En tiempo de pandemias: Discriminación, terror y resistencias.

Pedro Lemebel. Alacranes en la Marcha, intervención en la marcha de Stonewall, nueva York 1994

Así sobrevivimos a la plaga: lo que el sida nos enseñó sobre enfermedad, discriminación y vulnerabilidad.

Por Clara Morales.

Era un virus misterioso, proveniente de países remotos, se decía que de animales salvajes, de costumbres primitivas, y se extendía por todo el planeta con una rapidez inusitada. No se conocía un tratamiento eficaz, y mucho menos una vacuna. Generaba síntomas poco comunes y mataba con una rapidez terrorífica. Como en un primer momento se ignoraban las vías de transmisión, los enfermos eran aislados en sus domicilos, a veces en áreas de los hospitales dedicadas exclusivamente a ellos. Sus familiares y amigos no podían abrazar, besar o tocar a los enfermos, que a menudo morían solos, sin apenas atención médica, sin cariño. Pronto se extendió el miedo: nadie quería cerca a los portadores del virus, que fueron despedidos de sus trabajos, desahuciados de sus casas, obligados a llevar en silencio la enfermedad. Las muertes se contaban por miles. Luego, por cientos de miles, por millones.

El covid-19 es la pandemia más reciente a la que se enfrenta el mundo occidental, pero no es la primera que sufren quienes hoy viven en él. Ni siquiera hay que retroceder mucho en el tiempo, apenas unos años, para encontrar la anterior epidemia mortal: la causada por el VIH. La memoria de la crisis del sida, que dejó en España casi 32.000 muertes solo entre 1981 y 1996, la etapa más dura —sin contar quienes fallecieran sin diagnóstico en los primeros años—, se ha esfumado con la misma rapidez con la que golpeó la enfermedad. Sin embargo, quienes la vivieron en primera persona tienen marcado a fuego el recuerdo de una epidemia que muchos consideraron ajena. El lazo está ahí: en los hospitales, los enfermos de covid-19 son tratados con antirretrovirales desarrollados en un primer momento para el VIH —aunque su efectividad contra el nuevo virus todavía no se ha probado—. Pero, más allá de lo sanitario, en términos de memoria, experiencia histórica y lucha política, ¿qué podemos aprender de la crisis del sida?

«El sida fue la primera gran pandemia tras la gripe española, y cambió enormemente muchos escenarios», defiende Fefa Vila, socióloga y activista feminista que impulsó junto a otras compañeras el grupo LSD (siglas de Lesbianas Sin Duda, pero no solo), activo en Madrid durante los noventa y uno de los más guerreros contra la enfermedad. Tuvo consecuencias directas en las políticas de salud pública, que pasaron a incluir definitivamente la prevención de las enfermedades de transmisión sexual y el tratamiento de la drogodependencia; tuvo consecuencias políticas, uniendo al colectivo LGTBI y despertando unas prácticas activistas radicales; tuvo consecuencias culturales, insertando en el imaginario la idea de la epidemia y un cierto oscurantismo y temor en torno al sexo o a ciertas prácticas sexuales. Más de 75 millones de personas han contraido el VIH desde su aparición, y 32 millones de personas han muerto. Aunque muchos no lo recuerden, el virus arrasó a toda una generación en los países occidentales y, aunque hoy, gracias al tratamiento, en España se puede llevar una vida completamente normal teniendo VIH, el sida mata todavía a más de 700.000 personas al año en todo el mundo.

Jerarquías de la memoria

«La memoria es corta, y la memoria es jerárquica», reflexiona Vila. «La memoria tiene sus silencios: hablan unos, escuchan otros». Además de otras consideraciones, como la tasa de mortalidad —en sus inicios, el VIH generaba en todos los casos una enfermedad letal—, el VIH tiene una particularidad que no comparte con el coronavirus. Mientras que este último se percibe como un virus que puede atacar a cualquiera, aunque haya determinada población de riesgo, el VIH se asoció de inmediato a lo que entonces se conoció como las cuatro haches: homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y haitianos. Es decir, grupos minoritarios, y, en el caso de los dos primeros, profundamente discriminados. A eso se sumó el estigma de la vía de propagación —a través de ciertos fluidos corporales en contacto con mucosas o lesiones—, que se asoció con el sexo anal y el uso de jeringuillas compartidas. Si los enfermos de sida se consideraron marginales, también se ha considerado marginal la memoria de la epidemia.

El virus podía, evidentemente, afectar a gente heterosexual, pero pasaron años antes de que se considerara un problema general de salud pública. El periodista y escritor Paco Tomás recuerda aquel proceso: «Cuando Rock Hudson o Freddie Mercury lo cuentan, el discurso es el mismo. Primero, de cierto morbo, porque equivalía a salir del armario. Y después, esa idea de que es un problema de ellos«. El actor hizo público que sufría sida en 1985, pocos meses antes de morir, aunque nunca llegó a definirse como homosexual. El líder de Queen lanzó un comunicado el día antes de su muerte, el 24 de noviembre de 1991, tras años de enfermedad. «Yo creo que eso cambia cuando aparece Magic Johnson, un deportista heterosexual», lanza Tomás, cocreador de la serie documental Nosotrx somos sobre la historia LGTBI reciente, que dedica un capítulo a este tema. Johnson contó que era seropositivo, de hecho, poco antes de la muerte de Mercury. «Ahí es cuando la sociedad en general es consciente de lo que está pasando».

Pero esa memoria, aun ignorada por la mayoría, no ha muerto. «Está encarnada en los cuerpos y las vivencias de quienes lo hemos transitado en primera persona», reclama Fefa Vila.  Muchos viven ahora lo que significa que se te muera un ser querido al que no puedes ni acompañar ni despedir, pero ella recuerda el aislamiento al que se sometía en los hospitales a los enfermos de sida, los entierros solitarios. En el documental How to survive a plague (Cómo sobrevivir a una epidemia, 2012), del cineasta estadounidense David France, la médica Barbara Starrett cuenta que, en los primeros años, los cadáveres de los enfermos salían del hospital en enormes bolsas de basura negras. Al miedo al contagio se sumaba el estigma. «Estábamos condenados a la falta de rito, y eso fue hasta antes de ayer», dice Fefa Vila. «Mi amigo [el escritor, filósofo y activista] Paco Vidarte murió [en 2008] con 38 años, y su familia vino y se llevó el cuerpo y no quiso que fuésemos el entierro en Sevilla. Tuvimos que despedirnos de él a nuestra manera, al margen de todo».

La marca del virus

Así que ahí está la primera enseñanza: la enfermedad está siempre cerca de la discriminación. «Con la pandemia llega la necesidad de buscar un culpable para sentirte tú libre, alguien en quien focalizar el mal. Aquí con el coronavirus se ha hecho un alegato racista y xenófobo contra China increíble», critica Paco Tomás. Esta misma semana, Santiago Abascal, presidente de Vox, se refería al coronavirus como «el virus de Wuhan», provincia china donde se originó la epidemia, aunque hoy España cuenta con el doble de casos que el país asiático. Donald Trump sigue llamándolo «el virus de China», aunque Estados Unidos suma ya con 10 veces más. Javier Sáez, sociólogo y activista durante los noventa en La Radical Gai, otro de los grupos militantes más combativos contra el sida, recuerda también la discriminación sufrida contra la comunidad gitana, algo sobre lo que ha advertido el Consejo para la Eliminación de la Discriminación Racial o Étnica.

«Algo que nos mostró claramente la crisis del sida», dice Javier Sáez, «es que hay prioridades según las comunidades a las que afecta una enfermedad. La investigación entonces se demoró mucho porque parecía que afectaba a minorías sexuales, a personas racializadas, a drogodependientes. Ahora, por el hecho de que el coronavirus afecta a Europa, a personas blancas, se tiene más sensibilidad. Hay que estar atentos, porque cuando la enfermedad toca a otro tipo de población, esto deja de ser así, y vemos por ejemplo cómo en Estados Unidos parece que está afectando más a las personas negras, y se están tomando menos medidas». Coincide con él Fefa Vila, que recuerda cómo el activismo durante la crisis del sida fue un aprendizaje sobre la relación entre enfermedad, raza, género, orientación sexual y clase social: quiénes podían sufragarse tratamientos experimentales en el mercado negro y quiénes no, quiénes tenían una casa en propiedad y quiénes eran desahuciados, cómo los presos sufrían especialmente porque no eran convenientemente tratados, como apenas se hacían campañas de prevención para las mujeres…

Una política de los cuidados

La crisis del sida generó un activismo de la vulnerabilidad. La lucha desarrollada por colectivos como La Radical Gai y LSD en España, y otros como ACT UP en Estados Unidos o en Francia, exigía manifestaciones de presión al Gobierno, acciones para visibilizar la gravedad de la enfermedad, escraches a las farmacéuticas. Pero también eran determinantes los cuidados a los enfermos, las cajas de resistencia para pagar el alquiler de quien se había quedado sin trabajo, los recursos para parar los desahucios de los afectados —y de sus parejas, que no tenían reconocido derecho alguno sobre las propiedades comunes—, los bancos de alimentos, los gestos de cariño para paliar el desprecio con el que les trataba la sociedad. «Ahí empezamos a poner los cuidados y la vida en el centro«, dice Vila, «a plantearnos otra forma de hacer política». Una que llega hasta hoy, a esos grupos de voluntarios y vecinos que se organizan para cuidar a los enfermos de covid-19 y que, sin saberlo, tienen sus antecesores en los grupos radicales LGTBI de los noventa.

«Rompimos con la idea neoliberal de la persona autónoma, hecha a sí misma…», explica Javier Sáez. «En momentos como estos, como aquellos, te das cuenta de que sola no eres nada. El sentimiento de solidaridad de exacerbó, y se creó una conciencia política de apoyo mutuo: un cuerpo solo es vulnerable, los cuerpos en red son fuertes». Y al mismo tiempo se cuestionó la idea de vulnerabilidad. Las personas seropositivas se negaron a ser percibidas «como alguien débil, sin agencia«, cuenta, y encontraron poder y fuerza en su fragilidad. También encontraron en la rabia un utilísimo carburante de la acción política. Algunos de los principales activistas del colectivo LGTBI en esos años eran seropositivos; muchos murieron. Pero se negaron a adoptar el papel sumiso ante las autoridades médicas y políticas que se esperaba de ellos.

Porque otro de los grandes logros de aquellos años, poco reconocido, fue la politización de la enfermedad. Los grupos militantes contra el sida invadieron campos hasta entonces reservados a los expertos y reclamaron el derecho colectivo al conocimiento y a la salud. ACT UP creó grupos de documentación e investigación y presionó a los organismos públicos para que aceleraran una investigación sobre el VIH casi inexistente. En España, La Radical Gai y LSD realizaron campañas de prevención, sobre el uso del preservativo o la necesidad de esterilizar las jeringuillas entre usos, ante la inoperancia del Ministerio de Sanidad. En los panfletos repartidos por los primeros se leía un acusador: «Porque alguien tendrá que hacer la prevención». «Los que salieron adelante fue gracias al activismo militante, no gracias a las instituciones médicas ni gubernamentales«, critica Fefa Vila. De nuevo, la herencia: en Estados Unidos, grupos activistas comienzan ahora a reclamar al Gobierno que facilite tests diagnósticos del coronavirus; en España los sindicatos luchan para que se proteja la salud de los trabajadores más vulnerables.

Los efectos del terror

«Los primeros grupos de liberación LGTBI tomaron fuerza en los setenta, y en los ochenta llegó el VIH y arrasó con todo», recuerda Paco Tomás. El colectivo cambió de la noche a la mañana la esperanza por el terror. Una generación entera, particularmente entre los hombre homosexuales, creció asociando el deseo con la muerte, temiendo al «cáncer gay» que le marcaría la piel y deformaría sus rasgos, esa enfermedad que le esperaba a la vuelta de la esquina si se atrevía a vivir como quería y que muchos veían como un castigo. «Yo soy del 65», cuenta Javier Sáez, «y toda mi sexualidad sucede ya en ese marco. Llevo 40 años de vigilancia, con amigos fallecidos siempre presentes, con amigos enfermos. Quizás mucha gente hetero despierta ahora a lo que es vivir con una amenaza así. Pero toda mi vida ha estado marcada por el miedo a la enfermedad«. A la enfermedad y al estigma, que todavía no ha desaparecido. La existencia de fármacos que permiten vivir felizmente con VIH en los países desarrollados, donde el virus se mantiene fácilmente a raya, indetectable e intransmisible, apenas ha aliviado un trauma colectivo.

Los tres entrevistados asumen que el coronavirus conllevará una nueva concepción de las relaciones personales, de la cercanía física, y creen que hay mucho que aprender de esta experiencia. «El miedo es un factor que nos convierte en monstruos«, advierte Paco Tomás. «Cuando una persona tiene miedo, no tiende a convertirse en alguien asustadizo, sino en gente agresiva y peligrosa. Eso sucedió en la sociedad con el VIH, pero también sucede con el coronavirus, esos carteles en las comunidades de vecinos diciendo que no quieren que viva ahí un médico o una cajera de supermercado. Por eso hay que estar siempre muy pendientes de ese impulso, que es natural, para reprimirlo». Durante la crisis del sida, los colectivos de riesgo supieron escapar al miedo y al odio y crearon nuevas alianzas —entre drogodependientes, presos, hemofílicos, víctimas de transfusiones inseguras, lesbianas, gais, bisexuales, trans…— que duran, en algunos casos, hasta nuestros días.

Y aprendieron también algo más intangible pero igual de poderoso. Habla Fefa Vila: «Los que hemos sobrevivido tenemos la pedagogía de la resistencia, tenemos la certeza de que hay dolor, pero que el dolor se puede convertir en rabia y en alegría, y eso fue lo que también nos dio mucha energía política». Y quien crea que puede permitirse olvidar lecciones como esa, que las olvide.

Fuente:https://www.infolibre.es/noticias/cultura/2020/04/25/como_sobrevivimos_plaga_que_crisis_del_sida_nos_enseno_sobre_enfermedad_vulnerabilidad_cuidados_106183_1026.html


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