Doble filo del bloqueo II (*).
En el segundo mandato de Barack Obama (2009–2013‑2017) se produjo lo que una parte de los analistas pronosticaba como el probable escenario de un proceso de normalización de las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba, tras la interrupción y reversión del previamente desarrollado en los gobiernos de Gerald Ford y James Carter, mientras otra parte lo consideraba imposible o improbable. Con otras palabras, unos creían y otros descreían el escenario de un presidente que, al no tener que cuidarse de los avatares de una nueva campaña electoral, realizara esa modificación de la política hacia Cuba.
Cuando Obama toma posesión por segunda vez de la Presidencia de los Estados Unidos y comienza el nuevo proceso de normalización de las relaciones bilaterales con Cuba, las relaciones entre el Gobierno Revolucionario cubano y los gobiernos del resto de América Latina y el Caribe habían transitado por cinco momentos que se corresponden con sus cinco décadas de existencia: el aislamiento total en la década de 1960; el restablecimiento de relaciones en la década de 1970; el enfrentamiento común a la política de fuerza de Ronald Reagan en la década de 1980; la renovada tendencia a aislar y bloquear a Cuba a raíz de la desaparición de la URSS en la década de 1990; y, el establecimiento de lazos solidarios mutuamente ventajosos con los gobiernos de izquierda y progresistas en la década de 2000.
Aunque durante la presidencia de Reagan los Estados Unidos recrudecen la política de aislamiento político y bloqueo económico contra Cuba, ello no provoca un distanciamiento entre la Isla y los demás gobiernos de América Latina y el Caribe, porque el renovado apoyo estadounidense a las dictaduras militares, sus amenazas de intervención directa en el llamado conflicto centroamericano, su apoyo a Gran Bretaña en la Guerra de las Malvinas (1982), la política draconiana asumida ante la crisis de la Deuda Externa (1982) y la invasión a Granada (1983), generan una intensificación sin precedentes de las contradicciones entre los Estados Unidos y el resto del continente. En ese contexto, el Grupo de Río, creado en 1986, exigía el levantamiento de las sanciones contra Cuba impuestas por la OEA en 1962, y su reingreso a esa organización. Algunas voces incluso clamaban por un nuevo organismo regional, con Cuba y sin los Estados Unidos.
El cambio en la configuración estratégica del mundo provocado por el derrumbe de la URSS, la imagen «omnipotente» que los Estados Unidos proyectaban, la falsa percepción de que la Revolución cubana «tenía los días contados», y la llegada de la «primera camada» de presidentes neoliberales, provocan un cambio de actitud de los gobiernos latinoamericanos hacia a Cuba, no así de los caribeños que mantienen su oposición al aislamiento y el bloqueo. El Grupo de Río, al que aún no se había incorporado el Caribe, da un giro de 180 grados al emitir una declaración crítica sobre la «democracia» y los «derechos humanos» en Cuba, reiterada en varias ocasiones y, además, hecha extensiva a las reuniones entre Unión Europea — América Latina. ¡Fue «ese» Grupo de Río el que formalmente invitó a Europa a sumarse a la política anticubana! Pero eso cambió.
La fundación de la UNASUR, el 28 de mayo de 2008, el ingreso de Cuba a un totalmente renovado Grupo de Río, el 14 de noviembre de 2008 — por iniciativa expresa y reiterada de sus más influyentes miembros — , la revocación, el 3 junio de 2009, de las sanciones adoptadas por la OEA contra Cuba en 1962 — no obstante la decisión de Cuba de nunca regresar a esa organización — , y la transformación del Grupo de Río en Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), el 23 de febrero de 2012, mecanismo de concertación política, cooperación y colaboración de toda América Latina y el Caribe, incluida Cuba como miembro fundador y sin presencia de los Estados Unidos, muestran el cambio que se había producido en el subcontinente antes que la administración de Barack Obama iniciara el segundo proceso de normalización de relaciones con Cuba. Además de todo lo anterior, ocho días después del 20 de enero de 2013, fecha en que Obama tomó posesión por segunda vez de la Presidencia de los Estados Unidos, el 28 de aquel mismo mes y año, el general de Ejército Raúl Castro Ruz, presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de Cuba, asumía como presidente pro tempore de la CELAC.
Si superponemos la trayectoria del proceso de desestabilización, derrocamiento o derrota de gobiernos de izquierda y progresistas en América Latina, con la trayectoria del segundo proceso de normalización de relaciones entre los Estados Unidos y Cuba, se observa que fueron procesos paralelos e interrelacionados: al mismo tiempo que la administración Obama desplazaba del gobierno a las fuerzas políticas que mantenían lazos solidarios mutuamente ventajosos con Cuba, lazos que contribuían a su desarrollo económico independiente, a Cuba le «enseñaba» la «zanahoria» de un levantamiento condicionado del bloqueo, como opción para un desarrollo económico dependiente, concebido en función de un «cambio de régimen».
A la izquierda y el progresismo latinoamericano se les expulsaba del gobierno, se les desarticulaba y se les destruía mediante la guerra mediática, la guerra jurídica, la guerra parlamentaria y «otras guerras»; y a la Revolución cubana se le intentaba debilitar, erosionar, resquebrajar y destruir mediante el «soft power» o «smart power». Eran procesos paralelos con el mismo objetivo: lograr que — ¡Ahora sí! ¡Esta vez sí! — los Estados Unidos recibieran los beneficios plenos de su dominación continental, objetivo frustrado a finales de la década de 1950 por el triunfo de la Revolución cubana, y de nuevo frustrado a finales de la década de 1990 por la acumulación de fuerzas de la izquierda y el progresismo.
Barack Obama no fue el iniciador de la desestabilización de espectro completo contra los gobiernos, proyectos y procesos latinoamericanos de izquierda y progresistas. Dado que el primer gobierno latinoamericano de izquierda electo en la etapa abierta a finales de la década de 1990 fue el de Hugo Chávez — quien tomó posesión el 2 de febrero de 1999 — , el iniciador de esta estrategia fue el presidente William Clinton y, en el caso venezolano, empezó a causar estragos notables en el primer mandato de George H. Bush. Recuérdese el golpe de Estado contra Chávez del 11 de abril de 2002, el paro petrolero de diciembre de 2002 a febrero de 2003 y el referendo revocatorio el 15 de agosto de 2004.
Lo que le correspondió a Obama fue darle continuidad a la desestabilización de espectro completo en el momento en que había madurado lo suficiente para expulsar a la izquierda y el progresismo de los gobiernos: en 2009‑2012 son derrocados los gobiernos de Honduras y Paraguay; en 2013‑2014 cae al mínimo el margen de votos con que la izquierda mantiene el gobierno en Venezuela y El Salvador; y en 2015‑2016 se producen la derrota electoral del partido de gobierno en Argentina, el golpe de Estado parlamentario en Brasil y la intensificación extrema del asedio contra Venezuela. Puede decirse que los desplazamientos de fuerzas de izquierda y progresistas del gobierno en el mandato de Trump (2017‑2021), a saber, uno por traición — en Ecuador — , uno por golpe de Estado — en Bolivia — y dos por derrotas electorales — en El Salvador y Uruguay — , fueron una «cosecha tardía» de la siembra iniciada en 1999 por Clinton, que Obama recién había «regado», «fertilizado» y empezado a «recolectar» en «abundancia».
Tanto en las memorias del vice asesor de Seguridad Nacional de los Estados Unidos que le propuso al mandatario emprender las negociaciones con Cuba y que tuvo a su cargo la parte secreta inicial de las conversaciones, Ben Rhodes, como en el discurso pronunciado por el propio presidente en el Gran Teatro de La Habana el último día de su visita oficial a Cuba, realizada del 20 al 22 de marzo de 2016, queda demostrado que el propósito de la normalización de relaciones con Cuba reiniciada por él era el «cambio de régimen».
Ben Rhodes dice:
En gran medida, fui espectador de los problemas de Cuba en el primer mandato, pero el status quo me había frustrado. Cada vez que viajamos a América Latina, nuestras reuniones estuvieron dominadas por quejas sobre nuestra política hacia Cuba. No había pruebas de que nuestro enfoque de línea dura estuviera haciendo algo para promover los derechos humanos. El mismo Obama dijo repetidamente que estaba descontento con nuestra política hacia Cuba y quería cambiarla. Los intereses, el sentido común y la honestidad de Estados Unidos sugerían que esto era algo que deberíamos cambiar. En el primer discurso inaugural de Obama, él había dicho: «A aquellos que se aferran al poder mediante la corrupción y el engaño y el silenciamiento de la disidencia, sepan que están en el lado equivocado de la historia, pero que les tenderemos la mano si están dispuestos a aflojar el puño». Quería probar si podíamos establecer esa conexión con Cuba.[2]
Rhodes añade a lo anterior:
Durante décadas, el gobierno cubano había construido su legitimidad en parte sobre la base de la oposición a Estados Unidos; era un principio rector de la política exterior de Cuba y una justificación para tomar medidas enérgicas contra la disidencia en el país. La mejora de las relaciones con Estados Unidos socavaría esa narrativa. Los defensores de un acercamiento no fueron sutiles al argumentar que más viajes, más comercio y más conexiones entre Estados Unidos y Cuba ayudarían al pueblo cubano, al mismo tiempo que catalizarían reformas en la Isla. También mejorarían drásticamente la posición de Estados Unidos en América Latina.[3]
En su discurso del 22 de marzo de 2016, el presidente Obama dijo:
[…] no podemos y no debemos pasar por alto las diferencias muy reales que existen entre nosotros, sobre cómo organizamos nuestros gobiernos, nuestras economías y nuestras sociedades. Cuba tiene un sistema de un solo partido; Estados Unidos es una democracia de múltiples partidos. Cuba tiene un modelo económico socialista; Estados Unidos es un mercado libre. Cuba ha reforzado el papel y los derechos del estado; Estados Unidos está fundado sobre los derechos individuales.
[…]
[…] lo que estaba haciendo Estados Unidos no funcionaba. Debemos tener el valor de reconocer esa verdad. Una política de aislamiento diseñada para la Guerra Fría no tenía mucho sentido en el siglo XXI. El embargo solo hacía daño al pueblo cubano en lugar de ayudarlo. […]
Eso me lleva a la razón más grande e importante de estos cambios: creo en el pueblo cubano. Creo en el pueblo cubano. Esto no es solo una política de normalizar relaciones con el gobierno cubano; los Estados Unidos de América está normalizando relaciones con el pueblo cubano.
Y hoy quiero compartir con ustedes mi visión de cómo puede ser nuestro futuro. Y quiero que el pueblo cubano, sobre todo la gente joven, entienda por qué creo que deben mirar al futuro con esperanza; no la falsa promesa que insiste en que las cosas están mejor de lo que realmente están ni el optimismo ciego que dice que todos sus problemas desaparecerán mañana. Esperanza que tiene una base en el futuro que ustedes pueden elegir; que ustedes pueden moldear; que ustedes pueden construir para su país.
[…]
Yo creo que los ciudadanos deberían ser libres de expresar sus ideas sin miedo, de organizarse, y de criticar a su gobierno y protestar pacíficamente, y que el estado de derecho no debería incluir detenciones aleatorias de las personas que hacen uso de esos derechos. Yo creo que cada persona debería tener la libertad de practicar su fe de forma pacífica y pública. Y, sí, yo creo que los votantes deberían de elegir sus gobiernos en elecciones libres y democráticas.
En el artículo «Las claves del 17 de diciembre», publicado en el diario Granma con motivo del segundo aniversario del acuerdo de restablecer las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y Cuba, Sergio Alejandro Gómez puntualiza objetivos antagónicos perseguidos por una y otra parte en el proceso de normalización de relaciones, al decir que la administración de Barack Obama «fue clara en que cambiaban los métodos pero no los objetivos — históricamente relacionados con un cambio de régimen en Cuba» — ,[4] un hecho que es de pleno conocimiento, y que ha sido reiterada y apropiadamente respondido por el Gobierno Revolucionario de Cuba y su Ministerio de Relaciones Exteriores, depositario del legado histórico del Canciller de la Dignidad, Raúl Roa García.
Diametralmente opuesta a las premisas y los objetivos de la normalización de relaciones expuestas por Obama y Rhodes, es la posición oficial de la Revolución cubana. A continuación, cito fragmentos de la declaración publicada en Granma el 8 de marzo de 2016:
[Esta visita es] parte del complejo proceso hacia la normalización de los vínculos bilaterales, que apenas se inicia y que ha avanzado sobre el único terreno posible y justo: el respeto, la igualdad, la reciprocidad y el reconocimiento de la legitimidad de nuestro gobierno.
[…]
El actual proceso con los Estados Unidos ha sido posible también gracias a la inquebrantable solidaridad internacional, en particular, de los gobiernos y pueblos latinoamericanos y caribeños, que colocaron a los Estados Unidos en una situación de aislamiento insostenible. […]
[…]
[…] para llegar a la normalización queda un largo y complejo camino por recorrer, que requerirá de la solución de asuntos claves que se han acumulado por más de cinco décadas y que profundizaron el carácter confrontacional de los vínculos entre los dos países. Tales problemas no se resolverán de la noche a la mañana, ni con una visita presidencial.
[…]
Cuba se ha involucrado en la construcción de una nueva relación con los Estados Unidos en pleno ejercicio de su soberanía y comprometida con sus ideales de justicia social y solidaridad. Nadie puede pretender que para ello, tengamos que renunciar a uno solo de nuestros principios, ceder un ápice en su defensa, ni abandonar lo proclamado en la Constitución: «Las relaciones económicas, diplomáticas con cualquier otro Estado no podrán jamás ser negociadas bajo agresión, amenaza o coerción de una potencia extranjera».
No se puede albergar tampoco la menor duda respecto al apego irrestricto de Cuba a sus ideales revolucionarios y antiimperialistas y a su política exterior comprometida con las causas justas del mundo, la defensa de la autodeterminación de los pueblos y el tradicional apoyo a nuestros países hermanos.
[…]
Como señalara el general de Ejército Raúl Castro, «no renunciaremos a nuestros ideales de independencia y justicia social, ni claudicaremos en uno solo de nuestros principios, ni cederemos un milímetro en la defensa de la soberanía nacional. No nos dejaremos presionar en nuestros asuntos internos. Nos hemos ganado este derecho soberano con grandes sacrificios y al precio de los mayores riesgos».
[…]
Las profundas diferencias de concepciones entre Cuba y los Estados Unidos sobre los modelos políticos, la democracia, el ejercicio de los derechos humanos, la justicia social, las relaciones internacionales, la paz y la estabilidad mundial, entre otros, persistirán.
Además de la abismal diferencia en torno a premisas y objetivos de la normalización de relaciones existente entre las partes, Cuba tiene que vencer: 1) a una gigantesca y enrevesada madeja de sanciones entretejida durante más de seis décadas — que el equipo negociador enviado por la administración Obama ni conocía ni lograba entender, y que la contraparte cubana tuvo que explicarle — ; 2) a las presiones y sabotajes de las fuerzas reaccionarias aferradas al carril de la destrucción violenta de la Revolución; y, 3) a la estrategia de los propios promotores de la normalización, interesados en utilizar el desmontaje, pieza por pieza, del bloqueo como fichas de negociación (bargaining chips) con la pretensión de pedir «concesiones». Sobre esto, el artículo de Sergio Alejandro dice:
A pesar de que las disposiciones de Obama van en un camino positivo, resultan insuficientes. Junto a la permanencia del bloqueo, el carácter limitado de las medidas ha impedido alcanzar resultados más significativos.
Todavía se mantiene la prohibición de las inversiones de Estados Unidos en Cuba, excepto en el ámbito de las telecomunicaciones, que se abrieron en el 2015.
El sector estatal cubano, donde está empleada más del 75 por ciento de la fuerza laboral, sigue privado de vender sus productos en un mercado ubicado a solo 90 millas, con la única excepción de los productos farmacéuticos y de la biotecnología, en beneficio sin dudas de los propios ciudadanos estadounidenses. Asimismo, son muy restringidas las importaciones de bienes producidos en Estados Unidos que la empresa estatal puede hacer.
A pesar de que las autoridades norteamericanas aprobaron hace varios meses el uso del dólar por parte de Cuba en sus transacciones internacionales, aún no se han podido hacer depósitos en efectivo o pagos a terceros en esa moneda, debido a los temores de la banca internacional, que tiene bien presente las 49 multas aplicadas durante el gobierno de Obama a entidades estadounidenses y extranjeras por un valor que supera los 14.000 millones de dólares. Esa cifra no tiene precedentes en la historia de la aplicación del bloqueo y provoca temor para relacionarse de forma legítima con la Isla.
Desde un inicio quedó claro que el camino de la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos sería largo y complejo. Muestra de ello es que aún no se avanza en aspectos esenciales como la devolución del territorio ilegalmente ocupado por la Base Naval en Guantánamo, el fin de los programas de cambio de régimen o las transmisiones ilegales de radio y televisión. Los dos últimos han seguido recibiendo financiamientos millonarios del Congreso, a solicitud del gobierno, mientras que hay planes en el órgano legislativo para prohibir por ley la devolución a Cuba de la porción de su territorio que se mantiene ocupado por la Base de Estados Unidos en Guantánamo.
Donald Trump fue en esta ocasión quien revirtió la normalización de relaciones y agudizó a extremos sin precedentes la política de hostilidad, aislamiento y bloqueo. Con otras palabras, fue quien descartó el «soft power» o «smart power» y restableció el «hard power» en la política hacia Cuba — y hacia el mundo en general — .
De los dos procesos de normalización de relaciones que se han desarrollado se derivan cinco conclusiones preliminares:
1. Ambos procesos comenzaron en momentos en que el mapa político de América Latina y el Caribe estaba poblado de gobiernos de izquierda y progresistas, que exigían a los Estados Unidos el cese del aislamiento político y el bloqueo económico contra Cuba, y ambos se revirtieron cuando la correlación regional de fuerzas cambió en detrimento de los pueblos y a favor de las oligarquías.
2. Aunque en la letra de los acuerdos la parte estadounidense no pueda evitar la inclusión de referencias a los principios del Derecho Internacional, sus objetivos están determinados por la triada: Revolución cubana como obstáculo a su ambición anexionista histórica; desafío geopolítico en su «traspatio natural»; y tema de política interna manipulado mediante organizaciones contrarrevolucionarias.
3. Entre los objetivos de los Estados Unidos resaltan: a corto plazo, la neutralización total de la política exterior independiente y soberana de Cuba y, a mediano plazo, el «cambio de régimen» mediante el resquebrajamiento del poder revolucionario.
4. La satisfacción de las legítimas reivindicaciones de Cuba es entorpecida y postergada por presiones y sabotajes de los sectores de «línea dura», y por los propios negociadores que las usan como fichas para pedir «concesiones».
5. Los avances logrados en estos procesos son reversibles.
El pueblo cubano sabe bien cuánto y cómo ha luchado, lucha y seguirá luchando contra el bloqueo hasta su derrota definitiva. Una excelente síntesis de lo hecho durante 2020 en este terreno nos brindó el ministro de Relaciones Exteriores, Bruno Rodríguez Parrilla, el sábado 27 de marzo de 2021, y una clara y certera directriz de cara al presente y el futuro nos dio ese día el presidente Miguel Díaz Canel Bermúdez.
La lucha contra el bloqueo y por el levantamiento del bloqueo es una lucha histórica de nuestro pueblo, partido y gobierno. Si el bloqueo de los Estados Unidos es el impedimento más dañino de todos los factores que afectan el desarrollo económico de Cuba, es obvio que nuestro pueblo, partido y gobierno tienen que seguir luchando con todas sus fuerzas por su levantamiento completo y definitivo, como ya lo han venido haciendo durante más de seis décadas. Esto implica informar, denunciar, sensibilizar, buscar apoyos y concertar posiciones, dentro y fuera de los Estados Unidos, incluso dentro de los círculos económicos y políticos de esa nación. También implica estar dispuestos a negociar con los gobiernos estadounidenses que estén dispuestos a negociar con el gobierno de Cuba, como con los de Ford, Carter y Obama, y esperemos que ocurra pronto con el de Biden.
En una negociación hay que dar para recibir. Digamos que una negociación exitosa es aquella en la que cada parte da el máximo de lo que está dispuesta a dar, a cambio de recibir el mínimo sin el cual no accedería a establecer un acuerdo, y ese punto de convergencia depende de un conjunto de variables entre las que resalta la correlación de fuerzas entre las partes. Todo esto es válido para las negociaciones entre Cuba y los Estados Unidos. Todo esto forma parte de la lucha contra el bloqueo. En toda negociación bilateral con los Estados Unidos, la parte cubana debe exigir, sin transigir, que sus resultados se apeguen a los principios del Derecho Internacional. Esto es una cosa. Creer que la parte estadounidense lo va a cumplir eternamente y al pie de la letra es otra muy distinta.
Por eso hay que establecer la diferencia entre nuestra lucha por la normalización de relaciones y el levantamiento del bloqueo, por una parte, y nuestras expectativas sobre lo que se puede esperar y lo que no se debe esperar de las relaciones normalizadas y del bloqueo levantado. Hay que seguir luchando contra el bloqueo y, al mismo tiempo, trazar una estrategia para aprovechar las posibilidades que ofrecerá y enfrentar los retos que presentará su eventual levantamiento. Alguien pudiera pensar que el cese del bloqueo aportará un beneficio compensatorio, automático y equivalente, al daño causado por él. Ese no será el caso.
Para Cuba, el levantamiento del bloqueo, como clímax de la normalización negociada de relaciones bilaterales con los Estados Unidos, constituirá un triple éxito: 1) el final de la forma más continuada de agresión que ha sufrido durante más de seis décadas; 2) el restablecimiento del acceso — en condiciones no excepcionalmente restrictivas, discriminatorias y punitivas — al mercado más grande del mundo, ubicado a solo 90 millas de sus costas; 3) el cese de las medidas extraterritoriales que dificultan en extremo sus relaciones económicas y comerciales con terceros países.
El mercado estadounidense fue el principal mercado de Cuba después de la independencia de España. Ojalá se llegue a establecer con él una relación mutuamente ventajosa, pero sin que «ese país asuma la casi totalidad del comercio de exportación e importación cubano», ni elimine «prácticamente la relación comercial con los demás países», como ocurría antes de la Revolución, de acuerdo a la precisa definición del prestigioso jurista Miguel D’Estéfano.[5] Ni en las condiciones más favorables que alguien pudiera soñar, los Estados Unidos podrían ser el «puntal externo» de la economía cubana, como en una etapa lo fue la URSS y en otra Venezuela. Por el contrario, mientras más intensas y fructíferas sean las relaciones económicas con los Estados Unidos, más se necesitará establecer, al menos, dos grandes pilares de equilibrio: la diversificación de las relaciones económicas internacionales; y el fortalecimiento de la economía interna sobre bases propias.
Con respecto al proceso de normalización de relaciones con el gobierno de Obama, Elier Ramírez Cañedo escribió en mayo de 2016:
Cuba ha aceptado el desafío que representa el «nuevo enfoque» de la política de los Estados Unidos tratando de aprovechar con inteligencia las nuevas oportunidades que también se abren para una mejor relación entre ambos países y pueblos, así como para la economía cubana. Aunque muchos no lo ven de esa manera, la actitud de Cuba no deja de ser además de osada, una prueba de la confianza que existe sobre sus fortalezas internas, pues realmente son pocos los que abren las puertas de su casa al vecino — sobre todo a uno tan poderoso — , sabiendo que éste a la larga pretende incendiarla.[6]
Si el objetivo de los Estados Unidos al normalizar las relaciones con Cuba es destruir a la Revolución, y el objetivo de la Revolución es fortalecerse, resulta obvio que:
1. El proceso de normalización es un campo de batalla al que cada parte entra con la convicción de que será ella quien cumpla su objetivo, y que la otra incumplirá el suyo.
2. Por ser una batalla de David contra Goliat, es Cuba la que más debe prever, prepararse, y crear contrapesos y salvaguardas, porque si los Estados Unidos pierden esa batalla seguirán existiendo sin contratiempo alguno; la Revolución cubana no.
3. Apostar a que Cuba tiene que hacer esta «pulseada» y a que la ganará es correcto y necesario; confundirla con una panacea sería un pecado mortal.
No es que no sea concebible, posible o deseable que cada año visiten a Cuba millones de turistas estadounidenses, que los hoteles y los hospedajes particulares tengan ganancias, que los taxis estatales arrendados y privados hagan cola en el muelle de los cruceros en espera de clientes, que «la patana» de la que se ha hablado traiga mercancías y regalos de los familiares residentes en los Estados Unidos, que las visas sean fáciles y rápidas de obtener, que la economía estatal, cooperativa y privada florezcan, y muchas cosas más, pero hay que «poner a punto» a la sociedad socialista cubana para extraer el máximo beneficio económico con el mínimo costo en términos políticos y sociales, por una parte con la máxima diversificación de sus relaciones internacionales y, por la otra, con contrapesos y salvaguardas internas, como una producción de bienes materiales y espirituales, una oferta de servicios, y un mercado abastecido y accesible, capaces de atraer suficientes miradas como para que los ojos, las mentes y los corazones de la sociedad no sean cautivados por el mercado y por el turismo estadounidenses.
Soy un nostálgico de «la década prodigiosa», de la década de 1960, la del Noticiero ICAIC; de los grandes movimientos de protestas por los derechos civiles, estudiantiles, antibélicos y de la contracultura en los Estados Unidos; de la Conferencia de Bandung; del viaje del primer cosmonauta, Yuri Gagarin, y la primera cosmonauta, Valentina Tereshkova; de los Beatles; del Mayo francés del 68; de las películas de actores como Jean Paul Belmondo y actrices como Claudia Cardinale; de la década en que muchos creímos que el campo socialista era socialista — no socialista real — ; y de la década en que Che soñó que el sistema presupuestario de financiamiento fuese el modelo económico ideal para el socialismo cubano. Pero, han transcurrido más de cinco décadas y el socialismo cubano hay que seguirlo construyendo con la teoría de la revolución social de fundamento marxista y leninista, en su condición de filosofía de la praxis.
El Estado cubano tiene suficiente conocimiento y experiencia para sacarle el máximo provecho a las relaciones internacionales económicas, comerciales, y de cooperación y colaboración, tan pronto como un eventual levantamiento del bloqueo estadounidense deje sin efecto sus prohibiciones y sanciones extraterritoriales. No es igual en el plano interno. Esto me lleva a preguntarme cuál es el papel del cooperativismo y de lo que en Cuba llamamos cuentapropismo con respecto al cese del bloqueo de los Estados Unidos: ¿será un punto débil o un punto fuerte en la batalla por crear contrapesos que impidan la dependencia de la economía cubana de las relaciones que se establezcan con ese país?
El 20 de enero de 2013 se produjo la segunda toma de posesión de Barack Obama como presidente de los Estados Unidos, el 17 de diciembre de 2014 se acordó restablecer las relaciones diplomáticas entre esa nación y Cuba, el 20 de julio de 2015 las relaciones se establecieron oficialmente y, del 20 al 22 de marzo de 2016, Obama realizó una visita a nuestro país. Esto significa que la normalización de las relaciones tardó dos años y seis meses en oficializar los vínculos diplomáticos, y ocho meses más en refrendarlos con la visita del propio presidente de los Estados Unidos a Cuba. Sin embargo, la actualización del modelo económico, emprendida el 9 de noviembre de 2010, hace once años y cuatro meses, todavía no ha producido una «normalización de relaciones» con el cooperativismo y el cuentapropismo. ¿Es más difícil, más preocupante o más amenazante, normalizar las relaciones con el cooperativismo y el cuentapropismo que con el imperialismo?
A propósito del derrumbe de la Unión Soviética, el líder histórico del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador, Schafik Hándal, sentenció:
[…] en todo proceso de revolución también surge la tendencia a la contrarrevolución. Esto tiene carácter objetivo. Triunfa, en definitiva, la corriente que logra la mayor fuerza, la que se guía por un plan más acertado, más inteligente. El predominio de la revolución o de la contrarrevolución se decide en el terreno subjetivo: depende de la conducción de una o la otra.[7]
En aquellos momentos, Schafik repetía de manera constante una idea‑fuerza: «Habrá socialismo si la gente quiere que haya socialismo. Si no, no habrá socialismo».[8]
No solo en el cuentapropismo y el cooperativismo, sino también en otros sectores de la sociedad cubana, en la batalla entre la revolución y la contrarrevolución triunfará quien se guie por un plan más acertado, más inteligente. En todos esos sectores, el dominio de la revolución o la contrarrevolución se decidirá en el terreno subjetivo: dependerá de la conducción de una o la otra. Me pregunto: ¿es lo más acertado, lo más inteligente, tratar al cooperativismo y al cuentapropismo como «potencial contrarrevolucionario» o «potencial delictivo»? Al tratarlos así, ¿no estamos nosotros mismos convirtiéndolos en «puntos débiles» en la batalla por crear contrapesos que impidan la dependencia de la economía cubana de las relaciones que se establezcan con los Estados Unidos? ¿No sería preferible convertirlos en «puntos fuertes» en la batalla para que la gente quiera que haya socialismo? ¿No es preferible «normalizar las relaciones» con el cooperativismo y el cuentapropismo acabando de definir cuál es su espacio dentro del socialismo cubano y respetándoselo?
Aunque nada conozco de economía, con la misma autoridad con que las y los cubanos criticamos a los directores de equipos de beisbol, doy mi opinión de que la discontinuidad o el cambio han sido la constante a lo largo de la historia de la Revolución cubana en el poder, con zigzags u oscilaciones del péndulo entre una concepción bella y apasionante, pero idealizada, de la economía y la sociedad, y varias «versiones criollas» del concepto de acumulación socialista originaria o acumulación socialista primitiva de la Revolución de Octubre, cuyo principal promotor fue Eugen Preobajenski, consistente en permitir, e incluso estimular, la existencia de «bolsones» de pequeña propiedad privada dentro de la sociedad socialista, acotada y sujeta a un régimen tributario mediante el cual el Estado captaba recursos para financiar el despegue y la consolidación de la economía socialista.
El acotamiento y el régimen tributario a los que están sujetos el trabajo privado individual, la micro‑empresa y la pequeña empresa, e incluso las cooperativas, no parecen tener en cuenta que en ellas rige aquella ley bien conocida por Marx, capital que no crece muere, es decir que, si no se les permite un margen de crecimiento, si se les quiere mantener en un régimen de reproducción simple, si se les quiere limitar a un tope de ingresos equivalente a un salario de relativamente modesta magnitud, y si se les obliga a franquear una muralla burocrática de trámites, permisos y prohibiciones, esas formas de propiedad, o bien transgreden la ley o bien mueren, y en ninguno de esos dos casos se cumple el objetivo fundamental de la acumulación socialista originaria o primitiva, que es aportar riqueza al despegue y consolidación de la economía socialista.
Tanto para avanzar en una normalización de relaciones, como para enfrentar en las mejores condiciones posibles la combinación «posbloqueo» del «hard power» con el «soft power» o el «smart power», la sociedad cubana y su Revolución necesitan fortalecerse al máximo en lo interno.
Para este experto amateur en beisbol, ese punto de equilibrio, entre otros elementos, requiere buscar y encontrar:
1. cuánto permitir que las cooperativas y los trabajadores por cuenta propia, las microempresas y las pequeñas empresas, operen en concordancia con la ley capital que no crece muere; y,
2. qué medios y métodos inteligentes utilizar para que no erosionen al sistema social imperante.
El tema del socialismo como sistema social y como sistema político, se abordará en otra serie de artículos.
Notas:
[1] General de Ejército Raúl Castro Ruz: Informe Central al VIII Congreso del PCC, 16 de abril de 2021.
[2] Ben Rhodes: The World As It Is: A Memoire of the Obama White House, Random House, New York, 2018, p. 206.
[3] Ibíd.: p. 208
[4] Sergio Alejandro Gómez: «Las claves del 17 de diciembre», Granma, 16 de diciembre de 2016.
[5] Véase a Miguel A. D’Estéfano Pisani: Política Exterior de la Revolución Cubana, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2002, p. 253.
[6] Elier Ramírez Cañedo: ¿Qué entender por una normalización de las relaciones entre Cuba y EEUU?, en Internet, 16 de mayo de 2016 (consultado 7–4–2021).
[7] Schafik Hándal: Legado de un revolucionario (tomo III). Del FMLN tras los Acuerdos de Paz al FMLN que hoy necesitamos, Ocean Sur, México, 2014, p. 38.
[8] Citado por Roberto Regalado en La izquierda latinoamericana en el gobierno: ¿alternativa o reciclaje?, Ocean Sur, México, 2012, p. 230.
(*) De la serie: El «Triángulo de las Bermudas» por el que navega Cuba. Acumulación de problemas propios, doble filo del bloqueo y reflujo de la izquierda latinoamericana.
Para ver Parte II a pinche aquí.
Fuente: https://medium.com/la-tiza/doble-filo-del-bloqueo-ii-e0703350e198
(**) Roberto Regalado (La Habana, 1953): Politólogo, doctor en Ciencias Filosóficas, profesor adjunto de Ciencias Políticas, licenciado en Periodismo y profesor de Inglés. Miembro de la Sección de Literatura Histórica y Social de la Asociación de Escritores, de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Entre sus libros se encuentran América Latina entre siglos: dominación crisis, lucha social y alternativas políticas de la izquierda (2006), Encuentros y desencuentros de la izquierda latinoamericana: una mirada desde el Foro de São Paulo (2007), La izquierda latinoamericana en el gobierno: ¿alternativa o reciclaje? (2012), y Construindo a Integração Latino Americana e Caribenha (2012, coautor junto a Valter Pomar), así como la compilación y edición de las antologías Los gobiernos de izquierda en América Latina (2018), El ciclo progresista en América Latina (2019), y Experiencias del ciclo progresista en América Latina (2020).
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