Por Óscar Contardo.
Hay niños que deben ser protegidos y otros -distintos- que la policía debe detener. ¿Cómo es posible que la policía haga la distinción premonitoria entre unos y otros? Obviamente, por el color de las palomas. No son las blancas las peligrosas -como el sentido común indica-, sino las otras, aquellas que viven en el borde de una democracia que las deja fuera y las mantiene pendiendo de la pobreza y la violencia.
La foto es de una revista Ercilla de 1962 y retrata a cinco niños descalzos que visten con ropa sucia y permanecen sentados en lo que debe ser la banca sin respaldo de una comisaría policial. El grupo era conocido como la “banda de las manos chicas”, según indicaba el texto, y se dedicaban a robar. El líder era apodado “el Capitán Pollito” y tenía 10 años. Era la época del Mundial de Fútbol y las autoridades habían puesto en marcha un plan para limpiar el centro de Santiago, lo que incluía sacar a cientos de chiquillos de las calles y llevarlos a “hogares” dispuestos para el caso. ¿Por qué habían llegado a vivir en la calle? ¿Desde cuándo robaban? Eran preguntas que no tenían respuesta. Simplemente, existían y era necesario que ya no estuvieran más a la vista de todos. El sentido común del momento se las había arreglado para hacer de esos niños una categoría especial, folclórica, llamada “pelusas”, una palabra amable que evocaba mugre y desamparo, y al mismo tiempo un rodeo mental que ponía la vida de niños-mendigos en el ámbito de lo pintoresco.
Los “pelusas” eran una especie en sí misma, lo mismo que un quiltro vagabundo, a veces eran juzgados como simpáticos, en ciertas oportunidades como un objeto de compasión y, en otras, como un ente amenazante. ¿Qué habrá sido del “Capitán Pollito” y sus secuaces después del Mundial?
Nuestra relación con los niños, niñas y adolescentes suele estar determinada por el origen social y la pobreza. La banda de “Las manos chicas” es un ejemplo: niños que seguramente nacieron en la miseria, vivieron abusos y sobrevivían delinquiendo, son dispuestos mentalmente por aquello llamado “sentido común” en una categoría especial, apartada, a la que es posible contemplar como no se haría con otros nacidos en un ambiente diferente. Esos pelusas de la foto no eran lo mismo que los hijos de los lectores de aquella revista que publicaba sus rostros.
El sentido común indicaba que la situación de esos niños era la adecuada para sus circunstancias: un tipo físico, sus costumbres y el lenguaje que usaban los situaba en un lugar que les era propio. Esa distinción que en el cine Andrés Wood retrató en el contraste entre el niño Infante y el niño Machuca. Aquello que no se nombra, una trama de prejuicios que se transmite como un contagio y que deja espacio para que convivan discursos que en el papel parecen contradictorios.
Es la razón para que una autoridad política o un representante parlamentario invoque al mismo tiempo frases como “los niños primero”, “admisión justa” o “con mis hijos no te metas” y enseguida siembre la alarma advirtiendo que “no todos los niños son blancas palomas”. Hay niños que deben ser protegidos y otros -distintos- que la policía debe detener. ¿Cómo es posible que la policía haga la distinción premonitoria entre unos y otros? Obviamente, por el color de las palomas. No son las blancas las peligrosas -como el sentido común indica-, sino las otras, aquellas que viven en el borde de una democracia que las deja fuera y las mantiene pendiendo de la pobreza y la violencia. Esa es la lógica que explica que bajo ciertas circunstancias Carabineros, en lugar de investigar, se refugie en la tradición.
Las niñas que desaparecían en Alto Hospicio, por ejemplo, naturalmente debían pertenecer a la estirpe de los sospechosos. ¿Para qué buscarlas si seguramente estaban prostituyéndose? La policía fue avalada por las autoridades de gobierno, las mismas que durante décadas no se ocuparon de lo que ocurría en los hogares del Sename, en donde niños, niñas y adolescentes eran abusados y golpeados. A veces el péndulo se inclina por la alarma, otras por la compasión, la mayor parte del tiempo permanece quieto en la zona de la indiferencia.
Debemos confiar en el criterio de Carabineros, nos decía el gobierno de la Presidenta Bachelet para reponer el control de identidad, sin estudios que avalaran que el empeño tendría resultados. Igual cosa repite el gobierno del Presidente Piñera cuando propone el control preventivo de identidad a menores de edad. ¿Hablan del mismo criterio policial que llevó a Carabineros a fabricar pruebas y confiarle operaciones de inteligencia a un mentiroso compulsivo? ¿El mismo criterio de los carabineros que luego de matar a Camilo Catrillanca por la espalda amenazaron de muerte y golpearon al muchacho que lo acompañaba?
El gobierno explica el nuevo proyecto acudiendo, una vez más, al peso del sentido común por sobre el de todas las evidencias que presentan los expertos. Un atajo para llegar a un lugar en donde los ciudadanos más débiles no sean sino una banda de sospechosos -quien nada hace, nada teme, dicen como decían en dictadura- a merced de un Estado que los abandonó a su suerte y a la voluntad de una policía acostumbrada a disparar antes de siquiera investigar.
16 de marzo 2019.
Fuente: https://www.latercera.com/reportajes/noticia/columna-oscar-contardo-color-las-palomas/572816/
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