La izquierda latinoamericana y algunos dilemas de hoy.

Foto de archivo: los gobiernos progresistas.

por Iosu Perales/Alainet.org.

Hay un debate acerca de si el ciclo progresista en América Latina ha terminado. El otro debate que lo acompaña tiene que ver con las razones de la sustitución de gobiernos progresistas por gobiernos de derechas. En estos debates, una posición pone el énfasis en los errores y factores internos que han hecho caer gobiernos progresistas, en tanto que otro punto de vista hace notar que, puesto que han sido varios los gobiernos caídos en un breve espacio de tiempo, algo han tenido que ver factores externos globales que han tenido un peso influyente.

Honestamente, creo que factores internos y externos han tenido una influencia decisiva. Caer en la tentación de hacer una lectura parcial y unilateral del signo que sea, es muy cómodo por aquello de que otorga cierta seguridad intelectual y sobre todo política. Por decirlo de otra manera, claro que la globalización neoliberal con sus herramientas, FMI, Banco Mundial, OCM, y otras, juegan un papel estelar en el ahogo de políticas y gobiernos progresistas, pero fiarlo todo a este factor es olvidar nuestros propios errores y dejar a un lado una autocrítica necesaria. Del mismo modo sería injusto desconsiderar que lo externo, por ejemplo, la política de Estados Unidos, ha sido seguramente decisivo en un alto porcentaje.

En esta ocasión, me propongo reflexionar sobre aspectos frente a los que no hemos estado atentos y podíamos haber hecho algo más para evitarlos.

Introducción

En los primeros años del siglo XXI, las fuerzas políticas progresistas, gobernaban en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Cuba, Nicaragua, El Salvador, Uruguay, Argentina, y en recorrido más corto Honduras y Paraguay. Las fuerzas consideradas dominantes sufrieron derrotas electorales derivadas del agotamiento de sus promesas neoliberales que habían difundido la falsa idea de que el crecimiento traería beneficios para todos. Al contrario, la desigualdad había crecido enormemente y la respuesta en las urnas fue votar a partidos y alianzas de progreso con fuerte participación de las izquierdas.

Pero hay un detalle que debemos considerar: las fuerzas progresistas llegaron a formar gobiernos en un momento en que, según Perry Anderson, habían perdido la batalla de las ideas. Es un hecho contradictorio, pero no difícil de comprender. En ese momento, el neoliberalismo había cosechado fracasos de su modelo económico, pero en cambio la hegemonía de sus ideas y valores se habían ya diseminado en la sociedad. Y, las fuerzas progresistas, las izquierdas, en inferioridad frente al casi monopolio de los medios de comunicación conservadores, afrontaron su gobernanza creyendo que, con hacer buenas políticas para la gente, sería suficiente, para producir una nueva conciencia y apoyo a los nuevos gobiernos. Pero no.

El momento tan esperado de una correlación favorable a los cambios pienso que no fue aprovechado para hacer las transformaciones estructurales tan esperadas. Las casi dos décadas se revelaron como tiempo poco aprovechado ante la incapacidad de proponer e impulsar un modelo global latinoamericano, alternativo al neoliberalismo o postneoliberal. No hubo capacidad para proponer a las poblaciones otro rumbo. Sólo Hugo Chávez mostró una mayor clarividencia al proponer herramientas para soluciones continentales, impulsando el ALBA. Pero sus aliados se colocaron más bien en actitud de esperar beneficios del petróleo en lugar de aceptar el reto de ir a políticas atrevidas de construcción de una nueva América Latina.

UNASUR, Petrocaribe, CELAC, ALBA, MERCOSUR, instrumentos novedosos para crear una nueva América Latina, no han alcanzado para consolidar nuevos paradigmas y estrategias. Sobre todo, no se han podido lograr transformaciones estructurales, irreversibles o casi, que son la prueba de procesos exitosos.

La experiencia del ciclo progresista fue dejando espacio al regreso de las derechas, demasiado pronto. En este cambio regresivo cuatro factores tuvieron mucho que ver: la corrupción; las maniobras políticas para modificar leyes que permitieran la continuidad de gobernantes, violentado la Constitución; la paulatina separación de las fuerzas gobernantes del pueblo; los insuficientes resultados en la lucha contra la pobreza que, aun cuando han sido muy notables, tal vez no han sido bien explicadas. Frente a poderosos medios de comunicación, las voces de las izquierdas no han trasmitido bien sus logros.

La corrupción

Tal vez la variable que más golpeó a los gobiernos progresistas fue la corrupción. Es asombroso como a las izquierdas les cuesta entender por qué las poblaciones disculpan más fácilmente a las derechas que a las izquierdas corruptas. Para la gente común y corriente la derecha roba, la izquierda traiciona. El robo se perdona, la traición no. Que la derecha robe forma parte del estado natural del mundo, pero que la izquierda se meta en su bolsillo dinero público es una grave traición a las promesas que le hicieron creíble durante las campañas electorales. Es seguramente injusta esta doble vara de medir, pero al mismo tiempo explica muy bien lo que ocurre.

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Es evidente que las derechas utilizaron todos sus recursos, incluidos chantajes económicos, bloqueos, actos de insurrección en las calles, utilización de los jueces y tribunales, la mentira y el ascoso de los medios, las amenazas militares, en fin, todo cuanto estaba en sus manos para neutralizar primero y desmontar después los gobiernos progresistas. De manera que, con la ayuda decisiva de Estados Unidos que ya regresaba de Oriente Medio para ocuparse de nuevo de su patio trasero, las derechas fueron recuperando poder imprimiendo cierta velocidad a sus políticas de injerencia que incluirían golpes de Estado bajo modalidades suaves. hasta un punto en el que se habla del fin del ciclo progresista.

Pero lo que debe ocuparnos, sobre todo, es una reflexión e investigación sobre nuestros propios errores. La corrupción ha sido decisiva en la pérdida de confianza en las izquierdas. La supuesta superioridad ética de la izquierda queda sustituida por la idea de que todos los partidos son iguales. El descrédito de la política, es el descrédito de los partidos y finalmente el descrédito de los proyectos: no hay proyecto bueno. La izquierda y los gobiernos progresistas no podían fallar, pero fallaron. Los ideales, las promesas, la confianza inicial de la gente…todo quedó golpeado. Naturalmente, esta parte de izquierda es menor que aquella otra que se ha comportado éticamente, pero justamente son las malas noticias las que se destacan.

La pandemia

El coronavirus está planteando nuevos problemas a investigar, en el campo del cambio climático, de la biología y la especie humana, de los sistemas públicos de sanidad, de la desigualdad social, y está abriendo una nueva versión del debate histórico entre individualismo y comunidad. La pandemia abre dos hipótesis: un avance hacia peor, el sálvese quien pueda o un avance hacia lo colectivo, la comunidad y el todos juntos podemos como motor solidario.

También en este asunto las izquierdas debemos evitar el cometer un error en nuestra apreciación de hacia donde se decanta el debate entre seguridad y democracia. Lo digo claro: en las poblaciones en general la idea de seguridad sanitaria que es lo mismo que el deseo de preservar la vida, tiene más peso, más fuerza, que las ideas de democracia y libertad. Así de tremendo, pero así de humano. Y si la política es correlación de fuerzas, deberemos tener en cuenta esta aseveración.

Ahora bien, entre la población que vive de la economía informal seguramente hay una preferencia por la libre actividad comercial, por encima de la seguridad sanitaria. Es cuestión de sobrevivencia inmediata. Pero este hecho no revela otra cosa que un conflicto de intereses en la misma gente que es común a muchos países del mundo donde la economía informal está muy extendida hasta el 70 u 80% de la actividad laboral. Pero también entre esta misma gente que desea volver a vender en la calle pesa más la seguridad, en este caso alimentaria, que la misma democracia.

Si no se entiende algo tan básico no se puede comprender por qué poblaciones que no pueden ser sospechosas de ser antidemocráticas, prefieren una centralización del combate contra la enfermedad. Frente a la complejidad que supone la democracia, mucha gente prefiere la autoridad que asegure un plan.

Sin embargo, a las izquierdas y en general a los progresistas nos toca defender que se trata de un falso debate. Que seguridad sanitaria y democracia y libertad deben caminar juntas. Debemos comunicar bien, acertadamente, que cuando la seguridad y la democracia van de la mano el puesto de mando lo ocupan la ciencia y los científicos. En cambio, cuando un presidente o un gobierno asume un mando único de la lucha contra la pandemia, el control lo asume normalmente un político que probablemente es ignorante en pandemias.

El mando único e incontestable, no escucha. Todo lo pasa por el filtro de sus intereses de poder.

Ahora bien, con demasiada frecuencia, las izquierdas disuelven la fuerza que se necesita en la lucha contra la pandemia, en el ejercicio de las críticas a los que gobiernan y al propio presidente del país. Sin embargo, esas críticas son necesarias. Ahora bien, deben ir acompañadas de un principio y de una política: el principio es el cuidado de la vida, de todas las vidas, por encima incluso de intereses políticos partidarios; la política debe ser la de presentar propuestas, alternativas, soluciones, disposición a acuerdos de país y de Estado.

En todo caso, en el momento de la crítica las izquierdas y las fuerzas progresistas deben preguntarse siempre, en el marco de esta crisis: ¿Qué queremos que ocurra? En función de la respuesta que demos a esta pregunta habrá que desplegar una estrategia, un modo de actuar. ¿Queremos que caiga el presidente? ¿Queremos que caiga el gobierno? ¿Queremos un gobierno provisional de unidad nacional para convocar elecciones? ¿Queremos tan sólo desgastarlo? ¿Queremos un vacío de poder? En todo caso, el desafío de las izquierdas es lograr comunicar con el pueblo de tal manera que sus críticas al gobierno y en su caso al presidente, no puedan ser entendidas como poner palos en las ruedas del combate contra el virus, algo que es justamente lo que la derecha tratar de hacer, atribuir a la izquierda un afán destructor.

Nicaragua

Es otro de los dilemas seguramente mal abordado por la izquierda. Su defensa mayoritaria de Daniel Ortega y Rosario Murillo, es un grave error. Sumarse a la idea absurda de que sectores de la población pretendían dar un golpe de Estado en abril de 2018 es sencillamente un despropósito. Con ello, una parte de la izquierda se suma y contribuye a la confusión que lidera la derecha en el uso de las palabras: terrorismo, democracia, libertad, son ya manipuladas. Se les ha robado su verdadero significado. Son significantes que deben ser rellenados con nuevos enfoques y conceptos.

¿Cómo puede calificarse de golpe de Estado a un movimiento ciudadano que carecía de apoyos en el ejército, en la policía, en la judicatura? ¿Cómo llamar golpe de Estado a unas movilizaciones mayoritariamente pacíficas, cuya expresión parlamentaria era mínima, frente al 72% de diputados y diputadas sandinistas? ¿Cómo hablar de golpe de Estado cuando los manifestantes no estaban armados y cuya actividad mayor era levantar barricadas para dificultar los movimientos represivos? ¿Puede alguien dar respuesta a estas preguntas?

La represión quitó la vida a más de 400 personas. Las detenciones fueron masivas y se prolongaron fuera de la ley. Hoy, en mayo de 2020, las persecuciones continúan en el marco de una actividad policial que pretende cortar las raíces del movimiento ciudadano para que no florezca de nuevo. El poder de Ortega y Murillo es de un autoritarismo que choca violentamente con el ideario fundacional del sandinismo basado en valores libertarios y democráticos. Un autoritarismo que se desenvuelve en impunidad gracias a la autocracia imperante.

Ciertamente, desde algunas voces de la izquierda se defiende al régimen de Daniel Ortega aludiendo a que con la derecha sería peor o que la lucha contra el neoliberalismo justifica la utilización de cualquier medio, a tal punto que la crítica a lo nuestro se interpreta como un regalo al enemigo. Con frecuencia la izquierda que yo califico de conservadora ha caído en un pragmatismo funcional para defender causas indefendibles sin explorar en explicaciones sin trampas que permitan alcanzar el conocimiento objetivo de la realidad. Por esa razón, ha tolerado la supresión de la libertad en nombre de la libertad. Y ha tolerado la corrupción y despotismo de algunos sus líderes, por ejemplo, de la señora Murillo, en nombre de la necesidad urgente de mantenerse en el poder al precio que sea. Pero una moralidad socialista no se puede construir a partir del despotismo y la corrupción.

El espíritu conservador en la izquierda se manifiesta habitualmente en la incapacidad de cultivar un sentido de la crisis, una atención crítica continuada a lo que sucede en la vida real. Se prefiere obviar los hechos, enmarcarlos en todo caso en un cuadro explicativo unilateral y acrítico, con tal de salvar unas categorías ideológicas y políticas ya obsoletas. Este espíritu conservador no está preparado para depurar legados ideológicos y producir ideas e imágenes más ricas y adecuadas a nuevas situaciones. Convierte lo revolucionario en una pieza arqueológica en lugar de hacer de ello una palanca para, si hace falta, recomenzar de nuevo.

Es verdad que la idea de criticar lo propio no tiene una historia muy extensa y la del pensamiento crítico menos todavía, pero las gentes de izquierda necesitamos recorrer un camino que nos libere de camisas de fuerza en la esfera cognitiva que, nosotros mismos hemos construido, mediatizados por nuestros propios temores.

Para quienes defienden a Ortega y Murillo, hagan lo que hagan, una formulación recurrente es la siguiente: «No hay duda que el hecho de criticar a los nuestros no puede sino favorecer el proyecto imperial sobre la región». Es una formulación descorazonadora y lo que es peor, reflejo de un viejo lenguaje y de un pensamiento que ha hecho mucho daño a las izquierdas en su historia. Este espíritu inquisitorial, amenazante al decir «quién actúa fuera de lo nuestro es ya parte del enemigo», debe ser dejado atrás, en ese oscuro pasado a veces fronterizo con el dogmatismo más perverso. Al contrario, en América Latina, como en cualquier parte del mundo como por ejemplo Europa, el pensamiento crítico necesita fundarse sobre una visión realista de la sociedad sobre la que se desea actuar. Una visión que incluye el diagnóstico de lo que somos y la crítica de nuestros errores, como condición para reconstruir. Precisamente, el mejor servicio al imperialismo es vivir en la irrealidad, en la adulteración de la realidad, en el ocultamiento de nuestros errores en la negativa a una autocrítica, en creer de forma errática que defender a Daniel Ortega es defender lo nuestro, nuestro proyecto libertario.

Descolonización de la izquierda

La idea de que la izquierda latinoamericana ha sido ideológicamente colonizada por un marxismo de otras latitudes, me parece que es una de las claves de su debilidad para utilizar el marxismo como instrumento para conocer e interpretar datos y hechos de la realidad. Hace ya tiempo que doy vueltas a este tema. Creo que este dilema ya antiguo resurge de nuevo en las izquierdas. Y no me refiero solamente a los partidos comunistas, sino que también a sus opositores trotskistas, maoístas, y a los grupos de la familia marxista-leninista. Quien sabe mucho de todo esto es Boaventura de Sousa Santos.

Estas izquierdas no beben de las fuentes de lo complejo y de una realidad difícil de capturar, sino que prefieren hacerlo bajo un paraguas que le ofrece un mundo seguro. Lo que significa invariablemente que su interpretación de acontecimientos críticos está sujeta a marcos preconcebidos que pretenden explicarlo todo de un modo más o menos simple y categórico. Esta es justamente la palabra clave: TODO. Y es que cualquiera que sea lo que se analiza hay una repuesta esperando, incluso antes de que los hechos se produzcan. Todo tiene una explicación, un hilo conductor que lleva a las mismas causas y similares escenarios

Cuando desde las izquierdas se vuelve a leer a Lenin para ver cómo resolver problemas de nuestro tiempo, del siglo XXII, algo sigue fallando.

El imperialismo norteamericano es el gran enemigo de los pueblos. No descansa por y para someterlos.

Sin embargo, su existencia no siempre explica todo acontecimiento u hecho contrario a la izquierda. Creo que tantos años de subordinación al marxismo oficial de la URSS hicieron de los partidos comunistas oficiales agentes burocráticos de realidades sociales y políticas que exigían una posición más mariateguista, es decir más independiente en la esfera ideológica y política y más valiente en la interpretación de la realidad.

Pero del mismo modo que Mariátegui fue poco o nada considerado por el marxismo oficial porque pensaba por su cuenta y no era obediente a la Internacional Comunista, los partidos comunistas oficiales ni siquiera se molestaron en verificar si sus posiciones eran las correctas; estaba mal visto dudar y no digamos ya disentir.

A menudo la izquierda olvida el valor decisivo de lo que Mariátegui pudo llamar la fuerza espiritual –no confundir con religión-, la fuerza del mito. Lograr que la razón y el mundo sentimental, que es el de los anhelos por los que uno se juega hasta la vida, abracen el proyecto de una sociedad post capitalista, requiere de un factor que es decisivo: que ese proyecto transformador enamore.

Para ser atractivo y que enamore el socialismo debe ser una creación popular, heroica. Pero no parte de la nada o de la improvisación: es conveniente que parta de dos tradiciones: del socialismo que ha sido cultura y proyecto de vida de millones de latinoamericanos; y de la cultura y cosmovisión –forma de ver el mundo- de los pueblos autóctonos de nuestra América. De esta simbiosis debe surgir un socialismo propio, latinoamericano.

Precisamente mientras José Carlos Mariátegui siendo crítico estudiaba el marxismo para recrear una interpretación que rescatara el papel histórico de los pueblos indígenas, los comunistas obedientes a Moscú asumieron el marxismo sin apenas conocerlo. Se decían marxistas a modo de identidad, como quien lleva un PIN en la solapa, pero leer y pensar el marxismo, más bien poquito.

Lo peor es que en bastantes partidos algunos funcionarios del comité central bastante limitados ejercían de tenaza a la hora de controlar el rumbo partidario y la vida de las y los militantes.

Así que, una de las cosas más urgentes que tiene la izquierda latinoamericana ante sí, ya en el siglo XXI, es su propia descolonización. Sólo así podrá alcanzar a tener un proyecto anclado en la realidad con sus datos y, en consecuencia, podrá aspirar a su propia idea de socialismo en un continente multicultural.

Refundarse y el Foro De Sao Paulo

En la década de los ochenta yo tenía esperanza en la izquierda de América Latina. En Europa, la deriva hacia la socialdemocracia en versión moderada había hecho de las izquierdas agentes gestores del neoliberalismo y poco cabía esperar de la Internacional Socialista y aún de los partidos comunistas, bastantes de los cuales seguían teniendo como referencia a la Unión Soviética, algo que auguraba su derrota en todas las citas electorales.

Sin embargo, en América Latina las izquierdas se mostraban vivas, con iniciativa política y posibilidades reales de llegar a formar gobiernos. Ello hizo que por toda Europa se multiplicaran movimientos de solidaridad con las guerrillas, con el sandinismo y en general con los movimientos políticos muy activos en todo el subcontinente. De este modo el faro de los procesos sociales y políticos de cambio se trasladó a América Latina.

Es un hecho que los primeros gobiernos progresistas y de izquierda, en Nicaragua, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Brasil, Uruguay, Argentina, República Dominicana, y un poco más tarde en El Salvador nos dieron un plus de fuerza anímica y fortalecieron nuestras convicciones. Destilábamos cierto optimismo y mucha alegría. Dos terceras partes de las y los latinoamericanos estaban gobernados por las izquierdas.

Este nuevo escenario dio un respiro a Cuba que encontró rápidamente aliados e incluso apoyos materiales como es el caso del petróleo. Cuba encontró, por fin, una nueva correlación de fuerzas, sacudiéndose en parte de la enorme presión del imperialismo.

Sabíamos, en todo caso, que las elites económicas y conservadoras no quedarían quietas y emprenderían una movilización contrarrevolucionaria sostenible, con el apoyo incluso de jueces. Aún y así, el momento de auge de nuestros gobiernos de izquierda y progresistas encontró un “apoyo” inesperado como es el hecho de que EEUU volcado en guerras lejanas en Medio Oriente y en el centro de Asia, suavizara su control sobre América Latina.

En ese mejor ambiente geopolítico Barak Obama dio algunos pasos favorables a la normalización de relaciones con Cuba. La entrada de Trump en la Casa Blanca supuso una regresión que seguramente todavía no ha tocado techo.

Lo cierto es que, con Trump, al menos coincidiendo en el tiempo, el ciclo de victorias da las izquierdas en América Latina pareciera encontrarse en declive. Las fuerzas de izquierda gobernantes fueron progresivamente desalojadas del poder, bien por golpes de Estado como en Honduras y Paraguay, bien por la acción conjugada de jueces y parlamentos en Brasil, bien por la vía electoral.

Ahora bien, estos ataques sostenidos de la derecha eran previsibles y debieran haber estado en los cálculos de las izquierdas cuando accedieron a formar gobiernos. Nadie podía pensar que fuera fácil deshacerse del neoliberalismo y sus conspiraciones políticas.

¿Por qué el declive de las izquierdas? Ya he señalado hasta cuatro factores. Me fijo ahora en la ausencia de un modelo económico postneoliberal. Ya en los gobiernos, la izquierda en Venezuela, Bolivia y Ecuador procedieron a algunas nacionalizaciones, pero fueron actos necesarios, democráticos, desvinculados de una estrategia mayor, integral, continental. Pero, los gobiernos progresistas ¿tenían realmente un modelo? La prueba del nueve de las izquierdas era lograr cambios estructurales sólidos en la base económica y productiva, sin embargo, una vez en los gobiernos desarrollaron políticas asistencialistas fácilmente reversibles.

Jugaron al juego de gestionar el neoliberalismo en lugar de impulsar un proyecto propio que debería haberse anclado en los territorios y sus actores sociales. Es verdad que en Brasil y en Argentina, por ejemplo, se redujo la pobreza de manera notable.

Me pregunto algo tal vez inquietante: ¿los gobiernos de izquierda han sido gobiernos de los mejores? ¿O han sido gobiernos de fieles al partido o puede que fruto de equilibrios internos? Sinceramente creo que las izquierdas en América Latina son celosas y se hacen acompañar poco de personas que realmente son expertas. Nuestras políticas económicas en tiempos de neoliberalismo, necesitan de personas muy capaces de diseñar alternativas y superar dificultades.

Muchas veces estas personas se encuentran fuera de la disciplina partidaria. ¿Por qué no reconocer que en nuestras filas no siempre tenemos a las personas expertas y técnicas adecuadas?

También es importante señalar que gobiernos progresistas no han tratado correctamente a movimientos y organizaciones sociales. En ocasiones por una tendencia a la concentración del poder que no aconsejaba el empoderamiento de la ciudadanía; a veces por temor a que las críticas desde la sociedad organizada pusieran a los gobiernos ante sus propias fallas y limitaciones.

Fagocitar los liderazgos y trasladarlos de la calle a las alfombras ha sido un modo de vaciar o debilitar a las organizaciones sociales. En lugar de eso se debería haber alentado a la organización de la sociedad.

Otra debilidad de nuestros gobiernos ha sido la comunicación. No lo hemos sabido hacer. No hemos sido capaces de transmitir avances logrados y buenas decisiones ejecutadas. No hemos politizado a la población, no la hemos ayudado lo suficiente como para empoderarse. Hemos utilizado a grandes contingentes sociales como munición para apoyar a un determinado Gobierno, pero no los hemos hecho críticos y dueños de su destino.

Es cierto por lo demás que nuestros gobiernos no tuvieron mucho tiempo para consolidarse y, sobre todo, sentar las bases de un cambio irreversible de país. ¿Hicieron cuanto pudieron? ¿Supieron las izquierdas hacer una lectura objetiva de lo que estaba pasando o más bien creció un entusiasmo infundado? ¿Respondió el Foro de Sao Paulo a las expectativas populares o se metió en una burbuja auto afirmativa escasamente pegada a la realidad?

En las respuestas creo que hay más noes que síes. La declaración del Foro de Sao Paulo 2019 es de consumo interno. Cambiando detalles, nombres y fechas, es similar a cualquier otra declaración del mismo Foro. Está más que bien denunciar al imperialismo y al neoliberalismo; está bien ratificar el apoyo a luchas y movimientos sociales. ¿Pero, dónde está una reflexión profunda de por qué el fin del ciclo progresista? ¿Dónde un balance de nuestros aciertos y errores? Los pronunciamientos para consumo interno ¿de qué sirven? Creo que sirven para la autosatisfacción, poco más. Llevamos décadas anunciando la gran crisis del capitalismo, ¿no será mejor dedicar las energías a construir procesos que realmente lo puedan tumbar?

No me gustan los pronunciamientos políticamente correctos que no se traducen en hechos. Así por ejemplo la última Declaración del Foro de Sao Paulo afirma: “Continuemos construyendo la más amplia unidad antiimperialista y anti-neoliberal, con respeto a la diversidad de los partidos y fuerzas políticas de izquierda y progresistas, de los movimientos sociales y populares que los unen, y los gobiernos de izquierda y progresistas para derrotar la ofensiva imperialista y la profundización y/o restauración del neoliberalismo”.

Pero ¿dónde están las movilizaciones continentales prometidas contra los golpes de Estado; contra las destituciones amañadas de presidentes, por ejemplo, en Bolivia y en Brasil? ¿Dónde las movilizaciones frente a las nuevas políticas neoliberales que concentran el poder del dinero y debilitan nuestras sociedades? ¿Dónde están? Y, sobre todo, ¿cuál es la alternativa económica global para América Latina?

La última edición del Foro de Sao Paulo cometió además un error: dar su apoyo incondicional a un gobierno que no tiene el menor parecido con la izquierda, menos aún tras el inventado golpe de Estado de 2018 que sirvió de excusa para reprimir al pueblo de manera brutal.

Lo cierto es que la crisis pandémica nos anuncia que el mundo no será como antes. La izquierda, las izquierdas, deberán reinventarse. Nada está predeterminado sobre el mundo que pronto viviremos. Asoman peligros autoritarios, pero se abren ventanas de oportunidad para que las grandes mayorías apoyen las políticas públicas y crezca un sentido de comunidad.

Pero, sea como fuere, el mundo que se abre no puede ser abordado adecuadamente con modelos del siglo XX. Incluyo en ello a los partidos políticos. Ahora mismo en muchas partes del mundo el socialismo, como relato convencional, no es el motor opositor al capitalismo, al neoliberalismo. Curiosamente el motor de oposición es el cuidado de la vida, de todas las vidas, seres humanos, animales, plantas…del planeta.

Vistas las orejas al lobo este espíritu de sobrevivencia frente a una modalidad del capitalismo que es el neoliberalismo salvaje, un espíritu que es transversal, puede abrir nuevos caminos, incluso conceptuales, de lucha por la libertad y la justicia social. La reinvención habrá de llegar a definir mejor que sociedad queremos, que mundo habitable queremos, y ahí el socialismo entendido como comunidad de bienes puede sembrar su semilla.

Todo lo dicho me lleva a la convicción de que las izquierdas latinoamericanas necesitan descolonizarse. Pensar por sí mismas y reaprender a leer la realidad. Asimismo, el Foro de Sao Paulo debiera sustituir un acto formal, ritual, por una dinámica real, sostenible en todo tiempo, que nos permita definir nuevos paradigmas y coordinar nuevas acciones.

10/07/2020.

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/207793

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