personajes como el “detenido sin cabeza”, dicen que se oyen pasos y gritos en los pasillos. Todo sobre la base de historias incompletas. Pero como los jóvenes pasan de manera transitoria por este centro, mientras se resuelve su situación judicial, algunos conocieron, por ejemplo, los lugares de tortura como el “Chucho” que tiene una inscripción de madera para reconocerlo.
Ambos trabajadores comentan que a la hora de emplazar a la dirección general de Sename siempre se muestran solidarios con el tema, aunque también se confunde con una posición meramente de “izquierda”, del “no al Golpe”, e incluso plantean su propia postura contraria a la historia que marcó el recinto. Sin embargo, hasta ahora no se ha traducido en acciones concretas en términos pedagógicos. “Esto es política, no tiene que ver con otra cosa. Una persona informada genera acción y el reflexionar sobre 3 y 4 Álamos es entender los derechos humanos. Y en el centro hablar sobre esto a los adolescentes lo consideran contraproducente: una mirada es que ´se suben por el chorro´ porque van a comenzar a exigir sus derechos y la otra mirada es que se comiencen a develar vulneraciones no sólo en ese centro sino en varios de régimen cerrado, como el trato de los gendarmes”, afirmó la última profesional.
“La cárcel de ayer y de hoy”
Transitar por este centro es reconocer marcas dolorosas que quedaron grabadas en la historia del país. Sobre los agentes y violadores de derechos humanos que estuvieron a la cabeza de este cuartel la información no es tan abundante como otros ex oficiales y agentes de la DINA. Según el registro del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, el ex oficial de Carabineros Conrado Pacheco fue procesado por su participación en 3 Álamos, pero no obtuvo condena porque todas sus causas fueron sobreseídas por su fallecimiento en 2000. Consta en las declaraciones que entregó como acusado que tenía a su cargo a 150 carabineros que hacían turnos de 20:00 horas a las 8:00, y a la inversa, en el recinto. Señaló que en “3 Álamos nunca se torturó a nadie, ni se le apremió bajo ningún motivo o circunstancia”, sólo se habrían remitido a cuidar a los detenidos.
Sobre Orlando Manzo Durán pesan decenas de querellas por torturas, apremios ilegítimos, secuestros y desapariciones. Su última condena data de septiembre de 2016 y fue dictada por el ministro de la Corte Suprema, Mario Carroza, a 5 años y un día de pena en calidad de autor del secuestro calificado de Ana Bruhn, quien estuvo recluida en Villa Grimaldi. Según el registro, fue jefe del cuartel “Reumén” o 4 Álamos y en una de sus declaraciones indicó que “mientras el recinto fue secreto se sacaba a los reos en una camioneta del servicio y se les daba una vuelta para despistarlos”. El lugar habría dejado de ser secreto porque, según atestiguó, en un momento “se instaló un circo que transmitía música, hablaban por altoparlantes y como eso era escuchado por los reos, al salir lograban identificarlo”. Manzo Durán reitera en varias oportunidades que mientras él estuvo en el recinto nunca se torturó ni se asesinó a nadie.
La lucha de los ex presos políticos, hoy agrupados en la Corporación 3 y 4 Álamos, ha sido larga y extenuante, pero ha alcanzado objetivos clave: en febrero de este año, el Consejo Nacional de Monumentos Nacionales (CNMN) declaró sitio de memoria el recinto completo, otorgándole resguardo patrimonial. Con anterioridad se encontraba protegida solo la ex Casa de Administración y el patio del inmueble.
La organización reconoce el hecho como una etapa cumplida, pero tienen claro el siguiente paso, sin desconocer que a la vez es el más difícil: lograr el comodato del lugar y que los jóvenes de Sename sean retirados de estas dependencias. “Es moralmente ilegal y no coadyuva al proceso reformativo de los privados de libertad debido a la carga emotiva que inunda el lugar”, afirman. Como lo mencionó para este reportaje el padre Mariano Puga: “Es inhumano que esos jóvenes permanezcan en un sitio donde se torturó”. Y como lo han comparado tantas veces los ex detenidos, es como tener a jóvenes en los campos de concentración nazi de Auschwitz.
Y nuevamente vuelve la imagen de los jóvenes que esperan con ansias las clases de manualidades, donde dejan escapar su imaginación y crean distintos objetos que regalan a sus familiares en cada visita. Así buscan salir de esos muros, evadir el contexto delictual al que han estado expuestos desde la niñez y el prejuicio de lo que significa pertenecer a esta institución de reclusión juvenil. Lo mismo que sintieron hace más de 40 años los ex presos políticos que por horas se sentaban a bordar poleras, y a elaborar minuciosas artesanías en el patio del centro de torturas para luego dárselos a sus familiares. En distintas épocas pero en un mismo lugar, los obsequios se convirtieron en vínculos que logran vencer el encierro.
Miércoles 15 de noviembre 2017 7:04 hrs.
*Fotografías de Luis Oteiza y Fabián Moraga tomadas para este reportaje.
Fuente: http://radio.uchile.cl/2017/11/15/3-y-4-alamos-los-muros-del-dolor-de-ayer-y-hoy/
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