Reflujo de la izquierda latinoamericana I /(*)
por Roberto Regalado (**)/ La Tizza.
El triunfo de la Revolución cubana, el 1 de enero de 1959, abre una etapa de luchas en la historia de América Latina que finaliza entre 1989 y 1991. Esa etapa se abre por el rechazo de amplios sectores sociales a las dictaduras militares, los gobiernos civiles autoritarios y las seudodemocracias neocolonializadas; al agotamiento del desarrollismo y el populismo; y a la inviabilidad de la estrategia de frentes amplios a la que los partidos comunistas se aferran en medio de la Guerra fría. Tal combinación de factores explica el entusiasmo y la esperanza despertados por el triunfo del Ejército Rebelde, liderado por el comandante Fidel Castro Ruz, en una joven generación de identidades y filiaciones diversas: antiimperialistas, comunistas, trotskistas, socialistas, guevaristas, socialdemócratas, socialcristianas, populistas y otras, que permean las luchas populares en sentido general.
Los orígenes de la izquierda latinoamericana datan de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, período durante el cual se produce un dificultoso proceso de empalme de las ideas y las luchas emancipadoras autóctonas y/o producto de influencias extra regionales ya mestizadas, con las ideas y las luchas traídas consigo por las y los inmigrantes que no hallan cupo en la fuerza de trabajo europea. El nacionalismo, el antiimperialismo y el nacionalismo revolucionario eran las corrientes políticas más relevantes en la América Latina de «entre siglos»,[1] mientras que de Europa — explica Néstor Kohan — llegaron mayoritariamente el anarquismo individualista, el anarquismo colectivista, el anarcosindicalismo, el socialismo evolucionista y el marxismo.[2] Kohan fundamenta que las principales matrices de pensamiento revolucionario de las primeras décadas del siglo XX eran el antiimperialismo y el marxismo, uno oriundo de América Latina y el otro de Europa, símbolos de cuya fusión virtuosa fueron tres grandes figuras: José Carlos Mariátegui, Julio Antonio Mella y Agustín Farabundo Martí.[3]
La muerte de Mariátegui, Mella y Farabundo,[4] ocurre poco después que, en 1928, Stalin asumiera el control de la Internacional Comunista o III Internacional (1919‑1943) y la usara en función de la «razón de Estado» de la Unión Soviética, es decir, de la defensa de los intereses del Estado soviético como prioridad absoluta, a la cual los partidos comunistas tenían que subordinar sus luchas clasistas y nacionales, incluso al punto de sacrificarlas. Stalin le dio nuevos giros a la estrategia de frentes amplios político‑electorales de la Internacional, que en una etapa fueron frentes amplios «por abajo» — para despojar de sus bases a las fuerzas antiimperialistas — y en otra etapa fueron frentes amplios «por arriba» — para forjar alianzas antifascistas con sectores de la burguesía y la pequeña burguesía — . Según Kohan, a partir de la prematura ausencia de estos tres dirigentes revolucionarios, el marxismo y el antiimperialismo transitarían por caminos conflictivos entre sí, hasta que el pensamiento y la acción de Fidel y Che los funden y los sintetizan en la política interna y en las relaciones exteriores de la naciente Revolución cubana.
La política de frentes amplios antifascistas sufrió golpes con el vaivén provocado, primero, por la firma en 1939 del pacto de no agresión entre la URSS y Alemania — brusco giro de la política soviética, antagónico con lo que hasta entonces exigía a los partidos comunistas — , y luego con la agresión alemana a la URSS, que obligó a la III Internacional a retornar a la postura anterior. No obstante, esa política tuvo algunos, aunque escasos, resultados antes de la Segunda Guerra Mundial y durante esa conflagración, momento en que alcanzó su máxima expresión en virtud de la alianza militar establecida por los Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS contra el Eje nazi‑fascista. En esa etapa se abrieron espacios legales a las luchas obreras y campesinas, y a la lucha política y electoral de la izquierda, incluidos los partidos comunistas, que lograron participar en gobiernos nacionales, elegir legisladores y legisladoras, y ocupar espacios en gobiernos locales. Sin embargo, tras el estallido de la Guerra fría los partidos comunistas siguieron aferrados a la estrategia de frentes amplios, pese a que la «cacería de brujas» la hacía impracticable.
En algunas de las naciones donde avanzó la acumulación desarrollista de capitales, cuyo auge se registra entre 1929 y 1955, se aplicaron ciertas políticas de reforma favorables al proletariado organizado y las capas medias urbanas, como las del cardenismo en México (1934‑1940) y el peronismo en Argentina (1946‑1955), pero lo que prevaleció fue el clientelismo, es decir, los sindicatos y otras organizaciones sociales «amarillas» que recibían privilegios a cambio de dividir a la clase obrera y demás sectores populares. En cualquier caso, en ningún país latinoamericano existía un desarrollo económico y social que permitiera la formación de un vector político reformador como la socialdemocracia europea.
En la América Latina de la década de 1960, en un contexto internacional caracterizado por la paridad nuclear entre los Estados Unidos y la URSS, la efervescencia de los movimientos de protesta en los Estados Unidos y Europa Occidental, y el auge de la lucha anticolonialista en África y Asia, Fidel Castro y Ernesto Che Guevara lideran la batalla por la integración del antiimperialismo, el marxismo y el leninismo. La primera y la segunda Declaraciones de La Habana y la Declaración de Santiago de Cuba,[5] los discursos y las obras de los líderes de la Revolución cubana, entre los que resaltan los de Fidel y Che, junto a eventos como la Conferencia Tricontinental y la Conferencia de Solidaridad con los Pueblos de América Latina, hacen aportes trascendentales a la teoría y la praxis de la revolución en las condiciones imperantes en la década de 1960 en el entonces llamado Tercer Mundo. Símbolo de ese pensamiento es el Mensaje de Che a la Conferencia Tricontinental, publicado en abril de 1967 con el título Crear, dos, tres, muchos Viet Nam.
Aunque la vía armada prevalece en la conciencia social como el sello de época de la etapa histórica abierta por la Revolución cubana, en las décadas de 1960 y 1980 se destacan tres tipos de proyectos y procesos de transformación revolucionaria o reforma progresista: 1) el flujo y reflujo de la insurgencia revolucionaria cuyos momentos pico se produjeron en 1959‑1960, 1965‑1967 y 1979‑1989; 2) la elección del presidente Salvador Allende, candidato de la Unidad Popular chilena, derrocado en 1973; y 3) los gobiernos militares progresistas de Juan Velasco Alvarado en Perú (1968‑1975), Omar Torrijos Herrera en Panamá (1968‑1981) y Juan José Torres en Bolivia (1970‑1971).
Chile y Uruguay eran los únicos países donde existían condiciones para una estrategia de frentes amplios político‑electorales que, tras la disolución de la III Internacional — decidida por Stalin en medio de la Segunda Guerra Mundial como ofrenda a sus aliados estadounidenses y británicos — , continuó siendo la línea del movimiento comunista internacional, cuyo objetivo era apuntalar la coexistencia pacífica entre sistemas sociales diferentes: el Partido Comunista de Chile, que según Daniel Martínez Cunill «dividía sus fidelidades entre Moscú y Santiago»,[6] fue una de las fuerzas políticas principales de la Unidad Popular; y el Partido Comunista de Uruguay, que formuló su propia estrategia de democracia avanzada, desempeñó un rol protagónico en la fundación del Frente Amplio en 1971.[7]
Hitos en esos años fueron el proyecto de extender la lucha armada a varias naciones de América del Sur protagonizado por Che en Bolivia (1967), los triunfos de la Revolución granadina y la Revolución nicaragüense, en marzo y julio de 1979, respectivamente, y el auge alcanzado a partir de 1981 por la lucha armada en El Salvador. Sin embargo, como resultado de la inexistencia de una situación revolucionaria tal como la caracterizó Lenin — que los de abajo no quieran seguir siendo dominados y los de arriba no puedan seguirlos dominando — , de la violencia contrarrevolucionaria y contrainsurgente de los Estados Unidos y sus aliados criollos, de las debilidades y errores de las propias fuerzas populares, y del cambio en la correlación mundial de fuerzas provocado por el desmoronamiento de la URSS, la lucha armada no prosperó.
Tampoco existía el tipo de democracia burguesa europea estudiado por Gramsci, donde se abren espacios de confrontación en los cuales los pueblos pueden arrancarle concesiones a la clase dominante. Incluso en los únicos dos países de la región donde ese sistema político funcionaba con relativa estabilidad, asimilaba demandas sociales y permitía el funcionamiento legal de los partidos de izquierda, que como se dijo eran Chile y Uruguay, cuando en Chile fue electo el gobierno de Salvador Allende, y cuando en Uruguay la derecha se sintió amenazada por la lucha popular, en ambos se instauraron dictaduras militares de «seguridad nacional». En síntesis, en América Latina fueron destruidos todos los proyectos populares, tanto de naturaleza revolucionaria como reformadora, emprendidos con posterioridad al triunfo de la Revolución cubana.
En la medida que las dictaduras militares y otros tipos de Estados de «seguridad nacional» terminaban de aniquilar, encarcelar o forzar el exilio a la generación de luchadoras y luchadores revolucionarios forjados al calor de la Revolución cubana, y en la medida que crecía el rechazo a la genocida Doctrina de Seguridad Nacional, durante los gobiernos de James Carter (1977‑1981) y Ronald Reagan (1981‑1989), los Estados Unidos desarrollan un mal llamado proceso de democratización de América Latina, consistente en establecer o restablecer, según el caso, la institucionalidad democrático burguesa. Este proceso se basó en la concertación de un pacto entre los gobernantes militares salientes y los sectores de la derecha tradicional que mejor encajaban en el esquema de recambio.
El objetivo del «pacto democratizador» era sustituir a las dictaduras por democracias restringidas, mediante la celebración de elecciones «libres», con candidatos y partidos proscritos, no solo de izquierda, sino también de la «vieja guardia» desarrollista, y la imposición de limitaciones constitucionales y legales a los nuevos gobernantes civiles. Convencidos de que ese esquema de dominación sería duradero, y en virtud de los avances registrados por la concentración transnacional del poder político en la década de 1980, los Estados Unidos dejan de imponer, de oficio, a candidatos y fuerzas políticas específicos en los gobiernos latinoamericanos, y optan por un modelo en apariencia más flexible de «gobernabilidad democrática», concebido para garantizar que cualesquiera que fuesen la persona y el partido que ocuparan el gobierno, estuviesen ideológicamente convencidos y estructuralmente forzados a ejercerlo con apego a la doctrina neoliberal.
En América Latina, el fin de la bipolaridad de posguerra y el inicio del llamado nuevo orden mundial se manifiestan mediante la intervención militar de los Estados Unidos en Panamá (diciembre de 1989),[8] la derrota «electoral» de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua (febrero de 1990),[9] la desmovilización de una parte de los movimientos guerrilleros existentes en Colombia (1990‑1992) y, como colofón, en la firma de los Acuerdos de Chapultepec (enero de 1992) que ponen fin a más de una década de insurgencia en El Salvador, país donde esa forma de lucha alcanzaba en ese momento el mayor desarrollo. Se abría una nueva etapa de luchas en la que los movimientos sociales populares en contra del neoliberalismo y de toda forma de opresión y discriminación alcanzaban un auge y una efectividad sin precedentes, y surgían nuevos partidos, organizaciones, frentes y coaliciones políticas multitendencias, en los que convergían líderes, lideresas, activistas, militantes y simpatizantes de organizaciones sindicales, campesinas, feministas y de otros sectores populares, partidos progresistas y democráticos, organizaciones marxistas de corrientes divergentes que hasta ese momento se excluían entre sí, movimientos político‑militares desmovilizados — también diversos — , y mujeres y hombres del pueblo en general.
Entre 1989 y 1991 finaliza la etapa de luchas abierta con el triunfo de la Revolución cubana. Ni la conquista del poder mediante la lucha armada, ni el ejercicio del poder mediante un sistema político de partido único — como el PCC en Cuba — o de partido hegemónico — como el FSLN en Nicaragua — serían posibles en lo adelante. Además,
dado que la URSS había «privatizado» y «monopolizado» al marxismo y el leninismo, la perestroika y la glasnost los sumieron en una profunda crisis de credibilidad, junto a los conceptos de revolución y socialismo.
Y dado que la «nueva mentalidad» resultaba «música para los oídos» de la autoproclamada «nueva izquierda» que entonces emergía, se desató una ofensiva contra el prefijo «anti»: contra el anticapitalismo y el antiimperialismo. Los pilares político‑ideológicos sobre los cuales la Revolución cubana se había convertido en referente de amplios sectores del movimiento popular y la izquierda de la región, el marxismo y el antiimperialismo, sufrían un intenso ataque. La segunda parte de este artículo abordará cómo, bajo la conducción personal de Fidel, con amplitud de mente, visión estratégica, paciencia, tesón y apego a los valores y principios revolucionarios, el PCC, las organizaciones de masas y sociales, y las organizaciones no gubernamentales revolucionarias cubanas, lograron zanjar las discrepancias y relanzar las relaciones con los sectores de la izquierda y el progresismo críticos del «paradigma soviético» que siguió vigente en Cuba.
En Nuestra América de finales del siglo XX e inicios del XXI no puede hablarse de revolución entendida como ruptura tajante del statu quo que incluye el ejercicio de la violencia revolucionaria y la creación de órganos de poder popular. En algunos, se pueden identificar rasgos del concepto de revolución como totalidad de un proceso de rupturas parciales sucesivas con el sistema social imperante, que busca desembocar en un nuevo sistema social.[10] Otros son los procesos reformadores que, acorde con las condiciones y características de cada país, y con la orientación política e ideológica de las fuerzas progresistas de gobierno, se plantean como objetivo aumentar la redistribución de riqueza y la asimilación de demandas sociales dentro del sistema capitalista.
Los llamados gobiernos de izquierda y progresistas electos en América Latina a partir de finales de la década de 1990, son gobiernos de coalición en los que participan fuerzas de izquierda, centroizquierda, centro y, en algunos casos, incluso de centroderecha. Según la correlación de fuerzas existente, la izquierda puede ser el elemento aglutinador de la coalición u ocupar posiciones secundarias. Cada gobierno tiene características específicas, pero es posible ubicarlos en cuatro grupos:
1. gobiernos electos por el quiebre o debilitamiento extremo de la institucionalidad democrático‑neoliberal que, mediante la aprobación de nuevas Constituciones con amplia participación popular, pueden clasificar como revoluciones políticas o procesos encaminados en esa dirección: Venezuela, Bolivia y Ecuador;
2. gobiernos electos por la acumulación de fuerza social y política que emprenden procesos reformadores de redistribución social de riqueza y asimilación de demandas sociales, en correspondencia con el desgaste, pero sin quiebre ni debilitamiento extremo de la institucionalidad democrático neoliberal: Brasil y Uruguay;
3. gobiernos de antiguas organizaciones guerrilleras devenidas partidos políticos que ganaron la presidencia en elecciones, en Nicaragua después de haber ejercido el poder (1979‑1989) y haberlo perdido (1990), y en El Salvador con más de tres lustros de acumulación de fuerza con posterioridad a los Acuerdos de Paz de 1992; y
4. gobiernos de coalición formados en torno a figuras progresistas donde la izquierda no está en condiciones de liderar: Argentina, Honduras y Paraguay.
En sentido general, podemos hablar de dos tipos de liderazgos, fuerzas políticas y de izquierda y progresistas, reformadores y transformadores:
1. la vertiente reformadora está hegemonizada por el progresismo y/o por lo que podemos llamar la nueva socialdemocracia latinoamericana. El primero proviene de los partidos tradicionales u otros sectores sociales (profesionales, culturales, religiosos) no orgánicamente vinculados a la política. El segundo es un vector cuyos integrantes no necesariamente están afiliados a la Internacional Socialista, ni necesariamente asumen esa identidad, pero piensan y actúan de manera similar a la socialdemocracia europea de finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX: conciben a la democracia burguesa como sistema político imparcial e incluyente en el que las mayorías y minorías oprimidas pueden ejercer el gobierno en función de sus intereses, y practican el «juego de roles» consistente en usar su «ala izquierda» para atraer el voto popular en tiempos de elecciones, y una vez electas entregan el gabinete económico al «ala derecha», que suele operar con un neoliberalismo light. A esta vertiente reformadora en su conjunto es a la que en esta serie de artículos se alude con los términos gobiernos progresistas, fuerzas progresistas y progresismo.
2. la vertiente transformadora enarbola banderas como el Socialismo del Siglo XXI de la Revolución Bolivariana de Venezuela, el Vivir Bien de la Revolución Democrática y Cultural de Bolivia, y el Buen Vivir de la Revolución Ciudadana de Ecuador, que son términos referidos a la praxis de cada uno de ellos, no a un diseño de sociedad con líneas gruesas previamente concebidas o en proceso de formulación.[11]
Ni la vertiente reformadora ni la vertiente transformadora de la izquierda y el progresismo latinoamericanos dedicaron la imprescindible atención a los objetivos, el programa, la estrategia, la organización del partido, la educación política e ideológica, ni a la construcción de hegemonía y poder popular en sus respectivos proyectos y procesos. Los reformadores incurrieron en esta omisión por opción propia y los transformadores por subvaloración de la teoría revolucionaria y sobrevaloración de la praxis.
De ello se deriva que el progresismo y la nueva socialdemocracia no se expliquen cómo es posible que «la democracia», cuyas reglas del juego tanto se esforzaron por perfeccionar y transparentar, haya sido «usada» por «la derecha», no para desplazarlas del gobierno mediante una «alternancia civilizada», que hubieran comprendido y aceptado como normal, sino para expulsarlas de los poderes del Estado, criminalizarlas, judicializarlas e intentar destruirlas por completo.
Por su parte, la nueva generación promotora de transformaciones sociales no avanzó lo suficiente en el proceso de rupturas parciales sucesivas con el sistema social imperante, y ahora se siente obligada a «atrincherarse» en los poderes del Estado bajo su control para defenderse del imperialismo, de los poderes del Estado controlados por la oligarquía y de los poderes fácticos nacionales, un «atrincheramiento» que, más temprano que tarde, debe desembocar en la «ruptura del cerco», porque el objetivo estratégico de la izquierda no es resistir por resistir, sino resistir para vencer, y vencer para satisfacer las necesidades e intereses de las mayorías y minorías históricamente oprimidas, dominadas, explotadas y discriminadas. En síntesis, ninguno de los dos tipos de liderazgo asumió, ni se preparó, para enfrentar el ineludible problema de fondo:
[…] la izquierda que llega al gobierno en América Latina hoy, no destruye al Estado burgués, ni elimina la propiedad privada de los medios de producción, ni funda un nuevo poder, ejercido de manera exclusiva por las clases desposeídas. En sentido contrario, tampoco puede construir una réplica del «Estado de bienestar» del que abjuró la socialdemocracia europea occidental. La izquierda latinoamericana accede al gobierno acorde con las reglas de la democracia burguesa, incluido el respeto a la alternabilidad, en este caso con la ultraderecha neoliberal que desde la oposición obstaculiza y, si regresa al gobierno, revertirá las políticas que ella ejecuta, por «benignas» que sean.[12]
No quiere eso decir que no haya debates, búsquedas y esfuerzos por concebir y edificar «otros tipos de democracias» realmente populares. Con palabras de Hugo Moldiz:
[…] los procesos constituyentes en varios países se han traducido en la incorporación a sus respectivas Constituciones de otros tipos de democracias: participativa, deliberativa y comunitaria, lo cual no solo es la apertura de nuevos espacios para nuevas formas de participación política, sino un aporte a la teoría y práctica política en general. Es reconocer que no hay una sino varias democracias, cada una de ellas portadoras de intereses de clase distintos. Sin embargo, también habrá que decir que el reconocimiento de estas otras democracias no ha alterado el carácter predominante de la democracia representativa como espacio de disputa entre la hegemonía y la dominación, entre emancipación de los pueblos y la dominación del imperialismo.
De hecho, los gobiernos progresistas y de esa «nueva izquierda» tienen su origen y fuente de mandato en las democracias representativas […].[13]
El planteamiento de Moldiz, como los de otros compañeros y compañeras que apuntan en la misma dirección, es estratégico. Si el concepto viable de revolución en la América Latina es mediante rupturas parciales sucesivas con el sistema de dominación imperante hasta la ruptura total, es necesario que otras democracias, genuinamente populares, ocupen crecientes espacios dentro de la democracia representativa hasta llegar a reemplazarla y a superarla históricamente. Además, no debe olvidarse que la democracia burguesa no fue la dádiva resultante de un «frenesí de bondad» de la clase dominante, sino ante todo una conquista de los movimientos obrero, socialista y femenino, es decir, una conquista de los pueblos, y este elemento conquista de los pueblos ha de ser el elemento esencial del sistema político que supere históricamente a la democracia burguesa.
Entiéndase que la democracia poscapitalista, la democracia socialista, también constituye una forma de dominación y subordinación, en este caso, de dominación de los sectores y grupos antisocialistas y de subordinación de los sectores y grupos no socialistas en sociedades que no son y jamás serán monolitos,
en sociedades donde los sectores y grupos portadores de intereses (no capitalistas) de clases distintos tienen que converger y unirse en un proyecto emancipador común. Para darle un carácter democrático a este proceso, los sectores y grupos socialistas necesitan lograr dos cosas: 1) parafraseando a Schafik Hándal, lograr que la gente quiera que haya socialismo; y 2) lograr que la función de dominación y subordinación no la ejerza solo el Estado socialista como poder central, sino que florezcan otras democracias, como la participativa, la deliberativa y la comunitaria, que ocupen crecientes espacios en la sociedad en proceso de emancipación, hasta que lleguen a reemplazar por completo al Estado socialista, es decir, hasta que, de una forma u otra, acorde con las condiciones y características de cada país, y acorde con el momento en que ello ocurra, desemboquen en algo lo más cercano posible a lo que Marx concibió como extinción del Estado. Claro que esto es más fácil decirlo que hacerlo. Habrá que realizar tantos ejercicios de prueba y error como sea necesario para lograrlo, pero hay que pensarlo y ponerlo en movimiento «desde ya».
Los espacios políticos e institucionales ocupados por la izquierda transformadora y el progresismo reformador en la América Latina a partir de mediados de la década de 1980, son resultado de una combinación de factores fundamentales, entre los que resaltan:
1. el acumulado histórico de luchas contra la dominación colonialista, neocolonialista e imperialista, en particular, a partir del triunfo de la Revolución cubana, en la que, si bien otros procesos revolucionarios o reformadores no triunfaron o no sobrevivieron, sus luchas sí contribuyeron a abrir espacios de contienda legal nunca antes existentes;
2. el rechazo a la represión genocida tradicionalmente empleada contra los pueblos, que obligó a los Estados Unidos y las oligarquías latinoamericanas a buscar formas más mediadas y sofisticadas de dominación;
3. el impulso decisivo de los movimientos populares en pleno auge, que incorpora a la lucha política y electoral a sectores sociales que antes carecían de conciencia, motivación o condiciones para participar en ella; y
4. el voto de castigo contra los gobiernos neoliberales por parte de amplios sectores no concientizados, listos para volverse contra las fuerzas de izquierda y progresistas si no satisfacían sus expectativas, fuesen justas o injustas, racionales o irracionales.
Hay que partir de estos cuatro factores fundamentales de acumulación, predominantes en la etapa de lucha 1998‑2009, para identificar los factores de desacumulación que a partir de ese último año provocan el creciente reflujo de la izquierda y el progresismo:
1. Del predominio a la desvalorización del acumulado histórico. Con el paso del tiempo, la superposición de realidades recientes, el surgimiento de nuevas expectativas y demandas sociales — en unos casos por la satisfacción y en otros por la insatisfacción de las anteriores — , y las insuficiencias y errores de la propia izquierda y el propio progresismo, se produce una relativización o devaluación del acumulado histórico, en la que en muchos casos influye una deficiente o errada labor para mantener vivo el conocimiento y la valoración de la historia, y trasladárselos a la juventud;
2. De la represión genocida a la desestabilización de espectro completo. Los Estados Unidos y las oligarquías latinoamericanas cometieron un error de cálculo al combinar el «proceso de democratización» con la reestructuración neoliberal. No previeron que el rechazo a esta última provocaría un auge de las luchas populares que desembocaría en la elección de gobiernos de izquierda y progresistas. Imposibilitados, aunque deseosos, de retornar a la represión genocida de antaño, recurren a la desestabilización de espectro completo, incluida la guerra mediática, la guerra jurídica, la guerra parlamentaria y otras guerras, para imponer y blindar en el gobierno el autoritarismo neoliberal de Bolsonaro, Macri y otros.
3. Del impulso decisivo a la «abstención de castigo» de los movimientos populares, acostumbrados a luchar contra gobiernos hostiles y descolocados en su novedosa relación con gobiernos amigos o incluso propios, que no supieron o no pudieron satisfacer sus expectativas, debido a los «candados» del sistema, la presión de los poderes fácticos, los corrimientos al «centro» para «ampliar su base electoral» y/o la posposición de las transformaciones o reformas radicales, con la expectativa de que su fuerza social y política crecería mediante el «gradualismo».
4. Del voto de castigo al neoliberalismo al voto de castigo contra la izquierda y el progresismo, que se vuelca contra ellos, en parte, debido a la desestabilización de espectro completo y, en parte, producto de sus insuficiencias y errores propios.
Los países donde fuerzas de izquierda y progresistas perdieron el gobierno son: Argentina, producto de la derrota electoral del candidato presidencial del Frente para la Victoria (2015); Brasil, mediante un golpe de Estado parlamentario‑judicial (2016); Ecuador, por la traición del candidato presidencial de Alianza País consumada tras su toma de posesión (2017); El Salvador, por la derrota del candidato presidencial del FMLN (2019); Bolivia, mediante la combinación de acusaciones de fraude electoral y golpe de Estado contra la reelección del presidente Evo Morales (2019); y, Uruguay, por la derrota del candidato presidencial del Frente Amplio (2019). Excepto en este último país, a todo ello le sigue la criminalización, judicialización y en muchos casos el encarcelamiento de los máximos liderazgos y de parte de las dirigencias de las fuerzas desplazadas del gobierno. En este sentido, resaltan la condena que impidió a Lula competir por la Presidencia de Brasil, y la sucesión de procesos judiciales desatados contra Cristina Fernández, Rafael Correa y Evo Morales.
Los gobiernos de izquierda que no han sido derrocados o derrotados son los de Venezuela y Nicaragua. Enfocamos la atención en Venezuela porque es el frente de batalla donde los Estados Unidos tratan de relanzar el completamiento de su sistema de dominación continental, interrumpido a finales de la década de 1950 por la Revolución cubana y de nuevo interrumpido a partir de finales de la década de 1990 por la elección de gobiernos de izquierda y progresistas. La estrategia desestabilizadora contra Venezuela incluye:
1. el establecimiento de un «doble poder» o «poder dual» mediante la proclamación de Juan Guaidó como «presidente interino» de Venezuela;
2. la activación de la Carta Democrática Interamericana para «legitimar» la injerencia y la intervención extranjera; y
3. la creación de una coalición transnacional que se atribuye el «derecho» a: decidir que el poder establecido en la nación (el gobierno del presidente Maduro) es «ilegítimo» y el «doble poder» impuesto por ella (el «presidente interino» Guaidó) es «legítimo»; despojar al poder establecido de las embajadas, consulados, empresas estatales productivas y de servicios, las reservas internacionales, las cuentas bancarias del Estado y cualesquiera otros activos ubicados en el exterior, y entregárselas al «doble poder»; y promover el derrocamiento del poder establecido y la elevación del «doble poder» al estatus de único poder, incluida la incitación al golpe de Estado y la amenaza de intervención militar.
Comparados con los mecanismos transnacionales de imposición, control y sanción de «infracciones» establecidos por la reforma del Sistema Interamericano de 1989‑1993, se aprecia que Venezuela es hoy el «terreno de prueba» de un salto cualitativo en la transgresión de los principios del Derecho Internacional, cuyos resultados quedan incorporados al arsenal a emplear contra otras naciones y pueblos en lucha.
Dado el cambio en la correlación regional de fuerzas, favorable al imperialismo y la derecha criolla, y desfavorable a los pueblos y las fuerzas de izquierda y progresistas, el eje ALBA/TCP‑MERCOSUR se quebró, los gobernantes autoritario‑neoliberales se retiraron de UNASUR y le bajaron el perfil a la CELAC, para otorgarle, de nuevo, el papel continental preponderante a la OEA, en este caso, a la OEA de Almagro, la peor de las últimas décadas, sin que ello signifique que sus predecesores no fueran también deplorables. Esa correlación negativa de fuerzas se compensa parcialmente por la elección de los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina y Luis Arce en Bolivia, y por el «cambio de la marea» que parece estarse dando en Brasil, a partir de la exoneración de Lula de los juicios que le impidieron ser candidato presidencial y lo encarcelaron, y de la demostración de que Lava Jato era una estrategia de desestabilización. Nadie puede cantar victoria a corto o mediano plazo en América Latina, ni la izquierda y el progresismo, ni la derecha y el imperialismo, pero más temprano que tarde se abrirán nuevas «ventanas de oportunidad» para los pueblos latinoamericanos y caribeños.
No obstante el daño causado por la desacumulación de fuerzas de la izquierda y el progresismo, la reestructuración del sistema de dominación continental de los Estados Unidos es un fracaso, porque el agotamiento histórico del sistema de producción capitalista lo obliga a intensificar la depredación medioambiental y la exclusión social. Los Estados Unidos y las oligarquías criollas son incapaces de articular una estrategia de recambio en América Latina. Lo que hacen es ponerle parches al diseño fracasado: reimponer el neoliberalismo puro y duro dondequiera que logran derrotar o derrocar a un gobierno de izquierda o progresista; blindar a los gobiernos neoliberales que aún no han sido derrotados; y reimponer los también fracasados mecanismos transnacionales de dominación.
El reflujo de la izquierda latinoamericana constituye uno de los vértices del «Triángulo de las Bermudas» por el que Cuba navega. Cuanto antes la Revolución cubana «aligere la carga» de problemas acumulados que lleva encima, y fortalezca las salvaguardas y los contrapesos protectores frente al doble filo del bloqueo, y cuanto antes los pueblos latinoamericanos y caribeños establezcan una correlación de fuerzas favorable a ellos, más pronto se consolidará el socialismo cubano. Por complejo que sea hoy el panorama continental, no veo a otra región del mundo donde se pueda forjar una familia solidaria como aquella que acuerpó y arropó a Cuba entre 2004‑2015.
Aunque en condiciones diferentes, a saber, Cuba en su condición de poder revolucionario establecido y los pueblos de América Latina y el Caribe en su condición de luchadores por establecer un poder emancipador, tienen que retroalimentarse entre sí:
– las experiencias de Cuba, entre ellas que existe una diferencia entre gobierno y poder, que no basta ejercer el gobierno, sino también hace falta ejercer el poder, y que el poder ha de ser resiliente y duradero a toda prueba, son muy necesarias y útiles para las fuerzas populares de América Latina y el Caribe; y,
las experiencias de las fuerzas populares de América Latina y el Caribe, entre ellas, el reconocimiento de la diversidad social, la elaboración colectiva de nuevos conocimientos y posicionamientos políticos, y la concepción de la unidad como proceso participativo de concertación, construcción y renovación cotidianas, son muy necesarias y útiles para Cuba.
Notas
[1] Véase a Roberto Regalado: La izquierda latinoamericana en el gobierno: ¿alternativa o reciclaje?, Ocean Sur, México, 2012, pp. 123‑132.
[2] Néstor Kohan: De Ingenieros al Che. Ensayos sobre el marxismo argentino y latinoamericano, Instituto Cubano de Investigación Cultural «Juan Marinello», La Habana, 2008, p. 42.
[3] Ibídem, pp. 94‑114.
[4] Mella fue asesinado el 10 de enero de 1929, Mariátegui muere producto de una enfermedad el 16 de abril de 1930 y Farabundo fue fusilado por el Ejército salvadoreño el 1 de febrero de 1932.
[5] La Declaración de La Habana fue la respuesta a la Declaración de San José, emitida por la VII Reunión de Consulta de la OEA, celebrada del 22 al 28 de agosto de ese año, que calificaba la relación de Cuba con la URSS y China como amenaza al continente y pretendía forzar su ruptura. La II Declaración de La Habana fue la respuesta a la sanción adoptada contra Cuba el 30 de enero de ese año, por la VIII Reunión de Consulta de la OEA, que expulsaba al Gobierno Revolucionario del Sistema Interamericano. A las Declaraciones de La Habana seguiría la aprobación, el 26 de julio de 1964, de la Declaración de Santiago de Cuba, en respuesta a la ruptura colectiva de relaciones diplomáticas, consulares y comerciales, aprobada un día antes por la IX Reunión de Consulta de la OEA.
[6] «En los momentos en que Allende inicia su gobierno, la visión predominante en los partidos comunistas del mundo era la de defender la postura de la URSS en el conflicto bipolar. Desde Moscú el PCUS presionaba a los cubanos y demás fuerzas de izquierda tradicional a no poner en peligro el frágil equilibrio mundial. La experiencia de la naciente revolución chilena fue convocada de manera imperativa a no generar desbalances en América Latina, aceptada tácitamente como zona del imperio norteamericano. De esta manera el Partido Comunista chileno dividía sus fidelidades entre Moscú y Santiago, de manera contradictoria y oscilante, pero haciendo valer su incuestionable peso entre los sectores sindicales chilenos». Daniel Martínez Cunill: Chile. La revolución interrumpida. El sueño inconcluso de Salvador Allende, ensayo en proceso de elaboración, aquí citado con autorización de su autor.
[7] «El Frente Amplio (FA) fue fundado el 5 de febrero de 1971, con el objetivo de aglutinar a todas las fuerzas políticas progresistas y de izquierda en el fragor de la lucha contra la «dictadura constitucional» impuesta por el presidente Jorge Pacheco Areco. El FA es una «coalición‑movimiento» de «concepción nacional, progresista, democrática, popular, antioligárquica y antiimperialista», cuyos integrantes se comprometen «al mantenimiento y defensa de la unidad, al respeto recíproco de la pluralidad ideológica y al acatamiento de las resoluciones adoptadas por sus organismos». Sus partidos, movimientos y grupos «se encuentran vinculados por una alianza basada en el reconocimiento expreso de cada uno de ellos del mantenimiento de su identidad» y están abiertos «a la incorporación de otras organizaciones políticas y de los ciudadanos que comparten su misma concepción». Miguel Aguirre Bayley: Frente Amplio: La admirable alarma de 1971, segunda edición ampliada, La República, Montevideo, 2000, p. 11.
[8] Cuando el 20 de diciembre de 1989 los Estados Unidos invaden a Panamá, ya el 21 de agosto de ese año se había formado en Polonia un gobierno de coalición nucleado en torno al sindicato Solidaridad, seguido por hechos análogos en Hungría (23 de octubre), había caído el Muro de Berlín (9 de noviembre) y unos días después se produjo la restauración capitalista en Checoeslovaquia (29 de diciembre).
[9] Se coloca entre comillas la palabra electoral al referirnos a la derrota de la Revolución Popular Sandinista porque el resultado de la elección general del 26 de febrero de 1990 estaba predeterminado por una guerra de desgaste, de una década de duración, dirigida por los Estados Unidos.
[10] Para mayor información sobre los conceptos de revolución véase a Claudio Katz: Las disyuntivas de la izquierda en América Latina, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2008, pp. 31‑38.
[11] Véase a Roberto Regalado: La izquierda latinoamericana en el gobierno, ob. cit., pp. 207‑220 y 221‑236, respectivamente.
[12] Ibíd.: p. 228.
[13] Hugo Moldiz: América Latina y la tercera ola emancipadora, Ocean Sur, México, 2012, pp. 90.
(*) De la serie: El «Triángulo de las Bermudas» por el que navega Cuba. Acumulación de problemas propios, doble filo del bloqueo y reflujo de la izquierda latinoamericana.
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