El 30 de agosto se conmemora el día internacional del detenido/a desaparecido/a. Nos parece relevante sumarnos a todo el dolor, recuerdo y homenajes que se realizan en distintos puntos de Chile, de América Latina y el mundo. En efecto, las desapariciones forzadas son una realidad histórica a nivel mundial, que particularmente golpeó con fuerza durante el siglo XX y en particular en América Latina, se asocia fuertemente con el terrorismo de Estado de las dictaduras cívicos militares de la década de los ’70. Pero la violenta e infinitamente cruel práctica de desaparecer personas, sigue operando. El narco, el tráfico de personas y toda una serie de transnacionales «ilegales», con la vista gorda de los Estados democráticos liberales, operan sin mayores dificultades a nivel internacional. Ya no se necesitan los centros clandestinos de detención, sino redes globalizadas especializadas en transformar a una persona en «chupado» (expresión usada en Argentina para referirse a aquellos detenidos/as que se les perdía el rastro durante la dictadura). En esta línea, compartimos con uds. parte del prolegómeno del libro «Desapariciones. Usos locales, circulaciones globales» de Gabriel Gatti, que justamente revisa, cuestiona y contextualiza el concepto de desaparecido. (Nota editora Natalia Pravda)
Prolegómeno: por un concepto científico de desaparición.
El nombre está por todas partes, en los informes, en las conversaciones. Aparece cuando se habla de Argentina, Chile o Uruguay en los setenta, o de México o Colombia hoy; o si miramos atrás lejos y pensamos en la guerra civil española o en el gulag ruso en los treinta, o en la Alemania nazi de los cuarenta, o en la Argelia colonial de los sesenta, o en la Camboya de los jemeres rojos en los setenta, o en Bosnia, en la guerra de los noventa.
Por todas partes, en efecto, donde hubo lo que llamamos hoy “graves vulneraciones de los derechos humanos”, aparece la palabra. También aparece en otros lugares de menor densidad política, muy presentes cuando de sufrimiento se trata: las islas de Lesbos o de Lampedusa, mejor, en el mar que lleva hasta ellas, un Mediterráneo convertido en fosa para miles de desplazados, fugados, refugiados, sujetos sin nombre; o entre los nombrados como homeless o SDF, sujetos oscuros, invisibles, sujetos sin; y en el ancho territorio más allá de la verja de Melilla; o en el desierto de Arizona para los que buscan pasar al otro lado; o en las fosas repartidas por todo México para los que desean alcanzar el promisorio norte; o en los lugares de trata de cuerpos de mujeres; o en las fosas en las que yacen sus despojos, mal muertos, en Argentina, en Portugal, en México, en Chequia…También ahí se usa la palabra. Ya no hay dónde no. Son cientos, miles de casos. Millones. Viejos y nuevos, cercanos y lejanos. Todos son —o los nombramos como— desapariciones, como desaparecidos.
La categoría, en efecto, ha hecho furor, se ha pluralizado, se ha transnacionalizado, se ha consagrado incluso en forma de convención internacional. Ha tenido éxito, se ha naturalizado, se ha convertido en evidencia y se expande y crece, colonizando territorios cada vez más lejanos de los de sus orígenes. Nació en Argentina en los setenta y hoy acompaña al abducido por el mar Mediterráneo, al expulsado de cualquier lógica, a la mujer asesinada en Juárez…¿Qué ha ocurrido para que se diera este proceso? ¿Qué explica que haya sido tan rápido? ¿Cómo es que se da en tantos lugares y tan distintos? ¿Tiene sentido llamar a todo eso por el mismo nombre? Y puesto que se hace, ya que desaparecido, desaparición o desaparición forzada viajan y piensan y nombrar tanta cosa, ¿qué hacemos? ¿Lo celebramos (por humanitariamente eficaz)? ¿Lo cuestionamos (por analíticamente poco riguroso)? ¿Lo aprovechamos (por socialmente creativo)? Para contestar estas preguntas, en este prolegómeno intentaré hacer un doble trabajo: primero, desnaturalizar las categorías de desaparición de desaparecido, luego sistematizarlas.
Apoyándome en una breve genealogía, delimitaré las dos ampliaciones del sentido originario de ambas: una, hacia otras afectaciones de los derechos humanos, otra —la que más me interesa ahora— hacia la vida social cuando se extraña de sí misma. Tras esas dos ampliaciones me gustaría proponer un “concepto científico de desaparición”, un CCD, esto es, una herramienta con la que entender (pensar, gestionar, operar sobre) un universo lleno de lugares fuera de norma, de identidades dislocadas, de dolientes, de fugados, de abandono, de desechos, de parias, de precarios, de vulnerables… Sé que la tarea es inútil: no parece esta una época de conceptos científicos definitivos. Pero poco importa: la búsqueda vale el esfuerzo. Y es también inútil porque el esfuerzo de extensión de las categorías de desaparición o desaparecido más allá de sus territorios originales se lleva haciendo un tiempo, aunque ha sido hasta ahora más social que sociológico, y si es de este último tipo, más intuitivo que riguroso. Toca, creo, darle una vuelta más, exprimir las categorías, subirlas de estatuto, hacerlas científicas. Esto es, convertirlas en herramientas de utilidad para entender de manera sistemática aspectos concretos de un mundo con mucho que se deshace pero que, sin embargo, existe. Mientras hago este recorrido, referiré a cómo los textos de este volumen contribuyen a pensar cada uno de los lugares por los que pasa.
Genealogía de una categoría compleja: un disparate inaprehensible a un absurdo institucionalizado y transnacional.
Entender la conversión de un disparate en coherencia, así definió alguna vez Foucault (1992) el trabajo al que se enfrentaba el genealogista al analizar la transformación de algo incierto en una obviedad compartida. En el caso del desaparecido, cabe jugar con la belleza de la definición y afirmar que se ha ido convirtiendo en una obviedad compartida, sí, y que como tal ordena, es cierto, la realidad a la que se refiere. Pero lo hace concibiéndola precisamente como disparatada. Ciertamente, despropósito, ausencia, paradoja, vacío, sinrazón, descivilización, incertidumbre, imposibilidad, irrepresentabilidad son algunos de los términos que hoy acompañan las acepciones más instaladas del fenómeno de la desaparición y de su corolario, el desaparecido.
Un no vivo-no muerto, un ausente-presente. Un absurdo.
Ciertamente, al aplicar sobre el concepto de detenido-desaparecido un trabajo de historia de los conceptos (Kosselleck, 2012) se ve que se ha desarrollado con ella un esfuerzo complejo, que ha terminado por promover al estatuto de evidencia nada menos que un “nuevo estado del ser”, extraño y desconcertante (Gatti, 2014). Ese esfuerzo tiene cuatro grandes hitos: 1) la constitución de la categoría misma en la experiencia de quienes padecieron de cerca la desaparición forzada cuando aún no se disponía de términos para nombrarla; 2) el ascenso de esta categoría al estatuto de tipo jurídico-penal del derecho internacional en materia de derechos humanos; y 3) y 4) su circulación y expansión abiertas. Del desconcierto a la categoría: la invención del desaparecido originario.
No se puede afirmar sin entrar en largas discusiones que la táctica de exterminio que ahora conocemos como desaparición forzada no haya encontrado en Argentina durante la guerra sucia (1976-1983) el único ni el más devastador lugar de aplicación. Ciertamente, muchos otros lugares padecieron formas similares de represión, algunos en la misma época (Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay), otros posteriormente (Pakistán, Guatemala, Bosnia); en otros casos, hechos pasados adoptan para sí lo que solo mucho después de esos hechos el derecho internacional calificaría como desaparición forzada (así España o Vietnam). Pero lo cierto es que no son pocos los argumentos a los que agarrarse para sostener la singularidad del caso argentino: aquel famoso enunciado de Jorge Rafael Videla en 1979 (“Ni muerto ni vivo, está desaparecido”) (que es evocado en varios de los textos de este volumen,los de Kirsten Mahlke y Rosa-Linda Fregoso, por ejemplo), la primera reacción de los afectados, muy singular (como nos recuerdan aquí Daniel Feierstein o Cecilia Sosa), y quizás más que todo eso el plan de desaparición sistemática y selectiva de parte significativa de la propia ciudadanía practicado por el Estado, que atravesó el tejido social y que más allá de los detalles precisos de la implementación de este dispositivo (Calveiro, 1998; Robben, 2005; Crenzel, 2012), produjo algo nuevo y que le es ciertamente propio al caso argentino: la invención social de la categoría de detenido-desaparecido y la construcción de un campo social alrededor de ella socialmente denso e institucionalmente muy robusto. Y duradero. Este primer hito concierne a ese proceso de invención social.
Alrededor de una realidad de una consistencia incierta, difícil, que tenía por rasgo que imposibilitaba lo que normalmente, en Occidente,entendemos por identidad y sentido, se fueron componiendo densos mundos de vida, duraderos, muy estructurados, con lenguajes propios, manifestaciones políticas reconocibles, diferencias y estructuras internas, más tardíamente, y solo en el caso argentino, un fuerte componente institucional… Son mundos de vida, además, donde una ancha franja de población habita y construye sentido, aunque de acuerdo a lo que señala la teoría heredada en materias como identidad, acción colectiva o incluso derecho, ni el sentido ni la vida eran posibles.
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